No siempre llueve a gusto de todos (parte 2)

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No siempre llueve a gusto de todos (parte 2)

Abrió los ojos. Se despertó gracias al dolor de cabeza. Se dio cuenta de que no podía ver por su ojo derecho, no sabía que era la sangre que salía de su cráneo la que tapaba su visión. Intentó levantarse, pero estaba atado. Sentado en una silla de madera, con un asiento tejido con canutos de paja clavándose en sus piernas. A su alrededor todo estaba oscuro. Un rayo de luz entraba desde el techo como si Dios quisiera iluminarlo desde el cielo señalando algún punto de la sala. Siguió la estela luminosa en la que flotaban partículas de polvo. Iluminaba una mesa de madera maciza, mellada por varios sitios. En la pared la cabeza de un ciervo con los cuernos astillados. Encima del escritorio había unas tenazas, una sierra, unas tijeras y lo que hizo que saltara hacia atrás: una pistola. El acto reflejo lo tiró al suelo de espaldas. Trató de gritar, pero sólo emitía sonidos inconexos, como los de un deficiente. Lo habían amordazado.

El polvo del suelo salió disparado hacia arriba. Le cayó en la cara impidiéndole respirar. ¿Iba a morir aquí? Su corazón se aceleró y miró en todas direcciones. No podía ver casi nada. Su imaginación le hacía ver formas de partes humanas desperdigadas por la habitación. Iba a morir aquí. Intentó respirar hondo, pero sólo tragó polvo con una pequeña ración de aire. Sentía que las paredes de la habitación lo aprisionaban y el espacio se volvía cada vez más pequeño. Iban a convertirlo en pulpa. Sólo podía pensar en Elizabeth y los pequeños. ¿Quién cuidaría de ellos ahora que iba a morir?

El rayo que venía del cielo aumentó de tamaño hasta convertirse en una enorme fuente de luz que casi lo cegó. Sus ojos se adaptaron rápidamente y pudo ver como el hombre vestido de paleto entró por la trampilla y bajó escalón a escalón. Una vez abajo, tiró de una cuerda y la puertecita volvió a cerrarse. Lo último que vio en la habitación fue un crucifijo al lado de la escalera.

— Hola, “hombre estudiado”. —Elevó el labio superior.

— Mmmm.

— No hace falta que abras de nuevo esa bocaza que tienes. ¿Sabes por qué estás aquí?

— Mmmm.

— Estás aquí porque Dios te ha traído aquí.

Miró la trampilla que hace un momento parecía provenir del cielo. ¿Dónde estaba? El paleto se acercó a la mesa y cogió los alicates.

— Te ha traído aquí para divertirse contigo. Nos vamos a divertir. ¿Y sabes qué es lo que lo hace tan divertido?

Negó con la cabeza.

— Que tu me faltaste al respeto y ahora tendrás tu recompensa. Eres de esa clase de tipejos que piensa que está por encima de los demás. Que ha tenido éxito en su trabajo y eso le hace tener el poder de ir por el mundo aplastando cabezas.

Negó moviendo agitadamente la cabeza.

— Entonces, ¿qué te pasó ayer?

¿Ayer? Dios mío, no iba a llegar. Era extremadamente importante que llegara a tiempo. Su vida entera dependía de que hoy llegara a tiempo a la cita. Su mujer jamás lo perdonaría si no lo solucionaba. De hecho, su mujer no tendría que saber que tenía esa reunión.

El paleto se arrodilló ante él. Giró la cabeza poniéndola en la misma posición en la que él estaba en el suelo.

— Vaya, ya estás llorando. —Ni siquiera se había dado cuenta de que varias lágrimas corrían por su cara.— Te voy a dar razones para llorar de verdad.

Saltó por encima de él y lo agarró de la mano. Sólo lo sintió, no podía verlo. Estaba en el suelo, atado a la silla. No pudo moverse. Instintivamente gritó, pero sólo se escuchaba el sonido tonto que produce una persona con un pañuelo en la boca. Notó como los huesecillos de su dedo anular se quebraron. Escuchó el sonido de la rotura y notó el pinchazo de dolor que se transmitió por su columna hasta la base de su cráneo. Un mareo repentino, seguido de la calma. Al instante, sintió de nuevo el daño que acababa de hacerle el paleto recorriendo cada rinconcito de su cuerpo.

— Cinco deditos, tenía la loba … —Canturreó.— Uno era gordito, otro gilipollas. ¿Qué dedito eres tu?

