No siempre llueve a gusto de todos (parte 6)

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No siempre llueve a gusto de todos (parte 6)

Los policías acababan de salir de la sala a la carrera. Bill sabía que ese asesino iría a por su mujer. Estaba seguro que destrozaría a cada persona que le rodeaba antes de ir a por él, para torturarlo.

Apretó el móvil y se enderezó. Apoyó un primer pie. Notó cómo le temblaban las piernas sin haber apoyado todo su peso sobre ellas. Respiró hondo y se preparó para empezar a caminar. El suelo se movía como una colchoneta elástica. Abrió los brazos como un ave para intentar mantener el equilibrio, pero aun así caía hacia delante. Trastabilló hacia delante para evitar caer. Los tubos del gotero parecían perseguirlo; se tensaron y salieron volando. Notó un fuerte pellizco en el brazo y apretó los dientes para evitar gritar. Chocó contra la puerta de entrada. A su izquierda un armarito de metal, a su derecha el baño. El aparato que medía su frecuencia cardíaca seguía sonando con un pitido constante. Había logrado evitar caerse al suelo. Sus piernas temblaban bajo su peso y sus manos adheridas al pomo de la puerta se teñían con la sangre que caía de la pequeña herida en su brazo, donde estuvo puesta la vía del gotero.

Volvió a respirar hondo. El único cable extendido que aun permanecía pegado a su pecho era el que controlaba sus latidos. Era la alarma que haría venir corriendo a las enfermeras si dejara de sonar, aunque sospechaba que tendría varios minutos antes de que se produjera la estampida de cuidadoras. Apoyó su mano contra la pared para sostenerse y reunió fuerzas para acercarse al lavabo. Elevó su pierna derecha. Sentía que levantaba un peso muerto.

Es tu cabeza. Estás bien.

Si se convencía a si mismo podría hacerlo. La pierna cayó a plomo sobre el suelo.

Está bien. Ahora la siguiente. Es sólo un problema sicológico. Ya te han curado.

Notó que su pierna no se movió. Enfadado, la arrastró por el suelo.

Vamos gilipollas. Camina.

Eso último funcionó mejor que todo lo anterior. Sus piernas respondieron. Inició la larga marcha. Atravesó la puerta del baño sin necesidad de sujetarse. Cada vez se movía con más soltura. Le costaba moverse porque sus músculos habían estado quietos durante demasiado tiempo. Recuperaría el tono muscular en unas horas, un día como mucho.

Encendió su móvil y activó la opción “Ajustes de fábrica”, así se borrarían todos los datos guardados. Abrió la tapa trasera del móvil y extrajo la pila. Tiró de la tarjeta y la arrojó al wáter junto a la batería. Tiró de la cisterna. Luego golpeó el móvil contra el grifo. La pantalla se quebró. Trozos de cristal se mezclaron con la sangre que aun goteaba de sus manos. Abrió el grifo para limpiarlo y tiró los restos. Esos eran todos sus conocimientos de espía que había aprendido viendo películas. Estaba perdido.

Eso fue lo que me contó y así lo puedo relatar.

Permítanme que me presente. Mi nombre es Stephen Leviathan. Mi profesión probablemente sea la de juntar palabras, escritor. Desconozco si fue fruto de la casualidad, el destino o tal vez un hecho premeditado, pero Bill (el falso nombre que el protagonista de esta historia decidió que iba a tener) me transmitió los hechos y me pidió que los contara tal y como pasaron. Cruzarme con Bill ha hecho que me habitúe a beber dos copas de whisky para desayunar, alrededor de siete a ocho cafés para mantenerme despierto y dos barbitúricos cuando estoy en la cama para poder conciliar el sueño. El terror de que Jimmy me encuentre antes de poder publicar este texto me produce escalofríos; pero mi labor me parece lo suficientemente importante como para sacrificarme. Además, tener este testimonio escrito sería la única prueba de la existencia de ese maníaco. Perdonen el cambio de tono en la narrativa, pero los nervios han hecho aflorar mi verdadera personalidad. Procederé a un breve resumen de mi encuentro con Bill y volveré a la narración en el punto en que la dejamos.

