No siempre llueve a gusto de todos (parte 9)

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NO SIEMPRE LLUEVE A GUSTO DE TODOS (PARTE 9)

Atardecía en Las Cruces. Bill llevaba caminando todo el día, estaba empapado en sudor. La estampa que mostraba no era muy diferente a la de un trabajador local sin ningún derecho laboral. No llamaba la atención

Un mendigo tirado sobre un montón de cartones, con una larga barba trenzada gracias a la suciedad, dientes amarillos y ropa raída, le pidió algo de dinero. Bill lo observó desde arriba y pensó en la posibilidad de acabar en esa situación. Su camino hacia el abismo había empezado tan sólo unos días atrás, pero sabía que podía acabar así en cualquier momento. Se compadeció. Hurgó en su bolsillo y sacó un billete de 10 dólares. Poco dinero, pero en la situación en la que estaba Bill, tampoco podía permitirse el lujo de dar una limosna mayor. Mientras estiraba el brazo, el mendigo mostró en su rostro todo un conjunto de sentimientos: Avaricia, esperanza, alegría, odio y finalmente sumisión. Agarró el billete y se abalanzó a los pies de Bill agarrándolo por los tobillos y besándole los zapatos llenos de polvo. Bill se dejó abrazar con incomodidad. Se agachó y le dio un par de palmadas en la espalda.

— Por favor, vete a comer algo y descansa.

— Espero que nunca te veas en mi situación. —El hombre apenas podía articular las palabras.

— También lo espero. Sin ánimo de ofender.

El mendigo parecía absorto en su mundo.

— Yo era un hombre libre. Tenía familia, mujer y trabajo. Lo tenía todo, hasta que se cruzó en mi camino.

Un rayo cruzó el semblante de Bill descomponiendo los músculos de su cara.

— ¿Quién?

— El alcóhol.

Bill agachó la cabeza y se despidió con respeto. Probablemente él no terminaría jamás en esa situación, antes lo matarían.

— Lamento haberte dado ese dinero.

El mendigo respondió con una sonrisa bajo la que se descubrían sus dientes mellados.

— Cada vez que me acerco a alguien destrozo su vida.

— Vaya amigo, si que estás jodido. Tranquilo. Tengo hambre y con este dinero me dará para comer y descansar. Me has salvado la vida.

Se alejó sin mirar atrás, caminando por un suelo que parecía elástico. La mente abotargada y en tensión le jugaba malas pasadas en sus sensaciones.

Llegó hasta el hotel Mesilla. Un edificio de color marrón, con paredes que parecían hechas de adobe. Un letrero de neón sostenido entre dos enormes postes iluminaba la acera anunciando el hotel y aparcacoches en el que se escondería hasta que pasara el temporal. A un lado una gasolinera y enfrente un depósito de combustible. Se había alejado caminando de la ciudad todo lo que había podido. Entró por la puerta. Olía a humedad, una mesa de recepción amarilla cubierta de manchas, un enorme reloj en la pared, un pequeño sofá sin una pata y una chica con cara de asco, decoraban el local. Se apoyó en la mesa con ambos codos. La muchacha de pelo largo y rubio lo miró con desdén.

— Una habitación.

— ¿Trae coche?

— No, llegué caminando.

— Claro, ¿quiere vistas?

— ¿A dónde?

— Sin vistas, de acuerdo.

La chica tecleó algo en el ordenador. Abrió un cajón y rebuscó. Se escuchó el tintinear de varias llaves chocando entre si. Sacó una llave dorada que podría usarse para abrir una porqueriza. La apoyó al lado del teclado.

— Documentación, por favor.

— No la llevo encima ahora mismo. La dejé en el coche.

La chica lo miró de arriba a abajo. No tenía aspecto de mejicano. Otro americano que quiere hacerse de oro transportando droga en la frontera y no le salió como pensaba.

— Ajá. Pero le vi venir. Llegó aquí caminando.

La cara de la chica era pura incredulidad.