Ahora podía notar las lágrimas calientes corriendo por su cara. Cuando los abusos físicos no se entienden, son más crueles. Le vino a la memoria cuando entre varios chiquillos abusaron de un tal Paul en el colegio. Le metieron ortigas por el culo, sólo por diversión. Paul vivió los abusos de sus compañeros durante años. Se suicidó con treinta y tres años, la edad de Jesucristo. Muchos dijeron que fue porque no soportó la ruptura con una novia que había tenido. Él sabía que habían sido las secuelas ortigantes del maltrato en el que había participado. El dolor que sentía ahora, se volvió una línea continua. Ni subía, ni bajaba, aunque era igual de insoportable.

— La gente como tu se cree que es el dedito gordo. No sabe que es sólo un dedito más. Entre muchos. Por eso se comportan como tu. Seguro que eras una estrella en el colegio. Fuiste la reina del baile de fin de curso. La gente te aplaudía y te graduaste rápidamente en alguna universidad de negocios. Saliste con trabajo y crees que tienes una vida más estresante que la gente que te pone el plato de comida en la mesa o te llena el depósito de tu coche. Al fin y al cabo, ganas mucho dinero y eso es porque tu vales más que esos idiotas que sólo están ahí para servirte.

¿Por qué se inventaba esas historias? Estaba tratando de justificar su propio delito. Le acababa de romper la mano, lo había raptado y ahora trataba de imaginarse cómo era.

— No somos esclavos. Somos la masa que hace que todo permanezca unido. Si te mato hoy mismo, desaparecerás y el mundo seguirá girando como si nada. Porque en realidad, aunque creas que eres esencial, sólo ganas mucho dinero.

El paleto se interrumpió de repente.

— Vamos a hablar.

Agarró la silla y la levantó. Tenía que ser bastante fuerte para poder levantarlo con él atado a la misma. Le agarró la cabeza y notó el frío metal de los alicates en su cara. Movió la cabeza, quiso zafarse.

— Mírame. —Dejó de moverse.— A la mínima, te mato. ¿Me has entendido? Mueve la cabecita arriba y abajo si lo has hecho.

Con los ojos fuera de si, hizo el movimiento que le dijo su captor.

— Muy bien, vamos a quitarte esto. —Le desanudó el pañuelo que le amordazaba la boca.— Ya casi está.

Cuando se lo quitó, expulsó una lluvia de babas seguida de un tosido lastimero.

— Ya pasó. Ya pasó. —Le acarició la oreja con los alicates. Los abrió y cerró para que escuchara el sonido del metal. Giró la cabeza nervioso, pero el paleto se la sujetó con fuerza.— Y ahora, como te he dicho, vamos a hablar.

— ¿De qué? —No reconoció su propia voz. Sonó como si estuviera llorando. No lo estaba haciendo.

— De ti. Dime, ¿quién eres?

— …

— No tenemos todo el día. Mejor dicho, tu no tienes todo el día.

— Me llamo Bill.

— Encantado Bill. Mi nombre es Jimmy.

— ¿Por qué me dices tu nombre?

— Porque no vas a decírselo a nadie. Nunca.

— ¡SOCORRO! ¡SOCORRO!

Le golpeó la cara con la mano en la que sostenía los alicates. Bill escuchó dentro de su cabeza el sonido de un hielo quebrándose seguido de un pitido. El tal Jimmy seguía hablando, pero tardó varios segundos en poder escucharlo.

— … —Nada.— … —No podía escuchar nada— … —Entonces sus oídos empezaron a captar los sonidos que emitía el loco.— … por eso estás aquí. Porque no sabes comportarte. Intento hablar contigo y de nuevo, saltas con cosas que no vienen a cuento. Socorro, socorro. —Se burló.— ¿Quién cojones va a venir a ayudarte? ¿El hada de los dientes? Me molesta mucho que la gente grite, casi tanto como que me falten al respeto. Una vez más y será tu último grito. ¿Entendido?

— Ssh … Si.

— Bien, prosigamos. —Jimmy hizo sonar sus nudillos a la vez que elevaba el labio superior.— Así que te llamas Bill. Y dime Bill, ¿en qué trabajas?

— Soy empleado de correos.

— ¿Y repartes cartas vestido así, Bill? ¿Por qué vas con ese traje?

— Porque tenía una reunión muy importante hoy.

— Vaya, parece que no vas a llegar. ¿Y de qué trataba esa reunión, Bill?

— De una adolescente que iba a abortar. —No entendió por qué se lo contó. Tal vez el dolor físico hizo que no pudiera pensar en otra respuesta que no fuera la verdad.

— ¿Y qué hace un empleado de correos maleducado yendo a una reunión de una chica que iba a abortar?

