No siempre llueve a gusto de todos (parte 10)

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NO SIEMPRE LLUEVE A GUSTO DE TODOS (PARTE 10)

Bill conducía el coche de Stephen Leviatan, un Ford Prove 24 válvulas que parecía sacado de un desguace. El escritor no había dudado en dárselo como pago por las cartas que le enviaría. Un pobre loco de los muchos que Bill se encontró desde que su vida se cruzó con Jimmy.

Las Cruces estaba a poca distancia de El Paso, en la frontera de Méjico. Al norte, a tres horas de camino, estaba la ciudad de Albuquerque. En algún punto en esas tres horas, estaba la gasolinera en donde el psicópata lo había torturado salvajemente.

Bill, tenía un plan para llamar la atención del tarado, pero antes necesitaría conseguir armas en algún lugar en donde no le pidieran la documentación. En Nuevo México, tan cerca de la frontera, eso no debería suponer un problema.

Agarró con fuerza el volante y pisó el acelerador, dejando tras de si una enorme polvareda. La noche anterior había presenciado una pesadilla entre dos grupos armados. Es probable que los motoristas que creyó ver, siguieran en la zona. Condujo hasta la zona residencial Sunridge Village en donde había presenciado la masacre y antes de llegar pudo ver el cordón policial. No iba a poder acercarse. Desplegó el periódico que había cogido en el Hotel Mesilla y lo extendió sobre el volante. En portada aparecía la foto del cadáver de Henry Ford Jr., el artículo decía que probablemente fuera asesinado por la banda de Los Mongoles. La policía buscaba a posibles colaboradores del narco que hubieran podido huir de la masacre.

En ese momento, Bill ignoró que la policía pudiera estar siguiendo su pista. Iba a meterse en la boca del lobo. Miró al frente. Dos miserables coches de policía en la zona residencial donde había habido una masacre. Estaba claro que les importaba poco que los narcos se mataran entre ellos, lo que probablemente significaba que les importaba poco vigilar de cerca el negocio del narcotráfico.

Arrancó el coche y avanzó directamente hacia el conglomerado de casas. Pasó al lado conduciendo lentamente. Miró por la ventana descaradamente. Bill tenía más información que esos policías, había presenciado la carnicería.

Había manchas de sangre por las paredes. La verja sobre la que había saltado el día anterior estaba destrozada. Vio las marcas de neumáticos y las zonas marcadas por la policía en donde estaban los cadáveres. La casa donde había entrado tenía la puerta y ventanas destrozadas. Se veían marcas de disparos en la pared. Los jardines se habían convertido en un lodazal bajo las ruedas de los motoristas. Miró atentamente. Estaba a punto de llegar al final de la calle. No iba a frenar. Si lo hiciera, lo reconocerían. Se le escapaba algo. Miró al frente y rememoró su huída. Los fogonazos de los disparos de la noche anterior, se mezclaron con la luz de los coches de policía y las imágenes de lo vivido hacía unas horas asaltaron su cerebro.

No estaban las furgonetas.

Cuando se durmió en la casa, lo despertó el sonido de unas furgonetas. Las pudo ver al asomarse por la ventana y la tensión del momento hizo que se le quedaran grabadas. Si las volvía a ver, las reconocería al instante. Tenía suficiente de este lugar. Uno de los policías observó el Ford Prove que merodeaba la zona. Sus ojos apuntaban directamente hacia Bill. No aceleró, mantuvo su pie tembloroso sobre el acelerador sin que el coche diera tirones. Miró directamente al policía durante unos segundos y finalmente giró la cabeza. Pasara lo que pasara, había dejado de ver al agente. Mantuvo la misma velocidad hasta que llegó al final de la calle. No pasó nada. Su cara no era tan pública como él creía.

Condujo hasta que anocheció. El tono rojizo del cielo que se desplegaba para Bill, era el mismo que veía Margaret White; la inspectora al cargo del caso del asesinato de Patricia, la jovencita amante de Bill. La mujer policía miró por la ventana de su casa en El Paso. Tenía un hogar acogedor, lejos de la maldad contra la que luchaba a diario.

— ¿Mamá?

