Capítulo III



“Encuentra lo que amas y deja que te mate” — Bukowski —

Y ahí estaba yo. De pie. A oscuras. Con el corazón en una mano y el alma en la garganta. Contemplando embelesada, completamente perdida, a aquél muchacho que tocaba el piano para mí. Totalmente consumido en las teclas, la luz de las farolas perfilando su cuerpo, sus movimientos. Una pequeña gota de sudor le corría por la mejilla. Y yo. Allí estaba. Como quien detiene el tiempo, totalmente atrapada por ese compás y ese ritmo tan cadente y pausado. Como quien pinta la vida en un cuadro en blanco y negro, como quien te quita la respiración. Allí estaba yo, viendo uno de los milagros más bonitos de la vida. Viendo cómo la música me daba vida poco a poco mientras olvidaba cómo respirar adecuadamente.

Allí, en mitad de un salón anónimo un muchacho desconocido tocó el piano para mí llevándose un poco de mi vida con él. Esa noche aprendí que la muerte tiene muchas caras. Que la muerte tiene muchas formas. Que muchas veces puedes verla, como cuando tienes un accidente, pero otras acude sigilosamente a ti en las noches más oscuras y las llena de luz y calor arrebatándote unos minutos de oxígeno. Paralizando tu corazón, haciendo que te tiemblen las entrañas. Aquella noche en aquél salón ocurrió algo maravilloso. Comprendí lo efímera que es la vida, comprendí la fragilidad de nuestra existencia y, segura de que no lo oiría tan enfrascado como estaba internándose cada vez más dentro de aquél monstruo, levanté la cámara y enfoqué.

Click.

Su figura se recortaba a contraluz, inclinada encima del piano. Click. Su espalda se curvó hacia atrás, levantó la cabeza y alzó la barbilla mientras sus dedos seguían bailando sobre el teclado. Los ojos cerrados. Click. La música cesó. Pausa. Permaneció completamente quieto. Un segundo. Dos. Tres. Un leve tintineo comenzó a surgir desde las entrañas del instrumento haciéndose cada vez más y más fuerte.

Click.

Retrocedí un paso. Me faltaba el aire, el salón me estaba ahogando, el sonido de aquél piano había comenzado a quitarme poco a poco la vida. Noté cómo la muerte acechaba en cada rincón, cómo era imposible mantenerse despierto en aquélla soporífera melodía. En aquélla canción sin título, sin nombre, sin cuerpo pero con alma. Sentí por un momento que se me había paralizado el corazón. Mi cuerpo no respondía. De repente tuve mucho frío. Y allí, contemplando a aquel extraño muchacho en mitad de aquél salón solitario, comprendí que hay cosas que nunca deben salir a la luz. Que hay genios que nunca han de ser descubiertos, porque su genialidad es capaz de hacer daño, porque su genialidad lo invade todo con una fuerza poderosa, tan grande que es capaz de arrancarte el corazón sin que te des cuenta. Genios destinados a estar solos. Siempre.

Y es que fue en ese instante, cuando sin darme cuenta, me enamoré de Sam.

Claro que en ese momento no sabía ni de lejos que se llamaba Sam. No sabía ni de lejos que iba a volver a mirarme a través de mi objetivo. No tenía ni idea de lo que iba a pasar después de aquélla noche. Sólo sé con certeza que mi corazón se quedó dentro de aquél piano y, que a partir de ese momento, sólo él podría hacerlo latir.

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Etiquetas: 28 días con Sam

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