No siempre llueve a gusto de todos (parte 4)

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No siempre llueve a gusto de todos (parte 4)

La cabeza de Bill estaba apoyada de lado sobre la almohada cuando se despertó. Reconoció la sala del hospital. Sentía que había pasado tan sólo un segundo desde el momento en que el enfermero le pinchó la anestesia.

Tenía varios goteros a su alrededor y la sensación de que le habían hecho algo en el pulmón. No sentía nada en su cuerpo, sólo cansancio.

Estaba en el lugar más solitario del planeta. Ningún ruido a su alrededor. Cuando le llevaban en la camilla tuvo la sensación de estar en un hospital con mucho movimiento, con pacientes y médicos corriendo de un lugar a otro. ¿Qué había pasado con todo el barullo? Un escalofrío le recorrió el espinazo. Por fin empezaba a tener alguna sensación física.

Miró el marco de la puerta, abierto. No se oía un alma. Sus pupilas se redujeron al tamaño de un alfiler. Al otro lado de la puerta había una sombra. Era delgada, como el Jimmy, el psicópata de la gasolinera. La forma permanecía quieta. Bill trató de moverse. El pitido de la máquina que tenía a su derecha martilleaba más rápido, avisándole de que su corazón se aceleraba. El gotero tembló cuando sacó el brazo por encima de la sábana. Pudo ver que su pecho estaba cubierto por vendas.

La sombra se movió. Avanzaba hacia la puerta. Bill palideció. Se sujetó con fuerza a la sábana, como si le fuera a servir de apoyo para levantarse. Trató de mover las piernas, pero no le obedecían. La anestesia aun estaba allí. Lo iban a matar. Ese loco había conseguido vaciar la planta y ahora venía a por él.

POM, POM, POM. Era su imaginación jugándole una mala pasada, haciéndole sentir que cada paso que daba la sombra hacia su habitación hacía temblar el edificio. No podía huir. El aumento del ritmo cardíaco hizo que su cuerpo despertara y notó el punzante dolor en su mano rota, en su pecho sajado y en su cara raspada. El asesino iba a terminar lo que había empezado y no podría evitarlo.

Gritó como lo haría un gato, sus pulmones también parecían vacíos. Una mano agarró el canto. Bill exhaló el poco aire que le quedaba. Sus ojos eran el espejo de su nerviosismo, pero aun así le permitieron ver el anillo de su mujer en dicha mano.

La máquina pitaba de manera interrumpida avisando que su corazón no paraba de latir. Su mujer cruzó el umbral de la puerta.

— Elizabeth… —Una cálida lágrima resbaló por la temblorosa mejilla de Bill.

— Bill, ¿qué te ha sucedido?—Su voz interesada no trataba de reprocharle nada.

— Ha sido una locura. —Bill se atragantó con su saliva. En ese momento se dio cuenta de que estaba llorando desconsoladamente. — Un chiflado ha tratado de matarme. Me ha torturado, me ha roto.

Bill se dio cuenta de que una bola de su propia saliva le impedía hablar. Su mujer se quedó en silencio. No era capaz de distinguir ningún rastro en su rostro bajo la lluvia de lágrimas que le tapaban la visión. Continuó.

— Me golpeó, me partió los dedos de la mano uno a uno. Me tenía secuestrado. Me amenazó y dijo que iría a por ti.

— ¿Por qué Bill? ¿Por qué a ti? —Tras más de diez años de matrimonio, podía distinguir el tono cortante de su mujer. Estaba enfadada.

— No lo sé Elizabeth, sólo fui a recargar gasolina. Sólo quería seguir mi camino.

— Bill, estabas muy lejos de casa.

— Quería irme de ese lugar. Fue horrible.

— Bill, relájate. La policía me dijo que estabas en una carretera que lleva hacia El Paso. Me han hecho preguntas muy extrañas. Me han hecho sentir cómplice de un terrorista. ¿Dónde ibas Bill?

Algo se quebró en el cráneo de Bill. Notó un tirón en la frente seguido de un fuerte dolor.

— Me duele la cabeza. —Se llevó las manos a los ojos.

— Bill, eres mi marido. —La voz de Elizabeth empezó a temblar.— Me llaman en medio de la noche. Me dicen que estás en el hospital de El Paso. Que tienes una mano rota, te falta un trozo de pulmón y pareces recién salido de una pelea. Grité. Grité Bill, porque creía que te había perdido. La policía me trató con mucha delicadeza. Al otro lado del teléfono había una mujer. Me explicó que estabas bien, que te recuperarías y que volverías pronto a casa. Que podía verte en este hospital o podía esperar. Dedicó varios minutos a decirme lo bien, bien, bien, requetebien que estabas. Sólo para terminar con la frase “pero tenemos algunas preguntas sobre su marido”.

Elizabeth rompió a llorar. Dio un golpe en una mesa. La máquina que medía el ritmo cardíaco de Bill gritaba junto a su mujer mostrando una gráfica cercana a la taquicardia. El pitido continuado acompañando a la gráfica resonaba en la habitación.

