En Alaska, Canadá, Noruega, Suecia, Finlandia, Rusia, Nueva Zelanda, Australia, Chile o Argentina, por su proximidad a los polos, es como si tuvieran una pequeña ventana que les deja ser testigos de estas luminiscencias que rara vez se observan en otras partes del mundo. Es como si un repentino amanecer surgiera en mitad de la oscuridad de la noche, de ahí que sea la antigua diosa romana del amanecer, Aurora, la que les ha cedido su nombre.
Pero su explicación real es bien distinta a la de una salida del sol inesperada. Las partículas del Sol que viajan en el viento solar y que llegan hasta la Tierra son desviadas hacia los polos por el campo magnético de nuestro planeta, donde colisionan con las moléculas de oxígeno y nitrógeno de la atmósfera. Las partículas de nuestra atmósfera se cargan súbitamente de energía al chocar con las del Sol y posteriormente la liberan en forma de haz lumínico para volver a su nivel de energía anterior. Y es ese haz lo que desde la superficie podemos observar y que forman las auroras polares.
Los colores dependen tanto de la cantidad de energía de dichas moléculas como de cuáles sean las protagonistad de la colisión (helio, nitrógeno, oxígeno...), pero siempre las vamos a ver en colores rojizos, verdes o azulados y violetas.
Imagen: nick_rusisill/flickr