No siempre llueve a gusto de todos (parte 13)
Bill llevaba toda la noche sin dormir. Condujo el Ford Prove hacia el norte hasta encontrar un pequeño motel de carretera con una tienda regentada por una septuagenaria acostumbrada a no hacer preguntas. Compró un sobre y sellos. Ante los ojos de la anciana mujer, introdujo las hojas sucias y rotas que componían el diario de Jimmy y escribió una pequeña carta aclaratorio para Stephen Leviathan. Ni siquiera era consciente de que su aspecto desaliñado llamaba la atención. Su traje negro estaba manchado de tierra. Sus movimientos delataban que tenía una herida en el pecho y se veían claramente los vendajes sucios que cubrían su mano fracturada. Miró a la anciana que le sonrió con una mueca que dejaba claro cuánto tendría que pagarla por su silencio.
Bill sacó cien dólares de su cartera, los puso sobre la mesa y puso el dedo índice sobre sus labios, indicándola que eso pagaría su silencio. La acercó la carta lentamente y puso otros cien dólares sobre la mesa.
— Nadie debe de abrir esta carta hasta que llegue a su destino. ¿Será suficiente dinero para certificarla?
Sin mediar palabra, la mujer cogió los billetes y la carta. Volvió a sonreír a Bill y le indicó amablemente dónde estaba la puerta. La edad hacía a las personas mejores confidentes.
Bill salió al exterior sin mirar atrás. Montó en el Ford Prove y volvió a recorrer el camino hacia la gasolinera donde Jimmy lo secuestró. No podía permitirse perder la ventaja de ser el primero en llegar. Ni siquiera se había parado a beber algo de agua. Tenía los labios quebrados por la sequedad y se mareaba debido a la deshidratación. Era su oportunidad de cazar a ese cabrón y liberar a su mujer, si es que aun estaba viva. No iba a permitir que su cuerpo lo frenara.
Llegó a las cuatro de la mañana. El cerebro primitivo de Bill pugnaba por abrirse paso a través de su mente aletargada y le mostraba imágenes confusas. El cráter donde estuvo la gasolinera se transmutó ante sus ojos en la puerta del infierno rodeado de un desierto arenoso con dunas que subían y bajaban como olas en el mar. Las llamas y gritos de los condenados retumbaban y crepitaban en sus oídos. Debido a sus actos algún día acabaría allí, sentado ante su banquete de consecuencias. Debía mantenerse firme. Era incapaz de controlar su cansancio. Su cabeza bailaba alrededor de su cuello en un lento vaivén.
Frente a la gasolinera, atravesando la carretera, había un pequeño montículo. Dejó caer todo su cuerpo sobre el volante y giró el vehículo hasta sacarlo de la carretera. Rebotó en el asiento al entrar en contacto con el suelo arenoso y obligó al motor a tirar del coche arrastrándolo por la arena para ocultarlo tras la loma. Apagó el motor y con su chaqueta alisó la arena para borrar las huellas que había dejado el Ford Prove. Arrastró su cuerpo dolorido hasta la cima de la loma. Desde allí tenía una vista completa del lugar. Sus ojos no le permitían enfocar correctamente. Lo único que podía ver era el cielo cubierto de millones de estrellas. Si existía un Dios allí arriba, había enviado a Jimmy para hacerle pagar por sus pecados. Su mujer, Elizabeth, no tenía por qué recibir las consecuencias de sus malos actos. Sin embargo, Patricia, su jovencísima amante, ya había pagado con su vida la infidelidad que habían perpetrado. Bill no creía en un Dios, pero los últimos hechos, hacían que cuestionara su propia realidad. Tal vez Jimmy era un demonio en la Tierra. Tal vez su castigo fuera proporcional a sus actos. Su mente divagaba y notaba que sus pensamientos eran inconexos. La única idea que podía mantener en su cabeza, era la de pagar por sus malas decisiones. En medio del torbellino de pensamientos, sus párpados se cerraron y todo se apagó.
Bill notó un fuerte cosquilleo en su mentón y su cara. Entreabrió un ojo y notó como el sol quemaba su piel. Se había quedado dormido. Levantó la mano nervioso, un montón de arena cayó sobre su cara. Miró su reloj. Eran las doce de la mañana. Su corazón se aceleró. Había perdido toda ventaja.