— ¿Por qué estabas allí Bill? ¿Qué hacías en medio de la nada? ¿Por qué la policía dice que puedes ser un tipo violento?

Los pitidos intermitentes fueron lo único que se escuchaba en esa pequeña sala. Bill respiró profundamente. Se lo había confesado al loco, ¿tenía su mujer derecho a saberlo?

— Me duele horriblemente la cabeza. Un hombre trató de matarme y me amenazó con matarte a ti también. Ni siquiera sé el por qué. He sobrevivido por un golpe de suerte y ahora me entero de que la policía me investiga y ni siquiera sé el por qué. —Bill se dio cuenta de que había dejado de llorar de repente. Su mujer, no.— Cariño, iba a cerrar un acuerdo. Soy comercial. Me dedico a moverme para conseguir que la gente firme contratos. Nunca te ha extrañado. ¿Por qué lloras?

Elizabeth miró fijamente a los ojos a Bill. Se limpió las lágrimas y lo besó en su mejilla. Respiró hondo.

— Estoy nerviosa. No sé qué te ha pasado. La policía me dice que estás cerca de la frontera y has tenido una pelea. Me cuentan que estabas al lado de la explosión de una gasolinera y me hacen dudar sobre mi marido.

— Cariño, las cosas están así desde el 11S. La paranoia del terrorismo. Pero tienes que creerme. Iba a una reunión a El Paso. Cargué gasolina y un loco me torturó porque decía que lo había tratado mal. Logré escapar y todo ocurrió muy rápido. De repente el lugar estalló por los aires y no sé lo que me han hecho, pero tengo la sensación de que me han arrancado medio pulmón. Me cuesta respirar. Me duele la mano. Me duele la cabeza. Necesito tu apoyo.

La sala se quedó en silencio a excepción del incesante pitido de la máquina que medía el ritmo cardíaco. Un par de lágrimas caían por el rostro de Elizabeth. La mujer se llevó la mano a la boca. Su cara era una expresión del dolor que llevaba dentro. Entreabrió los dedos de la mano para que Bill pudiera ver su boca y movió los labios sin emitir sonido alguno.

“La policía está escuchando esta conversación.”

Bill supo que su mujer le estaba diciendo eso porque estaba ocultando algo. Cuanto más tiempo siguiera escondiendo la verdad, más culpable aparentaría.

— ¿Quieres saber por qué iba hacia El Paso?

— Si. Queremos saberlo.

— Iba a ver a Patricia, una chica joven.

— ¿Por qué?

— Porque está embarazada y me pidió ayuda.

Al otro lado de la puerta la policía que había calmado a Elizabeth lanzó el micro con el que estaba escuchando la conversación y exclamó un sonoro “hijo de puta” que se pudo escuchar en el interior de la sala. El gesto de Elizabeth terminó de hacer audible el insulto.

— Elizabeth. Perdóname.

Su mujer giró sobre sus talones y salió de la habitación dando un portazo. La cama en la que estaba tirado Bill parecía engullirlo. Jimmy seguía jodiéndole la vida incluso desde la tumba.

La puerta se abrió con un “click”. Bill no se molestó en mirar. Su mundo había desaparecido en segundos y no le importaba nada. La cama lo amordazaba y se sentía incapaz de mirar en otra dirección que no fuera el techo.

El rostro de una mujer uniformada apareció ante los ojos de Bill.

— Señor. Soy la investigadora Margaret White. Estoy al frente de su caso y necesito hablar seriamente con usted.

Era una persona atlética, con pómulos angulosos y mirada penetrante. Sus hombros rectos demostraban su carácter y una vida de intenso trabajo.

— Necesito que me de más detalles sobre el hombre que le atacó.

Bill permanecía callado. Sólo podía pensar en que había perdido cualquier oportunidad de mantener su matrimonio e iba a ser padre de una joven a la que ni siquiera tenía un especial aprecio.

— ¿Me oye Bill? Necesitamos saber más acerca del hombre que le atacó. —Cuando la policía usó el plural, se dio cuenta de que había otros dos hombre más en la sala. No les prestó atención.

— ¿Para qué?

— La única persona viva que encontramos en esa gasolinera fue a usted. Sin embargo, hallamos un total de tres cadáveres. Hasta ahora sólo teníamos un posible culpable, usted.

— ¿Y por qué cambiar de idea? —Bill no tenía razón alguna para seguir luchando.

— Porque no tenía ningún sentido. Un hombre que se dedica a vender puede ser útil para una célula terrorista porque tiene un motivo para estar siempre moviéndose. Pero su perfil no encajaba en absoluto con alguien violento. Mientras le operaban hemos realizado varias pruebas a los cadáveres y hablado con su mujer. Todo indicaba que estaba haciendo algo raro. Su mujer nos dijo que viajaba más de lo habitual. Examinamos sus pagos con tarjeta y pudimos hacer una ruta exacta de sus movimientos.

