África en el corazón


El verdadero virus de África es que siempre quieres volver

El continente africano destila un magnetismo especial en quien lo visita. Muchos de ellos sólo piensan en regresar

© Texto: JAVIER PRIETO GALLEGO

Ahora que el virus del Ébola ha traído de nuevo a la primera fila de la actualidad las declaraciones de una persona ejemplar como es el misionero José Luis Garayoa, me he acordado de una entrevista que le realicé en el año 1998 poco después de que fuera liberado por la guerrilla de Sierra Leona tras 14 días de secuestro. Apenas acababa de llegar a ese país y pasada su dura experiencia solo deseaba volver. Ahora que se ve inmerso en otra dura experiencia, la de convivir con un virus letal, sigue pensando de la misma manera: “Si cambio el billete de vuelta a España será para aplazar mi regreso”. Todo esto me ha hecho recordar el reportaje que publiqué en EL NORTE DE CASTILLA en el año 1998. En él trate de averiguar algo más sobre un “virus” invisible que se extiende entre quienes han visitado y vivido inmersos en este continente: “la fiebre de África”, el deseo de volver que muchos -no todos- sienten como una necesidad que no pueden reprimir. Aquí quedan tres testimonios de ello.

La fiebre de África, la irresistible tentación de llegar un poco más allá de los límites conocidos, la desbordante vitalidad de un continente siempre en tensión, el viaje más valioso que uno puede realizar, el viaje hacia el interior de uno mismo; todo debe ser la misma cosa, algo que casi nadie acierta a expresar con palabras, pero que cualquiera que haya puesto el pie en el África más profunda y auténtica, confiesa sentir. El deseo irreprimible de volver una y otra vez, existe.

África tiene un aura especial y la tersura de un sueño infantil“. Así se expresa el escritor y periodista Javier Reverte en su libro El Sueño de Africa, un repaso histórico a las vidas de los más variopintos personajes blancos que en el siglo XIX no pudieron sustraerse a esa misteriosa llamada. “Desde luego ha sido el sueño tangible de muchos hombres durante muchos siglos y su halo de ensoñación sigue sin apagarse”, relata. De hecho, su principal motivación al escribir los hitos de la fascinante aventura que constituyó la exploración del ‘continente negro’ estuvo, precisamente, “en saber qué es esa obsesión que llaman ‘el mal de África’ o ‘la llamada de África’, una especie de patológica ansiedad por regresar al continente después de haber vivido o viajado allí”. Un ‘mal’ capaz de reconducir vidas ya hechas, de arrastrar sin remedio hacia los espacios inmensos donde la naturaleza se convierte en el mayor espectáculo sobre la tierra, de absorber el pensamiento hasta perder el interés por conocer cualquier otro rincón del planeta.

Estas son tres historias relacionadas con el ‘mal de Africa’, tres peripecias humanas tocadas por la magia indefinible de una obsesión: volver a Africa.

01- LA PASIÓN POR VOLVER

José Luis Garayoa


La cara de José Luis Garayoa se nos hizo familiar por una trágica circunstancia: el secuestro a que fue sometido por la guerrilla rebelde de Sierra Leona en febrero de este año [1998]. Garayoa, junto a los otros cuatro detenidos que le acompañaron en el cautiverio, nos tuvo en vilo ante la posibilidad de un más que probable fatal desenlace. De hecho, tras su liberación, catorce días después de ser secuestrado, el mismo Garayoa confesó haber presentido la muerte muy cercana al menos en un par de ocasiones. Hoy, tras unos meses de recuperación física y un viaje a Estados Unidos para perfeccionar algo su inglés, espera ansioso el momento de partir de nuevo hacia Sierra Leona, el país más pobre de la tierra.

La vocación misionera de José Luis no es nueva. Africa no era su primer destino. Anteriormente, este religioso de 45 años perteneciente a la orden de Agustinos Recoletos, había pasado 13 años en Latinoamérica, un continente por el que confiesa un cariño muy especial. Y sin embargo, ahora sabe que África le ha cambiado la vida. El, como tantos otros, no acierta a expresar con claridad por qué. “Sólo sé -relata Garayoa-, que allí he estado apenas 50 días. Y 14 de ellos secuestrado. Apenas he podido intuir África. Pero lo auténticamente cierto es que hay algo que me ha tocado en lo más hondo”.

Algo capaz de mover su voluntad por encima de cualquier otra consideración y en contra de las advertencias de locura que siempre le exponen quienes se sienten, aquí, a salvo de ‘la llamada’. ¿De qué puede servir poner sobre su mesa las consideraciones de que Sierra Leona es un país desangrado en una guerra interminable, con una renta ‘per capita’ de 150 dólares y una esperanza de vida de 38 años? De nada. Sólo para acrecentar el impulso de regresar cuanto antes.

