No siempre llueve a gusto de todos (parte 5)

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No siempre llueve a gusto de todos (parte 5)

Dos coches policiales derraparon frente a la puerta de la casa. Las astillas de la puerta desperdigadas por la entrada indicaban la ruta a seguir. Bajaron del coche con las armas por delante, mirando en todas direcciones como marcaba su entrenamiento.

Había tres peldaños antes de llegar a la entrada. Uno, dos … Escucharon un quejido animal. Dieron dos pasos hacia el interior. La casa estaba a oscuras y ni un alma parecía moverse en su interior. Quien quiera que había entrado se había molestado en bajar las persianas y cerrar las cortinas. En la oscuridad sólo se distinguían unas escaleras que subían hacia el piso superior, un pasillo que debía de dirigir a la cocina y la entrada a un salón en que no se podía ver forma alguna. Sólo se escuchaba un leve siseo en la cocina.

Eran cuatro policías. Un par de señas sirvieron para indicarse entre ellos que dos subirían y los otros dos barrerían la planta baja. En las llamadas que habían recibido a la central, sólo se escucharon gritos histéricos acerca de un hombre disfrazado con una cabeza de ciervo que había partido la puerta con una brutalidad desmedida. Nadie lo había visto salir. Tenía que ser una persona extremadamente corpulenta para poder partir en pedazos un portón de madera de ese grosor. Con las pistolas apuntando, los dos primeros policías desaparecieron entre las sombras de las escaleras que subían hacia arriba.

Algo se movió en el suelo del salón. La pareja que permanecía abajo disparó inmediatamente. Apretaron los dientes con tanta fuerza como los gatillos. Los fogonazos de las armas iluminaron a un perro moribundo que murió inmediatamente bajo la lluvia de balas. Actuando como robots, saltaron contra un lado del sofá del salón usándolo como cobertura. Sus ojos fueron aclimatándose a la luz y empezaron a vislumbrar detalles del lugar. El sofá estaba mojado, al igual que la alfombra. El olor metálico indicaba que era sangre. Había una mesa de centro que sólo conservaba su estructura, el tablero de cristal que sostuvo en algún momento estaba partido y desperdigado por el suelo. Frente al sofá, anclada a la pared había una gran televisión. Frente a esta, encima del diván un trofeo de caza. Eran los únicos adornos que se distinguían. La falta de luz impedía ver con detalle. Un gesto rápido y uno de los dos agentes se puso en pie mientras el segundo lo cubría desde la cobertura que le daba el canapé. El crujido de la madera pisada tras pisada quedó oculto bajo la alfombra salpicada de sangre. Los ojos nerviosos de ambos hombres zigzagueaban en todas direcciones. Una leve brisa entró por el resquicio de la ventana y movió las cortinas del salón dejando entrar un rayo de luz que rebotó en la pantalla del televisor. Ambos giraron la cabeza hacia el reflejo. Tras su nuca, en la pared sobre el sofá, la cabeza de ciervo se movió.

En la planta superior la otra pareja escucharon los salvajes gritos de dolor. Luego de nuevo el silencio se apoderó de la casa. Ninguno reaccionó alocadamente. El primero levantó la mano indicando a su compañero que esperara. Activó la radio.

— Central, aquí patrulla B56 atendiendo a la llamada de alerta de Okney Road 3025. Estamos en el interior de la casa y el sospechoso está armado. Necesitamos refuerzos. Repito, necesitamos refuerzos inmediatamente.

Un cristal se rompió en algún lugar del edificio.

— El sospechoso es violento.

El compañero tocó el hombro del policía para indicarle que apagara la transmisión. Cerró el canal. Señaló con la mano a un lado. Una lágrima recorrió inmediatamente el rostro del hombre.

El dedo marcaba una ruta en línea recta desde el pasillo en donde se encontraban. Pasaba por una puerta destrozada al interior de una habitación. Había una cama clavada contra la pared. Alguien había usado las lamas del somier para simular un cruz. Sólo se distinguían formas. Un brazo roto. Sangre sobre la madera. Piel hecha jirones. Los restos inconexos de lo que antes fue una hermosa mujer se extendían a lo largo del improvisado crucifijo. Sus entrañas abiertas mostraban un cráter. Ambos contuvieron las arcadas y bajaron corriendo las escaleras.

El siseo que habían escuchado al principio aumentaba. Entraba más luz por el salón, así que era probable que el cristal que escucharon romperse fuera de esa zona de la casa. El maldito pitido parecía trepanarles los tímpanos. Les costaba respirar. A su izquierda, el camino a la cocina brillaba con más intensidad que la escasa luz natural que entraba por el salón. La curiosidad pudo con su instinto, siguieron el pasillo hacia la cocina. Un brillo naranja iluminaba la escena, les costaba respirar y eran incapaces de oler nada debido al repugnante olor a muerte que habían aspirado en el piso superior.

La puerta de la cocina era de cristal opaco con un marco de madera. Estaba cerrada, pero permitía pasar la luz. Ambos policías cubrieron los dos laterales de la entrada. Se miraron buscando la aprobación para entrar en la sala y matar a ese hijo de puta a balazos. No hubo un ápice de duda. El primero apagó la radio y bajó la mano hacia el pomo con cuidado. Movió la cabeza indicando a su compañero la cuenta atrás con cada balanceo: tres, dos, uno, …

Tiró del pomo y saltaron al interior de la cocina dispuestos a disparar a lo primero que encontraran.

