No siempre llueve a gusto de todos (parte 14)

en 📚 Relatos escritos - Revista de relatos de ficción, críticas y cine

Capítulo 14

Bill pisó a fondo el acelerador. Su cerebro le indicaba que debía huir. En su cabeza una única idea. Necesitaba volver al Hotel Mesilla en Las Cruces. Sentía que alguien le pisaba los talones. Estaba agotado. Sin descansar era incapaz de razonar qué hacer. Jimmy lo tenía en su terreno.

Los neumáticos ardían sobre el asfalto. El motor revolucionado parecía a punto de estallar en llamas. Bill tenía que encontrar un lugar seguro. Sin saberlo, se dirigía en línea recta hacia la trampa que Jimmy había tejido para él.

Bill jamás supo lo que había sucedido esa mañana mientras dormía en el desierto. Los recortes de periódicos, las indiscreciones de una trabajadora del hotel Mesilla y las declaraciones de la propia policía facilitaron un destello de los hechos, a los que para completarlos, me he visto obligado a añadir pequeños detalles de mi propia cosecha.



Ese día a las cinco de la llamada, el teléfono de la inspectora de policía Margaret White se iluminó y empezó a sonar Everyday de Buddy Holly. Había puesto esa canción como tono tras su turbulento divorcio. Fue la que escuchó al bajar las escaleras del juzgado, tras haber conseguido la custodia de su hija. La mujer rezongó rascando su cara contra la almohada. Extendió la mano sobre la mesilla, hasta que sus dedos chocaron con el teléfono que no paraba de vibrar.

— Margaret White al habla.

— Escucha y obedece, mujercita.

— ¿Quién cojones habla? —Margaret se despertó al instante.

— Soy tu liberador. Por fin vas a hacer algo que sirva para la humanidad. Eres una destructora de familias y voy a hacer que por fin empieces a apreciar a los demás y tal vez a ti misma.

Margaret giró sobre la cama. Al llegar al borde, abrió el cajón y sacó su pistola. Saltó al suelo y se puso de cuclillas, con el arma en la mano derecha y el móvil en la izquierda.

— No me suena tu voz. ¿Te conozco? — Caminó con pasos silenciosos hacia la puerta de la habitación.

— ¡Un paso más y reviento la cabeza de ese feto malparido al que llamas hija!

Margaret palideció y se quedó quieta.

— Eso está mucho mejor. Me llamo Bill. ¿Me conoces?

— ¿Qué quieres? — La mujer tragó saliva.

— Te he preguntado que si me conoces. Responde o el engendro de la otra habitación pagará las consecuencias.

— Si. Te conozco.

— Eso está mejor. Quiero jugar al gato y al ratón. Es tu juego favorito. ¿Quieres volver a ver a esa niñita con nariz de cerdo que malpariste?

Margaret corrió hacia la habitación gritando de manera histérica el nombre de su hija. Estrelló su hombro contra la puerta. La manilla se dobló y saltó por los aire. La puerta giró vertiginosamente sobre sus goznes hasta golpear la pared. Bajo la cama había un bulto del tamaño de su hija. De un tirón arrancó la manta. El móvil salió disparado contra la pared y cayó al suelo sin apagarse. En la cama sólo había una almohada con una macabra sonrisa, una cabellera y dos ojos dibujados con ceras infantiles. En la sábana estaba escrito Hotel Mesilla y algo más abajo Las Cruces.

Margaret se tapó la boca. Emitió un pequeño gemido de dolor y una lágrima que no derramaba desde su divorcio, cayó por su mejilla. Todo estaba en silencio. Escuchó unos golpes y gritos lejanos.

Bum, bum, bum.

Miró a su alrededor con la boca abierta. Trató de seguir el rastro sonoro.

Bum, bum, BUM, BUM. Los gritos de su hija acuchillaron sus tímpanos. Provenían de lo único que brillaba en la habitación, su móvil. Sus espasmódicas manos recogieron el móvil. Escuchó el inconfundible sonido cuando se arrancan mechones de pelo completos de una cabeza.

— Por favor. Por favor, para.

— …

— Por favor. Te lo suplico. — Margaret emitió las palabras al borde de la asfixia. Le faltaba aire.

— Última oportunidad, zorra. No vuelvas a desobedecerme. Vete al Hotel Mesilla con tus amiguitos policías. Ni una palabra de lo que ha pasado en tu casa.

Colgó.