Giró sobre si mismo, mareado por la deshidratación. Estaba cubierto de arena y seguía doliéndole cada músculo, tendón y hueso de su cuerpo. Sus heridas parecían cerradas. El sol había ayudado a la cicatrización. Asomó su cabeza por encima de la loma y miró hacia la gasolinera. Había un coche de policía aparcado. Emitió un único sonido de forma gutural desde el fondo de la garganta.
— Mierda.
Había perdido su oportunidad de cazar a Jimmy. Ese cabrón era demasiado inteligente como para dejarse atrapar por la policía. Se tapó los ojos con las manos para poder ver mejor qué es lo que sucedía abajo, en la gasolinera.
Pasó media hora. Notaba como el sol le abrasaba cada centímetro de su cuerpo. Miró las marcas de neumáticos que había dejado en la arena al ocultar el Ford Prove. El viento eliminó cualquier rastro que pudiera haber dejado Bill con sus propias pisadas. Respiró profundamente.
La portezuela del sótano se movió. Entonces se dio cuenta. Si hubiera dejado el diario de Jimmy, la policía lo habría encontrado. Tendrían una pista a seguir. La figura salió del sótano. Bill se arrastró a un lado. Los restos carbonizados y las estanterías de lo que había sido la gasolinera sólo le permitían ver una silueta. Había una única persona. La policía siempre patrulla en pareja. Tenía que ser Jimmy. Habría asesinado a un agente de la ley y se paseaba por Nuevo México impunemente montado en un coche de la policía. La figura esquivaba los restos del incendio. Bill volvió a arrastrarse hacia un lado para poder ver mejor. El viento sopló tras él y una cortina de arena flotó desde su escondite. La figura miró hacia el cielo, vio el cúmulo de arena que flotaba en el aire y corrió hacia el coche de policía. Bill se escondió tras el montículo tapándose la cabeza con las manos. Su respiración acelerada, acompañaba al ritmo de su corazón. Pasaron unos interminables segundos.
— ¡Hijo de puta! ¡Maldito hijo de puta!
Retumbó en el aire. Los gritos eran de una mujer. No era Jimmy. Bill se quitó las manos de su cabeza, palpó su chaqueta en busca de su pistola. La había dejado en el coche. Escuchó pasos sobre la carretera seguidos de un fuerte golpe sobre el coche. Se dio la vuelta y con mucho cuidado asomó de nuevo su cabeza. Al lado del coche estaba Margaret White, la policía que lo había interrogado en el hospital. La inspectora sostenía una pistola en la mano. Golpeó el capó con el arma. Su rostro estaba marcado por la ira, plagado de venas y músculos en tensión. Bill sabía que era el principal sospechoso. Se dio cuenta de que si esa mujer lo atrapaba lo mataría. No podría demostrar su inocencia. Se ocultó tras la loma. Agarró su pecho; estaba sufriendo una taquicardia. Se sentía acosado por el psicópata de Jimmy y por una policía que parecía odiarlo.
La policía se metió en el coche. Bill respiraba aceleradamente. Si esa mujer lo atrapaba o lo mataba ahora, significaría que su esposa moriría a manos de Jimmy. Margaret giró su cabeza mirando al asiento del acompañante, su móvil estaba iluminado, alguien la estaba llamando. Descolgó y dijo algo. Bill se asomó un poco más por encima de la loma para tratar de leer sus labios. La mujer giró la cabeza y lo miró directamente.
Todo se detuvo.
Antes de que Bill pudiera darse cuenta, la policía tiró el móvil y salió del coche apuntando a Bill con su arma.
— ¡Quieto asesino!
Bill se levantó para correr en dirección contraria. Levantó una polvareda de arena. La mujer disparó y la bala atravesó el manto de polvo formando un cono de partículas que rozó la cabeza de Bill. Tropezó y rodó por la colina. Margaret corrió a la caza de su presa. No dejaría que se le escapara de nuevo. Vivo o muerto.
