DÍA 1 | PALMA-MADRID-TOKIO-OSAKA
Aunque nosotros salimos de Palma y tenemos que hacer escala, que haya un vuelo directo de Madrid a Tokio es un gran avance. Nos acerca a un país mucho más avanzado, donde pasan cosas que nosotros sólo imaginábamos. Ahora podemos comprobarlo. Sólo hay que coger un avión. Estar conectados con Japón debería servir para mucho más que para traer turistas a la Gran Vía. Piensas que en 13 horas de vuelo te va a dar tiempo a asimilar lo que te espera, pero cuando aterrizas en Tokio el jet lag te pega fuerte. ¿Vivimos en el mismo espacio-tiempo? Igual que para Xavi Hernández (el jugador de fútbol) sólo los que han jugado en el Barcelona saben (y dominan) lo que es el espacio-tiempo (?), para los que no han pisado Japón es difícil imaginarlo. Hablo de los pequeños detalles, esos que hacen la vida más fácil y en los que nadie parece reparar en otras latitudes. Y luego está el silencio, el respeto y los shinkansen. Y los neones.
DÍA 2 | OSAKA
Los habitáculos son muy pequeños. Más o menos como ellos. Pero no te sientes agobiado. Pasa lo mismo en las calles: hay mucha gente, pero no percibes estrés. Es difícil explicarlo, lo sé. Será que me encuentro cómodo en los espacios pequeños. Y Osaka, aunque diría que todo Japón, está repleto de calles estrechas, pasadizos y callejones en los que brotan izakayas, tabernas para 3, 4 ó 5 personas donde se bebe en la intimidad, como si el barman fuera tu confesor personal. Mi primera obsesión es sentirme parte de esas calles. Me pregunto si sería posible este urbanismo en España, pero enseguida caigo en la cuenta: no. El secreto de estas calles estrechas pero desahogadas, sin aceras pero sin conflicto, es que no hay coches aparcados. Y fuera de las vías principales apenas circulan. El asfalto, que llega hasta el pie del edificio, es una ilusión. En realidad todo son calles peatonales.
DÍA 3 | OSAKA
No se percibe estrés ni urgencia, pero sí humedad. Intensamente. No quiero imaginar lo que debe ser pasear por el parque del Castillo de Osaka en agosto. Las sombras son respiraderos en pleno desierto. La lluvia también se agradece. El verano es la estación de las lluvias, y aquí cae con la delicadeza propia del país; es fina y apenas te das cuenta de que te moja. Pero obliga a comprar un paraguas, sobre todo para las tormentas, que también las hay. De noche, con el cielo gris pero extrañamente claro, los neones de Dotonbori y la lluvia, veo a Rick Deckard cenar unos fideos yakisoba bajo el toldo de una izakaya cualquiera. Y suena Vangelis.
DÍA 4 | NARA
Después de integrarnos en Osaka y de apreciar sus encantos, hacemos las primeras excursiones. Los revisores saludan con una reverencia al entrar y salir de los vagones del shinkansen. Aunque nadie les mire. Curiosa costumbre esa de hacer cosas cuando nadie mira, sólo por el hecho de que están bien hechas. Primera lección. Vamos a Nara, una ciudad plagada de templos. Alquilamos una bicicleta y pasamos un día divertido en el campo, aunque disfrutamos más cuando nos alejamos del parque y callejeamos por un barrio tradicional de la ciudad. Nos atrapa. Visitamos una vivienda típica japonesa y tomamos nota mental para nuestra futura casa, aunque será difícil importar el espíritu que se respira en ella. En estas moradas, el espíritu zen no es exclusivo de la distribución ni de las fuentes del jardín; es algo que llevan dentro. Habría que estirpárselo para poder traerlo.
