Un milenio separa la fundación mítica de Roma de su caída. En su apogeo, el Imperio romano, centrado en torno al Mediterráneo, se extendió desde Inglaterra hasta Mesopotamia y desde el Rin y el Danubio hasta el Sahara y Egipto. Su extensión y su estabilidad fascinaron durante mucho tiempo a Occidente. Aunque fue edificado por medio de la fuerza y la violencia, este imperio supo federar a un mosaico de ciudades y de pueblos cuyas elites aceptaron, con mayor o menor agrado, ser asimiladas por él.
Una ciudad conquistadora
Fundada, según la leyenda, en el año 753 a.C., la ciudad de Rómulo solo llegó a ser una verdadera urbe bajo la influencia civilizadora de los etruscos. En el siglo Vimpuso su hegemonía al Lacio, luego extendió su zona de influencia a Italia central, rechazando las incursiones de los galos y los samnitas, y posteriormente, a Italia meridional (la Gran Grecia) por medio de la guerra y la diplomacia. En el siglo IIIdominaba toda la península. Pero la resistencia de Tarento, que había recurrido a Epiro, envolvió a Roma en los asuntos de los reinos helenísticos en un momento en que el protectorado impuesto a las ciudades griegas de Sicilia lo enfrentaba a Cartago. La victoria alcanzada en las guerras púnicas entregó a Roma el dominio del Mediterráneo occidental y la condujo hacia una política expansionista, con el fin de asegurar las zonas dominadas o proteger a los pueblos aliados. Este imperialismo fue provechoso para los militares, administradores y comerciantes. Proporcionó a Roma riquezas y esclavos, transformó su sociedad, exacerbó las tensiones sociales y debilitó un régimen republicano que dependía cada vez más de las rivalidades entre los generales. Después del asesinato de Julio César (44 a.C.), la disputa por el poder se trasladó a Oriente. Octavio, vencedor de Marco Antonio y amo de Egipto, instauró un régimen imperial en el año 27 a.C. Durante cuatro siglos, los emperadores se esforzaron por asegurar la paz y el orden.
Un sistema político oligárquico
Las rebeliones de la plebe, en el siglo V, obligaron a la elite patricia a realizar reformas. Sin embargo, a pesar de reconocer la igualdad cívica y jurídica, el régimen republicano siguió siendo poco igualitario. Tenía un sistema electoral censatario y el clientelismo confería a una minoría acomodada el monopolio del acceso a la magistratura y al senado. En el siglo Ia.C., Roma debió otorgar el estatus de ciudadano romano a los habitantes de la península, y los notables reivindicaron su parte en la administración de las conquistas mediante el acceso a las carreras administrativas y militares. Durante el imperio, el otorgamiento de la ciudadanía siguió siendo selectivo y estaba reservado a las elites provinciales cuya colaboración resultaba provechosa. El edicto de Caracalla extendió la concesión de la ciudadanía, en el año 212, a todos los hombres libres del imperio, pero a este estatus prestigioso, que tenía el mérito de ignorar los orígenes étnicos, le seguía faltando el contenido político, ya que la fuente del poder permanecía en la voluntad imperial.
Este texto es un fragmento del libro Mil obras para descubrir el arte de Larousse Editorial. Si te interesa este contenido, tienes más información sobre la historia, la cultura y el arte de las grandes civilizaciones aquí: Larousse.es
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