El motivo por el que decidió hacer de este mundo un lugar más seguro, su hija, la llamaba desde el otro lado de la casa.

— Ya te he dicho que debes de dormir. —Margaret caminó hacia la habitación con las paredes rosas, los peluches y las barbies que adornaban la habitación más segura que pudiera existir.

— No puedo dormir, mamá. Siempre veo al hombre malo.

— ¿Y quién es ese hombre malo?

— Es el monstruo del saco.

— Te voy a dar una sorpresa muy muy grande. —Margaret sonrió de oreja a oreja.— Ese hombre no existe.

— ¿Y quién se llevó a papá?

— No fue el hombre del saco, fue un hombre miedoso que creía que la violencia le daría valor. El mundo está lleno de ese tipo de personas. Pero yo junto a otras muchas mamás pertenecemos a un grupo secreto de defensores que evitan que a los niños os pueda pasar nada malo.

— Mamá, no me trates como a una niña pequeña.

— Hija. Aunque no te lo creas. Siempre estarás segura. Porque siempre estaré aquí para defenderte.

— ¿Y por qué permites que venga el hombre malo?

— Por la noche, la luz es tenue. Las sombras se alargan y las formas se perfilan. Todo se vuelve anguloso. Todo parece peligroso. Pero no es así. Las cosas son iguales que durante el día, son tus ojos los que te engañan.

— El hombre malo aparece de día.

Margaret mantuvo un par de tensos segundos de silencio. Inmediatamente volvió a sonreír.

— ¿Dónde has visto a ese hombre malo?

— En el hospital. Cuando fuiste a trabajar. Me dejaste en el coche con tus dos compañeros. Lo vi y me miró.

— ¿Qué te dijo? ¿Qué hizo?

La niña se pasó el pulgar por el cuello simulando que se cortaba la garganta.

— ¿Te hizo ese gesto? ¿Lo reconocerías?

— No lo sé, mamá. Me estás poniendo nerviosa.

— Céntrate. ¿Cómo era ese hombre?

— ¡No lo sé! Era delgado y tenía sombras y la cara afilada y manchas de aceite y no sé por qué te pones así conmigo, mamá.

— ¿Lo has vuelto a ver alguna vez más?

— No, sólo esa. Pero era el hombre del saco. El que se llevó a papá.

— A papá lo mató un mejicano en la frontera, hija. No hay seres fantásticos. Y si vuelves a ver a ese hombre, coge el móvil y llámame. Da igual la hora que sea, da igual en dónde estés. Quiero que me llames.

— Si, mamá.

— Tu madre siempre estará ahí para protegerte. Nunca. ¡Jamás! Dejaré que te pase nada. Porque eres lo mejor que me ha pasado en la vida y lo más maravilloso que tengo. Así que siempre estaré ahí para protegerte de los hombres malos.

Margaret cubrió con la manta a su hija y la abrazó durante dos horas hasta que la niña se durmió.

En Las Cruces, la noche había hecho salir a todos los monstruos de sus madrigueras. Bill había localizado una de las furgonetas aparcadas en el interior de un garaje en otra zona residencial. Esta ciudad debía estar plagada de narcobodegas. El grupo de motoristas se sentían tan seguros que ni se preocuparon de bajar el portón para ocultar el vehículo de las miradas indiscretas.

Hizo guardia en el Ford Prove destartalado hasta que un par de hombres salieron de la casa. Parecían salidos de un capítulo de una serie de ficción sobre motoristas. Chupa de cuero, barbas blancas pobladas, uno calvo, el otro con una cresta, tatuajes y botas. En su espalda llevaban cosido sobre el cuero de su cazadora el dibujo de un motorista con rasgos de mongol y sobre el dibujo las letras “MONGOLS CALIFORNIA” en capital.

Se golpeaban como simios mientras se gastaban bromas y montaron en sus motos tras incrustarse un casco que les hacía parecer soldados de la Primera Guerra Mundial. Bill arrancó el coche y los siguió descaradamente. Su plan era que terminaran por verlo, así que le daba igual el momento en que pasara.