Durante años fui jefe de obra. Un oficio que no me dejaba tiempo para pensar. Fueron años poco destacables y los borré de mi memoria como si los hubiera tirado a la basura. Tras quedarme en paro debido a un accidente laboral, en soledad, sin salario y sin objetivos vitales, me senté delante del ordenador y tecleé mi rabia. Así escribí mi primera novela, que autoedité. Me dio un sustento y habituado a permanecer horas oculto detrás de un trabajo, fue sencillo producir suficientes textos como para poder ganarme la vida. Fui columnista, bloguero freelance, mantuve redes sociales y publiqué un total de 23 novelas cortas que me dieron de comer durante los siguientes ocho años.

Todo se frenó en seco cuando conocí a Bill en aquella cafetería. Me gusta escribir en lugares públicos, porque con la cantidad de horas que trabajo es la única manera que tengo de socializar. Entró respirando bocanadas de aire para mantener su corazón activo. Vestía como un mendigo y parecía huir. Miró en derredor. Antes de que la camarera pudiera echarlo, me sostuvo la mirada (era la única persona que le prestaba atención) y se acercó hacia mi. Entablamos una conversación y le creí. Eso provocó mi caída en la espiral de desesperación en la que vivo ahora. Me contó su historia con Jimmy en la gasolinera y cómo el chiflado quería inculparlo de los asesinatos que había cometido. Bill era un hombre de unos cuarenta años, fofo y con una vida que me recordaba a mi pasado como jefe de obra. Su cuento era convincente. Tal vez me había contado todo esto para liberarse y la fortuna le había puesto frente a mi. Lo desconozco. Cuando descubrió a qué me dedicaba se le iluminó la cara.

— Te escribiré una carta cada semana y la mandaré a esta cafetería. Sin remite. No te pienso mandar correos electrónicos. Son rastreables y necesito encontrar a ese asesino sin que la policía de conmigo. Tu consigues una buena historia para contar. Tanto si me crees, como si no, te estaré dando material publicable, así que es un buen trato.

Esa parte era inverosímil. Hasta que contrasté la información que me enviaba en papel, con la que leía en medios digitales y en la televisión. Entonces me di cuenta de que mi vida corría peligro. Cada vez que recojo ese sobre en la cafetería, siento los ojos del psicópata mirándome. Siguiéndome hasta mi casa. Las noches en silencio son un insomne infierno inacabable. Cada mañana compruebo que los objetos no se han movido. Siento como pierdo la cordura día tras día. Si no publico la historia antes de que me encuentre, borrará toda pista de su existencia. Ese asesino en serie se saldrá con la suya.

Así que volvamos a la habitación del hospital.

Bill supo lo que debía de hacer. Tenía que lograr salir vestido por el pasillo sin que ninguna enfermera le prestase atención. Le costaba caminar y en en momento en que se desenchufara de la máquina que medía su pulso saltaría la primera alarma. Tenía que conseguir distraer a todas las enfermeras y médicos de la planta. Miró su pecho. El cable estaba unido a una pegatina redonda pegada en su pecho; caía hacia el suelo y zigzagueaba por encima de las losas blancas hasta la máquina, que estaba enchufada a la vez a la corriente eléctrica. La siguiente media hora la dedicó a caminar de lado a lado de la habitación para tonificar su musculatura. En el momento en que saliera por la puerta de la habitación, tendría que hacer su mejor actuación de hombre sano. Sin sujetarse a las paredes o caer al suelo. Cuando ganó seguridad, le dolía cada músculo del cuerpo y se sentía completamente agotado. Pensó en cómo Jimmy había logrado recuperarse de lo mismo y seguía destruyendo su vida. Se vistió con esa idea en la cabeza. Si el jodido cabrón podía, él también. Cuando terminó de calzarse, buscó en la habitación algo afilado con lo que llevar a cabo la segunda parte de su plan.