Margaret era incapaz de respirar. No sabía si quien estaba al otro lado era Bill u otra persona. Sonaba diferente. Tomó tres fuertes bocanadas. Fue al baño y se miró al espejo. Apoyada en la pila, su cara mostraba un rictus que desvelaba su estado emocional. Se maquilló lo mejor que pudo para borrar la tensión de sus músculos faciales. Metió las sábanas en la lavadora y la puso en marcha. Salió de su casa sin mirar atrás. Se disponía a obedecer las órdenes que el supuesto Bill la había dado.

En menos de dos horas las luces rojas y azules de la policía iluminaban el amanecer de Las Cruces. Varios coches policiales se agolpaban en el aparcamiento del Hotel Mesilla. Tres policías uniformados se acercaron a la inspectora. La hablaban de manera ininteligible para ella en aquel momento. Margaret salió del vehículo aferrada a su móvil.

Caminó con paso firme y manos temblorosas hacia el interior del edificio. Tenía aspecto de haber sido erigido con adobe. Los tres hombres la acompañaron. El interior olía a humedad. Tras la amarillenta mesa de recepción había una chica joven. La mirada de aquella joven parecía ocultar una persona de sesenta años hastiada de vivir. El enorme reloj sobre la cabeza de la recepcionista recordó a Margaret la importancia de actuar con rapidez. Sacó una foto de Bill y la puso sobre la mesa. Inmediatamente sacó su placa y la puso encima de la foto.

— ¿Has visto a este hombre?

La chica masticaba un chicle.

— Bonita placa bonita. Pero esto es un negocio privado y algunos de nuestros clientes vienen con amiguitas. Si empezamos a decir quién viene y quién …

Margaret sacó su pistola y la puso sobre la mesa, al lado de su placa.

— Ley antiterrorista. ¿Eres de los buenos o te esposo sobre la mesa y te saco la información a golpes?

Los policías que estaban detrás de Margaret se miraron entre ellos. Conocían a Margaret desde hace años y nunca la habían visto actuar de esa manera. Uno de ellos la puso una mano sobre el hombro.

— Margaret …

Le apartó la mano con un golpe y enseñó los dientes a la joven recepcionista.

— ¿Has visto a este asesino? ¿Si o no?

La chica retrocedió dos pasos.

— No me pareció un asesino.

— Y tu pareces muerta por dentro. Aún así, aquí te tenemos respirando. ¿Número de habitación?

— Es la 18. Creo que se equivocan de persona. Era un don nadie.

La chica no parecía justificarse por ocultar información sobre el paradero de Bill. Rebuscó en un cajón y sacó una copia de las llaves que recogió uno de los policías. Margaret indicó a los tres hombres que fueran a la habitación. La sala empezaba a llenarse de hombres uniformados.

— ¿A quién ha llamado?

— No tenemos registros. En la frontera, eso no trae más que problemas.

Margaret sujetaba con fuerza su móvil. Su imaginación le mostraba imágenes de la habitación vacía de su hija. La recepcionista seguía hablando, pero era incapaz de comprender qué la estaba diciendo. Entre los vapores del monólogo que sostenía la chica, Margaret recogió su pistola y su placa.

Un grito hizo que volviera al lugar. Escuchó el sonido de arcadas y el fuerte aroma de carne podrida impregnó el lugar. Margaret corrió por los pasillos viendo pasar números de habitaciones.

5, 8, 12, 15, … 18. El pasillo parecía iluminado por una fuerte luz rojiza proveniente del interior de la habitación. Fuera estaba uno de los policías apoyado en la pared, con la mano en su boca, conteniendo el impulso de vomitar.

Margaret sostuvo con fuerza su móvil. Sus manos estaban sudorosas e impregnaban la pantalla. Apoyó una mano en el marco de la puerta. Se imaginó el peor escenario posible. Una peste con olor a podrido cubría el ambiente. Entró.