Al abrir la puerta una cuerda improvisada hecha con trapos de cocina que estaba atada por un extremo a la puerta y por el otro a un bidón de gasolina sobre la mesa se tensó. Encima de la mesa vieron un zippo con su mecha encendida. El bidón saltó por los aires desperdigando la gasolina por la sala. el primer chorro cayó directamente sobre el mechero prendiéndose fuego al contacto con la llama. Entonces fueron conscientes de que el siseo provenía de las llaves del gas que llevaban abiertas desde el principio. La llamarada de fuego los abrasó. Una lengua amarilla se extendió por el pasillo en un fulgor. Se alimentó al contacto con la madera de las paredes extendiéndose por las escaleras hacia el piso superior. La explosión de la caldera de la cocina alimentó la llamarada. El fuego se estrelló contra las ventanas de la planta superior reventándolas en pedazos.

Una lluvia de madera y cristales cayó sobre Jimmy, que observaba con su máscara de ciervo desde el jardín que daba a la ventana del salón el caos de llamaradas que se extendían por el tejado. La luz errática del fuego proyectaba sobre el parterre su sombra diabólica. En su mano izquierda una bolsa de plástico ensangrentada que contenía un bulto del tamaño de un balón. Su mano derecha sostenía un móvil de Nokia de los años noventa. Tecleó un mensaje y apretó el botón de enviar.

En el hospital, el móvil de Bill vibró sobre la mesa mientras le confesaba a la investigadora Margaret White cada detalle de lo que había sufrido en la gasolinera. La mujer miró el teléfono. Bill interrumpió su confesión, miró el vibrante aparato. Sería su mujer. Cogió el teléfono haciéndole un gesto de disculpa a Margaret y abrió el mensaje.

“ESTÁ HECHO”

El contacto que lo mandaba ponía Sicario. La cama se hundió a sus espaldas. La máquina que marcaba su ritmo cardíaco delataba la ansiedad de una taquicardia. Atragantó su respiración.

— ¿Ocurre algo? ¿Qué pone ese mensaje?

La investigadora no iba a dejar pasar lo que parecía a todas luces un hecho relacionado con el caso. El mundo se detuvo en el cerebro de Bill.

“ESTÁ HECHO” enviado por Sicario.

Se dio cuenta de que había permanecido inconsciente durante horas cuando el psicópata de Jimmy lo noqueó en la gasolinera. No había pensado en ello hasta ahora. Ese cabrón lo estaba incriminando de algo. La máquina sonaba con pitidos desacompasados. A Bill le costaba respirar y su corazón parecía querer salir de su caja torácica.

— Deme ese móvil.

— Es mi mujer. Pone … “divorcio”.

¿Por qué mentir? ¿Por qué cojones iba a mentir? Su instinto de supervivencia hizo que sobreviviera en aquella gasolinera y ahora le decía que tenía que mentir, pero su racionalidad le imploraba que mostrara el móvil a la policía. ¡Mira! Joder, ese cabrón sigue acosándome. No está muerto. Viene a por mi. El interior de su cabeza era un hervidero de posibilidades contrapuestas.

Los labios de Bill permanecieron sellados.

Margaret dudó un brevísimo instante antes de cambiar su gesto. La mentira había surtido efecto y la policía carraspeó mostrando su incomodidad ante la ruptura matrimonial.

— Lo lamento Bill. Si quieres, podemos dejarte un momento a solas para que puedas tranquilizarte.

Una enfermera entró en la habitación y corrió hacia la máquina que controlaba el pulso. Analizó la gráfica de la taquicardia.

— Tranquilícese por favor. No sé lo que le están haciendo, pero el paciente necesita reposo.

— No se preocupe. No ha sido por ellos. —Bill levantó ambas manos en son de paz.

— De todas maneras tal vez sea mejor que lo dejemos a solas unas horas. Volveremos para que pueda terminar de contar…

Los busca de los tres policías que había en la sala sonaron a la vez. Leyeron el mensaje y abrieron los ojos.

— Joder. —Exclamó Margaret.

“ESTÁ HECHO”

— Volveremos por la mañana. Tranquilícese.

Los dos policías ya habían salido corriendo por la puerta cuando Margaret dijo esas palabras. Ella no tardó en seguirlos.

La enfermera cargó una inyección con algún tipo de droga.

Esto lo tranquilizará.

Acercó la aguja al gotero que colgaba y se introducía en la vena de Bill.

— No, por favor. No soy amigo de esas sustancias. Me gusta estar despierto.

— Entonces tendrá que tranquilizarse.

Respiró hondo. Las palabras del mensaje parecían escribirse por las paredes, por encima, por debajo y a los lados.

— No se preocupe. Tan sólo ha sido una mala noticia.

— Como quiera. Puede llamarnos cuando lo necesite pulsando este interruptor.

La enfermera salió por la puerta. Tenía otros pacientes. Bill elevó el móvil una vez más. La pantalla estaba apagada. Temblando, apretó el botón de encendido y se iluminó mostrando de nuevo las letras.

“ESTÁ HECHO”

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