De niño le habían regalado un pequeño cochecito con un motor. Bill lo arrastraba marcha atrás por el suelo y el juguete salía disparado hacia delante. Era curioso, así que quiso saber cómo funcionaba ese aparato. Cuando era pequeño no existía internet y se decía que el mundo se movía gracias a la electricidad. Abrió el coche y trató de entender cómo generaba electricidad. El motor era extraño y tenía un par de cables. No entendió cómo funcionaba, así que extrajo los cables dejando un cabo unido al aparato. El motor seguía sin funcionar. Conectó los dos cabos que tenía en la mano a un enchufe esperando que si el motor tenía electricidad pudiera verlo funcionando y así lo entendería. Los fusibles saltaron y Bill recibió una bofetada de su madre porque cuando se apagó el televisor creyó que había explotado. Aprendió que si conectas un circuito cerrado a un enchufe, hace que el sistema se alimente a si mismo y eso produce que los fusibles salten para evitar que el cableado se queme. Un hospital tiene sistemas de seguridad que evitan que las máquinas que mantienen con vida a los pacientes se apaguen sin más. Pero la alarma que se produce es tan grande, que un tipo como Bill haciendo eses por el pasillo no llamaría la atención.

En la bandeja de la comida tenía un cuchillo de punta redondeada. Lo sostuvo en la mano izquierda y con la derecha agarró el cable pegado a su pecho. Tomó aire. En el momento en que se lo arrancara, empezaría la cuenta atrás. Tres, dos, uno. Se arrancó la pegatina y separó los cables. Uno. Los puso contra el piecero metálico de la cama y empezó a rasparlos. Dos. El cuchillo apenas tenía filo y resbalaba por la cobertura de plástico sin conseguir mostrar el cobre del interior del cable. El cardiograma de la máquina mostraba una larga línea recta. La alarma había saltado en la sala de enfermería. Tres. Lo mordió y consiguió hacerle una marca para apoyar el cuchillo. Cuatro. Volvió a apoyarlo contra el metal y peló el cable. Cinco. Le parecía escuchar las enfermeras gritando, con el desfibrilador en la mano. Corrió hacia el enchufe con los cables pelados. Sus piernas le fallaron y cayó contra el suelo. Seis. No desenchufó la máquina, tenía que conseguir un circuito cerrado. No había pensado en ello. Por suerte, al lado había otros dos enchufes libres. Respiró y preparó los dos cables pelados para introducirlos en los agujeros de uno de ellos. Siete. Cuando metió los cables saltó un chispazo y las luces se apagaron. Escuchó gritos fuera de la habitación. Un segundo más tarde volvió la luz. Se incorporó sin pensar en el dolor y caminó decidido hacia la puerta. Agarró el pomo manchado de sangre, la abrió y salió con la cabeza alta. El pasillo era un hervidero de gente en bata blanca corriendo de un sitio a otro. Un par de enfermeras lo miraron directamente, pero en medio del caos lo ignoraron y dejaron que se fuera sin más.

Arrastraba el pie derecho. En la puerta de los ascensores había varios familiares con cara de miedo. Susurraban que había algún problema. No se iban a ir dejando solos a los pacientes.

Ding.

El ascensor abrió sus puerta. Bill vio que estaba en una décima planta. Imposible bajar por las escaleras en su situación. El grupo de gente no se movía. Empujó a un par de personas y pasó al interior. Marcó la planta baja y preguntó a la gente que esperaba fuera si querían entrar. Todo el mundo permaneció quieto. Las puertas se cerraron. En el telediario de la noche, algunas de las personas que lo vieron, garantizaron que Bill sonreía. Nadie en el hospital sirvió como testimonio para saber por dónde había escapado Bill. Las cámaras mostraban a una persona cojeando salir del hospital por la puerta principal sin que nadie le prestara atención. Efectivamente, las imágenes mostraron que en ese momento sonreía de oreja a oreja.

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