Ambos hombres miraron hacia atrás en dos ocasiones y parecieron ignorarlo. Continuaron su ruta hasta llegar a un bar de carretera con decenas de motos aparcadas frente a la puerta. La música country atronaba en el exterior. Bill se bajó y caminó seguro hacia el interior del local.

Una oleada de vapor caliente golpeó la cara de Bill al entrar dentro. Los Mongoles eran un grupo de motoristas relacionados con drogas, prostitución esclava y asesinatos. Como buenos narcotraficantes, habían sabido invertir el dinero que ganaban a través de sus negocios sucios en ser populares en los lugares en donde vivían. Repartían alimentos entre los desfavorecidos, organizaban carreras populares y por la noche procuraban divertirse bebiendo en bares. Era lo que cualquier buena madre de satanás querría que fuera su hijo.

La barra del bar estaba llena de hombres enormes, barrigas prominentes y músculos acordes. Acodados sobre la mesa bebiendo whisky y cerveza. Al fondo, un grupo country cantaba una versión de la canción “The outsiders” de Eric Church tras una verja desde el suelo al techo que protegía al escenario del público. Las mesas redondas plagaban el resto del recinto. En cada una de ellas había hombres de características mentales y físicas similares a los recios de la barra. Bill miró descaradamente a su alrededor, había un hombre claramente diferente al resto. Su pose, su forma de comportarse, le denotaba como el líder de la manada. Estaba sentado en una mesa cercana al escenario con dos mujeres que no paraban de acariciarle las tetas como si fueran pectorales. Era totalmente calvo a excepción de una coleta. Vestía con una camiseta de tirantes con el dibujo de Hillary Clinton ahorcada con las letras “Hang in there” por debajo.

Bill caminó directamente hacia el hombre. Sentía sobre sus hombros la vida de su mujer. Avanzó traspasando el humo del ambiente hacia la mesa. Otro motorista se había adelantado a él y señalaba al líder diciéndole algo amenazador. Golpeó la mesa y apartó a las mujeres que lo rodeaban. Bill no frenó su paso en ningún momento. El que había asumido que era el presunto líder se levantó dando un rodillazo a la mesa volcándola. Agarró la cabeza del motorista Mongol que lo había insultado y la estrelló contra el canto de la mesa. Sin permitirle desmayarse, lo levantó, escupió en su cara, lo estrelló contra la verja del escenario y lo golpeó salvajemente hasta dejarlo inconsciente. La sangre salpicó el lugar y restos de piel se quedaron en los anillos que llevaba el presunto líder. Cuando terminó, se dio la vuelta y su voz sonó por encima de la música.

— ¡Si no os gusto a quién me follo, con gusto os machacaré a vosotras, putas!

Las cabezas de los motoristas giraron de nuevo hacia sus bebidas y la música del grupo que no había dejado de tocar, volvió a hacerse audible. Bill llegó a la mesa y la volvió a poner de pie. El líder lo miró de arriba a abajo con una mueca de asco. Se acercó lentamente hacia Bill. Estaba ebrio.

— ¿Y tu quién coño eres?

— He venido a comprar un arma.

— Si eres poli, puedes meterte tu placa por el culo, jodido cabrón.

— Voy a matar a un hombre. No voy a dejarlo inconsciente a ostias para demostrar quién es el gallo del lugar. Voy a matarlo con frialdad. No quiero que llore, no quiero que grite, no quiero que sepa que venga. Quiero matarlo de un único disparo.

El motorista mantuvo un gesto tenso durante un largo instante y finalmente rió.

— Menudo tarado estás hecho. ¿Cómo te llamas?

— Hillary. —Dijo Bill mirando directamente a la camiseta.

— Pues tienes cojones a pesar de tener nombre de mujer. ¿Qué te ha hecho ese hombre al que quieres matar?

— Me ha destrozado la vida. Quiero vengarme quitándole la suya.

— ¿Cuánto dinero tienes Hillary?

— El suficiente. ¿Tienes armas?

— Directo al grano. Puede que sepa quién tiene armas. Pero no te conozco de nada. Tienes pinta de ser un don nadie, ¿tienes idea de en dónde te estás metiendo?

