XVI edición del Salón Internacional del Tebeo de Madrid


Hablaba Ferrá Adriá en la final de Masterchef, el programa emitido a mediados de 2013 en Televisión Española, de la cocina como lenguaje. Decía que "cuando uno va a un restaurante, sobre todo en la cocina creativa, lo que tiene que pasar es que haya una conexión entre el que escucha -el comensal- y el que habla -el cocinero-". Es decir, que si el chef que tenemos delante nos ha sazonado poco el plato para que atendamos a otros sabores, el plato es de calidad y cumple su intención. Pero si nos lo ha sazonado poco porque se ha olvidado seguir una receta, si el resultado final no transmite el mensaje deseado, nos encontramos ante el despropósito y el fracaso.

En la XVI edición del Salón Internacional del Tebeo de Madrid el espectador se encontraba perdido ante una oferta de creadores y producto que, si bien numerosa, resultaba un tanto inconsistente. Star Wars por un lado, Panini por otro, muchas X-Box, un par de motos decoradas, las siempre puntuales editoriales patrias (algunas como Aleta, Astiberri o Dibukks fueron sencillamente lo mejor de la cita)... todo fantástico, pero ¿Con qué motivo? ¿Qué se nos quería decir? ¿Donde estaba la idea generadora? Nadie pareció detenerse a pensar en aunar esfuerzos, y eso que contaban con buenos mimbres, como el fantástico imaginario del manifiesto Superpop creado por Inaki Miranda, autor del cartel de esta edición, que podría haber conducido el interés de la misma hacia un futuro mucho más lejano que el ya de sobra tratado conflicto entre papel y nuevas tecnologías. 

Esta foto es un buen resúmen de lo que fue expocómic 2013: mil referencias juntas para crear un bonito disfraz, pero sin mucho sentido en conjunto.

Y no me malinterpreten: pudo haber quien se encontrase a gusto en esta edición. Si era usted seguidor de algún dibujante o guionista en particular dentro de los múltiples autores invitados, amante de las videoconsolas o un fanático del ya habitual cosplay, seguramente habrá salido de Expocómic sintiéndose realizado y con la impresión de que parte de la oferta estaba hecha a su medida. Claro que esta lógica es la del que apuesta a los treinta y siete números de la ruleta: seguro acertamos en algo.

Pero para el resto el producto que se ofrecía, si bien brillante desde la lejanía, resultaba acartonado al acercarse. Para el neófito, para el curioso, no había un motivo claro de aproximación a la gala, excepto quizás durante el vacío de los primeros días. ¿Compartir empujones con chavales disfrazados de Narutopara comprar un cómic cuando tiendas como Elektra tienen una oferta envidiable? ¿Sufrir los desafinados cánticos de el enésimo grupo gótico que toca el Iron Man de Black Sabbath para echar un vistazo con un bloc de dibujo bajo el brazo? Todo esto junto a un espacio muy desaprovechado, donde los nerds (utilicemos un término extranjero por lo que pueda pasar) tenían lugar suficiente para pelear con espadas láser, pero elementos como los fanzines estaban relegados a una esquina oscura y fuera de vistazos generales. 
No, queridos lectores. En este caso, me temo, menos habría sido más. Para la próxima, que no intenten servir gato por liebre.



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