DÍA 5 | HIMEJI
Se alternan los días grises y soleados, con más o menos lluvia, así que echamos mano de nuestros paraguas japoneses. Nos gusta integrarnos. Recuperamos Himeji en el itinerario, descartado en un principio, y nos alegramos de conocer a la garza blanca. No teníamos previsto asaltar el castillo, pero nos impacta como si fuéramos a escalar sus murallas. Imponente. De vuelta nos detenemos en Kobe. Había leído que era la ciudad del futuro, pero nuestra única parada es un restaurante donde se come carne wagyu (o sea, carne de Kobe). Eso sí que es futurista. Casi tanto como el puerto. Pero ha anochecido, cae agua con fuerza y los kilómetros pesan. Me quedaría observando durante horas, allí sentado. Aún no me lo creo.
Cogemos la costumbre, al volver al hotel, de pasar por Denden Town, el barrio que nos hace sentir realmente en Japón. Allí habitan los más friquis del lugar. Se pueden encontrar artilugios de todo tipo, cachivaches modernos y antiguos, tecnología, cómics y cafeterías de dibujos animados, camareras disfrazadas de sirvientas y personajes absolutamente despistados. ¡Qué maravilla!
DÍA 6 | KOYASÁN
Koyasan es nuestro fichaje de última hora. Movemos piezas para hacerle un hueco en el itinerario: suprimimos dos noches en un hotel que habíamos reservado en Shin-Osaka (para movernos a otros destinos) y las sumamos al hotel de Namba (centro de Osaka), suspendemos Hiroshima y Miyajima y ponemos rumbo a las montañas. El trayecto desde Shin-Imamiya nos empieza a dar la razón. Los edificios (interminables en las ciudades japonesas) dan paso a una espesa vegetación; niebla a media montaña, pequeñas estaciones encajadas en la ladera, bosques de bambú dentro del bosque… Estamos en capilla. Sentimos que nos acercamos a un lugar especial. Los operarios de las estaciones parecen dispuestos para una recepción real: calzan gorra y guantes blancos, impolutos. No respiran para no arrugar el traje. Para ellos es lo mismo el tren de las 10:15 h. que el convoy de la emperatriz. Les miras y te sonríen. Su gesto es amable, de tranquilidad, aunque bien podía ser de aburrimiento. Transmiten serenidad. Precisamente lo que nos espera las próximas 24 horas. Dormiremos en un templo budista, probaremos su comida y asistiremos a su rezo matinal. Y pagaremos nuestros buenos yenes por ello, claro. Pocas cosas son un regalo de los dioses. O, bien pensado, todas lo son.
DÍA 7 | KOYASÁN-KIOTO
Dormimos en nuestro primer ryokan. A media tarde empieza a llover, poco antes de la cena, programada para las 17:30. Los monjes son estrictos con los horarios. El tiempo pasa despacio. Se percibe la quietud; calma total. La comida es igual de intensa. Los sabores, la postura, las miradas, las sonrisas… Aún tenemos que probar el onsen, del que tanto hemos oído hablar. Ducharse sentado, bañarse en agua hirviendo. Me fijo en el único monje que se encuentra conmigo. Ellos, sin embargo, no miran, por más que el extraño sea yo. Se concentran en lo que hacen, intentan no molestar con miradas furtivas. Siempre intentan no molestar. Son seres realmente curiosos, lo que me despierta aún más interés en ellos.
DÍA 8 | KIOTO
Despertamos del sueño —envuelto en neblina, como todos los sueños— y aparecemos de nuevo en Osaka. Nos duele el adiós, pero nos espera Kioto. ¿Qué puede salir mal? El viaje debería ir in crescendo, pensamos. Pero los planes rara vez salen como uno espera. Ni Kioto es lo que esperábamos ni nosotros somos los mismos. Ya hemos pasado por Osaka, y eso deja huella. Kioto no nos impacta, ni siquiera nos seduce. Nos deja fríos. Buscamos el olor con el que, a estas alturas, identificamos Japón. Pero allí no huele a eso. Hasta el momento nos había guiado el olfato y ahora estamos perdidos. Los restaurantes y los puestos de comida han sido reemplazados por tiendas de diseño y escaparates de lujo. No percibimos naturalidad. Pero no tiramos la toalla. Esperamos ser zarandeados en nuestro primer tour por la ciudad: templos, pagodas, bosques… Y vaya si somos zarandeados. No imáginabamos encontrar un parque temático. ¿De dónde ha salido tanta gente? En Osaka nos sentíamos únicos. Aquí somos unos turistas más.
