No siempre llueve a gusto de todos (parte 7)

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No siempre llueve a gusto de todos (parte 7)

Bill caminó lo más rápido que pudo. Sus piernas temblaban como si estuvieran hechas de gelatina. Cuanto más tiempo estuviera huyendo de la policía, más satisfecho estaría el cabrón de Jimmy. Así no atacaría a su mujer. Empezaba a pensar como el psicópata.

Metió la mano en su bolsillo y rebuscó. ¿Qué tenía para esconderse? Sostuvo en la mano lo que acababa de sacar del bolsillo. Un pañuelo usado, un paquete de chicles, 38 centavos y su cartera de piel negra. Ni rastro de las llaves del coche. En aquella gasolinera perdió el conocimiento cuando Jimmy lo golpeó con el surtidor. Pudo robarle las llaves en ese momento. Una repentina imagen mental, hizo que recordara que su coche no estaba fuera cuando logró escapar del sótano. Jimmy podría estar usándolo. Otra pista más para que la policía fuera a por él. Abrió su cartera. Dentro había dos tarjetas de crédito. No había ningún rastro en el monedero que indicara que la policía lo hubiera investigado a fondo. Por fin un golpe de suerte en esta historia. No se había alejado demasiado del hospital y caminaba por una avenida amplia con gente corriendo en todas direcciones. Se acercó a la pared y se apoyó contra ella para ocultar lo que estaba haciendo. Agarró un pequeño hilo bajo el hueco para las tarjetas. Tiró de él y practicó una abertura hacia las entrañas de la billetera. La cartera estaba compuesta por dos piezas de piel unidas entre si. Bill había creado un compartimento oculto al que accedía a través de esa brecha descosida.

Metió la punta de los dedos y palpó el interior. Suspiró aliviado al notar el tacto del papel dinero. Un total de 4.500 dólares ocultos a la vista. Bill los había escondido en ese hueco para pagar los médicos necesarios para el aborto, sin que su mujer lo viera. La operación apenas costaba 400 dólares, pero no quería dejar sin nada a Patricia. Se sentía culpable. No iba a limpiar su alma con dinero, pero pagaría algo de paz cuando la jovencita se lo agradeciera. Nunca llegaría ese momento y el tormento de Billy no se limpiaría con dinero. Gracias Jimmy. Metió la cartera en el bolsillo y volvió a caminar renqueante.

Si iba a ser un fugitivo durante un tiempo, necesitaría más dinero. Sacó las tarjetas y caminó durante diez minutos hasta que encontró un cajero. Aun tenía algo de tiempo hasta que todas las pistas lo señalaran. Podía permitirse mostrar su cara y posición de nuevo a la policía cuando revisaran los movimientos de la tarjeta y las cámaras de seguridad. Sacó la tarjeta de crédito, la partió por la mitad y la tiró por un sumidero al alcantarillado antes de entrar por la puerta del cajero. Saludó a la cámara. La policía revisaría las filmaciones, así que mejor salir con su mejor sonrisa. Sacó la tarjeta de débito e hizo cálculos. Compartía cuenta bancaria con Elizabeth, su mujer. Ahora mismo tenían ahorrados 65.000 dólares. Gracias a ese comportamiento de cigarras, había podido sacar los 4500 dólares sin que Elizabeth lo notara.

Llevaban un matrimonio sin vitalidad. No viajaban, no tenían hijos, no salían a cenar fuera y por supuesto no follaban. Eso no significaba que no la quisiera; la amaba con toda su alma. Una muestra de ello era convertirse en fugitivo y pensar en no dejarla sin blanca antes de desaparecer. Con esos pensamientos justificó los actos que lo habían llevado a este lugar. Se dio cuenta de que tal vez se mereciera haberse encontrado de frente con Jimmy. Por ser un hijo de puta sin escrúpulos capaz de ponerle los cuernos a su mujer y obligar a una chiquilla a abortar. Pero Elizabeth no se merecía esto. La justificación de sus actos se desmoronó al instante y sus piernas casi cedieron al darse cuenta del tipo de persona que era. No se rendiría. Atraparía a ese psicópata aunque lo perdiera todo en el camino. Jimmy jamás llegaría a matar a su mujer. 6.000 dólares serían suficientes. Sumados a sus 4.500 dólares hacían un total de 10.500 dólares. Suficiente para desaparecer del mapa durante unos cinco o seis meses sin llamar la atención. Si no encontraba a Jimmy en ese tiempo, la policía lo encontraría a él. Así que no era necesaria una cantidad mayor.