Para Garayoa la pobreza no es una realidad extraña. Pero confiesa que nunca, en ningún otro lugar, había conocido una conjunción tan estrecha, tan intensa, entre la alegría y la miseria. Tal vez sea ese uno de los secretos: la alegría contagiosa con la que allí la gente lo comparte todo, o lo que es lo mismo, casi nada. “Llegar a un poblado y sentirse acogido en medio de cánticos y danzas que hacen en tu honor, ver cómo lo poco que tienen te lo dan, darte cuenta de cómo disfrutan, de cómo festejan de cada minuto del día, son experiencias que cuando las vives te transforman”.

Y entre sus imágenes inolvidables, extraídas de esos 50 días más intensos de su vida, relata dos: las noches en las montañas de Kamabai, al norte de Sierra Leona y los ojos de una niña en una cola de avituallamiento. “En Sierra Leona no hay electricidad -explica-, por eso las noches son tan oscuras. Pues salir a pasear alrededor de la aldea donde vivía y ver los poblados rodeados de lamparitas mientras se escuchan en medio de la noche los cánticos de la gente y los tambores es algo inolvidable”. Pero su imagen más querida de África son los ojos inmensos, “los más bonitos que yo he visto nunca”, de una niña de nueve años. “Estaba en la cola de racionamiento, tenía nueve años y de su mano sujetaba a un niño de tres mientras a la espalda cargaba con otro de dos. Esta es mi imagen de África”.

De allí regresó cargado de enfermedades: “Hasta aquí me traje malaria, fiebres tifoideas y amebas. Y en los hospitales han conseguido eliminarme todos los virus, curarme de todo. Pero sólo hay un virus que no me han podido matar: el virus de África, un virus más fuerte que cualquier otra enfermedad, algo que no me había pasado con los otros lugares en los que he estado y que siempre llevo en el corazón. Si hoy me preguntas que a donde volvería, sólo puedo decirte que a Sierra Leona. No tengo palabras para explicar por qué”.

02- EL ESPÍRITU DE LA AVENTURA

Así empezó todo: “Namibia, Zimbabue y Botsuana. Preparamos viaje en 4×4 durante noviembre. Buscamos información”. Poco imaginaban Violeta, Nines y Carmen que este anuncio, colocado por ellas en la revista Altaïr en el año 96 era el primer paso de una larga travesía, física y sentimental, por un continente que las fascinaría.

El primer efecto del conjuro -tal vez ese anuncio no dejó de ser más que una invocación para despertar el hechizo africano- fue la llamada telefónica de Javier Villayandre, un economista de 30 años que hoy trabaja como ‘analista de riesgos’ en una institución financiera. Javier, que no debió de calcular bien el riesgo que corría al realizar su primer viaje africano en el año 93, ya estaba contagiado con anterioridad, por eso tenía la información que Nines, Violeta y Carmen necesitaban. A partir de ahí, movidos por un entusiasmo común, los viajes por el continente africano, se ha ido conformando un grupo de amigos, fundamentalmente del norte peninsular, que ahora se reúnen varias veces al año para pasar el fin de semana proyectando diapositivas e intercambiando información y anécdotas de sus viajes. Entre las mesas, en estas largas reuniones, que cada vez se hacen más frecuentes, corren notas tomadas a vuelapluma sobre qué rincón de tal país no debe uno perderse, qué pista infernal se ha de evitar para no quedar atascado, qué tribu africana te acogerá de forma entrañable. El virus misterioso se extiende al calor de la amistad.

Carmen Bolaños, de 36 años, Violeta martínez-Falero, de 40, y Nines Posadas, de 36, llevaban viajando por el mundo varios años. Pero desde que pusieron el pie en ese continente sólo piensan en regresar de nuevo a él: “África engancha, no sabemos de qué manera, pero lo cierto es que la primera vez que se viaja a África se siente una magia que impulsa a volver una y otra vez. Te atrapa. Cuando regresas a España estás pensando sólo en regresar -relata Carmen-. Y todo hasta tal punto que después de dos o tres años de viajar a allí decides que tienes que viajar a otro lugar, sobre todo para no cerrarte a conocer otros continentes. Pero al final siempre estás pensando en volver”.

Y ¿qué hay allí que sea tan especial? La respuesta a esta pregunta nunca es concreta. “Todo”. “Un montón de cosas”. “El paisaje”. “La gente”. Las sensaciones de quienes han recorrido el ‘África negra’ -el suroeste africano-, se entremezclan de anécdotas y experiencias únicas. Para estas tres compañeras de viaje, la noche de África destila los más entrañables momentos mágicos. Ellas saben lo que es acampar en medio de un parque natural, contemplar la inmensidad de un cielo mil veces estrellado y sobre todo, escuchar el rugido poderoso de un león, estallando a tan sólo unos metros de la tienda de campaña.