— ¿Cuánto cuesta la noche de motel para indocumentados?

— Depende de las vistas.

— Sin vistas.

— Sin vistas es más caro, claro.

— Es una pregunta sencilla. Necesito descansar.

— Ha caminado mucho para llegar hasta aquí. El extra sin vistas son ciento cincuenta dólares por noche. La habitación son cuarenta y cinco.

— Estoy agotado. Déjame descansar y hablaremos mañana con más calma.

— Hay otros lugares en los que descansar. Puede ir en coche.

Miró directamente a los ojos de la mujer. El segundero del reloj martilleaba el ambiente. Bill sentía que cada segundo que pasaba, le practicaban una trepanación craneal. Necesitaba descansar. La mujer permaneció impasible. No llamaría a la policía, pero cobraría su parte. Bill rascó con los dedos en la cartera que guardaba en el bolsillo. No la sacó para evitar que la avaricia de la mujer lo dejara sin blanca. Arrancó con los dedos dos billetes de cien.

— De momento una noche. Tiene cinco dólares de sobra porque quiero el desayuno.

La mujer esbozó su primera sonrisa.

— Me gustan los hombres que no se dejan amedrentar.

— Lo siento, ya estoy casado.

— Guarda tu polla, vaquero. Trataba de relajar el ambiente. He dicho que me gusta tu carácter, no que me gusten los hombres.

Bill recogió las llaves.

— ¿Número? ¿A qué hora me pondrás el desayuno?

— 18. El desayuno se sirve abajo. Para entonces yo ya no estaré. Pero no te preocupes, que has pagado la tarifa estándar para que la habitación no tenga vistas cuando cambie de turno.

— Encantado de hacer tratos contigo. ¿Hay teléfono en la habitación?

— Si, la tarifa va aparte. No nos gustan las llamadas internacionales a Méjico.

— Tranquila. Es para llamar a casa.

— Como quieras. Necesito un nombre.

— Walter. — Le tembló un poco la voz al mentir.

– Supongo que el apellido será White. También he visto esa serie. Disfruta de tu estancia Walter.

Bill subió renqueante hacia la habitación. Notaba como si tuviera todos los músculos de su cuerpo rellenos de leche. Le costaba moverse. Introdujo la llave en la cerradura. En ese motel no se usaban tarjetas electrónicas para abrir las puertas. Era más seguro para los inquilinos como él. Cerró y metió la llave en el cerrojo para evitar que se pudiera volver a abrir. Se tiró sobre la cama y agarró el teléfono. Su mente vagaba. Tecleó los números del teléfono fijo de su casa por la fuerza de la costumbre. Necesitaba hablar con su mujer.

Un tono, dos, tres. Llegó al octavo tono y saltó el contestador.

— Hola. Somos Bill y Elizabeth. Ahora mismo no podemos contestarte. Deja tu mensaje después de la señal.

Colgó. Una lágrima recorrió su mejilla. Recordó el momento en el que grabaron ese mensaje. Acababan de empezar a vivir juntos y todo era sexo y descubrimiento de rutinas. Estaban completamente enamorados, hasta el punto de hacer la estupidez de grabar un mensaje de contestador a dos voces. Se tragó la lágrima e inspiró profundamente. Volvió a marcar.

De nuevo ocho tonos y contestador.

— Elizabeth. Si estás ahí, por favor coge el teléfono. Sé que habrás oído muchas cosas malas sobre mi, pero si me conoces, sabes que no son ciertas. Necesito tu confianza …

— ¡Bill, no!

Elizabeth le gritó. Sonó un golpe. Había tirado el teléfono contra el suelo.

— Te lo suplico Elizabeth. Sólo me importas tu. He tenido que bajar a los infiernos para darme cuenta de que lo tenía todo y trataba de rellenar un vacío que sólo tenía yo. —Escuchó cómo su mujer rompió el mobiliario.— Fui el mayor idiota y aunque te pierda, te ruego que me perdones. Confía en mi. Por favor. Eres la única persona en la que confiaría en estos momentos.

