No siempre llueve a gusto de todos (parte 11)
Bill agarró con fuerza el volante. Le temblaban las manos y tenía el sabor metálico de la sangre en su boca. Apoyó las armas en el asiento del copiloto. Notaba la cicatriz de la operación hinchándose y deshinchándose con cada bombeo de su corazón. Le dolía la mano rota y los golpes que acababa de recibir. Pensó en lo que Jimmy podría estar haciéndole a su mujer. En cómo la tendría maniatada y torturándola sólo porque en un momento de tensión, él no lo había tratado respetuosamente según su psicótico punto de vista. Tenía que realizar esa llamada o sería el responsable de la muerte de Elizabeth.
Cuando salió de sus propios pensamientos, se dio cuenta de que estaba conduciendo hacia donde su subconsciente creía que debía de dirigirse. Y ojalá allí hubiera un teléfono. Si no, su esposa pagaría sus pecados.
Estaba anocheciendo y los últimos rayos de Sol transformaban el arenoso paisaje en una larga extensión brillante de color amarillento. El Ford Prove 24 recorría la fina línea serpenteante que trazaba la carretera sin tránsito. En el lugar con más tráfico de narcóticos del mundo, los camiones cargados de drogas conducidos por americanos contratados por los narcos mejicanos, siempre transportaban su mercancía de día. La logística de lo ilegal, siempre tenía que aparentar normalidad. Eso hacía que Bill llamara aún más la atención conduciendo solo por el lugar. Herido, con manchas de sangre y una Smith & Wesson a su lado sobre el asiento. Encendió las luces del Ford y siguió el trayecto.
Miraba cada diez minutos el reloj integrado en el frontal del coche. El velo de la noche había cubierto por completo la meseta. Sólo tenía un margen de dos horas para hacer la llamada. Llevaba una hora conduciendo hacia el norte por la carretera que llevaba hacia Albuquerque. En algún punto de este trayecto, se encontró con el psicópata en su gasolinera. En su desesperación, Bill pensaba encontrar algo que pudiera serle de utilidad en aquel lugar.
Pasaron otros diez minutos. El cerebro de Bill barajó la posibilidad de que nunca encontrara la gasolinera y que no pudiera realizar esa maldita llamada, cuando algo muy fino se pegó contra el cristal. Pisó el freno y el coche derrapó en medio de la carretera. Una cinta policial había volado por los aires hasta toparse con el Ford Prove 24. Bill bajó del coche. La cinta sujeta al coche por la parte delantera, bailaba una danza macabra al son del viento nocturno. El cono luminoso que salía del vehículo iluminaba la arena que se elevaba hacia el cielo y al fondo se distinguía la silueta de lo que fue la gasolinera de Jimmy. La policía había cerrado el lugar con bandas para advertir que era la escena de un crimen. La mitad del edificio estaba calcinado. Tan sólo se sostenía en pie la pared trasera y se podía ver el interior desde fuera. En el lugar donde estaban los surtidores había un cráter rodeado de restos calcinados de metal y plástico. Bill cogió su arma y abrió el tambor. Estaba vacío. Temblando abrió la caja de munición y se sentó para meter una a una las enormes balas del calibre 44. Cerró el tambor y salió del coche con el arma en la mano. El lugar aun desprendía calor. El infierno siempre mantiene caliente sus llamas.
Atravesó el cráter y fue directo hacia los restos de la tienda. Pasó por la puerta. Recordó su huída, corriendo mientras Jimmy le lanzaba objetos. La mayoría del lugar estaba calcinado. La mesa de recepción tras la que estaba la trampilla del sótano en donde lo había secuestrado, aun seguía de pie. Recibió un fuerte impacto de la onda explosiva y tenía restos de todo tipo clavados contra la misma. La madera estaba ligeramente chamuscada, pero se mantenía de pie. Pasó al otro lado. Sonrió. En el suelo había un teléfono de marcación con rueda que había caído tras la explosión. Lo recogió y se puso el auricular en la oreja. Daba tono. Lo apoyó. Aun le quedaba una hora y tres cuartos antes de llamar a Jimmy para intentar descubrir algo en este lugar de muerte.
Sabía que la policía había encontrado varios cadáveres tras investigar la zona. Pero nadie conocía tan bien al verdadero asesino como Bill. Encontraría algo que se les habría pasado por alto a los peritos policiales.
Abrió la puerta del sótano. Un olor ácido y penetrante golpeó su nariz. El olor de los cadáveres en descomposición atacó su cerebro de manera primaria. No recordaba que oliera de esa manera cuando estuvo secuestrado. No se veía nada debido a la oscuridad. La luz de la luna iluminaba tenuemente el lugar. Bill sólo podía ver el interior de la tienda porque no había un techo que cubriera el lugar.
Rebuscó en los alrededores pisando latas de cerveza y bolsas de patatas abrasadas que crujieron bajo sus pies. Encontró una linterna que había sobrevivido a la explosión. Funcionaba con una manivela para cargar la batería. Guardó su arma en el bolsillo del pantalón y la dio cuerda para hacerla funcionar. Bill apuntó la luz hacia el sótano, con el viento ululando a su alrededor. No parecía que el incendio hubiera afectado a las escaleras. Pisó con cuidado el primer peldaño. La madera del escalón crujió ligeramente. Apoyó todo su peso y lo soportó. Paso a paso, inició su descenso a los infiernos.
