Guardianes del cielo
Un viaje a los castillos que custodian Aosta, el valle con el que soñaban los Papas
© Texto y fotografías: JAVIER PRIETO GALLEGO
Los pilares de la tierra, al menos los que sujetan el techo de Europa, se encuentran apiñados en un cogollo divino: Mont Blanc (4.810 m.), Monte Rosa (4.634 m.), Cervino (4.478 m.) y Gran Paradiso (4.061 m.) forman el ramillete de cumbres que despuntan como alfileres en el corazón de los Alpes formando los bordes de un cuenco natural tan alucinante como imposible de vencer por las buenas en tiempo de nieves. Así fue hasta que el hombre aprendió a excavar con la fuerza de los dioses y tendió bajo las tripas alpinas túneles tan de vértigo como sus propias cumbres. Cuando eso sucedió, el italiano Valle de Aosta quedó comunicado con Suiza a través del túnel Gran San Bernardo, el primero abierto al tráfico bajo estas montañas, en 1964, y, después, con Francia a través del túnel del Mont Blanc, un largo tubo de 11.6000 metros que no hubiera imaginado ni el mismísimo Julio Verne. Puede que esa cercanía al cielo sea una de las razones que tanto engancharon al Papa Juan Pablo II para que buscara en él su lugar preferido de vacaciones: hasta en diez ocasiones convirtió un chalé de Salesianos de la localidad de Les Combes en el centro de operaciones desde el que partir cada mañana para caminar por las empinadas sendas de los Alpes, subir en teleférico hasta las pistas del Mont Blanc o perderse por las numerosas aldeas que se agarran como pueden a unas laderas tendidas por el diablo. Su sucesor, Benedicto XVI, manifiestó igual querencia.
Piscina del Mont Blanc Hotel Village con vistas al Mont Blanc. Cinco estrellas. Localidad de La Salle. Valle de Aosta. Alpes Italianos. Italia. © Javier Prieto Gallego
Mucho, mucho, mucho antes de que enamorara a los Papas, los romanos ya tuvieron claro que el paso italiano de los Alpes no iba a ser ninguna broma. Tampoco una tontería: domeñarlo suponía, más que otra cosa, una necesidad para colmar los anhelos de conquista que bullían en el corazón de los emperadores. Por eso pusieron tanto empeño en tender por este valle angosto la llamada Vía Consular de la Galias hasta Lyon, una increíble calzada en torno a la que fueron sembrando muchos de los abundantes vestigios romanos que aún es posible visitar en él. Para empezar, la capital de esta región autónoma italiana: Aosta, fundada en el año 25 a.C. Un pequeño ensanche de valle, que talla de este a oeste el río Dora Baldea, permitió a los romanos trazar aquí su base de maniobras. El desahogo necesario para urbanizar a la manera que solían y que se rastrea en una visita por la ciudad. Como el Arco de Augusto, homenaje al emperador; la Puerta Praetoria, que daba acceso a la ciudad y que todavía permanece en pie; los restos de su teatro, que conserva casi intacta una de sus fachadas; o el criptopórtico, galerías ahora subterráneas que sujetaban los arcos del foro.
Castillo de Bard y puente sobre el río Dora Baltea. El castillo es una de las construcciones mlitares más imponentes del Valle de Aosta. Alpes Italianos. Italia. © Javier Prieto Gallego
Pero fue a lo largo de la Edad Media cuando el paso y el control del valle se convirtió en una prioridad estratégica para los señores feudales que pretendían atesorar una de las entradas y salidas de Italia hacia el resto de Europa. Es entonces cuando a este valle estrecho y profundo le empezaron a brotar más fortificaciones que setas. Casi una en cada peñasco que tuviera altura suficiente para controlar el único camino posible: el que tallaron los romanos y que hoy se disputan como pueden una moderna autopista plagada de túneles, la antigua carretera y el curso del Dora Baltea. Porque Aosta más que un valle es un estrecho corredor natural abierto a lo bestia por la fuerza de los glaciares que tienen en las laderas alpinas unos toboganes de lujo. Aunque para pintarlo bien hay que sumar los otros 13 valles laterales secundarios, siempre más estrechos y empinados, que, por uno y otro lado, van desembocando en el principal como si formaran una raspa de sardina. Tanto desnivel tiene como consecuencia que la energía hidroeléctrica sea uno de sus mayores tesoros: allí donde hay agua, hay una cascada despeñándose con fuerza suficiente como para iluminar media Italia.
Tras un periodo de disputas previas quedó claro bastante pronto, en 1191, que la Casa de los Saboya iba a ser la dueña y señora de Aosta. Y a ella han estado ligados, sobre todo a través de la saga nobiliaria de los Challant, el puñado de castillos que pueden irse recorriendo a medida que uno se acerca al Mont Blanc (Monte Bianco para los habitantes del valle), si se llega desde el Piedemonte italiano.