Se escucharon más golpes y un ruido ahogado de Elizabeth pronunciando una única palabra.

— ¡NO! — El grito de Elizabeth sonó como si tuviera la boca llena de saliva.

— Estoy en un hotel de Las Cruces. Mañana me entregaré. Prefiero estar encarcelado y poder mirarte a la cara.

Al otro lado, sonó un último puñetazo. Parecía que Elizabeth se golpeara a si misma del odio que profesaba hacia su marido. Aquella policía, Margaret White, la habría confirmado el affaire que tuvo con la difunta Patricia. La línea se cortó.

Bill posó lentamente el teléfono. Apoyó la cabeza en la almohada con un gesto inexpresivo y cerró los ojos. Volvió a abrirlos a las nueve de la mañana. Más descansado, su cerebro unía mejor las ideas. Se lavó y comprobó que los puntos que le habían puesto en el hospital seguían en su sitio. Se duchó y limpió como pudo las heridas. Abrió el armario y descubrió que el anterior inquilino se marchó con tanta prisa que se dejó un traje, camisa y pantalón de color negro. El agotamiento falseó sus recuerdos y tuvo la impresión de tener un déjà vu al ponerse el traje, como si él mismo hubiera dejado allí esa ropa en una vida anterior. Increíblemente era de su talla. Comprobó que la llave no se había movido del pestillo. Todo correcto. La habitación sin vistas había merecido la pena. Aunque lo que le había dicho a Elizabeth era cierto. Se iba a entregar a la policía para volver a verla aunque fuera por última vez. Si permanecía huyendo acabaría asesinado por la policía, por Jimmy o por el alcóhol, como aquel viejo borracho.

Bajó al restaurante.



Allí estaba yo. Lamento atravesar la cuarta pared de una manera tan abrupta, tan sólo con tres puntos suspensivos. Pero si fuera un gran escritor, no me habría ganado la vida durante tantos años escribiendo esas novelas baratas. Como escritor, me encontraba en medio del desierto, buscando en la aridez la falta de distracciones. Deben entender que cuando se trata de escribir, ocurre como con el ejercicio. El ser humano disfruta al principio y cuando intentas marcarte ciertos límites, el cuerpo los rechaza. Buscas distracciones, un poco de televisión, más lectura, masturbación o dar un paseo. Cualquier excusa es buena con tal de dejar de escribir. Por eso me fui hasta aquel motel de El Paso. Allí no había nada más que hacer.

Me encontraba desayunando mientras devoraba los cuentos para adultos de Roald Dahl. El relato escrito por un autor de cuentos infantiles de un hombre que hacía cuadros con piel humana, acompañaba mi café. Ojalá tuviera en mi cabeza las ideas para recrear lo que hay dentro de la cabeza de un Charles Manson. Una historia que vendiera miles de ejemplares.

Bill entró como un elefante en una cacharrería. No pude evitar mirarlo por encima de mis gafitas redondas. Vestido como un personaje de las películas coreanas de mafiosos. Miraba en todas direcciones como si estuviera acosado. En sus ojos había una luz apagada que me llamó la atención. No soy un ser sociable, pero me gusta entablar conversación con aquel que pueda darme una buena historia que deformar para contar al mundo. Ese hombre la tenía. No quiero decir que haya cambiado los hechos reales que le sucedieron al pobre Bill. Por favor, entienda que aunque su historia me haya permitido escribir esta novela, no quiero faltar al respeto de los muertos. Además, como ya he dicho, desde entonces no puedo evitar vigilar mi entorno. Bebo más de lo que debería para evadirme del mundo que me mostró Bill.

