No siempre llueve a gusto de todos (parte 8)

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No siempre llueve a gusto de todos (parte 8)

No fue un largo recorrido. El conductor era un profesional transportando personas que no admitían charlas, ni preguntas y fue fiel a su palabra mantener la boca cerrada.

Bill había decidido llegar hasta Las Cruces. La gasolinera de Jimmy había explotado varios kilómetros al norte, cerca de Salem. Aquí podría descansar. Le dolía cada centímetro de su cuerpo. Notaba la herida abierta de su pecho, el dolor en sus costillas y la mano rota. Le habían extirpado un trozo de pulmón y era incapaz de respirar grandes bocanadas.

El conductor le preguntó dónde parar y Bill señaló aleatoriamente una calle cercana a un Bestbuy y un Staples. Por aquí habría algún hotel.

Pagó lo acordado y supo que de todas las personas que se iba a encontrar a partir de entonces, ese conductor mejicano era el único que guardaría silencio y cumpliría lo pactado. El taxi se alejó. Era mediodía y el sol calentaba la tierra y el aire. El sudor goteaba por su mentón y se mezclaba con pequeños restos de sangre que tiznaban su camisa. Seguía teniendo un aspecto demasiado memorable, tenía que encontrar un lugar en el que ocultarse por lo menos una semana.

Tras ese tiempo, seguramente se habría convertido en el principal objetivo de la policía. Margaret no tenía nada que morder y los periodistas de la basura empezarían a escarbar en la mierda mostrando un Bill repugnante. Gordo, calvo, que preñaba a mujeres menores de edad para asesinarlas. La policía no iba a perder el tiempo en investigar la verdad. Necesitarían una cabeza de turco con la mayor urgencia y Bill daba el perfil. Con todos en su contra, Jimmy no atacaría a su mujer. Dejaría que sufriera. Así pensaría ese jodido cabrón. Bill se preguntó si algo en su cabeza no funcionaba del todo bien para empezar a razonar como lo haría un psicópata.

Absorto en sus pensamientos había caminado un par de calles hasta llegar a una zona residencial llamada Sunridge Village frente a un instituto. Casi todas las casas parecían desocupadas. Al otro lado de la calle a unos doscientos metros había una parcela de alquiler de almacenes. Se dio cuenta de que no era una calle transitada, estaba prácticamente desierta a pesar de encontrarse cerca de dos carreteras nacionales y un centro comercial.

Saltó una pequeña valla blanca de metal que marcaba el recinto privado de la zona residencial. En un aparcamiento para decenas de vehículos, sólo había aparcado un Beetle y una caravana. Tal vez era el hogar de los trabajadores de una misma empresa y fuera temporada de vacaciones. Las casas eran clónicas entre si. Dos pisos y garaje. Ventanas  blancas cubiertas por cortinas y persianas a medio bajar.

Miró alrededor y en el interior del bloque, había cuatro casas con enormes garajes. Las cuatro tenían las persianas completamente bajadas. Una de ellas, le serviría para ocultarse una breve temporada. Se limpiaría y curaría. Un par de días allí y podría ir a un hotel sin llamar la atención. Las escaleras de entrada conducían a una primera planta. En la parte de abajo estaba el garaje que ocupaba prácticamente toda la estancia inferior. Pasaba lo mismo en las casas aledañas. Cuando subió los peldaños se dio cuenta de lo jodido que estaba. Cada bocanada parecía fuego y los músculos de sus piernas parecían estar rellenos de leche. Le pesaban y le costaba moverlas. Llegó hasta la puerta y giró la manilla.

La puerta se abrió.

En el norte no había esa confianza para dejar la puerta abierta. Entró y entonces se dio cuenta de cuál era la causa de este misterio. La casa estaba prácticamente vacía. A excepción de un par de muebles en la entrada, una mesa en el salón y una cama, era una casa inhabitada. Seguramente aun estarían tratando de venderla. Pensó en que fuera no había ningún cartel. Ahora mismo le daba igual. No podía creer la suerte de encontrarse una cama en la que poder descansar. En la misma habitación con su cama, había un baño pequeño sin ventanas con una bañera acorde al tamaño. Abrió el grifo y la ducha escupió agua fría. Se refrescó la cabeza, limpió su cara y su camisa de sangre. Un remolino marrón se formó en el sumidero. Cuando terminó, colgó la camisa de la barra de la cortina y caminó haciendo eses hacia la habitación. Se abalanzó sobre el colchón y se desmayó al instante.