PD: El templo de plata y Fushimi Inari son nuestros mejores momentos en Kioto. En Ginkakuji paseamos por los jardines 20 antes de cerrar. Estamos solos. Eso sí, un señor de seguridad nos pisa el culo, lo que resta cierto encanto a la visita. Pero el atardecer nos abstrae de todo. En Fushimi Inari también se nos hace de noche. Mágico.
DÍA 9 | KIOTO
Decidimos madrugar para esquivar el gentío. Lo conseguimos. Pero el bosque de bambú apenas es un sendero frondoso. Perfecto para la foto. Deambulamos por un mapa de recomendaciones, lugares que no hay que perderse. Pero nosotros lo hacemos. Vamos de un extremo a otro de la ciudad tratando de descifrar el encanto de Kioto hasta caer en un rincón solitario de la ciudad. Un antiguo barrio de geishas, dice el artículo del blog. Nos gusta, pero nos sabe a poco, así que caminamos sin rumbo por calles comunes, donde el día a día transcurre al margen de nosotros. Nos gusta que así sea. Paramos a comprar un pastel de queso, hacemos fotos, nos cruzamos con gente que vuelve a casa en bicicleta, vemos jugar a unos niños en el parque, bate de béisbol en mano… Por fin nos seduce Kioto, pero podría ser cualquier otra ciudad de Japón.
DÍA 10 | HIKONE
Los kilómetros empiezan a pesar, así que nos levantamos tarde, enviamos algunos emails de trabajo y paseamos hasta la estación. Tenemos un destino en la cabeza, pero se esfuma al llegar al hall. Demasiado lejos, no es lo que buscamos. El cuerpo nos pide un lugar tranquilo, sin extranjeros ni exigencias turísticas, accesible con el JR Pass; y nos apeamos en Hikone. El día es gris y lluvioso. Apenas hay movimiento. Al fondo de la avenida principal se distingue el castillo, sobre la colina. Confirmamos nuestra primera impresión sobre los Shinkansen: son útiles para almorzar (todos los japoneses lo hacen, sin importar la hora) y para llegar al pie de los castillos. Lo tienen todo controlado. Pasamos de largo y callejeamos por barrios anodinos, pero reales. Apenas nos cruzamos con unas cuantas bicicletas. Nos gusta que la gente se mueva en bici. Un señor nos pregunta de dónde somos y le pide al móvil que le traduzca una frase: ”no conozco España pero es un país agradable”. Nos reímos. ”Gran invento estos aparatos”, concluye. Y se gira para continuar barriendo la acera. Nos alejamos sin rumbo, apreciando cada mínimo detalle. Nos sentimos bichos raros.
No hemos pensado en ningún plan para cenar, pero sabemos que es hora de marcharse de Hikone. Analizamos la situación: estamos en una estación del JR Pass, no tenemos plan en Kioto y queremos alargar nuestra escapada, así que se nos ocurre lo siguiente: continuar hasta Osaka y cenar en el restaurante que nos dio la bienvenida. Aquel día nos quedamos con ganas de probar okonomiyaki y yakisoba, y yo aún no he sido capaz de quitármelo de la cabeza. Hecho. Todo sale a pedir de boca. Entre risas y una emoción desbordante, nos despedimos de la ciudad que nos abrió la puerta a Japón. Y, de paso, volvemos a paladear la exquisita amabilidad nipona: en el trayecto en metro rumbo a Shin-Osaka, donde tomaremos el Shinkansen que nos devuelva a Kioto, un descuido nos hace apenarnos en la estación anterior. Nos damos cuenta de ello cuando ya estamos en la calle. Le comentamos nuestro error al operario del metro y, en lugar de hacernos pagar un nuevo billete, sale de la garita, nos pregunta de dónde venimos, abre los tornos donde quedan atrapados los billetes, se arrodilla e inicia una concienzuda búsqueda de nuestros billetes entre el montón que se acumula a esa hora de la noche. Nos miramos con cara de asombro. No damos crédito. Tras un paciente rastreo, localiza nuestros tickets y nos devuelve al andén. Esperamos el tren atónitos, mirando al vacío, mientras él regresa a su trabajo como si nada.
