No siempre llueve a gusto de todos (parte 12)

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No siempre llueve a gusto de todos (parte 12)

A los pocos días de su descubrimiento en la gasolinera, recibí la carta que me envió Bill. Habían sucedido muchas cosas antes de que llegara ese paquete amarillo con mi dirección y mi nombre: “Stephen Leviatan”, escrito encima. Dentro, una vieja libreta y una pequeña epístola aclaratoria con un par de párrafos que explicaban dónde había conseguido el cuaderno que Jimmy había usado de diario.

Al abrirla, temblé pensando en la posibilidad de que el fantasma de Jimmy apareciera en mi casa. Miré en todas direcciones para cerciorarme de que mi paranoia no fuera real y cerré la puerta con llave. El viento ululaba en el exterior creando una atmósfera aterradora. Me senté frente a la mesa donde pasaba mi vida escribiendo novelas baratas y me dispuse a leer.

Tardé horas en traducir el texto. Estaba plagado de palabrería incoherente y soez. El diario estaba escrito por el propio Jimmy. Traté de darle sentido en mi cabeza. Cuando creí conseguirlo, cogí el teclado y lo machaqué hasta depurar un texto que pudiera entenderse. Estas fueron las conclusiones que extraje del macabro libreto de Jimmy. Decidí no usar el lenguaje del psicópata para evitar incomodar al lector. Al fin y al cabo, soy escritor, no periodista.


En algún momento de 1902, mi bisabuelo Ivram Herzog, hijo bastardo de una prostituta y un marinero irlandés, se encontró un grupo de ovejas malolientes pastando en su campo. Hacía diez años que vivía allí con su mujer, Adama y su hijo Malm. Al día siguiente, un vecino del lugar al que nunca había visto  que decía llamarse Abraham, dijo que las bestias eran suyas. Se golpearon e insultaron hasta que algo despertó en el interior de Ivram. Algo que nunca abandonaría a nuestra familia. Sacó su navaja y rajó el cuello de Abraham sin sentir  ninguna culpabilidad.

Hasta entonces nunca había dado muestras de violencia. Aún con el cuchillo goteando sangre en la mano, miró inexpresivo como aquel hombre se desangraba frente a él. No hizo nada. Tal vez si todo hubiera quedado en eso, la herencia de la ira en mi familia hubiera terminado en ese páramo. Pero allí estaba el pequeño Malm, para ver con sus enormes ojos azules, cómo su padre degollaba a un hombre que acababa de conocer. La sangre marcó las ovejas que corrieron en todas direcciones. Malm sujetó la mano de su padre y éste lo golpeó sin ni siquiera mirarlo. Nadie echó en falta al tal Abraham. Ivram lo enterró en el mismo terreno donde pastaban las ovejas.

Bajo ese terreno se plantó la semilla de la maldad sanguinaria, que pasaría de generación en generación en mi familia. Dos años después, nadie preguntó a Ivram dónde estaba su mujer Adama, ni por qué no se la había vuelto a ver después de una discusión que tuvo con ella. Las mujeres no son las responsables de la lascivia por la muerte de nuestro linaje.

Su heredero Malm Herzog, creció arropado por un hombre que asesinaba y enterraba en su terreno a todo aquel que lo molestara. Una valiosa lección que supo aprovechar con la llegada de la ley seca.

Mi abuelo Malm fue el primero en introducirse en los negocios ilegales. Distribuyó alcóhol por todo el Estado de Nuevo México, eliminando a cualquier cucaracha que se cruzara en su camino. Plantó una mimosa por cada cadáver que enterró en el campo donde estaban sepultados su supuestamente desaparecida madre y el malparido de su padre, Abraham. La explanada se llenó de árboles de hojas rosadas que cubrían el color rojizo de la sangre que había bajo esa tierra.

La llegada de la base militar a Nuevo México treinta años después, trajo dinero y población al lugar. Mi padre, ese sarnoso hijo de puta, había encontrado un filón en un cabo que robaba armamento del ejército. Limaba la numeración y le daba el cargamento para que lo vendiera. Si algún policía encontraba alguna pista que condujera a sospechar que un arma militar había aparecido donde no debía, enseguida se enterraba bajo una capa de tierra. El militar se sentía seguro de lo que hacía y además creía estar timando a un paleto sureño fácil de manipular. Aprendió rápidamente que estaba muy equivocado. Mi padre me envió como sicario para enseñarle con que tipo de familia estaba tratando. Pero eso llegaría más adelante.