Pidió algo en la barra y pareció discutir durante un buen rato con el camarero. Repetía incesantemente que había abonado su desayuno y reclamaba con tozudez su derecho a las viandas. Perdón por el lenguaje, pero como escritor de novelas baratas, me pagan por volumen de palabras y eso me obliga a usar en mis textos un montón de frases sobrantes. Ahora ya no lo puedo evitar. El cambio de tono en este libro, suele deberse a que uso las palabras que me escribió el propio Bill.

Se sentó en una mesa y esperó a que le trajeran el café. Una tele situada por encima de la cabeza de Bill lo coronaba emitiendo las noticias de la mañana. Habían bajado el volumen para que no molestara a la clientela. Bill sopló el café con suavidad. Parecía una persona tranquila, un poco cobarde, pero había algo en sus ojos amarillentos por el cansancio que me decía que tenía una historia. ¿Qué hacía un tipo con traje y pinta de ejecutivo gordo en un lugar como este? Su cara salió en la televisión. Nadie más prestaba atención a las imágenes. Sólo yo, porque al mirar a Bill, la caja tonta entraba en mi línea de visión. Bajo la fotografía aparecían letras como “asesino”, “prófugo” y “utilización de sicarios”.

Mi mano tembló y se me cayó la cuchara de las manos. El tintineo al caer, rebotó por toda la sala. Bill me miró directamente. Mis ojos subían y bajaban ojeándolo a él y al televisor. Miró hacia atrás, el telediario cambió de noticia en ese preciso momento. Clavó su mirada en mi. No pude sostenerla. Bajé la vista hacia mi café. Me temblaban las dos manos y no podía controlarlo. Era la historia de mi vida. Demasiado cobarde para superar ciertas barreras. Tenía que hablar con ese hombre antes de que la policía lo atrapara. Con ese pasado, seguro que acabaría con un tiro. Si escribía su historia vendería con una única obra lo mismo que con seis de mis novelas. Sería mi Charles Manson. Tomé aire, me levanté y lo miré. Seguía mirándome fijamente. Sonreí de manera estúpida. Me levanté y me senté en su mesa sin pedirle permiso.

— Hola.

— No te conozco.

— Te he visto en la tele.

— Me voy a entregar después de desayunar. Por favor, tan sólo déjame este momento. ¿Quieres dinero?

— No exactamente. Soy escritor. Quiero tu historia.

Yo tenía la cara totalmente enrojecida. Bill cambió su gesto por completo.

— Eso no tiene sentido.

— Sé que te persigue la policía, pero no sé nada sobre ti. Seguramente nadie que te haya visto en las noticias sepa nada sobre ti o qué delito cometiste. Sólo quiero conocer tu historia.

— ¿Te aburres?

— Quiero escribirla.

— La historia que te puedo contar, no va a parecer real.

— Cada vez se pone más interesante.

— ¿Cómo te llamas?

— Stephen Leviathan.

— Muy bien, Stephen Leviathan. ¿Te cuento lo que me ha pasado y no llamas a la policía?

— Si te vas a entregar, tu historia es todo lo que voy a poder sacar. Ya no estamos en el salvaje oeste en donde dan recompensas por cazar a fugitivos.

Bill permaneció un largo rato en silencio. Me examinó durante varios minutos. Saqué mi libreta y un bolígrafo

— Estas son mis únicas armas. Yo contaré tu historia.

Esa frase supuso un punto de inflexión. En ese momento parecía sentirse liberado. Sin más, arrancó el relato de su viaje. Me pidió que usara el falso nombre de Bill y que no pusiera ningún dato que pudiera perjudicar a su esposa. Por eso he obviado detalles personales o el lugar en donde vive y así lo haré durante todo el libro. Dedicó mucho tiempo a explicarme cómo era su esposa. Una mujer responsable, trabajadora y con la cabeza siempre fría. Jamás habían discutido, jamás había elevado la voz. Ni siquiera cuando descubrió la verdadera cara de su marido en el hospital. En apenas una hora me relató sus experiencias de los últimos días. Había asesinatos, infidelidades, el protagonista acusado por medio de mentiras. A pesar de todo, parecía que había una coherencia interna en lo que contaba. Sólo había un detalle que no cuadraba en su historia.