DÍA 11 | HIROSHIMA
A dos días de empezar el viaje, en un giro inesperado, decidimos hacer un hueco a Koyasán. Y claro, tiene que haber víctimas colaterales. Recuerdo aquel sábado en casa, mientras cerrábamos la planificación, dejar fuera de la lista a Miyajima. En consecuencia, otro daño colateral: Hiroshima (iban en el mismo pack). Entonces no fuimos conscientes, pero habíamos cometido un error. Algún comentario aislado del tipo: “Hiroshima sólo tiene el parque de La Paz y poco más” tranquilizó nuestras conciencias, pero a estas alturas del viaje sabíamos que, a nosotros, las ciudades nos seducen más allá de los highlights de las guías de viaje. Así que llegó la decepción de Kioto y con ella la ocasión perdida. La vida está llena de oportunidades que brotan de amargas desilusiones. Sólo hay que saber reponerse a ellas. Y nosotros exprimimos al máximo el chasco de Kioto. Así que recuperamos Hiroshima, aunque esta vez sin Miyajima. A cambio, el día nos sonríe: sol y buen tiempo para visitar el parque del Castillo y el de La Paz, un lugar sobrecogedor. Viajar es aparecer en lugares que sólo existían remotamente en la memoria. Y hacerlos tangibles. Me emocioné al ver cómo mantienen viva esa memoria en Hiroshima, cómo honran a sus muertos y cómo luchan encarecidamente por evitar que se repita la historia. Qué importante es alimentar la memoria. Por cierto, la única bandera de Japón que he visto hasta ahora, un pequeño trapo que ondea en el Parque de La Paz.
DÍA 12 | KIOTO-KANAZAWA
Adiós a Kioto. Mientras nos alejamos con nuestra decepción a cuestas, pensamos que el invierno puede ser una buena época para volver. Cubierto de nieve, el país tiene que ser muy diferente. Ahora nos espera Kanazawa. Repasando el itinerario nos damos cuenta de que hemos comprimido demasiado el calendario, así que vuelve a producirse un daño colateral: Hakone. En este idílico lugar quería pasar Marta una noche, pero se tarda varias horas en llegar desde Takayama, sólo disponemos de una tarde y para dormir en un ryokan sobre el río tendríamos que desembolsar unos 350€. Lo descartamos y sumamos una noche a Tokio. La experiencia de estos días nos anima a ello: sospechamos que la capital nos atrapará. Tenemos un buen pálpito con Tokio. Mientras, disfrutamos de hacer kilómetros en tren. Me fijo en el último tramo del trayecto y sólo veo puentes en construcción. Kilómetros y kilómetros de llanura surcada por enormes vigas de hormigón. Manos gigantescas que se alzan al cielo, esperando ser estrechadas. ¿Por qué tenderán tantos puentes? ¿Querrán que nadie se quede atrás? ¿Será que una nación que ofrece las mismas oportunidades a todos es un país más fuerte, más preparado para prosperar? Curiosos planteamientos los de estos japoneses.