Las mimosas que el abuelo Malm había plantado estaban tan podridas como el corazón del bastardo que me crio. Fui concebido en el seno de una puta, mientras mi madrastra miraba hacia los billetes que le traía el sucio negocio familiar. La semilla de los Herzog creció en mi podrido corazón desde el momento que fui concebido. Desgarré por dentro a mi propia madre y salí abriéndome paso por su útero devorando cada preciado trozo de carne que encontré a mi alcance. Desde el momento en que fui concebido, disfruté provocando sufrimiento. Mi progenitor se encargó de limpiar los restos y asesinarla. Su sonrisa satánica, tras sus facciones angulosas fueron lo primero que mis ojos vieron. Plantó por primera vez en su miserable vida, una mimosa en el lugar donde enterró a la que llamaba con sonrisa lasciva, “la prueba del delito”. Se encargó de acallar las protestas de mi madrastra con constantes palizas, de las que me llevaba los últimos coletazos. Mis primeros recuerdos son de mi padre, partiéndome el brazo izquierdo. Los huesos rotos, se hacen más fuertes.

Crecí divirtiéndome a la manera del jodido cabrón que me crió. Por las noches salíamos de caza. Buscábamos una presa fácil entre los turistas y los que venían de Méjico a buscar una vida mejor cerca de la base militar. A mi padre le gustaban las jovencitas, niñas de siete años o menos. Yo las prefería más maduritas, pero sin llegar a ser mujeres. Procurábamos que tuvieran el color de piel adecuado. Si raptas a una niña de una familia de chicanos, es probable que a nadie le importe. Si escoges a una americana con la piel blanca y el pelo rubio, seguramente acaben por encontrarte.

Las llevábamos a rastras a la casa. En la parte de atrás de la furgoneta. Me encargaba de suavizarlas. Las golpeaba, mordía y desnudaba. Me gustaba cuando me escupían o me insultaban, porque me daba una excusa para romperles la mandíbula. Las miraba a los ojos con su carita desencajada y las decía: “No te he entendido bien. ¿Puedes repetirlo?”; mientras fingía que me masturbaba. No me producían ningún placer. Pero si lo hacía, el sufrimiento al que las sometía era mayor. Eso me encantaba.

Siempre me gustó hacer sufrir a los demás. El bastardo cabrón de mi padre no lo entendía, él sólo disfrutaba en el momento de matarlas. No sabía paladear el sufrimiento que les provocábamos. Sólo veía el brillo en sus ojos en el momento en que las transformábamos un objeto inerte.

Recuerdo con alegría las carreras por el desierto detrás de las víctimas. Sus gritos eran deliciosos. Aun me relamo con el vello de mi brazo erizado cuando pienso en las lágrimas que caían en la arena, al lado de las gotas de sangre que no paraba de manar por la paliza que les había propinado antes de soltarlas. Cuando estaba a punto de atraparlas de nuevo, sacaba mi lengua y la movía lascivamente para ver la cara de terror que ponían. ¡Era buenísimo! Pero el cabrón de mi padre siempre las pegaba un tiro en ese momento. Trozos de cráneo y sangre salpicaban mi cara. Intentaba aprovechar sus estertores, cuando aun están vivas y son conscientes de que se están muriendo, para que me miraran. Las amenazaba y golpeaba. Aprovechaba esos últimos segundos antes de que murieran abruptamente. Mi padre me robaba mi momento. ¡Jodido bastardo! Yo no disfrutaba de las violaciones a cadáveres, así que me iba y lo dejaba. Me robó cada momento de placer de mi vida y también a la única persona que llegué a apreciar.

Mi vida cambió cuando esa basura humana consiguió preñar a mi madrastra. Esa mujer era similar a los cadáveres que enterrábamos en los alrededores, no oponía resistencia a nada. Al principio parecía ansioso con la idea, pero cuando se enteró de que era una niña, le dejó claro a mi madrastra que “esa cosa sería asunto suyo”. Mi madrastra jamás abortaría y menos cuando su único hijo era un bastardo. Fue el único momento en que esa zorra plantó cara a mi padre. Tuvo a la pequeña y la mantuvo alejada de la influencia del apellido Herzog. La llamó Dorothy, como la protagonista de “El mago de Oz”, una película que había visto en su infancia. Mi padre mató a mi madrastra al segundo mes. La parturienta había descubierto que podía contradecirlo y eso no le gustó.