— Dices que tu mujer nunca discute contigo.

— La persona menos temperamental de este planeta.

— Tal vez sea deformación profesional. Como novelista siempre trato de hacer personajes sin claroscuros para evitar equivocarme en sus acciones. Me dices que cuando llamaste a Elizabeth, te gritó y no fue capaz de pronunciar ni una frase completa. Escuchaste como daba golpes por la casa. No encaja en la descripción que has hecho de tu mujer. Me has hablado de una personalidad pasivo agresiva. Tu mismo dices que las discusiones con tu mujer siempre han sido con ella en silencio. Dejando que tu solo te recrimines. Me dijiste que justificaste tu infidelidad en la falta de “vida” de tu relación.

— Yo tampoco encajo en la descripción de mala persona y me he dado cuenta de que lo he sido.

— No. Tu eres una mala persona. Por eso has terminado en esta situación. Tu mujer, si es tal y como dices no actuaría así. Si fuera un personaje de una de mis novelas, no habría descolgado el teléfono. Habría esperado a que tu dejases cientos de mensajes pidiéndola perdón para terminar divorciándose de ti.

Bill palideció. Me di cuenta de que estaba tratando de explicar la situación como si fuera un personaje de ficción y estaba hablando de personas reales. Bill se levantó de la mesa y salió corriendo del comedor.



El cerebro de Bill bullía con lo que ese escritorzuelo acababa de decirle. Su mujer no actuaba de esa manera. Corrió hacia su habitación. Su cerebro empezaba a unir cabos. Había cometido el error de dejar de pensar como Jimmy. Abrió la puerta de su habitación respirando a bocanadas. La llave se cayó al suelo y dejó la puerta abierta. Se abalanzó sobre el teléfono y marcó el número de su casa.

Ocho tonos y contestador. Tragó saliva. Su voz temblaba.

— ¿Jimmy?

Durante treinta interminables segundos sólo escuchó el sonido de una respiración agitada. Luego una voz contestó.

— Hola, “hombre estudiado”.

El mundo se hundió a sus pies. Sólo quedaba su pesado cuerpo sobre la cama.

— Dios te ha traído de nuevo a mi.

Bill no podía articular palabra.

— Ayer tu mujer y yo hablamos.

— No … No …

— Si Bill. Has sido una mala persona. Vas por el mundo pisando a los demás y crees que puedes hacer lo que quieras. ¿Verdad Bill?

— Por favor. Me quieres a mi. Mátame. Deja a mi esposa.

Escuchó un alarido de su mujer al otro lado del teléfono.

— Vamos Bill, no me insultes. ¿Matarte? Eso ya llegará Bill. ¿Ya estás llorando? Eres una nenaza y antes de matarte, quiero que pidas perdón.

— Perdón, perdóname. Por favor, deja a mi mujer. Me arrodillo ante ti.

Hincó sus rodillas en el suelo aunque Jimmy no lo pudiera ver.

— Eres un jodido cobarde Bill. No me estás pidiendo perdón. Busco sinceridad. —Elizabeth gritó de nuevo.— No te vas a entregar a la policía como prometiste ayer a tu mujer. No vas a ser el jodido cabrón que has sido siempre. Vas a huir hasta que yo lo diga. Di: “Si, Jimmy”.

— Si, Jimmy.

— Vas a bailar para mi. Di: “Si, Jimmy”.

— Si, Jimmy.

— ¿Qué haces en El Paso, Bill?

— Huir.

Un último grito de Elizabeth. Sonaron estertores y escuchó como su mujer se desmayaba.

— ¡Elizabeth! ¡Te mataré! ¡Te mataré con mis manos!

— Dios los crea y ellos se juntan. La cornuda es tan floja como tu, jodido cabrón.

— ¡Para ya mald…

— ¡TE HE HECHO UNA PREGUNTA BILL! Una sóla mentira más y Elizabeth no se despierta.