La sombra de un crucifijo invertido se proyectó sobre su cuerpo. Sus pupilas se dilataron al ver el cadáver de una niña clavado en una cruz invertida. La luz crepuscular de tonos rojizos entraba por la ventana y cubría el cuerpo de la niña permitiendo vislumbrar sólo las zonas laterales iluminadas. Todo el cuerpo y el rostro se encontraban en completa oscuridad debido al fuerte contraste. Aun así, podía verse cómo quién fuera que hubiera hecho aquello, había rajado el estómago y sacado las vísceras. Había mechones de pelo apelmazado en el suelo. Sobre ellos aun goteaba sangre de lo que parecía un enorme corte en la garganta. Margaret tragó saliva. Pequeños trozos de ropa raída de la niña flotaban en el aire acompañando el movimiento de los policías que rodeaban la cruz. El hedor de la descomposición era insoportable. Ayer por la noche había besado a su hija en la frente. No había dado tiempo a que su cuerpo se corrompiera para oler de esa manera. Puso la mano que sostenía el móvil frente a sus ojos para tapar los rayos del Sol. Sus ojos se adaptaron mientras se acercaba a la niña. Se acuclilló frente al cadáver para poder ver su rostro. La cabeza invertida casi tocaba el suelo. Acercó la mano que sostenía el teléfono hacia el semblante. Había algo familiar, pero no era capaz de distinguirlo. El móvil vibró y la pantalla iluminó las facciones de la niña. Margaret reconoció inmediatamente a Sophia, la mejor amiga de su hija. La conversación que había mantenido con su pequeña hacía unos días golpeó su mente como un martillo.

Lo he vuelto a ver camino del colegio, iba con Sophia; pero esas veces la miraba a ella. Era el hombre del saco. El que se llevó a papá.

El móvil se revolvía en sus manos. Cada tono parecía una sacudida. Margaret se recompuso. Descolgó.

— Margaret White al habla.

Los policías miraron a la inspectora. Cuchicheaban entre ellos. La mujer miraba fijamente al rostro invertido del cadáver mientras asentía. Sólo decía una palabra: Si.

Colgó.

— Encargaos de registrar la zona. No quiero que falte ninguna prueba.

— ¿Alguna idea de quién podía ser esta pobre cría? — El policía parecía fuertemente afectado.

— Al cabrón que perseguimos le vale que pasara por delante en un momento de ira. — Se acercó al agente. — Más vale que lo cacemos cuanto antes o seguirá matando.

La inspectora salió del lugar. Los policías testificaron que Margaret siempre había demostrado un aplomo increíble en cualquier situación y por primera vez parecía abatida. Entendieron que se fue del lugar para evitar mostrar su lado débil.

Seis horas más tarde.

Bill pasó al lado del cartel que indicaba que había llegado a Las Cruces. Las sirenas se habían silenciado. Aun podía ver atravesando el cielo entre los edificios los inconfundibles colores rojo y azul de los coches de policía. Habían iniciado su caza. Redujo marchas forzando el motor y aparcó su coche bajo un puente por el que pasaba la autopista 180.

Estaba perdido. Había leído el diario de Jimmy. Sabía que el psicópata había jugado a la cacería de humanos durante años. Él y su mujer no tendrían escapatoria. Se olvidó de todo por un momento y notó un sudor frío recorriéndole la frente a la vez que se le formaba un nudo en la garganta. Perdía fuerza en sus brazos. Era el culpable de su propia situación. Si no se hubiera acostado con Patricia para saciar su vacío en lugar de intentar mantener a flote su matrimonio, nada de esto habría sucedido. Agachó de nuevo la cabeza sobre el volante y lloró. Había derramado más lágrimas en los últimos días, que en los años que había menospreciado a la mujer de su vida.

Elevó la cabeza. Las luces rojas y azules se entrecruzaban entre ellas bailando mecánicamente por encima de la ciudad. Miró a su izquierda. Las luminarias de la policía no cubrían con su manto azul y rojo esa zona de la ciudad. Metió la marcha atrás y condujo por la avenida W. Amador. Aunque su mente le dijera lo contrario, no podía rendirse ahora. Tenía que conseguir salvar a su mujer.

Todo a su alrededor estaba seco y marchito. Encendió la radio, necesitaba evadirse un momento de sus propios pensamientos. La canción Have you ever seen the rain del grupo Creedence Clearwater sonó con su tonalidad melancólica.



Las casas bajas y los terrenos baldíos desaparecieron a los cinco minutos. Las calles volvían a llenarse de edificios de baja altura. Pasó al lado de una arboleda. En el césped, entre los árboles, se extendían clavadas en la tierra las tumbas de cientos de personas. El cementerio masónico de Las Cruces estaba dentro de la propia ciudad. Bill miró las tumbas de piedra. Apagó la radio. Todo se terminaba en ese punto. Puede que hubiera algo más allá. Pero las penas y miserias que vivimos en este mundo pierden el sentido cuando mueres o te matan. Si hubiera algo más allá, sólo queda el fardo donde transportas tus bondades y miserias. Todo pareció ralentizarse con la música. El paisaje polvoriento a su alrededor parecía pasar a cámara lenta.