La pequeña Dorothy se convirtió en lo único que me hacía sentir algo aparte de torturar a los demás. Cuando mi padre no conseguía encontrar a una víctima para calmar su ansia, buscaba a mi hermana con ese brillo en los ojos que precedía al momento en que soltábamos en el desierto a nuestras presas. Cuando era más pequeña, me encargaba de sacarla fuera de la casa en una cesta de mimbre. Cuando creció y podía caminar y hablar; bajábamos al sótano y la abrazaba con fuerza, mientras toda la casa temblaba ante un brote de violencia de mi padre. Ella rezaba y aunque me parecía una actitud estúpida, sus plegarias me calmaban. Horadé la pared del sótano y la construí un pequeño refugio con unas baldas. Se escondía dentro y leía durante horas. Así sobrevivió a su familia.

Cuando cumplí doce años, el hijo de puta me llevó aparte de Dorothy, para contarme la historia del bisabuelo Ivram y el abuelo Malm. Estábamos en el salón de la pocilga que llamaba hogar, antaño una gran mansión que se había encargado de rendirla al abandono. Me explicó que la ira era hereditaria. Quería asegurarse de que realmente era un Herzog. Nunca me había visto disfrutar con la muerte, sólo con las torturas. Sacó una pistola sin numeración y enterró en su tambor una única bala. Giró el tambor y lo introdujo en el interior del arma aun dando vueltas.

— Si perteneces a mi linaje, te sobrará munición.

Sonreí. Algo despertó en mi interior. Ese cabrón había defecado en mi vida quitándome mis momentos de placer, convirtiéndome en lo que soy y ahora me daba un arma cargada. Todo el odio que había acumulado durante años se vería satisfecho por fin. Cogí el arma, apunté a su cara y apreté el gatillo sonriendo. Emitió un sonoro “clic”. Me abofeteó con tal fuerza, que me mareé y escuché un largo pitido en el interior de mi cabeza. Caí al suelo. Me arrancó el arma de las manos, apuntó a mis testículos y apretó el gatillo. Clic. Otro hueco sin bala en el tambor.

Me levanté y cargué contra su estómago. Ambos rodamos por el suelo. Le quité el arma y metí el cañón en su boca llena de dientes negros. Apreté el gatillo hasta que me dolió el dedo. Clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic. Nada.

Mi padre sacó la pistola de su boca y me escupió. Me agarró por los pelos de la nuca y me sentó de nuevo en la silla.

— Escúchame bastardo. Mi proveedor, ese cabo de mierda, me ha timado. Me ha dado munición en mal estado para que cuando la venda, aquellos que me la han comprado, me liquiden.

— Muérete. Será lo mejor para todos.

— Después de matarme a mi, vendrán a por ti y a por tu incestuosa hermana.

— Nos marcharemos antes. Cuando tu no existas podremos escapar.

— Soy un Herzog y tu también. Es así como amamos a los demás. Está a punto de nacer en ti esa semilla de odio. Te transformarás en mi. Después de eso me matarás. Harás lo mismo con tu hermana. Pero antes podrás hacer algo decente por ella.

Su lengua viperina le impedía pronunciar bien la última frase. Lo miré de arriba a abajo.

— Soluciona tu sólo tus problemas.

— Al darme esta munición, ese soldado pretendía sellar mi sentencia de muerte. La mía y la de toda mi familia. Si no le hago llegar un mensaje claro, seguirá insistiendo. Mandará a un sicario. Ya ha conseguido un nuevo vendedor. Lo que no sabe es que yo tengo un nuevo proveedor, su general. Debemos enseñarle con qué familia está tratando.

— No soy tu familia.

— Pero Dorothy si que es parte de tu mierda de familia, pequeño bastardo. La quieres, ¿verdad?

Permanecí en silencio. Apretando los dientes, sin separar los labios. Continuó hablando.

— Si no haces lo que te digo, la estrangularé con mis propias manos. Al fin y al cabo, si no vamos a por el que me ha vendido, estará muerta antes o después.

Fue el final de la conversación. Cargó de nuevo el arma con una única bala. Esta vez, una sin defecto. Giró de nuevo el tambor y me dio un pequeño papel.

— Esta es la dirección y las indicaciones. Recuerda. Nadie debe de faltarte al respeto, jamás. Eres un Herzog. Algún día te mirarás al espejo y me verás a mi. —Se acercó lentamente hasta ponerse a menos de dos dedos de distancia de mi cara— Ese día llegará. No podrás evitarlo.

Cogí el trozo de papel. La indicación era muy simple: “Acaba con toda su familia”. El soldado vivía en una casa al lado de un pequeño lago medio seco y un bosque. Era de noche y desde fuera se les podía ver cenando. Nunca había visto a una familia unida. Estaban riendo mientras veían el televisor. Me arrastré por el suelo cubierto por los matorrales con el arma en la mano. Las risas retumbaban en el ambiente. La luz atravesaba la ventana formando siluetas en el exterior. Sobre el suelo pude ver cómo el matrimonio se abrazaba. Él le besaba el estómago a ella. Luego cogía a un niño de unos dos años y giraba sobre si mismo como un tiovivo.