— Estaba buscando la gasolinera donde me secuestraste.

— No te secuestré Bill. Dios puso el tablero de juego y tu eras una ficha más. Pedazo de egocéntrico. Empiezas a ser sincero. ¿Qué pretendías encontrar en la gasolinera?

— Demostrar mi inocencia.

— Bill, tu no has sido inocente desde que decidiste metérsela a esa cerda las suficientes veces como para preñarla. Tranquilo, ya no es tu problema, la maté siguiendo tus órdenes. ¿Recibiste mi mensaje?

— Tengo que colgar.

— Tu mujer si que va colgarse. Sufre mucho por culpa de su marido.

Bill permaneció en silencio. Su mano rota le recordaba las torturas de Jimmy en el sótano.

— ¿Dónde estás Bill? ¿En qué agujero de ratas te escondes?

— Estoy en El Paso. — Algo dentro de Bill cambió. — ¿No prefieres jugar a encontrarme?

BUM, BUM, BUM. Jimmy jugó golpeando la cabeza de Elizabeth contra el suelo.

— Me gusta tu cambio de actitud. Buscaremos juntos tu redención. Conseguiremos que Dios te perdone. Quiero que llames aquí cada veinticuatro horas y dejes un mensaje en el contestador diciendo en dónde estás. Si se te olvida. Tu mujer morirá. Si grabas algo que no debes. Tu mujer morirá. Si me mientes… ¿Qué le pasará a Elizabeth si me mientes, Bill?

— Mi mujer morirá.

— Qué pena no poder mirarte ahora para poder ver esos lagrimones de nenaza que tendrás en esa cara porcina.

Bill apretó los dientes. La rabia ardía en su interior. Tenía que encontrar a ese psicópata y matarlo con sus propias manos. Permaneció en silencio.

— El taxista que te llevó a El Paso te recordaba como un hombrecillo desagradable, Bill. Seguramente por eso lo descuartizaste. Aunque la policía sospecha que fue porque no querías pagarle lo que te pidió.

Bill seguía callado. No debía alimentar al monstruo que no paraba de hablar.

— En fin, el trabajo me reclama.

Jimmy colgó sin más. Al otro lado del teléfono, Elizabeth yacía inconsciente a manos del psicópata.

Bill colgó lentamente. Respiró hondo. La única posibilidad que tendría su mujer era que él actuara siguiendo las órdenes. Jimmy no la mataría porque sabía que si lo hacía, Bill no tendría motivos para obedecerlo. Se entregaría y el juego macabro terminaría sin más. Con Bill muerto o vivo, daba igual. Es lo que mantendría con vida a Elizabeth.

Siempre había otras alternativas. A partir de ahora, Bill tendría que andar con más cuidado. Tenía que pensar como Jimmy. Salió de la habitación y bajó de nuevo a la cafetería. Allí aún estaba Stephen Leviathan. Lo usaría para mantener la historia que Jimmy no quería que se supiera. Se sentó en su mesa y lo agarró por la muñeca.

— Tiene a mi mujer.

— ¡Dios mío! Debería de llamar inmediatamente a la policía. Bill, por lo que me has contado de ese hombre, necesitas ayuda profesional inmediatamente.

— Si lo hago, habré firmado la sentencia de muerte de mi mujer. Es lo único bueno de mi paso por este mundo, así que voy a obedecerlo.

Bill miró a los ojos al escritor y supo que sería el mismo Stephen Leviathan el que llamaría a la policía.

— Te escribiré una carta cada semana y la mandaré a esta cafetería. Sin remite. No te pienso mandar correos electrónicos. Son rastreables y necesito encontrar a ese asesino sin que la policía dé conmigo. Tu consigues una buena historia para contar. Tanto si me crees, como si no, te estaré dando material publicable, así que es un buen trato.

— ¿Y cuándo piensas dar por terminado esto?

— Cuando yo diga “fin”.

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