El sol cayó a plomo sobre la línea del horizonte y cuando el último rayo desapareció, se encendieron las luces de siete furgonetas que entraron sin hacer ruido en la zona de apartamentos. Aparcaron en ordenada fila india frente al garaje situado en la planta inferior. Del primer coche se bajó un hombre orondo, de tez tostada por el sol y manos llenas de surcos. Su expresión plagada de gestos duros, indicaba que era el rey de un lugar en el que la violencia te erige como líder.

La noche cubría sus movimientos en aquel barrio alejado de las miradas de vecinos molestos. Se había encargado de comprar cada una de las casas para poder usar los garajes como narcobodegas. Había hecho las obras necesarias para que los falsos aparcamientos, fueran del mayor tamaño posible. Elevó la puerta del garaje y su tesoro de cocaína embolsada iluminaron con tonos blancos y amarillos los vehículos.

— ¡Empezad a cargar!. Este cargamento tiene que distribuirse a Phoenix, Albuquerque y Dallas antes de que termine el día. El reparto será a partes iguales. Todos ganaremos lo mismo porque todos corremos el mismo riesgo.

Varios meses después, los periódicos y la investigación policial, dieron una historia bastante fidedigna del pasado de Henry Ford Jr. Un hombre que llevaba siete años haciendo de distribuidor de droga.

Antes trabajaba como encargado de un rancho cerca de Fort Stockton en el estado de Texas. Para ser más exactos, en Pecos.

El rancho estaba en medio de un erial, cerca de la frontera con Coahuila, México. Tenía vacas y sembrados de alfalfa. Todo lo que cultivaba era de riego. Era el inicio de la crisis y todos los negocios de norte a sur de este planeta sufrieron el embite. El suyo no iba a ser una excepción. Para extraer el agua, necesitaban unas bombas. Pero el precio del gas para alimentarlas fue subiendo hasta que no fueron capaces de cubrir el coste del combustible, ni de los trabajadores.

Henry, tenía tan sólo 25 años. Era duro, le había tocado ser gerente y no se achantó. Bajo su responsabilidad tenía a treinta trabajadores indefinidos a los que se sumaban otros veinte temporales.

Todo el personal que trabajaba en el rancho era de Méjico y se habían instalado en América para ganarse la vida. No hablaban inglés, ni siquiera los nacidos en Estados Unidos. En la frontera, el inglés no hace falta y en algunos sitios no sirve para comunicarse.

Desde que era joven, Henry fumaba marihuana. Empezó con diecinueve años. Se la compraba a un trabajador del rancho. La calidad era excelente. Seiscientos dólares el cuarto de libra.

Comenzó a faltar el dinero, pero sus trabajadores no lo abandonaron. Eran vaqueros, como él. Se sentían parte del rancho y luchaban codo con codo por sacarlo adelante.

Cuando quebró, acumuló una deuda de 800.000 dólares con un interés del 14% mensual. Para salvar el rancho necesitaba tener unas ganancias netas de 100.000 dólares al año.

Tras varias noches en vela, convirtiendo las sábanas en remolinos de pensamientos venenosos, decidió hablar con el trabajador mejicano que le conseguía la hierba. Le contó quién se la vendía. Era marihuana mejicana de altísima calidad.

Henry Ford Jr. decidió que allí estaba la solución para salvar su rancho. Iba a ganar el dinero suficiente vendiendo marihuana para salvar el rancho.

Se fue a Ciudad Acuña, cruzó la frontera con su Chevrolet Suburban. Fue muy sencillo para un americano como él. Una vez allí entró en la primera cantina que vio y empezó a preguntar como un loco con quién podía hablar para comprar marihuana. Lo hizo como si entrara en un supermercado preguntando por las lechugas.

Un hombre se acercó.

— Espérese aquí, ahorita se la consigo.

Henry esperó y en muy poco tiempo llegó la policía municipal para arrestarlo. Le encontraron la hierba que él fumaba, lo llevaron a la cárcel y le quitaron todo su dinero. Lo torturaron un poquito y finalmente lo soltaron.

