Dicen los entendidos que cuando tomas muy a menudo determinadas sustancias el cuerpo se acostumbra. Que dejan de hacerte efecto. Que acaban formando tanta parte de ti que ya no provocan ninguna reacción, ningún efecto, nada.A algunas personas con dolores crónicos, les pasa con determinada medicación. Cuando el dolor se hace diario e insoportable, de poco sirven los analgésicos. Toman tantos para apaciguar el malestar que acaban resultando contraproducentes, y sólo consiguen mejorar cambiando el tratamiento por uno más fuerte. O subiendo las dosis. O apretando los dientes.
Porque el dolor acaba formando parte de sus vidas. Se acostumbran a él.
Aunque duela.
A mí, por suerte, eso no me pasa. Mil males físicos no pasan de los clásicos dolores de cabeza o de espalda, y con un ibuprofeno me olvido de ellos. El ibuprofeno es ajeno a mí. No forma parte de mi cuerpo. Me lo tomo y me ayuda. Y punto. En cambio, esa costumbre inmunizadora sí que la tengo con el café o la Coca-cola. La gente se asombra de que me pueda tomar un café a las siete de la tarde o una Coca-cola a las once de la noche y que luego duerma a pierna suelta. Debería beber más agua y más zumo, eso debería hacer.
Pero la verdad es que soy una café-cola-adicta. Y no lo puedo evitar. Y ya poco me despierta. Y ya poco me enerva. Porque lo llevo tan adentro que ya poco modifica en mi interior. Poco más de lo que ya ha hecho. Ya no me altera, porque ya vivo alterada.La cafeína forma parte de mí. Sí, soy bastante nerviosa. Bastante. Tantos años cafeinándome han hecho mella. Mucha mella. Y ya no me hace efecto. Creo que dos cuartas partes de mi sangre son café. Una cuarta parte Coca-cola. Y sí, me falta una última cuarta parte.
La última cuarta parte está llena de algo parecido a amor. Bueno, mejor dicho: a desamor. La última cuarta parte de sangre está plagada de todas las negativas, de todos los cierres de puertas, de todos los cortes de hilo y de comunicación. La última cuarta parte de sangre encierra todos los días que lloré por él hasta que mi cuerpo se acostumbró. Porque cuando un dolor se hace crónico, te acaba pareciendo hasta normal. Cuando no lo es, ni mucho menos. El dolor nunca es normal, siempre es el indicativo de una enfermedad, y con las enfermedades hay que acabar.
Cuando hay un hierbajo, hay que arrancarlo de raíz. Cuando unas sandalias te hacen rozadura, tienes que ponerte otras. Porque algunas heridas no se curan ni se reparan con simples tiritas. A veces no es una cuestión de ponerle parches a las taras, sino de eliminar el producto en sí, porque ya está comprobado, porque siempre va a acabar resultando defectuoso.
Dicen que cuando un palo se convierte en un montón de palos, la culpa deja de ser del que los reparte para ser tuya, que los recoges todos del suelo, que los coges todos con la boca, como un puñetero perro adiestrado. Y los vuelves a llevar meneando el rabo, para que te los vuelvan a lanzar, para volver a recogerlos. Nadie debería aceptar palos voluntariamente, que bastantes involuntarios nos da a veces la vida. Nadie debería pensar que alguien tiene el derecho derepartirlos, porque nadie es quien para acostumbrarte a la decepción. Nadie es quien para hacerte infeliz.Pero dicen que cuando el cuerpo se acostumbra dicen que deja de hacer efecto.
Dicen que te parece hasta normal que te rompan el corazón.
M.
PD. Este relato lo guardaba para el libro, pero ya veis, no me he podido esperar.
Un besazo.
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