Había manchado con su sangre la pantalla. Tenía que empezar a concentrarse en lo que hacía si quería salir de esta. Metió los billetes en el otro bolsillo y salió del cajero. Era momento de pensar a dónde tenía que ir en primer lugar. Hacía media hora que había escapado del hospital. Probablemente tendría dos horas como mínimo antes de que alguien se diera cuenta de que había desaparecido y otras veinticuatro horas antes de que la policía lo señalara como culpable y fugitivo. Antes de acusarlo tendrían que encontrarlo y hasta pasadas veinticuatro horas, no podía darse a nadie por desaparecido. Una vez hubiese sido dado oficialmente por desaparecido, empezaría la caza. Eso le daba casi dos días de ventaja. En primer lugar tendría que alejarse de la ciudad de El Paso lo antes posible. Era una ciudad pequeña con mucha inmigración de Méjico. Muchos ojos que detectaban a un blanquito como él de un simple vistazo.

Elevó el brazo y llamó a un taxi. El vehículo bajó la velocidad y subió sobre el arcén. Bill entró detrás sin mediar palabra. El conductor era un mejicano orondo. Su cara estaba atravesada por una enorme sonrisa y restos de una barba afeitada hacía unos días. Una camisa de cuadros con manchas circulares denotaba su pasión por la comida rápida.

— ¿A dónde vamos amigo? —El conductor tenía un marcado acento mejicano.

— Hola. —Dijo Bill en español.

— Vaya con el chamaquito blanco. Qué agradable es que se vayan acostumbrando al idioma de nuestros querido Estados Unidos. Pues, ¿a dónde vamos compadre?

Bill no sabía a dónde tenían que ir. Debido a su trabajo conocía la zona de pasada, pero siempre llevaba el móvil para orientarse con google maps. La geografía era un infierno para él. Mierda.

— Al norte. —Dijo en inglés.

— Al norte pues. Dígame amigo, ¿alguna preferencia? —El conductor mezcló español e inglés.

— Por la nacional 10. Tengo una reunión en la siguiente ciudad, pero no recuerdo bien su nombre.

— ¿Puede que sea Las Cruces?

— Claro. Eso era. ¿Cuánto me costará el viaje?

— Poco amigo, poco.

— Poco o mucho son conceptos muy personales.

— Pues … Veamos. Puede que por 50 dólares ya estemos allí.

— 50 dólares, son muchos dólares.

— No mames wey. Vengo de Méjico. Distingo a un hombre que hace negocios de uno que hace negocios.

— Pues entonces sabes que los que hacen negocios son personas a las que no tienes que torear.

— Estás bien jodido chamaquito. Se te ve en la cara. No sé en qué clase de lío te has metido, pero no tienes aspecto de mala persona. Podemos hacer una cosa. Me pagas 100 dólares. Te llevo hasta Las Cruces y a la vuelta dejo mi boquita bien cerradita. ¿Te parece un buen trato wey?

— Ahora 100 dólares, me parecen pocos dólares. Si consigo que así te quedes callado.

El taxista soltó una larga carcajada.

— Pues vaya un comerciante chingón nos has salido. Seguro que te ganas la vida de vender cosas que otros no quieren.

— Me has calado desde el primer momento. Te pagaré 120 si eres capaz de mantener la boquita cerradita también a la ida.

— Trato hecho, pues.

El conductor chocó la mano con Bill. Subió la ventanilla y encendió el aire acondicionado. Sería un viaje muy largo. Arrancó el coche y lo bajó del bordillo. Como parte final del ritual encendió la radio.

“Tras un fallo en el suministro eléctrico del hospital de Providence todo parece haber vuelto a la normalidad. Recordemos a la audiencia que el hombre rescatado de la explosión en la gasolinera entre Salem y Las Cruces fue traslado a dichas instalaciones.”

Bill puso cara de póker al escuchar la noticia. Vio los ojos del conductor en el retrovisor interior, mirándolo directamente. La sonrisa del mejicano seguía plantada en su cara.

Pasaron junto al letrero que marcaba el límite de la ciudad de El Paso. Bill pensó en las palabras de la radio. Entre Salem y Las Cruces. No podía preguntarle dónde estaban esos lugares al conductor, bastante rastro estaba dejando para la policía hasta el momento. La gasolinera estaba en medio. Su infierno empezó en ese lugar en el que habitaba la muerte. Era la casa de ese jodido cabrón. Era el lugar a donde iría.

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