Regresó al rancho y habló con otro trabajador que sabía que tenía un pasado. El mejicano se rió de la aventura de Henry en Ciudad Acuña. Acordó que sería su socio y lo llevó de nuevo a Méjico. Esta vez fueron a Santa Elena, Chihuahua, un pueblo en la frontera de los Estados Unidos en donde mataron a Pablo Acosta, un importante narcotraficante mejicano. Su socio se encargó de conseguir 25 libras de la mejor mota y Henry la trajo de vuelta a los Estados Unidos.

En poco tiempo, pasó a transportar doscientas libras en cada viaje a Santa Elena. Había muchos blanquitos como él que se dedicaban a transportar la droga en sus coches. El resto lo hacían por un puñado de dólares. Henry necesitaba mucho más para salvar el rancho. Hasta que otro trabajador se le acercó  y le dijo.

— Mire, yo también tengo un hermano que trabaja en esto.

El familiar de este trabajador no compraba la maría en Chihuahua. La traía y la pasaba por el estado de Coahuila. La compraba allí a un tal Óscar Cabello y él mismo fue a ver directamente a Henry al rancho. Empezó a comprar cantidades más grandes.

Lo malo de la marihuana es que es como los tomates. Dependes de la tierra y el clima. Hay cosechas buenas y otras veces no tienes nada. Cuando llegó la escasez de material, Henry ya había invertido una buena cantidad de dinero en coches con falso fondo. Necesitaba conseguir más cargamento. Y un golpe de suerte hizo que arrestaran a uno de sus chicos mejicanos en la frontera. El agente de aduanas llevó al empleado de Henry a un monte, lo encañonó con un rifle M-16 y le dijo.

— Ya sé todo lo que has hecho. Ahora quiero trabajar contigo.

El trato fue simple. El agente se encargaría de avisarle cuando estuviera abierto el camino o incautasen una cantidad de material y a cambio le pagarían un dinero. El golpe de suerte, vino cuando resultó que el primer chivatazo fue que habían detenido a una mula que llevaba en su interior 11 libras de cocaína. El idiota sobrevivió y ninguna bolsa se había abierto. A cambio de soltarlo, el agente de aduanas se encargó de firmar su defunción y se quedó con la mercancía como si hubiera desaparecido en el interior del falso cadáver.  Avisó al trabajador de Henry y le pagaron su dinero.

Henry desconocía que la cocaína se vendía a un precio mucho más alto que la hierba. Cuando se dio cuenta de que con un peso mucho menor, podía ganar mucho más dinero, cambiaron sus objetivos. Henry habló con Óscar y se dio cuenta de que siendo americano, las relaciones con el cártel de Sinaloa eran menos violentas. Nunca llegó a conocer personalmente al Chapo Guzmán, pero si a los conductores de camiones cien por ciento americanos que se encargaban de distribuir sin sospechas la mercancía por los Estados Unidos. Sólo necesitaban un punto en donde almacenarla al otro lado de la frontera hasta que una nueva flota de camiones viniera a cargar. Así que Henry vendió el terreno que le pertenecía y con ese dinero compró parte de las casas de Sunridge Village. Pidió una hipoteca para evitar sospechas acerca de la procedencia de su fortuna y convirtió los garajes del lugar en narcobodegas. Al comprar varias casas, evitaba la presencia de vecinos que pudieran no estar de acuerdo con su plan de negocio.

El nuevo problema de Henry era un grupo de motoristas pertenecientes a la banda de los Mongoles. Dejaban tras de si un rastro de cuero, armas, tatuajes, olor a gasolina y sangre. A ese grupo criminal no le gustaba que les quitaran su trozo del pastel y la manera de eliminar a la competencia siempre pasaba por un disparo en la cabeza.

Henry había conseguido pasar desapercibido, pero pasó por alto un detalle. Cuando aquel trabajador al que habían encañonado con un M-16 en la frontera volvió con Henry, no lo recompensó. Tuvo que seguir conduciendo, pasando esa frontera, sabiendo que si algún día se encontraba con un funcionario decente o uno que no lo fuera, su cadáver se enterraría en el desierto sin que nadie lo echara de menos. Acumuló un profundo rencor hacia Henry. Por un puñado de dólares y una promesa de un cambio de trabajo, delató a su patrón. Contó cada detalle de las narcobodegas y las rutas que seguían. Los Mongoles le pagaron el doble por saber cuándo aparecería Henry en el lugar. Si cortaban de raíz la cabeza del negocio, desaparecería la competencia. El chico les contó todo lo que querían saber y lo pagaron con un tiro en la cabeza. No había que dejar cabos sueltos.