Respiré hondo. Quería hacerles sufrir. Me picaba la garganta. Quería beber su sangre. Quería morder el vientre de la preñada y quería pisotear la cabeza del feliz padre. Pero no quería matarlos. No iba a disfrutar con ello. Repté hacia atrás y choqué contra algo. Mi padre estaba allí de pie, mirándome con gesto decepcionado. En sus manos sujetaba un rifle de caza.

— Sabía que no eras un Herzog. Sólo eres un bastardo.

Me agarró por el cuello y me levantó. Me susurró que me enseñaría la muerte. Eso despertaría mi herencia de la ira. Grité. Un grupo de pájaros que estaban en el lago elevaron el vuelo y un ciervo salió corriendo de la zona boscosa. En el interior de la casa el hombre hizo un gesto a su mujer y giró sobre si mismo. Su cabeza estalló en pedazos en ese mismo momento. Mi padre había disparado el rifle usando mi hombro como apoyo. Me sujetaba con su mano libre la cabeza para que no dejara de mirar. Yo no sentía nada.

La mujer desapareció de la ventana gritando. El ciervo continuó su carrera. La puerta de la casa se abrió y la mujer salió corriendo al exterior. Un segundo disparo reventó un trozo de madera de la entrada. Las astillas saltaron sobre el pelo de la embarazada. Tropezó y huyó trastabillando hacia el lago medio seco.

— No dejes de mirar.

Mi padre giraba mi cabeza como si fuera un muñeco de ventrílocuo. La mujer gritaba corriendo sobre el lodazal que la cubría hasta las rodillas. Su estómago estalló y la sangre se mezcló con el barro. Mi padre giró su arma sobre mi hombro y apretó el gatillo por última vez. El ciervo elevó su boca hacia la luna emitiendo un leve quejido y su cadáver rodó por el suelo finalizando su carrera. Acercó sus labios rotos y me susurró al oído.

— Hoy nos llevamos tres piezas al precio de una.

Algo cambió dentro de mi. Subió desde la boca de mi estómago, hasta lo más profundo de mi cerebro eliminando lo poco que me hacía humano. Mi padre se puso de pie y me incorporó tirando de mi axila. No sonreía. Su gesto no tenía ningún sentimiento.

— Ayúdame a recoger mi trofeo.

Me empujó hacia el ciervo. Sólo nos dio tiempo a dar un par de pasos y entonces sonó. El profundo y agudo grito de un bebé. Mi padre me miró sin pasión alguna.

— Termina el trabajo. Disfrútalo.

Comprobé que la bala estuviera colocada en el lugar correcto del tambor y caminé hacia la casa. A mi espalda, los ojos de mi padre brillaban, con el reflejo de la luz que antes me había mostrado la silueta de una escena familiar en el interior del hogar. Caminé por la entrada pisando las astillas de madera y me dirigí hacia el salón. En el suelo, sobre un charco de sangre, estaba el hombre que había traicionado a mi padre. A la misma altura, a pocos metros un bebé llorando desconsoladamente. Apunté al pequeño con el arma. Elevé la cabeza y me vi reflejado en un espejo que había en la pared del salón. Un niño de doce años con un arma en la mano. El reflejo no mostraba a alguien como mi padre.

Disparé sin dudarlo. Seguía sin sentir placer. Golpeé al cadáver del padre con la culata, buscando que aun estuviera vivo para intentar disfrutar de su sufrimiento. Pero mi padre lo había matado. No me dejó ni un pequeño hálito de vida al que poder apuñalar y causar dolor.

En el exterior, la piltrafa humana cortó la cabeza del ciervo y la arrastró hacia su furgoneta. La tiró a la parte trasera rompiendo una de las astas. Mi miró de arriba a abajo y vio la pistola ensangrentada.

— Te dije que te sobraría munición.

Recargó su rifle. Luego arrancó el vehículo y condujo en silencio de vuelta a casa. A mucha distancia, en medio del páramo que hacía años había sido una plantación de mimosas, se veía arder nuestra casa. En la charla que habíamos tenido en el salón, al cabrón se le había olvidado decirme que ya había vendido munición en mal estado. En este tipo de negocios, los fallos no se perdonan.