Habitación de Margarita de la Chambre. Castillo de Issogne. Siglo XIV-XV. Valle de Aosta. Alpes Italianos. Italia. © Javier Prieto Gallego
Esa aproximación -en la que la mole del Mont Blanc se muestra cada vez más imponente- comienza con uno de los castillos más impresionantes del valle: la fortaleza de Bard. Tan sólo unos kilómetros antes habrá merecido la pena localizar junto a la carretera, a las afueras de Donnas, los restos de la calzada romana tallados directamente en la roca mientras atraviesa el arco igualmente esculpido sobre la roca.
La fortaleza de Bard cumplió en la Historia un papel fundamental dada su ubicación, a la entrada del valle. Hasta el mismísimo Napoleón quedó atascado a sus pies durante dos semanas en tanto conseguía vencer la resistencia de los defensores austríacos. Cuando lo consiguió la destruyó por completo. Lo que hoy se ve es el complejo fortificado que reconstruyeron los Saboya al retomar el control. Construido en distintos niveles, el superior alberga el Museo de los Alpes, una muestra interactiva sobre las características de todo este entorno. A los pies del fuerte, en un angosto valle lateral, se abre la única calle del barrio medieval de Bard, con algunas de las muestras arquitectónicas más singulares de Aosta.
Tan sólo unos pocos kilómetros después aparecen las fortalezas de Issogne y Verrès, uno a cada lado de la carretera, dominando el paso hacia el interior de Aosta desde hace siglos. El de Issogne, que queda a la izquierda, perteneció a los obispos de Aosta hasta 1379. Después pasó a manos de la familia Challant, que con el tiempo lo fue convirtiendo en residencia palaciega de armas tomar. Son famosos los frescos que se cobijan bajo el pórtico de su patio y que retratan cómo vivía el pueblo a finales del siglo XV. Aunque para reflejo del pensamiento del pueblo la gran cantidad de graffitis acumulados con el paso de los siglos en casi todas las paredes interiores del castillo.
Salón de los Trofeos decorado con trofeos de caza. Castillo de Sarre. Era la residencia estival de los Saboya en Val dAosta. Valle de Aosta. Alpes Italianos. Italia. © Javier Prieto Gallego
Del otro lado del río y la autopista queda el de Verrés, tan encastillado sobre una peña que los últimos metros hay que hacerlos a pie por una empinada rampa. Merece la pena tanto por las vistas como por ver el interior austero de una auténtica caja fuerte hecha de piedra y roca.
Carretera general adelante aguarda Fénis, auténtica fortaleza de corte gótico y aspecto fiero ?torres almenadas, murallas, aspilleras?- que encierra un delicado repertorio de pinturas murales en el adorno de las paredes de su interior. Especialmente las de la capilla y el patio. Pasado Aosta, la capital del valle, aparece la fortaleza palaciega de Sarre, comprada directamente por la Casa de Saboya en 1868 para dedicarla a pabellón de caza. Así se explica mejor el delirio de cornamentas que aparecen decorando por completo una de las galerías y el salón de Trofeos.
El castillo de Introd, muy cerca de Les Combes, la aldea donde los dos últimos Papas vienen a tocar el cielo y existe un museo dedicado a las andanzas alpinas de Juan Pablo II, brinda una última parada en este viaje de fortalezas. No son todas las que hay ?pueden contarse hasta 173- pero sí son las que quedan más a mano y pueden verse por dentro.
Frescos que decoran la galería que se asoma al patio interior del castillo medieval de Fénis. Valle de Aosta. Alpes Italianos. Italia. © Javier Prieto Gallego
Desde Introd ya se adivina el final del Valle de Aosta. Unos pocos kilómetros más allá la rotundidad del Mont Blanc lo cierra de golpe y sólo deja dos opciones para quienes quieran escapar al otro lado: el túnel bajo su mole, que arranca algo más allá de Courmayer, o el puerto del Pequeño San Bernardo, abierto unos pocos meses al año. Si la intención es quedarse, entonces lo mejor es tomar el valle de Val Ferret con calma y buena letra: impresionantes vistas de la montaña más alta de Europa, prados de postal y senderos señalizados hasta decir basta.
EN MARCHA. Los aeropuertos más cercanos son los de Turín, a 132 kilómetros, y Milán, a 204. Después, la autopista A5 recorre el espinazo principal del valle hasta conectar con el túnel del Mont Blanc.
INFORMACIÓN. La web de la región autónoma, www.regione.vda.it, tiene un completísimo apartado de información turística con teléfonos, precios y datos de lo que se puede visita en el Valle de Aosta.
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