— Ese hombre ha secuestrado a mi mujer y quiero matarlo.

— ¿Es el mismo que te hizo esto? —El motorista señaló la mano rota de Bill y sus heridas.

— Ya te lo he dicho. Busco venganza.

El presunto líder cogió dos de las sillas que estaban en el suelo y las puso de pie. Se sentó en una de ellas y le hizo un gesto a Bill para que se sentara a su lado. Tras sentarse, se acercó a su oreja y le susurró.

— Puede que tenga algo para ti, don nadie. Pero primero vamos a beber. —Elevó la mano y la voz— ¡Whisky para Hillary y para mi!

La camarera trajo una botella y dos vasos grandes. El grupo empezó a tocar una versión de “Drink with the living deads” de Ghoultown. Mientras, un par de amigos del hombre que había dejado inconsciente el presunto líder, ayudaban a levantarse y sacaban del bar al motorista bañado sobre su propia sangre. Durante varios minutos, permanecieron callados. El único acto social consistió en echar whisky de la botella y beberlo. Bill sabía que el objetivo del presunto líder es que la embriaguez hiciera que se fuera de la lengua.

— Ahora podemos empezar a hablar. ¿Qué tipo de arma buscas?

— Quiero matarlo de un único disparo. No quiero segundas oportunidades.

— ¿Puedo saber quién es ese hombre?

— Se llama Jimmy. Es todo lo que sé sobre él. Y cuánto menos sepas, mejor para ti. Ni siquiera te he preguntado tu nombre.

— Has caído bien abajo.

— El fondo es un buen lugar desde el que levantarse.

— Puede que tenga lo que necesites. No tienes manos de haber disparado nunca. Tengo el arma que te serviría. Cien por cien americana.

— ¿Cuánto?

— Las preguntas las hago yo, Hillary. Tu eres un puto extraño que se ha colado en mi fiesta.

— Felicidades por tu fiesta.

— Eres un jodido chiflado. —Sonrió— El precio de ese arma son 1400$. Te regalo una caja de 50 balas.

— ¿Qué arma es?

— Es una Smith & Wesson modelo 29 con cañón de 102 milímetros. Básicamente una magnum 44 taladrada para cargar balas de escopeta de 410. La hermana pequeña del arma que usaba Harry el Sucio. Escupe una buena perdigonada y deja jodido a quién esté delante del cañón. Da igual que seas tan bueno disparando como buscando amigos.

Bill cogió la botella de whisky y llenó los dos vasos con lo que quedaba en la misma. Manteniendo un gesto hosco, cogió uno de ellos, lo elevó y lo mantuvo en el aire. Miró a los ojos al presunto líder y le indicó con un ladeo de cabeza que hiciera lo mismo con su vaso. Ambos brindaron.

— Parece que tenemos un trato. ¿Dónde tienes el arma?

— Hillary, es la última vez que te lo digo antes de que salgas de aquí con los jodidos pies por delante. ¡Las preguntas las hago yo! ¿Dónde tienes el puto dinero?

— Lo tengo en algún sitio. Podría venir con él a dónde tu me digas.

El motorista metió su mano en el interior de su chaqueta de cuero. Sonó un clic y sacó un arma enorme. Bill tenía la sensación de estar mirando un enorme rifle, en lugar de una pistola. El presunto líder golpeó la mesa con la pistola y mantuvo su mano sobre el arma. El resto de los que estaban en el bar no prestaron atención, a pesar de que todos lo habían visto.

— Yo no tengo mis cosas en “algún sitio” jodido listillo. ¿Quieres esta puta pistola? ¡Págala cobarde! —La voz del hombre se tornó más agresiva. El alcóhol le había hecho efecto y estaba perdiendo los estribos— Vienes aquí a sentirte como un mafioso porque alguien ha tocado tu propiedad, pero no tienes una mierda. Más vale que no me estés toreando.

El motorista elevó la pistola y apuntó a Bill a la cara.

— ¿Tienes o no tienes el puto dinero?

— Aparta eso de mi cara.

— ¿Qué has dicho?

— He dicho que apartes eso de mi cara. Me cuesta negociar si me estás apuntando con un arma. Tengo el dinero. Pero si no me quitas eso de la cara, no verás ni un dólar.

