UN TOQUE DE ASTUCIA

Mi pasión por Sherlock Holmes, me llevó a buscar historias de detectives en la Época Victoriana. Así fue como encontré “Tres anécdotas de detectives: El par de guantes, Un toque de astucia y El sofá” escritas por Charles Dickens en 1850 y publicadas en la revista Household Word ese mismo año.
Hoy comparto con Ustedes “Un toque de astucia”, espero que sea de vuestro agrado.

Charles Dickens 
(Portsmouth, Inglaterra, 1812-Gads Hill Place, Inglaterra, 1870)

—Una de las cosas más formidables que se han hecho jamás —dijo el inspector Wield, recalcando el adjetivo, como si quisiera predisponernos para un ejemplo de destreza o de ingenio— fue obra del sargento Witchem. ¡Tuvo una idea espléndida!
Witchem y yo estábamos en Epsom, un día de derbi, vigilando a los carteristas en la estación. Como ya he señalado en otras ocasiones, siempre vamos a la estación cuando hay carreras o una feria agrícola, o cuando se celebra el juramento de un rector en la universidad o se espera la llegada de la soprano Jenny Lind o cosas por el estilo y, cuando aparecen los carteristas, los detenemos y nos los llevamos en el siguiente tren. En la ocasión del derbi al que me refiero, unos carteristas nos engañaron, y para ello alquilaron un caballo y una silla de posta. Fueron de Londres a Whitechapel y dieron un rodeo de varios kilómetros para entrar en Epsom en dirección contraria, y empezaron a trabajar, aquí y allá, mientras nosotros los esperábamos en la estación. De todos modos, no es eso lo que quiero contarle.
Mientras Witchem y yo esperábamos en la estación, aparece el señor Tatt, un antiguo funcionario, buen detective amateur y hombre muy respetado.
—Hola, Charley Wield. ¿Qué hace usted aquí? ¿Busca a alguno de sus viejos amigos?
—Sí, Tatt, lo de siempre.
—Vengan conmigo a tomar una copa de jerez —dice.
—No podemos movernos de aquí hasta que llegue el próximo tren. Pero después iremos con mucho gusto.
El señor Tatt espera, el tren llega y Witchem y yo nos vamos con él al hotel. Nuestro amigo no repara en gastos para la ocasión y vemos que lleva en la camisa un precioso alfiler de diamante que le ha costado quince o veinte libras, un alfiler bonito de verdad. Nos tomamos tres o cuatro copas de jerez y, de pronto, Witchem grita:
—¡Cuidado, señor Wield! ¡Levántese! —Vemos entrar en el hotel a cuatro carteristas que habían llegado como acabo de explicarle, y en un abrir y cerrar de ojos el alfiler de Tatt ha desaparecido. Witchem les cierra el paso en la puerta, yo la emprendo a puñetazos con ellos como buenamente puedo, Tatt pelea como un valiente, y acabamos todos enredados en el suelo del bar. ¡No creo que haya visto usted una escena de tanta confusión! El caso es que logramos reducirlos, porque Tatt es tan hábil como el mejor oficial; los cogimos a todos y los llevamos a la estación. La estación estaba abarrotada de gente que volvía de ver la carrera, y nos costó Dios y ayuda que no se escaparan. Al final lo conseguimos y los registramos, pero no llevaban nada encima. Los encerramos de todos modos, y no se figura usted lo acalorados que estábamos a estas alturas.
Yo estaba convencido de que le habían dado el alfiler a un cómplice, y así se lo dije a Witchem cuando los dejamos a buen recaudo y fuimos a refrescarnos un poco con Tatt.
—No nos ha salido bien la jugada esta vez, porque no llevaban nada encima, y al final ha sido todo pura jactancia.
—¿Usted qué dice, Wield? —pregunta Witchem.
—Aquí está el alfiler. —Y lo enseña en la palma de la mano, sano y salvo.
—Pero, ¿qué es esto? —preguntamos Tatt y yo, atónitos—. ¿Cómo lo ha conseguido?
—Les diré cómo —dice—. Vi quién se lo quitaba y, cuando estábamos todos enredados en el suelo, peleando, le di un golpecito en el dorso de la mano, como sabía que haría su compinche, ¡y me lo entregó! ¡Fue maravilloso, ma-ra-vi-llo-so!
Pero tampoco eso fue lo mejor del caso, porque al ladrón lo juzgaron en Guildord, en la vista trimestral. Ya sabe usted, señor, lo que es la vista trimestral. Bueno, pues no se lo va a creer, pero, mientras esa justicia tan lenta consultaba las leyes para ver qué podían hacer con él, ¡se les escapó del banquillo delante de sus narices! Como se lo cuento. Se les escapó allí mismo, cruzó el río a nado y se subió a un árbol para secarse. Lo encontraron en el árbol, una anciana lo había visto subir, y el ingenio de Witchem acabó llevándolo a la cárcel.

Fuente: este post proviene de historiasalahoradelté , donde puedes consultar el contenido original.
¿Vulnera este post tus derechos? Pincha aquí.
Creado:
¿Qué te ha parecido esta idea?

Esta idea proviene de:

Y estas son sus últimas ideas publicadas:

Recomendamos