Por primera vez en mi vida, vi un gesto de preocupación en la cara de mi padre. Aceleró. Mis brazos pesaban, me sentía indefenso. Lo miré buscando algún tipo de respuesta. Sólo prestaba atención al incendio. En ese casa habíamos dejado a Dorothy, con sus rezos y sus libros. Llegamos hasta la casa y frenó derrapando. Cogió su rifle, bajó del coche y corrió por el camino hasta el interior de la casa en llamas. Sonaron varios disparos más y luego sólo el crepitar de las llamas. Bajé del coche con la pistola en la mano. Arrastré los pies caminando hacia el fuego.

Alguien había tirado por el suelo cajas de munición. Había balas de todos los tamaños. Cogí varias que parecían encajar con la pistola y cargué el tambor con una única bala. Entré en la vivienda en llamas. Las lenguas de fuego parecían moverse como cortinas al viento. El calor me abrasaba la piel y la madera se partía. Vi dos hombres muertos, vestían chupa de cuero y tenían largas barbas. Uno tenía un pañuelo en la cabeza que se había incendiado. Olía a carne quemada. Entre los dos, un reguero de sangre indicaba que un tercero salió herido y se arrastró por el pasillo. La sangre formaba pequeñas pompas debido al calor y cada vez que estallaban, desprendían un olor intenso que se pegaba en el fondo de la nariz.

Seguí el rastro. La trampilla que daba al sótano estaba abierta y la sangre indicaba que quien fuera, había bajado. El fuego azotaba a mi alrededor. El sonido se hizo más fuerte. Bajé las escaleras una a una. La luz de las llamas iluminaban la escena. Mi padre con las tripas abiertas, me miraba con los ojos que ponía cuando despertaba el ansia en su interior. Sonreía satisfecho, como cuando había alimentado su obsceno afán de matar. En sus manos, su rifle humeante. La punta del arma señalaba una manita apoyada sobre sus rodillas. Seguí con la mirada el brazo del cadáver hasta llegar a la cara de su víctima. Le había volado la cabeza y era casi irreconocible. Aun así, supe que era Dorothy. Mi padre se había metido a la madriguera del conejo y la había volado la cabeza. Descubrió su lugar secreto y mató a su única hija.

— Siempre supe donde la escondías. Me muero y no quería irme sin disfrutar de una última muerte.

Levanté la pistola.

— Algún día te mirarás al espejo y me verás en su reflejo.

Descargué a quemarropa una única bala en su sarnosa boca. Se desplomó y por primera vez disfruté matando.

Sólo me arrepiento de no haber logrado enseñar a Dorothy a sobrevivir. La enterré en el sótano donde alguna vez se había sentido segura. El ejército se encargó de la investigación de lo sucedido y todo quedó en una reyerta de unos mejicanos salvajes. No convenía que saliera a la luz la verdad de lo que ocurrió allí. La investigación de lo ocurrido desapareció junto a los cadáveres que encontraron ese día.

Viví durante meses en medio de la nada. Cazando como un salvaje animales y humanos por igual. Alimentándome con su carne. No fui cuidadoso y a los pocos meses, empezaron a desaparecer las familias. Tenían miedo del chupacabras, el hombre del saco o satanás, que aparecía en medio de la noche y te devoraba. Alimenté la leyenda sin proponérmelo, poniéndome la cabeza del ciervo y persiguiendo a mis víctimas en medio de la noche. Hasta que sólo pude cazar a la gente que venía de paso. Todos los habitantes del lugar desaparecieron y sólo quedó la base militar, plagada de mitos y leyendas.

Tuve que adaptarme de nuevo a la humanidad y volví continuando los negocios de la familia Herzog de venta de armas. Conseguí reunir algo de dinero y regresé a mis raíces. Tiré abajo los restos de la casa y construí una gasolinera en donde encerrarme sin que nadie me molestara. Seguí vendiendo armas a los que pasaban por la carretera. Nadie se atrevía a visitarme por ninguna otra razón. Sólo la policía para recibir su soborno. Planté una mimosa, en honor a Dorothy. Terminó pudriéndose. Ese día me miré al espejo por primera vez en años. Vi mis dientes negros, mis facciones angulosas y mi mirada vacía. Me había transformado en mi padre.

Continué mis cazas. Pero ya no las disfrutaba. Mi herencia me obliga a hacerlo para saciar mi ansia. No he tenido hijos, soy el último de mi estirpe. Cada año que pasa me siento más enfermo. Menos humano. Necesito una razón para vivir. Destruir a otra persona, transformarla en un demonio, como hizo mi padre conmigo.

Mi nombre es Jimmy. Y soy el último Herzog.

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