DÍA 13 | KANAZAWA
Toda ciudad japonesa que se precie recibe al visitante en una gran estación flanqueada por uno o varios rascacielos. Si la ciudad es grande, los rascacielos también lo son. Si es pequeña, habrá sólo uno. Más o menos alto, pero allí estará para darte la bienvenida. Esperaba llegar a un pueblo de los Alpes japoneses. Un pueblo, pero estamos en una ciudad pequeña. Es tranquila, así que nos sumergimos en los lugares que nos hacen sentir cómodos: el mercado -el más auténtico de los que encontraremos en el viaje-, los barrios tradicionales (de geishas), un templo perdido y el gran parque que domina la ciudad. Un parque donde los árboles más viejos reciben cuidados intensivos. El mismo tratamiento que recibiría una persona que agoniza en la UVI. Se resisten a perderlos. Conmovedor. Echamos unas monedas en la ruleta del mercado y nos toca premio: sabores que no encajan con las texturas, colores que desmienten a los sabores… Nos divierte y, sobre todo, nos alimenta el ánimo, que alcanza el éxtasis con el helado caliente, una imagen que perseguimos desde Osaka. Se trata de un pastel recién salido del horno con una bola de helado. Sublime.
DÍA 14 | KANAZAWA-SHIRAKAWAGO-TAKAYAMA
Hacemos una parada en Shirakawago. Es bonito. Diría incluso que es único. Una aldea histórica japonesa declarada Patrimonio de la Humanidad. Bebemos agua y seguimos la ruta hacia Takayama.
DÍA 15 | TAKAYAMA
Un ryokan más lujoso de lo esperado —el precio, desde luego, no lo es—. No me siento cómodo cuando me tratan con tanta deferencia. Prefiero la simple cordialidad japonesa a la empalagosa amabilidad. ¡No quiero sentarme a tomar un té mientras me hacen elegir un perfume para la habitación o un lazo para el kimono! ¿Señorita, me puede devolver mis zapatillas? ¿Perdone, dónde se las lleva? Vamos a conocer la ciudad. La parte vieja nos atrapa. Agradezco que mi cámara se quede sin batería —cualquiera diría que es alegría lo que sale de mi boca cuando, de repente, se apaga—. Me concentro en el atardecer, las fachadas de madera negra, carbonizadas, los canales al pie de los umbrales que deshagan el agua de lluvia, las cortinas que ocultan, sutilmente, el otro lado de la puerta… Nos dejamos llevar hasta sentarnos en un restaurante. Cuatro lugares en la barra, ocupamos dos. La sala donde están las mesas no nos interesa. Nos sumergimos en la cena. Sin saberlo, hemos comido en la puerta de al lado de nuestro hotel. Así da gusto perderse.
DÍA 16 | TAKAYAMA-TOKIO
Llegó el gran día: Tokio. Pocas veces he sentido una emoción tan grande entrando a una ciudad. ¿Qué es…? Tokio.
DÍA 17 | TOKIO
La noche nos deja una dulce resaca: hubo lluvia mezclada con neones; una vía de tren elevada, tabernas encajadas en huecos imposibles y humo de barbacoas. Lluvia, luces, niebla. Ese cóctel pega fuerte. Con el bajón nos ponemos en marcha: la primera ruta por Tokio incluye el mercado donde se subastan atunes rojos. Llegamos al post partido, con todo el pescado vendido. Es como pasear por el césped de un estadio tras la final de la Champions League. O como entrar al vestuario después del partido —si no es el de Japón, claro—. Se dibuja un panorama común: hay quien recoge, quien aún le da vueltas a aquella decisión, quien hace cuentas, quien planifica la próxima cita, desorden… Nosotros aún estamos en el calentamiento. Queda mucho Tokio por delante. ¿Tendremos aliento suficiente? ¿Llegaremos en condiciones al pitido final? Pronto despejaremos la incógnita, pero el desenlace es inesperado.
DÍA 18 | TOKIO
Nuestro primer paso en falso: la elección del hotel en Tokio. El alojamiento que improvisó Marta para la noche extra (íbamos a estar cinco y al final fueron seis) nos convence, pero no el que habíamos reservado en Madrid para las cinco noches iniciales. Con las prisas de última hora mi elección se basó en una recomendación de un blog. Descubro que los gustos del bloguero y los míos no coinciden. El viaje te moldea y, casi tres semanas después, mis intereses en Japón apenas coinciden con los que tenía en España. Lo más probable es que, a él, el viaje le hiciera tomar otro rumbo, tan bueno como el mío. De ahí nuestro desencuentro. Vamos a por el tercer hotel en tres días. La logística consume buena parte de nuestras energías. Moverse con maletas y mochilas por Tokio no es la mejor idea, pero estamos aliviados. Al fin y al cabo, una cama no es el suelo del ryokan. Ya hemos paseado por Ginza, los jardines Hamarikyu, Shimbashi, Takeshita Dori -de noche- y Shibuya, aunque no hemos cruzado el paso de cebra. Así de absurdo puede ser todo.