En la torturada mente de Bill, la posibilidad de un infierno se perfilaba por primera vez en su vida. Si Jimmy era un siervo del diablo en la Tierra, es posible que cuando cruzara el umbral se encontrara frente a frente con monstruos aun peores. Inhaló profundamente. Pensó en su amante Patricia, embarazada de su hijo. Había muerto a manos de ese asesino. Por su culpa se había derramado demasiada sangre en los últimos días.

La canción llegó a su final. Apagó la radio. Levantó la cabeza y miró al frente. Por el carril contrario de la carretera un coche de policía venía en su dirección. Abrió los ojos y clavó sus dedos en el volante hasta que sus dedos se volvieron blancos y sus uñas se quebraron. Respiró agitadamente. La pareja de policías que iba en el interior miraban en todas direcciones. El copiloto le dio un par de golpes en el hombro a su compañero y cogió su radio. Bill puso el pie en el acelerador. Su corazón parecía querer salir a golpes de su pecho. Se estrellaría de frente contra el coche. Huiría a pie. El policía de la radio habló atropelladamente. Activaron las sirenas y aceleraron. Bill agarró el volante y pisó el acelerador. El coche de policía se mantuvo en el carril paralelo. No lo miraban. Bill despegó el pie y tragó saliva mientras observaba por el espejo retrovisor cómo se alejaba el coche patrulla.

Tenía que librarse del peso que llevaba sobre su conciencia. Le impedía actuar con sensatez. Eso condenaría a su mujer a morir a manos de Jimmy. Era lo único que le quedaba en este mundo. Ni siquiera conservaba su alma. Además esa constante sensación de que lo seguían desde hacía horas, de que lo atraparían o matarían antes de que acabara el día.

Su cabeza se había distraído varios minutos. Se había perdido en medio de la ciudad en la que era el criminal más buscado. A su izquierda una licorería, tal vez la vía de escape que estaba buscando en su interior. A la derecha un cartel con forma de sombrero indicaba que había un restaurante familiar con un aparcamiento exterior. El letrero ponía con letras grandes Arby. El mesón tenía tejado rojo. Parecía salido de una película de dibujos animados. Llevaba dos días sin dormir en una cama y necesitaba comer algo. Se miró en el espejo interior del coche. Vio a un hombre demacrado, herido y cubierto de vendajes ajados y polvorientos. Si abría la puerta del coche y entraba en un lugar como este, la policía aparecería al recibir la llamada del primer padre preocupado por la integridad de su familia. Las Cruces se había convertido en un lugar con demasiada violencia desde su llegada. Tenía que seguir huyendo. Llegar a un lugar donde supiera que iba a ser bien recibido.

Arrancó el coche. Sentía unos ojos clavados en su nuca. Acababa de salir una familia del restaurante, pero no se había fijado en él. Miró en todas direcciones. Era su imaginación traicionándolo. Circulaba muy lento. No podía llamar la atención.

A poca distancia se erigía un gran edificio blanco con grandes torres de color crema. Tosió y escupió algo de sangre sobre su mano. Estaba buscando desesperadamente una escapatoria y por fin la había encontrado. Coronando su puerta de entrada había una gran cruz y el título del negocio rezaba: Catedral del Inmaculado corazón de María. Era la señal de que había llegado a su destino.

Aparcó y sacó de la guantera hojas de papel y un bolígrafo. Yo, Stephen Leviathan, me había convertido en el primer confesor de Bill. Pero no era suficiente para limpiar su conciencia. Bill se apoyó sobre el volante y escribió lo que había vivido esas últimas horas. Las palabras tenían trazos puntiagudos. Destilaban nerviosismo. Hasta que llegó al final. Parecía haberse liberado de su carga. Sus últimas palabras fueron que había dejado de sentirse vigilado. Necesitaba entrar y confesar sus pecados para quitarle el yugo a su alma.

Dobló las hojas y las metió en un sobre. Desconozco cómo lo envió. Normalmente relataba el lugar y los medios que había usado para enviarme la misiva. De esa manera yo sabía que había logrado cubrir todo rastro. Aseguraba mi privacidad y seguridad.

Fue la última carta que recibí de Bill.

Listado de capítulo de la  novela No siempre llueve a gusto de todos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

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