— No creo que tenga que ver con todo esto.

— Claro que tiene que ver. Estamos conociéndonos. Dime, ¿a qué ibas tan lejos de casa?

— Podemos empezar a hablar de ti, para conocernos. —Bill recuperó la compostura. El dolor de su mano se había vuelto tan constante que logró ignorarlo.

— Yo soy Jimmy.

— Eso ya lo has dicho. Trabajas aquí. ¿Por qué me has raptado?

— ¿Me lo tienes que preguntar? Intenta hacer memoria Bill.

— Te falté al respeto.

Jimmy se sorprendió. Elevó el labio superior y sonrió.

— ¡Claro! —Abrió los brazos. Los alicates brillaron.— Me alegra de que por lo menos hayas sido consciente de …

— Te pido perdón.

— No caigas tan bajo Bill. Tal y como me trataste ayer, no me pedirías perdón si no llego a partirte la mano ahora mismo. Intentemos sincerarnos el uno con el otro. Me ibas diciendo que ibas a ver a una adolescente que iba a abortar. ¿Le llevabas una carta de amor Bill?

— Te pido perdón. —Sonó sincero.

— A estas alturas da igual lo mucho que lo lamentes. Bueno Bill, a juzgar por cómo tratas de esquivar la respuesta a una pregunta tan sencillita, entiendo que te resulta incómoda. Bill, Bill, Bill, hablemos de esa jovencita.

— …

— Preguntas simples. Dime su nombre.

— ¿Por qué?

— Porque por cada pregunta que no respondas te partiré un dedo y cuando te los haya partido todos, empezaré a cortarlos.

Bill miró aterrorizado a Jimmy. El paleto saltó de nuevo por encima de él. Convulsionó. Estaba completamente sujeto. Notó de nuevo el dolor intenso subiendo por su columna, el hueso quebrándose. Notaba sangre resbalando por su mano. La habitación dio vueltas. Jimmy parecía saltar en medio de la noria, aunque era todo un efecto. Una gota de sudor se le metió en el único ojo a través del que podía ver.

— Estás amarillo, Bill. Sólo llevamos dos deditos. Imagínate lo que puede pasar si sigues sin responder. Volveré a hacer de nuevo la pregunta. ¿Cómo se llama la jovencita?

— Jenny. —Bill no dudó ni medio segundo en responder.

— Muy bien. ¿Qué edad tiene?

— Diecisiete.

El paleto elevó ambos brazos hacia el cielo, sonrió y giró sobre si mismo.

— Vaya, vaya, Bill, Bill. Qué malo has sido. —Jimmy retrocedió dando un par de saltitos hacia atrás, hasta llegar a la mesa. Se apoyó sobre el canto y se sentó encima apartando el arma sin ninguna delicadeza.— Espera, espera. Deja que mi imaginación vuele. No me respondas.

— No …

Jimmy cambió el gesto. Se le borró la sonrisa inmediatamente. Giró la cabeza y tensó sus músculos.

— Te acabo de decir que no me interrumpas.

Bill permaneció en silencio. Los siguientes dos segundos fueron minutos en su cabeza. El paleto volvió a hablar gesticulando con la mano en la que sostenía los alicates.

— Así que el bueno de Bill, iba de viaje a ver a una chica menor de edad. Una chica de la que estaba enamorado. No es malo enamorarse de una persona, aunque la ley diga que es ilegal, el amor no conoce edades. La única duda surge, ¿por qué ir de traje si no lo usas para trabajar? Eso si que es fácil, hasta para un estúpido ignorante como yo. Recuerda Bill, por qué estás aquí, porque me faltaste al respeto. Pero volvamos al traje. La gente usa traje para tres cosas, trabajar, una ocasión especial o para negociar. No usa traje para ir a ver a su jovencita menor de edad a la que se folla.

Jimmy tragó saliva. Permaneció quieto. El dolor de ambos dedos se convirtió lentamente en algo con lo que pudo convivir.

— Y si vas a negociar en esa situación, de nuevo sólo pueden ser por unas pocas razones. Un juicio. No creo que sea eso, porque si te presentas en un juzgado vestido de traje y acusado por fornicar con una menor, sólo te haría parecer un pervertido que cree estar por encima de la ley. No, no puede ser eso. También puedes usar un traje para pedir un crédito en un banco; pero eso ya lo puedes hacer en tu propia ciudad sin necesidad de desplazarte. Te has puesto tu mejor traje de Romeo y has viajado muy lejos para acompañar a tu Julieta a un lugar en donde hay algo que negociar.

