Al llegar al vivero el frío se hizo más intenso: cientos de arbolitos colocados en hileras esperaban por una familia que viniera a buscarlos. La mano de su padre la mantenía a salvo del frío de esa tarde de diciembre, pero dentro sentía un ávido temblor.
Vino a atenderlos un señor muy amable que, después de buscar una pala, les pidió que lo siguieran. Cuando Paula vio cómo el hombre arrancaba aquel pequeño pino de su espacio se sintió muy triste y comenzó a llorar desconsoladamente. Por mucho que su padre intentó calmarla no lo consiguió. A tal punto llegó su exasperación que tuvieron que abandonar el lugar sin el árbol de navidad.
Nada calmaba a Paula. Se pasó el resto de la mañana y toda la tarde llorando y gritando, y preguntándole a su padre por qué le hacían eso a los arbolitos. Su padre intentó explicarle que se trataba de una tradición y que ellos habían sido sembrados con ese objetivo, que esa era su misión en la tierra. Al escuchar eso, la tristeza de Paula se convirtió en ira y le dijo:
—¿Su misión? ¿Y cuándo esos arbolitos decidieron que esa sería su misión?
No hubo nada que su padre pudiera decir para convencerla. La decepción que invadió a la niña la llevó a encerrarse en su dormitorio. Solamente salía para comer, porque su padre la obligaba, y se pasaba el resto del día aislada e inaccesible.
Una tarde, cuando su padre ya no sabía qué hacer con ella, Paula lo llamó desde su habitación. Al entrar en ella descubrió que la niña había armado un arbolito navideño precioso; y lo había hecho con objetos que estaban en su habitación.
—¿Ves cómo podemos tener un precioso arbolito sin dañar a otros seres vivos?— le dijo con una hermosa sonrisa. Su padre la abrazó con ternura y comprendió cuán equivocado había estado.
La lección de su hija no se quedó en esa experiencia. A partir de ese año y cada navidad, padre e hija brindan un taller de manualidades para que todos los niños del barrio armen su propio arbolito de navidad sin talar un árbol. Su barrio es el más verde de toda la ciudad.