DÍA 19 | TOKIO
Hay ciudades grandes, más o menos abarcables, y ciudades descomunales. Tokio es una incongruente extensión de edificios, una masa informe de casa apiñadas entre las que apenas corre el aire. No sé por qué, pero me gusta esa manera de encajarlo todo. En la grandiosidad de un espacio inabarcable crean la impresión de acogedora intimidad. Lo diminuto logra destacar en la inmensidad. Es fascinante. ¿Qué sentido tienen, si no, las izakayas, tabernas para cuatro o cinco personas, en una urbe de 13 millones de habitantes? La propia idiosincrasia de la ciudad trocea el centro en varias partes. No hay un punto neurálgico, hay seis o siete. Y cada día nos encontramos en un Tokio distinto. El primer día aparecemos en el Tokio de la moda y el diseño (Ginza); el segundo, en el Tokio tecnológico (Akihabara) y futurista (el tren que va a Odaiba, una de las islas artificiales de la bahía, es impresionante); hoy nos toca la zona de Taito, Shin-Okubo, Shinjuku; mañana Shibuya, Cat Street, Harajuku, de nuevo Shinjuku… Y así vamos, dando vueltas, buscando apreciar la esencia de una ciudad en la que todo es tan diferente que parece lo mismo.
DÍA 20 | TOKIO
Hay que hacer compras, y eso también consume energías. Caminamos con una sonda que, tres veces al día, conectamos a un bol de ramen. Hemos probado el frío, el caliente, el vegetariano, con carne y pescado; lo hemos configurado nosotros, como los ajustes del teléfono: en un papel hemos tenido que elegir fideos más gruesos o más finos, caldo más sabroso o más insípido, sabor más fuerte o menos intenso, extra de huevo, de carne o de pasta; hemos comido en una mesa, en la barra, mirando a la pared, codo con codo y frente a una ventanilla de la salen unas manos para quitarte el plato… Nos hemos dado un atracón de pescado crudo, hemos abusado de los takoyakis callejeros, los snacks de guisantes con wasabi, las bandejas multicolores con un bol para la sopa, otro para el arroz, otro para la carne, las verduras, los encurtidos… Hemos conocido mantequilla con forma de atún rojo, salmón y carne de Kobe. Nos hemos sentado en una izakaya y hemos esperado a que cocinaran algo que nos resultara apetitoso, hemos pedido platos haciendo señas y preguntando qué era eso que nos había gustado tanto. Hemos desayuna café, bollos y arroz con algas. Hemos descubierto las variedades del tofu, los diferentes okonomiyakis y nos hemos ido de sakes al Mercado de La Cebada de Kanazawa (lo llaman Omichi Market). Nos hemos subido al tren del sushi que daba vueltas en Dotonbori y hemos terminado por ser una extensión de los palillos. Y ahora no somos capaces de desprendernos de ellos.
DÍA 21 | TOKIO-LONDRES-PALMA
Nos vamos con ganas. Las mismas que tenemos de volver algún día a Japón. Han sido tres semanas extenuantes, sin apenas descanso. Tokio nos ha aniquilado; hemos visto naves arder más allá de Orion. Yo he visto Rayos-C brillar en la oscuridad, cerca de la puerta de Tannhäuser. Y he visto cosas que vosotros no creeríais. Pero todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Salvo que decidas seguir la historia de Marta Simonet y mía en nuestros blogs y redes sociales. La historia de Japón y todas las que están por venir.