Pero se sigue empleando la expresión, y sólo desde hace relativamente poco, se incluye un “ovarios” cuando la protagonista de la escena es una chica. Como si la valentía fuera una cuestión de sexos, de huevos o gallinas, de ovarios
Echarle agallas a algo.
¿No suena mejor?
A mi, eso de tener agallas, me recuerda a esas películas antiguas en las que todo era más apasionado, más épico, más emocionante. Me recuerda a esas mujeres con curvas y carácter que caminaban abriendo las calles a su paso, pisando fuerte, echando el humo de sus cigarrillos en cualquier café de cualquier ciudad. Me recuerda a esos galanes con traje y barajas de cartas, y copas con poco hielo y mucho alcohol. Y a besos de esos en los que la espalda de la chica se arquea hacia el suelo. Y a bailes con zapatos de charol. Y a despedidas en las que siempre queda París como principal protagonista. Supongo que todo lo relacionado con el Hollywood de aquellos años me encandila mucho más que cualquier expresión que incluya unos ovarios, unos huevos sueltos o una caja entera. Agallas. Me gustan más las agallas.
Ayer sucedió algo. Tras muchos meses sintiéndome ajena a algunas de mis rutinas, tomé una decisión.
Ayer comencé a creer en mis propias agallas.
Las agallas es eso que vive escondido al fondo de tu infeliz comodidad. Se asienta entre tu corazón, tu cabeza y tus deseos de pertenecer a otra realidad. Pertenecer. Es complicado saber a qué lugar perteneces, pero lo más complejo todavía es averiguar a qué lugar quieres pertenecer. Con pertenecer no me refiero a saber quién es tu familia o en qué ciudad naciste. Me refiero a encajar en un puzzle, a formar parte de algo que respire lo mismo que tú respiras, a cerrar los ojos y sentirte parte de algo, metida de pleno, con la sonrisa de quien sabe que es ahí, y no en otra parte. No pertenecer es lo contrario a eso. Y es difícil hablar contigo misma y decirte que es el momento de hacer maletas y cambiar de escenario. Pero hay que hacerlo. Hay que echarle agallas.
Porque sin agallas, la vida es un torpe ensayo de lo que siempre querremos vivir y nunca viviremos.
Hay que echarle agallas, una caja llena de agallas. Sabes que las tienes, no como los huevos o los ovarios, que igual no te han tocado en el reparto de órganos cuando naciste. Pero las agallas las dan a todos, ¿sabes? Aunque creas que no, viven contigo desde siempre, se mantienen en silencio hasta que lo rompen. Y gritan. Y el grito se escucha por todo tu cuerpo hasta traspasarlo y hacerse sólido. A eso, yo lo llamo valor. Así que si notas algo que aprieta dentro, no lo reprimas y déjalo salir. No tengas miedo, la vida no está hecha de los impulsos que paralizamos, sino de las decisiones que tomamos.
Y ahora, escucha con atención: si has encontrado ese lugar al que crees que perteneces, tu hueco en este mundo hostil y bello al mismo tiempo, tu butaca en el teatro, tu sitio para aparcar o tus ganas de avanzar sin mirar atrás, ve a por ello. Sin más.
Y si aún no lo has encontrado, vive atento, porque cuando menos te lo esperes, te tocará echarle un par.
De agallas.
M.
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