La historia de supervivencia de Shackleton es una de las más impresionantes en los anales de la exploración, y aún hoy en día sigue causando asombro por la capacidad que esta expedición a la Antártida tuvo para sobrevivir.
La Expedición Transantártica Imperial de Shackleton partió de Plymonth, Inglaterra, el 8 de agosto de 1914, justo cuando estallaba la Primera Guerra Mundial; la idea era atravesar a pie el continente antártico. El barco de Shackleton, con nombre Endurance, era un velero de madera con tres mástiles, un bergantín, diseñado en aquella época especialmente para soportar el hielo. En su camino hacia el sur, la última escala de los expedicionarios fue la isla Georgia del Sur, un remoto y desolado puesto avanzado subantártico del Imperio británico habitado por una pequeña comunidad de balleneros noruegos. Después de abrirse paso durante más de seis semanas a través de unos 1.500 kilómetros de témpanos de hielo, el Endurance se encontraba a unos 150 kilómetros de su destino -un día de navegación-, cuando el 18 de enero de 1915 el hielo comenzó a rodearlo. Un drástico descenso en la temperatura hizo que se helara el agua del mar, cerrándose totalmente la banquisa. El Endurance estaba atrapado.
En ese punto de la expedición Shackleton era el respondable de las vidas de 27 hombres, su capacidad de liderazgo fue fundamental para la supervivencia de todos ellos. Durante los diez meses siguientes, el Endurance navegó en zigzag más de 2000 kilómetros, arrastrado por la corriente noroeste de la banquisa. A medida que transcurrían los días, Shackleton y su tripulación sabían que el continente antártico quedaba cada vez más lejos. Algunos hombres eran marinos profesionales de la Royal Navy. Otros eran rudos pescadores que habían trabajado en arrastreros bajo el terrible frío del Atlántico Norte; otro grupo estaba formado por recién licenciados de la Universidad de Cambridge que se habían embarcado como científicos. Y Perce Blackborow, el miembro más joven de la tripulación, había viajado como polizón desde Buenos Aires. Todos se habían embarcado con diferentes esperanzas que ahora se habían evaporado de la forma más hostil.
El 26 de octubre, el fotógrafo de la expedición, Frank Hurley, escribió en su diario unas palabras tremendamente elocuentes:
A las seis de la tarde la presión se hace irresistible. El barco cruje y tiembla, las ventanas se hacen añicos mientras las tablas de la cubierta se abren y se retuercen. En mitad de estas fuerzas profundas y arrolladoras, somos la viva personificación de la impotente inutilidad.
Al día siguiente, Shackleton dio orden de abandonar el barco. Los hombres pasaron su primera noche sobre el hielo en tiendas de lino tan delgadas que la luz de la luna las atravesaba. La temperatura era de -27 ºC.
También, las palabras del físico de la expedición, Reginal James, son estremecedoras:
Fue una noche terrible. El perfil tenebroso del barco se recortaba en el cielo y el ruido de la presión que soportaba […], recordaba a los gritos de una criatura viva.
No podían comunicarse por radio y nadie en el mundo sabía dónde se encontraban. Para ponerse a salvo cuando el hielo empezara a romperse, únicamente contaban con tres botes salvavidas que habían recuperado, y con el liderazgo de Shackleton. Después de diversas deliberaciones y dudas el capitán decidió que lo único que podían hacer en ese momento era acampar sobre el hielo a la deriva y ver hacia dónde les llevaba la corriente y los vientos antes de que las condiciones les permitieran emplear los botes.
Los hombres pasaban la mayor parte del tiempo analizando la dirección a la deriva de los hielos. Su mayor esperanza se centraba en que esta continuase hacia la isla de Paulet, situada junto a extremo de la península Antártica, donde había una cabaña con víveres de una expedición sueca anterior. La mayor preocupación de Shackleton no era la comida ni el refugio, sino la moral de su expedición, y temía la aparición de las depresiones tanto como al escorbuto, plaga tradicional de las expediciones polares. Esta enfermedad se podía prevenir consumiendo órganos de animales recién sacrificados, pero atajar la depresión era mucho más complicado. Los hombres permanecían tumbados en las tiendas, acurrucados en los sacos de dormir que, al helarse, estaban tiesos como planchas de hierro. Tenían demasiado frío para leer o jugar a las cartas.
