Como ya anticipaba en anterior entrega, Andorra es un pequeño país: apenas un poco más grande que Málaga/España (395km cuadrados), para quienes la conozcan y un poco mayor que la provincia de Buenos Aires/Argentina
(307km cuadrados y fracción). Andorra, pues tiene 390km cuadrados, poco más o menos. Esto hace que desde afuera del país, pueda verse la ciudad capital, digamos a un kilómetro y medio de los límites de la misma y a unos kilómetros de la finalidad del país. Es algo irreal. Si alguien quiere imaginar cómo es, es un sitio rodeado de montañas, (está en un cañón) y rodeado también de bosques; deliciosos bosques que invitan a recorrerlos, ya que carecen de riesgo para el caminante ávido de lugares. Un río recorre la ciudad allá abajo de cabo a rabo. La primera incursión que hice fue con mi pareja hasta una vieja capilla románica. Fue muy breve y la capilla se alzaba como un misterioso monumento del tiempo en su sosiego y virtud de roca y madera; ceremoniosa y testimonial. La siguiente incursión fue a Encamps, un sitio idílico donde uno puede llegar a encontrarse hablando de repente consigo mismo en un interior jubiloso. Otro sitio que me fascinó fue Ordino que posee un auditorio excelente y esto me recuerda que allí nació Vasco Hernández, guitarrista flamenco. Pero hay muchos más sitios. Las caminatas pueden sucederse una tras otra, encontrando sitios nuevos y parajes solitarios, misteriosos: casi místicos en los que sólo pueden oírse aves o el suave susurro del viento sobre las ramas de añosas coníferas. Desde luego que un sitio así llama a la incursión, al sentimiento de regocijo y a la paz interior. Como decía en la entrega anterior, la gente de allí: sin idealizarla siquiera, tiene impresa en su mirada, en sus gestos, en su diario devenir, el carácter de este maravilloso sitio que enamora y encanta.