Esta entrada ha estado a punto de quedarse en mi lista de borradores, arrinconada sine die. Call me by your name me hizo sentir tan incómoda que me costaba escribir algo de ella. Sin embargo, creo que ha sido precisamente esa incomodidad la que me ha empujado intentar averiguar qué hay ahí, más allá de la nostalgia de un primer amor de verano.
Por lo que he podido comprobar, Call me by your name (basada en el libro del mismo título de André Aciman, con guion de James Ivory) es una de esas películas que genera reacciones encontradas: o de indiferencia rayana en el bostezo o de entusiasmo desgarrado. A mí me dejó pegada al sillón un buen rato después de que terminara, sin saber muy bien qué pensar. O más bien, digiriendo cómo me había sentido durante las dos horas que dura la historia de amor entre Elio, un chico de diecisiete años, inteligente, precoz y dotado de una gran sensibilidad, y Oliver, el guapo y arrogante universitario norteamericano que se instala con la familia de Elio en un pueblo perdido de la Toscana para avanzar en su doctorado sobre cultura grecorromana, durante el verano de 1983. Uno de esos veranos de despertar al primer amor y la sexualidad que después recuerdas toda tu vida.
La emoción más clara fue la de nostalgia por esos veranos “de pueblo” de mi infancia, la intensidad con la que vivíamos aquellas primeras emociones y sentimientos del primer amor que nos desbordaban, la ingenuidad mezclada de curiosidad por el mundo confuso y resbaladizo de la sexualidad, tan desconocido y oscuro para muchas de nosotras. El pudor, la vergüenza.
Pero también me ha hecho pensar todo lo desgastado o perdido por el camino desde entonces, esa capacidad para entregarse del todo, tocarse, acariciarse, sentir que nunca jamás podrías querer de esa forma a nadie más.
Esos veranos de emociones a flor de piel
La historia transcurre a un ritmo pausado, como la propia vida de aquellas vacaciones en el pueblo donde la diversión consistía en bañarse en el río, tumbarse a leer o escuchar música en cualquier rincón y perderse por ahí con la bicicleta a solas o en compañía de tus amigos. Ese ambiente lánguido y perezoso es el que rodea la relación de Elio y Oliver.
La sensualidad aparece desde el primer momento en los cuerpos juveniles, en las imágenes y retazos de la cultura grecorromana tan presente en la preciosa villa antigua donde residen y también en el trabajo de investigación del padre; en el interés confuso de Elio por el nuevo invitado, que se entremezcla con el tonteo con su amiga Marzia en lo que parece una exploración o definición de su identidad sexual. Esa misma sensualidad alimenta la tensión sexual y nuestra imaginación, a la espera de que ocurra lo que intuimos que pasará pese a la resistencia de Oliver a hacer algo que le pueda complicar su estancia en esa familia, por muy cultos, liberales y cosmopolitas que sean los padres de Elio. A fin de cuentas es el año 83, es Italia y es una relación homosexual entre un chico adolescente y un joven mayor que él. Aun así, no creo que la homofobia sea el tema de la película; es el contexto en el que transcurre, la realidad social de entonces y sin la que no se podría entender esta historia.
Más allá de la homosexualidad reprimida, o del tema de la iniciación de adolescente al amor, creo hubo dos cosas que me provocaron esa incomodidad: por un lado, la diferencia de edad entre ambos, el hecho de que él fuera un chico de diecisiete años, delgaducho, con aspecto aniñado, a pesar de la madurez intelectual que refleja su personaje, reforzado por el ambiente familiar. Supongo que es algo pacata en estos tiempos en que los chicos y chicas de diecisiete años ya están de vuelta de todo en lo que a sexo se refiere. No hay sexo explícito en la película pero no hace falta. Hay tanta sensualidad y erotismo a lo largo del metraje, que tu imaginación lo pone todo con facilidad.
Y la segunda cosa es una sensación extraña: sentirme espectadora no ya de la película sino de la intimidad entre ellos dos, como si yo no debiera estar ahí observándolos en esos momentos, escondidos de la vista de todos excepto de la mía, de la nuestra como espectadores. Creo que esto refleja el buen hacer del director, que nos hace revivir esa experiencia del primer amor como si estuviéramos allí pero al mismo tiempo, nos hace sentir —me hizo sentir— tan distante de aquellos que fuimos y sentimos hace mucho tiempo, como el padre de Elio en su melancólico monólogo final.
Dicho esto, ¿os la recomiendo? Sinceramente, no lo sé. Que os guste o no, será algo muy personal de cada cual. No es como otras películas en las que resulta más fácil coincidir. Lo único que puedo decir es que a mí me ha gustado mucho verla para poder pensarla.
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