Después de una gran desolación que duró varios días, el 9 de abril Shackleton dio orden de echar al agua los tres botes. Estos eran demasiado pequeños para poder manejarlos con aquellos vientos de temporal y, después de varios cambios de dirección, Shackleton capitaneó rumbo hacia el norte, con el viento a favor, en dirección a una esquirla de tierra denominada isla Elephant. Tras seis días de pesadilla y sus aterradoras y oscuras noches, el 15 de abril, los botes arribaron ante los imponentes acantilados de la isla Elephant y los hombres desembarcaron. Habían pasado 497 días desde que pisaran por última vez tierra firme, pero, pronto comprobarían, que aquella isla era uno de los lugares de la Tierra más desiertos y azotados por terribles ventiscas.
Shackleton sabía que ningún ser humano aparecería por la isla Elephant. Solo tenían una posibilidad para intentar hallar ayuda, aunque era una idea aterradora. El capitán cogería el bote salvavidas más grande, el James Caird, y navegaría con una pequeña tripulación 1300 kilómetros por una de las aguas más peligrosas del planeta, el Atlántico Sur en invierno, hasta las estaciones balleneras de Georgia del Sur. Esperaban encontrar olas de hasta 15 metros, las célebres olas gigantes del Cabo de Hornos. Shackleton eligió cinco hombres. Dos de ellos –McNish y John Vincent-, un marinero pendenciero que había trabajado en barcos arrastreros- cargaban con la fama de un carácter “difícil”, y Shackleton quiso llevarlos para tenerlos controlados, una cuestión positiva para la supervivencia de los que se quedarían esperando el rescate en la isla Elephant.
En esta dura prueba de fuego hubo un hombre que destacó por su actitud y que avergonzó a todos, fue McCarthy, pues Worsley, en su cuaderno de navegación escribió las siguientes palabras, que son todo un ejemplo de que la supervivencia depende de una buena disposición ante las adversidades, aunque estas sean de una gran dureza:
Es el optimista más irreductible que he conocido en mi vida. Cuando le relevo en el timón, cubierto de hielo y con el agua del mar cayéndole por el cuello, me informa con una amplia sonrisa: “Es un gran día, señor”.
Ya casi al atardecer del 7 de mayo comenzaron a ver algas marinas y aves terrestres volando entre una espesa niebla, y McCarthy anunció a gritos que divisaba tierra. Se mostró ante ellos la serrada costa de Georgia del Sur. Las estaciones balleneras más cercanas se encontraban a unos 240 kilómetros por mar, una distancia demasiado grande para el maltrecho bote y la debilitada tripulación. En su lugar, Shackleton decidió que él y dos compañeros cruzarían la isla a pie hasta la estación de Stromness Bay, situada a solo 35 kilómetros en línea recta. Sin embargo, el terreno estaba lleno de dentados afloramientos rocosos y peligrosas grietas. Aunque las costas de la isla ya habían sido cartografiadas, nunca se había atravesado el interior y en los mapas aparecía como un espacio en blanco. Después de dos días atravesando penosamente las montañas, con numerosas dificultades y sin tener un rumbo claro, finalmente a las 6.30 del segundo día, Shackleton creyó oír el sonido de un silbato a vapor. Sabía que a esa hora se despertaba a los hombres de las estaciones balleneras. Cuando se presentaron ante el capataz le pidieron que les llevara ante el director. El capataz no hizo preguntas, y discretamente acompañó al maltrecho trío de hombres hasta la casa de Thoralf S∅rle, a quien habían conocido cuando el Endurance arribó a Georgia del Sur dos años antes.
Los balleneros noruegos se quedaron estupefactos después de escuchar su historia y, llenos de admiración, les brindaron una calurosa acogida. Se envió un barco a recoger a los otros tres miembros de la tripulación del James Caird y al propio bote, que fue llevado hasta la estación a hombros de los propios balleneros como si se tratar de una reliquia sagrada. También se dispuso el rescate del resto de la expedición que se había quedado en la isla Elephant. Cuando volvieron a Inglaterra el mundo que habían dejado atrás había cambiado, muchas personas había muerto durante la guerra. Fue una época dura de la historia de Europa, como muchas otras que nos han sucedido; y aquellos hombres de esas primeras expediciones antárticas eran auténticos héroes hechos de una madera especial y resistente, como la que usaban para fabricar sus barcos preparados para hollar los grandes y lejanos hielos.
Fuente: Artículo de Caroline Alexander para National Geography, volumen 3, número 5
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