Bill mantuvo las manos sobre la mesa. No temblaba. El mundo se había enfocado sólo en la punta del arma. Todo a su alrededor volvió a tomar formas y la cara sonriente del presunto líder apareció tras la pistola.

— ¿No quieres probarla antes?

— Confío en tu palabra. Pareces de fiar.

El motorista golpeó de nuevo con la pistola en la mesa y rió a carcajadas.

— ¡Si que tienes pelotas jodido cabrón! ¿Dónde tienes el dinero?

Bill metió la mano en el bolsillo sacó dos fajos de mil dólares cada uno y contó 1600$. Puso el dinero bajo uno de los vasos con los que habían estado bebiendo.

— Te pagaré 1600$, como cortesía. No volverás a verme.

El Mongol apoyó la Smith & Wesson modelo 29 encima de la mesa y la empujó hacia Bill. Luego desabrochó algo bajo su chaqueta y sacó una cartuchera de piel. La puso sobre la mesa al lado de la pistola.

— Como cortesía. Espero no volver a verte loco cabrón. Tu venganza te meterá en líos más gordos de los que ya tienes.

— Tarde o temprano, todos nos sentaremos a nuestro banquete de consecuencias. Ya me han servido el primer plato.

Bill recogió el arma y la cartuchera. Se las guardó en el bolsillo de su chaqueta.

— Uno de mis hombres te dará la caja de balas a la salida.

— Si quiere darme algo más, le vaciaré el cargador entero.

— Estás bien jodido de la cabeza. Vete de mi puta vista.

Bill se levantó sin mirar hacia atrás. Todos los que estaban en el bar lo observaban discretamente mientras caminaba hacia la salida. Empujó la puerta y una bocanada de aire fresco golpeó su cara. Su corazón de aceleró y fue consciente de lo que acababa de suceder. Cuando la puerta se cerró, sus piernas temblaron por la tensión.

Caminó lentamente hacia el Ford Prove. Un hombre enorme estaba sentado sobre el capó. Sostenía una caja en las manos. Bill no detuvo el paso. El hombre le extendió el paquete. Su superficie tenía una franja verde y otra amarilla sobre la que se podía leer “.44 Remington Magnum. 50 cargas”. Quien fuera el hombre con quien había negociado, era capaz de conseguir algo así en cuestión de segundos. No quería volver a encontrarse con él. El gigante empujó la caja de munición contra Bill, lo agarró por la nuca y le acercó la boca al oído.

— De parte de Matt. Te olvidaste la propina.

Le dio un rodillazo en los testículos. Las balas salieron desperdigadas en todas direcciones y Bill golpeó con la cara contra el cristal del lado del conductor del Ford Prove. Cayó al suelo incapaz de gritar. El motorista le tiró algo de arena a la boca.

— No vuelvas por aquí, payaso.

Tardó varios minutos en recomponerse. Se arrastró por el suelo recogiendo la munición hasta que llenó la caja de nuevo. Montó en el coche y arrancó el motor.

Miró al bar. Dentro estaban de fiesta. Era una pequeña molestia en el camino. Sacó la pistola de la cartuchera y la agarró con fuerza apoyándose en el volante. Volvió a mirar al bar. Algo dentro de Bill se convirtió en odio. Jimmy lo había transformado en un monstruo. O tal vez ya lo fuera antes. Cerró los ojos y creyó ver a Elizabeth, su mujer, llorando en una silla en medio de un incendio. Jimmy rompiéndole cada uno de sus huesos. Carcajeándose rodeado de llamas como un demonio. Sobre la cabeza del psicópata había una cruz invertida con Patricia, su amante, crucificada. El culpable era él. Enfundó la Smith & Wesson y la metió en el bolsillo. Bill por fin fue consciente de que el único culpable de todo, era él. Pero tal y como le había dicho al escritor, sería él el que dijera cuándo terminaba esta historia

Arrancó el Ford. Tenía que hacer una llamada a su casa como le había ordenado el psicópata o su mujer moriría. Bill sabía exactamente desde dónde iba a hacerla.

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