La luz de la linterna iluminó la estancia. Recordaba ese sótano con todo lujo de detalles. La silla en la que Jimmy lo había torturado estaba tirada en el suelo. Una marca de tiza marcaba su silueta. Movió el haz de luz siguiendo su propio recorrido en el pasado. Había más círculos de tiza señalando los restos de sangre que Bill había derramado en el lugar. La luz llegó hasta la mesa. Los cajones estaban abiertos y habían sido vaciados. No iba a encontrar nada allí. Levantó la linterna. En la pared se apreciaba la marca de que durante mucho tiempo estuvo colgada la calavera de algún tipo de animal.
Giró sobre si mismo e iluminó las paredes hechas con tablones de madera. Ese cabrón tenía que haber dejado algo allí que no hubiera visto la policía. Tocó las paredes buscando un resquicio, una tabla suelta. Si algo tenía valor para Jimmy, era ese sótano. No podía ser que sólo tuviera herramientas de tortura y una pistola con una única bala.
Trastabilló agitado tanteando la pared. El rostro de Elizabeth se aparecía tras cada lama de madera que no se movía. Chocó contra las escaleras. Había dado la vuelta completa a la habitación y no había encontrado nada. Gritó. Jimmy volvía a tener la sartén por el mango. Golpeó la mesa con la culata de su revólver. La luz apuntaba al suelo y el polvo que Bill agitó, flotó en el aire. Una lágrima cayó por su mejilla. Era la segunda vez que lloraba en este sótano. Entre la bruma que había levantado y la falta de claridad pudo ver la figura que había dejado la osamenta en la pared. Todo se confundió en una danza macabra y Bill creyó ver por segunda vez la calavera de un ciervo con los cuernos astillados. Disparó al frente tapándose la cara con su mano rota. La bala iluminó la sala con tonos rojizos y Bill cayó al suelo.
Lloró por la tensión. Su mujer iba a morir por su culpa. Quería pedirla perdón. Levantó la barbilla, inhaló aire con fuerza y abrió los ojos. La enorme bala de escopeta había atravesado la madera en donde estuvo colgada la cabeza del ciervo. Detrás no había pared, sólo un enorme agujero negro. Bill se levantó. Elevó la linterna e iluminó el interior. Había un hueco al otro lado. Empujó la mesa contra la pared y se subió encima. Se introdujo por la madriguera de conejo que acababa de descubrir. El habitáculo era un espacio estrecho, de apenas dos metros cuadrados escarbados de forma tosca directamente en la tierra. En el suelo había una pequeña librería semi cubierta por los desprendimientos que había provocado la explosión.
Bill se dejó caer al interior. Cavó con sus propias manos hasta desenterrar por completo el mueble. En una de sus baldas tan sólo había un peluche de un oso con una oreja arrancada y una pequeña libreta que rezaba la palabra “Diario”.
Nervioso, se puso la linterna en la boca y abrió el cuaderno. Había decenas de páginas escritas con letras angulosas y líneas descendentes y ascendentes de manera errática.
Pasó las siguientes dos horas encerrado en esos dos metros cuadrados. Sentado sobre la estantería y apoyado contra la pared. Cuando cerró la libreta su mirada estaba vacía. Recogió el peluche y guardó el diario en su bolsillo. Giró sobre si mismo. Sus hombros chocaban contra las paredes. Miró fijamente la pared sobre la que se había apoyado. Horadó la misma con sus dedos arrancando pedazos de tierra. La pared arcillosa estaba seca y sus uñas se quebraron. Siguió rascando ansiosamente hasta que lo tocó. Una pequeña falange huesuda asomó en la pared. La agarró y la besó.
— Siento lo que te pasó. Una niña no debería de haber vivido lo que te tocó ti.
Salió del zulo y subió las escaleras. Se abalanzó sobre el teléfono, marcó el número de su casa y esperó los tonos. Uno, dos, tres …
— Es tarde, hombre estudiado. Tendré que enseñarte una valiosa lección. Tu mujer va a…
— ¿Como educaste a Dorothy? ¿Así me vas a educar a mi?
Se produjo un largo silencio.
— He dicho jodido cabrón. Si me vas a educar como hiciste con Dorothy.
— ¡No me faltes al respeto!
— ¡Está muerta! ¡No hiciste nada para solucionarlo! Tu y tu familia sois el veneno de esta tierra y Dorothy era vuestra única oportunidad de redimiros.
Bill escuchó el sonido de golpes. El jaleo de su mujer seguido de un grito apagado. Un raspeo del auricular y de nuevo la voz rasgada del psicópata.
— Te dije que soy yo el que dice lo que tiene que hacerse. Ahora…
— He cumplido tus órdenes. Me dijiste que llamara cada 24 horas y así lo he hecho. Me preguntaste dónde estaba y te lo dije. —Bill interrumpió por segunda vez a Jimmy.
— ¿Dónde estás Bill? No debes mentirme, porque Dios observa en todas partes.
— Estoy en tu casa.
— Tu mujer va a morir.
— Te mataré.
— Debes aprender a respetarme.
— Prenderé fuego al cadáver de Dorothy y mearé en la hoguera. Jodido cabrón.
Jimmy colgó el auricular golpeándolo contra el teléfono. Bill temblaba. Apretó los dientes y escupió las palabras.
— Vendrás aquí y te mataré.
Tenía que prepararse. Con lo que había descubierto sabía que Jimmy aparecería allí al amanecer para matarlo. Corrió hacia el Ford Prove. Esa misma noche enviaría el diario y una carta a Stephen Leviatan. Volvería a la gasolinera y se prepararía para escribir el final de la historia según sus propias normas.
Fuente: este post proviene de Relatos escritos, donde puedes consultar el contenido original.
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