Los dedos de Bill abrieron la puerta del coche. Su mano rota giró la llave y arrancó el motor. Metió la marcha. La policía subió corriendo la cuesta de arena, tenía motivos para matarlo. El viento sopló con más fuerza levantando oleadas de arena. Margaret llegó hasta la cima. Con el dedo en el gatillo se dispuso a volar la cabeza de ese asesino. Bill la atropelló con el Ford Mustang. La mujer cayó al suelo bajo el vehículo, su cabeza golpeó contra el parachoques. Las ruedas del coche se despegaron del suelo al llegar al final de la cuesta y el vehículo voló por encima de la mujer que disparó de nuevo. La bala atravesó el asiento izquierdo de atrás y salió por el techo. El Ford Mustang aterrizó en el suelo con un fuerte impacto. Bill notó como su estómago subía y se golpeó con el mentón contra el volante. Perdió el control y el coche derrapó al llegar a la carretera. Siguió desplazándose lateralmente por la carretera hasta chocar contra el coche de policía. El ruido del metal chirriante llenó el páramo. El coche patrulla de la policía se desplazó. La cinética lo impulsó hasta el bordillo y al bajar la rueda, el coche de policía volcó.
Margaret tenía una herida en la frente tras el golpe contra el coche. La sangre chorreaba por su cara cubriéndola los ojos y tapándola la visión. Había una gran capa de arena entre ella y el vehículo en el cual trataba de huir Bill. El sol caía a plomo creando fuertes contrastes blancos y negros en medio de la neblina de polvo y arena.
Bill sujetó su mandíbula, estaba aturdido. El motor de su coche seguía en marcha. Margaret apuntó a su cabeza. Cegada por su propia sangre. La luz del sol rebotaba en las ondas de arena y el propio cristal del coche creando formas caleidoscópicas. La imagen de Bill se reflejaba tres veces en el cristal del coche. Margaret era incapaz de distinguir cuál era la real sin limpiar su propia sangre de sus ojos. Bill metió la marcha y apretó el acelerador. La mujer disparó a la imagen central.
BAM.
Los restos de cristales salpicaron el pantalón de Bill. Sus manos temblaban, pero seguía vivo. Pisó el pedal hasta el fondo. Margaret disparó hacia el coche hasta vaciar el cargador. Más cristales se partieron en pequeños cubos y saltaron en todas direcciones por el interior del vehículo. Bill no frenó.
Margaret bajó lentamente por la colina. Se quitó la sangre de los ojos y subió por encima del coche volcado hasta abrir la puerta del conductor. Cogió el transmisor. Sonaron tres notas indicando que había iniciado la comunicación
— Adelante
— Aquí Margaret White. Estoy en la carretera 1 de la autopista Canam. No tengo el kilómetro exacto. El lugar de la explosión en la gasolinera. El caso del asesino infiel.
— Recibido.
— He tenido un accidente. Ha habido una tormenta de arena y he volcado mi vehículo. Me he golpeado la cabeza.
— Recibido.
— Necesito que enviéis una grúa para recogerme.
— Recibido. Estaremos allí en menos de una hora.
Margaret suspiró. Una hora era suficiente tiempo para que el gordo de Bill se fugara de nuevo.
— Recibido. Os espero aquí.
Cortó la comunicación y saltó al interior del vehículo volcado. Entre los restos de cristales rotos estaba su móvil. La pantalla seguía iluminada y la llamada no se había cortado. Lo cogió y habló.
— ¿Has podido verlo? Se dirige hacia el sur. He hecho todo lo posible por atraparlo. Necesito más tiempo.
La vida de Margaret había cambiado esa mañana, mientras Bill dormía en la loma. En el interior del coche no podía ver lo que pasaba fuera. Escuchó el ruido de un motor. El parabrisas estaba quebrado. Margaret se apoyó en el cristal.
— No la mates, por favor.
La llamada se cortó. La policía miró su móvil. Escuchó un sonido de motor estruendoso. El suelo vibró y a través de la imagen quebrada del parabrisas vio pasar a toda velocidad a un Ford Mustang oxidado.
El vehículo salido de las profundidades del mismo infierno se alejaba en busca de su presa. Hacía menos de cuatro horas que Margaret había dejado de tener control sobre las decisiones que tomaría durante los próximos días.
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