© Texto y fotografías: JAVIER PRIETO GALLEGO
Ancha es Castilla. Tan ancha y tan larga y tan llana que marea escudriñarla desde lo alto de las almenas del castillo de Montealegre de Campos. Porque lo que se atisba desde su paseo de ronda es, casi casi, media Castilla. La que mira al norte montañoso de Palencia y León. La otra media, la que mira hacia el sur, debía de verse desde la torre del homenaje original. La actual es exactamente la mitad de alta: tiene 20 metros desde las almenas al suelo, la original tenía 40 y es posible que el murallón de los Picos de Europa -120 km hacia el norte- no dejara ver el mar desde su terraza, pero intuirlo sí.
Y es que, por no pasar, sus paredes no las traspasa ni el viento de la paramera. Así de macizo se diseñó este castillo cuyo objetivo principal siempre fue el de resistir -contra viento y marea- las embestidas sangrientas que implicaba vivir en la línea fronteriza que durante los siglos XIII y XIV separó los reinos de Castilla y de León. Por eso sus torres y sus lienzos no tienen ventanas, a excepción de un balcón abierto hacia el pueblo y alguna rasgadura más en forma de estirada saetera. El resto, piedra, piedra, piedra y piedra. Sólo piedra y argamasa. Tanta y tan bien puesta que duele imaginar el batallón de canteros martilleando en la explanada, dando forma, bloque a bloque, al río de pedruscos traídos de alguna lejana cantera. Porque esa piedra fría, dura, eterna y blanquecina es uno de los bienes, junto a la madera, más preciados de la meseta terrosa de Castilla, desarbolada y cerealista como un mar en calma chicha.
Este bastión macizo como un pan duro con muchos siglos de historia rompe el horizonte rectilíneo de la paramera de Los Torozos para asomarse, desde la misma linde del páramo, a la inmensa llanura de la Tierra de Campos. Como un balcón de privilegio. Por eso está donde está: para aprovechar las ventajas orográficas que otorga ver venir las cosas desde lejos. Y por eso esa linde orográfica fue aprovechada en aquel tiempo para trazar una línea de castillos de la que formó parte el de Montealegre, junto a los de Belmonte, Ampudia, Villalba de los Alcores, Torremormojón o Trigueros, varios de ellos visibles, a ojo, desde las almenas.
Siglos más tarde fue Carlos I quien intentó batirlo por la fuerza sin conseguirlo de nuevo- para rendir a las huestes Comuneras que se habían hecho fuertes dentro. Al alcanzar el siglo XVII el I marqués de Montealegre reformó el interior del castillo levantando en el patio de armas un palacio que llegó hecho añicos a la primera mitad del siglo XX. Pero es a principios de ese siglo, en 1908, cuando estuvo a punto de caer rendido para siempre, al ser adquirido para convertirse en cantera.
Por suerte, a mediados del siglo XX pasó a formar parte del inventario de fortalezas compradas por el Ministerio de Agricultura para almacenar tanto grano como daban los campos de Castilla. El acondicionamiento como panera incluyó despejar los escombros en que se había convertido el palacio interior y que, por contagio de humedades, amenazaba con vencer al resto de la fortaleza. Circunstancia que, a la postre, lo salvó de un derrumbe cierto.
Y con sorpresas tan inolvidables como la de poder caminar por el interior de esos muros ciclópeos. O como la de atisbar un paisaje que, desde lo alto, se muestra tan interminable como bello. Una pura y serena inmensidad. Como mejor dijo Jorge Guillén: “Tierra de Campos infinitamente”.
la gran torre del homenaje y en los adarves, que se recorren en su integridad. Para llevar a cabo esta adecuaciónfue necesario realizar trabajos de rehabilitación del inmueble, recuperando los espacios interiores de la torre mediante la construcción de una cubierta y un forjado intermedio y la adecuación de los pavimentos de la sala baja. Además, las obras han facilitado el tránsito por los adarves, con las medidas de seguridad, protección e iluminación necesarias.
INFORMACIÓN. Ayuntamiento de Montealegre de Campos. Tel. 983 343 688.
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