Bill enmudeció de repente. Miró a Jimmy, analizando cada gesto. Parecía leerlo. En ese momento, era un hombre sujeto a una silla con dos dedos rotos. No mostraba ningún tipo de expresividad, exceptuando el gesto de dolor. El paleto tomó aire y arrancó a hablar de nuevo.

— Volvamos al juego de las preguntas. ¿Vas a ser papá?

— Si. —Jimmy no tardó en responder.

— No quiero que me mientas. Si eres totalmente sincero conmigo, puede que veas al niño. Si no, te juro por el octavo mandamiento que no verás a tu hijo en vida. La regla es sencilla. ¿La has comprendido?

— Si.

— Bien. ¿Quieres ser padre?

— No.

Jimmy se rio y bajó de un salto de la mesa. Aplaudió.

— ¡Bum! Vaya Bill. Realmente estás respetando el octavo mandamiento. No mentirás. Así que por eso ibas con traje a ver a tu amada. ¿Verdad?

— Si.

— Ibas a hablar con ella. Ponerte muy serio y decirla que tenía que abortar.

— No, iba a acompañarla a una clínica.

El paleto dio un par de saltos aplaudiendo. El suelo retumbó haciendo saltar el polvo que cubrió la cara de Jimmy. El dolor de la mano se acentuó con el tableteo.

— ¡Bravo! ¡Bravo! Estamos empezando a entendernos. Así que ibas a hacer abortar a una adolescente que te habías follado. Venga, sigamos con el juego. ¿Es la única mujer en tu vida?

No iba a permitir que este loco encontrara a Elizabeth. Ya la había hecho suficiente daño. Aunque muriera allí, este chiflado no iba a tener la más mínima pista de su mujer.

— Si.

El captor frenó en seco su algarabía. Se acercó a paso lento hacia Jimmy. Dobló su columna y acercó su boca a la oreja del interrogado. Notó una repugnante humedad cuando le habló desde tan cerca.

— Entonces, ¿por qué llevas anillo de casado?

El suelo de la habitación se estiró hasta hacerse infinito. Sintió la indefensión más absoluta. Jamás fue tan incapaz de tomar alguna decisión que lo ayudase a salir de un problema. No se había dado cuenta de que el primer dedo que le había partido era donde llevaba su anillo de casado. Ni siquiera se lo había quitado para lo que iba a hacer. Hasta ese punto llegaba su comportamiento con su mujer. El suelo lo absorbió. Iba a morir. Se imaginó a Bill sacando de las entrañas el aborto de la chiquilla. Luego a Elizabeth en el suelo de la cocina con un destornillador en la nuca. Las imágenes salían disparadas desde su retina hasta el fondo de su cráneo. Todo su mundo enloqueció.

Sonó un claxon. Jimmy volvió al suelo de aquel sótano. Empapado en sudor. De nuevo el sonido de la bocina. Bill elevó al cabeza. Sacó el pañuelo del bolsillo y volvió a amordazarlo.

— El trabajo me reclama. No te muevas. En seguida vuelvo y terminamos.

Jimmy trató de gritar mientras el paleto salía del sótano por las escaleras. Antes de perderlo de vista, vio como se guardó los alicates en el bolso trasero de su pantalón. Otra víctima. Podía acabar teniendo otro compañero de cuarto porque “le faltara al respeto” con alguna tontería. La puerta se cerró y de nuevo la oscuridad.

Los ojos se habitúan a la luz con bastante rapidez y en poco tiempo pudo ver algunas formas en la habitación. Se movió para tratar de liberarse y entonces lo notó. Un tornillo suelto entre las lamas del suelo.

Rascó las cuerdas contra el tornillo. El corazón se le aceleró porque al movimiento se le sumaba el dolor intenso de su mano. Las cuerdas se rompieron. Se abalanzó sobre las cuerdas que le sujetaban los pies y se liberó. Pudo ver los dos dedos rotos de su mano derecha. Una alegoría de la situación en la que estaba inmerso.

Se puso de pie y caminó sujetando su mano lesionada por la muñeca. Agarró la pistola que con tan poco cuidado había apartado Jimmy. Era un arma vieja, de las que tenían un tambor con seis balas. Un reducto de la época del salvaje oeste. Miró el cargador. Tan sólo una bala. Este loco iba a jugar a la ruleta rusa con él. Puso la bala en la situación correcta y subió las escaleras.

Abrió la portezuela que daba paso a la tienda.No podía pensar en el dolor. Tampoco en las consecuencias legales que le iban a acarrear. Ni siquiera en las explicaciones que iba a tener que dar a su esposa. Iba a matar a ese cabrón.

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