En el bloque de apartamentos Sunridge Village, Bill escuchó el sonido de los coches y cayó de la cama. El dolor de su mano rota y los puntos en su pecho le hacían estar en duermevela. El ruido del golpe en el suelo hizo que Henry y sus hombres se pusieran en guardia. Sacaron sus armas y Henry los indicó que debían de rodear la casa, mientras él y el hermano de Óscar Cabello subían lentamente las escaleras que llevaban al piso superior. Si eran Los Mongoles, estaban bien jodidos.

Bill reptó hasta la ventana de la habitación. Si la policía estaba fuera, su mujer moriría. Si era Jimmy, el muerto era él. Agarró el alfeizar y ojeó el exterior. Había siete furgonetas enormes que iluminaban con sus focos como si fuera de día. No veía a nadie.

Fuera, Henry indicó mediante gestos a su compañero que le guardara las espaldas. Cuando llegó a la puerta se dio cuenta de que estaba entreabierta. Nunca la cerraba para que cualquiera que quisiera entrar lo hiciera directamente, sin forzarla. Eso haría que cometieran errores como el que había hecho quien fuera que estaviera dentro de la casa. Empujó la puerta y las bisagras casi sin uso emitieron un breve quejido.

Bill supo que estaban dentro de la casa.

Henry avanzó por el pasillo agachado. Estaba dispuesto a matar si fuera necesario. Su dedo vibraba en el gatillo. El hermano de Óscar Cabello sostenía un AK-47 comprado online.

Bill arrastró su cuerpo debajo de la cama. Se le agotaron las ideas. Había logrado descansar unas horas, pero seguía agotado. Los muelles de la cama se transformaron en barrotes frente a sus ojos. Se repitió que si lo capturasen, su mujer moriría. Era un jodido cabrón que la había traicionado. No podía cargar con su muerte. Escuchó los pasos de dos hombres avanzando por el pasillo. Tenía que recuperar su camisa y salir de allí. El baño sin ventanas estaba en la misma habitación. Sin pensarlo dos veces, salió de su escondite y caminó poco a poco hacia el baño. Su sombra proyectada por las luces de los coches se adelantaba hacia la oscuridad del lavabo. Estiró su brazo y palpó el suave tejido prácticamente seco de su camisa. Tiró de ella y la cortina se movió.

El ruido alertó a Henry. Hizo un gesto con sus labios al compañero del fusil y se acercaron a la habitación.

Bill vio una sombra en el pasillo. Entonces otro sonido de motores retumbó en el silencioso barrio. Las sombras de los dos hombres en el pasillo desaparecieron y fuera todos empezaron a gritar y correr. Volvió a mirar por la ventana, había una decena de hombres que corrían desesperadamente hacia las furgonetas. Elevó sus pupilas y vio que el viento de la calle que enfilaba hacia la carretera nacional se movía ondulante como si la acera ardiera. No sabía si había tenido suerte, pero tenía claro que tocaba salir de allí inmediatamente.

Salió por la puerta de la habitación apoyándose en la pared y recorrió el pasillo hasta la puerta. No podía salir directamente. Un disparo hizo que Bill sintiera que temblaban hasta los cimientos. Lo siguió el sonido estertóreo de alguien muriendo. Vuelve, vuelve. Bill continuó la ruta hacia una ventana en el otro lado de la casa. La abrió y salió al tejado. En el otro lado se estaba produciendo una carnicería. Gritos, disparos y muerte. El olor le llegó inmediatamente. Un bombeo de adrenalina le ayudó a olvidarse del dolor y el cansancio. Rodó por el tejado y cayó desde el primer piso hasta el jardín. El barrio se iluminaba con fogonazos amarillentos, rojos y amenazas en español e inglés.

En medio del caos, Bill saltó la valla blanca y se arrastró sollozando hacia el centro comercial que había a dos manzanas. Cuando sintió que ninguno de los jinetes del apocalipsis que había a su espalda le vería, se puso de pie y corrió todo lo que pudo alejándose del infierno que se había desatado.

El cadáver de Henry Ford Jr. fue portada de todos los periódicos del país. Bill supo que la sombra que vio en el pasillo era la de ese hombre cuando vio su foto impresa al día siguiente.

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