— ¿Con qué derecho?

— Ley antiterrorista. Hemos encontrado tres cadáveres y ha volado por los aires una gasolinera. Ahora mismo si le pegara un tiro en la cabeza, nadie me haría una sola pregunta. ¿No es así, chicos? —Los dos policía que acompañaban a Margaret en la sala asintieron.— Pero no es mi estilo incriminar a quien no se lo merece y desde mi intuición femenina, usted era tan sólo un hijo de puta que ponía los cuernos a su mujer. Viajes continuados a una misma zona residencial, alejada de mezquitas. Con una mayoría de vecinos que se conocen y por lo tanto pueden recordar cualquier visita de un extraño con facilidad. No es un punto adecuado para organizar una acción terrorista.

Bill permanecía callado.

— Hace unos minutos nos ha llegado el análisis forense y confirma que el cadáver más “fresco” es de hace un mínimo de tres meses.

— Nunca había pasado por esa gasolinera. Lo juro.

— Lo sabemos, ya le he dicho que examinamos los movimientos de su tarjeta y hemos comprobado que es un hombre que no acostumbra a pagar con efectivo. Es fácil rastrearlo. Por último su confesión hace que todo encaje. Tomaba diferentes rutas y la explicación me la dará usted mismo si quiere, pero todo parece indicar que es para evitar que esposa sospechara. Su historia parece verídica y por eso se lo preguntaré una vez más, necesitamos saber más acerca del hombre que le atacó.

— ¿Estoy acusado de algo?

— Eso depende exclusivamente de si ha hecho algo.

— Me atacó un hombre, dijo que se llamaba Jimmy. Me golpeó y torturó. Me encerró en una especie de sótano…

— Más despacio Bill. ¿Qué aspecto tenía?

— Como de judío mezclado con un tejano.

Margaret lo miró con cara de asco. Bill se dio cuenta de que la policía era de Tejas y a juzgar por su cara conocía a algún judío o tal vez ella misma lo fuera. Se corrigió a si mismo rápidamente.

— Estoy hablando de estereotipos. Ya me entiende. Tejano en la forma de vestir. Una especie de pantalón con tirantes. Y judío porque tenía nariz aguileña, era delgado y encorvado.

— ¿Qué más vio?

— Poco más. Me golpeó y me torturó en su sótano.

— ¿Vio allí algún cadáver?

— Estaba muy oscuro, pero no me dio esa impresión. Aunque estaba más preocupado por salir vivo de allí.

— ¿Cuál fue el motivo de la explosión?

— El psicópata prendió fuego al lugar cuando trataba de escapar.

— ¿Cómo escapó?

— Logré soltarme de las esposas. Cuando salí de aquel sótano oscuro, ese cabrón estaba terminando de llenar de gasolina un coche de policía.

— ¿Por qué no pidió ayuda?

— Me miró directamente y sentí que si pedía ayuda nos mataría a todos. Creía que así lograría evitar al menos la muerte de ese policía.

— Le diré una cosa. —Margaret cogió la mano derecha de Bill y la levantó para que él mismo pudiera verla. Señaló varios tizones negros que tenía en los dedos y la palma. — ¿Ve esto? Son marcas de pólvora. Usted disparó un arma. Si no nos dice la verdad, tendremos que encerrarle.

Bill miró con miedo a la mujer.

— Ese cerdo torturador quería jugar a la ruleta rusa conmigo. Había dejado el arma en el sótano y cuando me escapé la cogí. Quería matarlo.

— ¿Y qué ocurrió?

Bill se sinceró. La continua cascada de preguntas de su mujer y la policía lo habían agotado. Explicó cada detalle lo que le había ocurrido. Hasta que llegó a la parte en la que Jimmy amenazó con matar a su mujer.

A la vez, en Orkney Road, en la ciudad de El Paso, un renault clio destartalado avanzaba por la calle. La pintura del vehículo había desaparecido bajo parches de óxido. Llegó hasta la mitad de la calle y frenó enfrente de una pequeña casita con el tejado rojo era el número 3025. El conductor estaba cubierto de vendas y su rostro no era distinguible oculto entre las sombras del capó. En el asiento del copiloto llevaba una calavera de ciervo con los cuernos astillados. La cogió. Del interior del hueso cayó un líquido negro aceitoso que goteó por el asiento en el que ahora se podía ver un enorme machete que había permanecido oculto bajo los huesos del animal. El reguero siguió por encima de sus pantalones vaqueros tiznándolos con ese líquido repugnante. Se puso la calavera a modo de máscara. El goteo constante manchó el cuello del hombre a modo de venas gigantescas. Cogió el machete y abrió la puerta del coche. Caminó raudo hacia la puerta de la casa. Dentro se escuchó un grito. El hombre con cabeza de ciervo inició una alocada carrera hacia la puerta. Cargó contra ella y la atravesó haciéndola saltar en pedazos.

Los gritos cesaron rápidamente.

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