Paisajes que parecen no tener fin, como el desierto del Namib, o el Kalahari, tribus que aún bordean la edad de piedra, como los Himba; fenómenos de la naturaleza irrepetibles, como los deltas del Okabango o las cataratas Victoria; experiencias inolvidables, como conducir un todo-terreno por pistas solitarias durante días enteros, descender en lanchas los rápidos del Zambeze, o arrojarse desde el puente de ferrocarril que une Zambia con Zimbabue, el lugar desde el que se realizan los más escalofriantes saltos de ‘puenting’ en el mundo… todo eso forma parte de un África soñada y mítica que, no cabe la menor duda,
existe.

03- UN LUGAR EN EL MUNDO

Joaquín Sanz-Zuasti conoce 14 países de África y ahora ya es capaz de reconocer que le gustaría acabar viviendo en África, un pensamiento que pasa repetidamente por su cabeza cada vez con mayor insistencia.

Joaquín tiene 33 años, es ornitólogo de profesión y carga mucho mundo a sus espaldas. Antes de llegar a África había puesto el pie en lugares tan insólitos como la tundra, solitarios, como la patagonia, inhóspitos, como Alaska, o asombrosos, como la selva amazónica, por citar sólo unos ejemplos.

Pero fue en noviembre del año 93 cuando a un amigo suyo y a él se les ocurrió la idea, loca a todas luces, de embarcarse rumbo a este continente. Había decidido tomarse un año sabático “y el destino fue África”, cuenta. “Era una idea que mi amigo Miguel y yo, siempre habíamos tenido en la cabeza. Para la gente a la que le interesa la fauna, África es como el gran santuario. Aunque hay más lugares en el mundo donde ver fauna salvaje, los grandes mamíferos que hay en África sólo los puedes ver allí.

Así que se fueron por las buenas: compraron “el típico mapa Michelín de África”, metieron el todo-terreno ‘Niva’ en un barco con destino a Mombasa, en Kenia, y se ‘perdieron’ por allí durante siete meses. “Fue una locura, como es un poco nuestra vida -recuerda ahora Joaquín-. Nos propusimos que queríamos llegar desde Kenia hasta Sudáfrica atravesando 8 o 9 países y eso es lo que hicimos. Todo el mundo nos decía que era una locura, pero al final decidimos lanzarnos a esa aventura”.

La primera lección que enseña África no tardaron en aprenderla: “Mandamos el coche un mes antes por mar. Nosotros nos fuimos en avión a Kenia, a Nairobi, y desde allí fuimos después a buscar el coche. El problema es que el coche llegó con un mes de retraso”. Paciencia. Sobre todo, mucha paciencia. Esta es la gran lección que primero debe asimilar cualquier visitante occidental. Las cosas en África, suceden cuando suceden, todo es imprevisible, todo puede desenvolverse de la manera más inesperada. “Pero al final, todo se acaba solucionando”. Esa capacidad de aceptar la cosas como lleguen, al margen de planificaciones preconcebidas, cree Joaquín que es una de las principales virtudes que uno aprende viajando por allí. “Pero tal vez sea también lo que más desespera al turista que va con el tiempo justo y todo calculado”, asegura.

Desde aquel viaje, en el que lograron visitar 35 parques naturales, vuelve a ese continente dos o tres veces por año. Algunas de ellas llevando gente, guiando viajeros a los que pone en contacto con tribus tan magnéticas como la de los Himba, o expone a la experiencia de escuchar leones durante las noches en medio de la sabana. En definitiva, propagando ‘la enfermedad’: la mayor parte de la gente a la que él ha llevado le pide insistentemente repetir el viaje.

Joaquín también cree que África hechiza. Tampoco sabe muy bien por qué, ni cómo, ni cómo explicarse. Pero sabe que está ‘tocado’ por ese embrujo. Desde su primera experiencia africana no ha deseado viajar a otros lugares con tanta fuerza como desea regresar allí. “Allí soy feliz -asegura-. No me puedo explicar muy bien por qué. Tal vez es que te das cuenta de que las cosas a las que das importancia en el mundo occidental en realidad no la tienen. Te das cuenta de cómo aquí estamos siempre quejándonos de todo, mientras ves gente allí que vive como vive, con mil problemas más graves que los que hay aquí y es absolutamente feliz. Ese es el gran problema que se plantea en mi cabeza. Yo estoy aquí y a veces siento que no soy feliz. ¡Y no me puedo quejar de nada! Sin embargo cuando estoy allí, estoy feliz. Veo a la gente y me uno a ellos, y es entonces cuando te planteas qué es la felicidad. Tal vez la gran lección que puedes aprender allí es que hay tratar de ser más feliz con lo que tienes, hay que valorarlo todo más y quejarse menos”.

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