No siempre llueve a gusto de todos (parte 0)
Eso fue lo que Bill me contó y así lo puedo relatar.
Permítanme que me presente. Mi nombre es Stephen Leviathan. Mi profesión probablemente sea la de juntar palabras, escritor. Desconozco si fue fruto de la casualidad, el destino o tal vez un hecho premeditado, pero Bill (el falso nombre que el protagonista de esta historia decidió que iba a tener) me transmitió los hechos y me pidió que los contara tal y como pasaron.
Conocí a Bill en la universidad. Él estudió economía y siempre fue un pedante. Le conocí a través de Elizabeth, su mujer. Ambos compartimos cama con ella. Él se encargó de robármela. Elizabeth estudió filología conmigo. Sentados uno al lado del otro y con la misma pasión, acabó surgiendo algo más. Fueron los meses más felices de mi vida. Una mujer maravillosa, pausada, jamás elevaba la voz y su estabilidad era contagiosa.
Bill en aquel momento no era el hombre entrado en carnes y medio calvo que mostraron las cadenas de televisión cuando le señalaban como enemigo público número uno. Era un hombre atlético, competía en carreras de coches y solía ganar. De hecho, ese fue el motivo por el que me animé a apostar a su favor y por el que llevé a Elizabeth a esas carreras.
Me la robó en poco tiempo. Ella se encargó de dejarme antes, era la mejor mujer que he conocido nunca. Jamás he vuelto a tener una relación. Después de mi segundo encuentro con Bill, me alegro de estar solo en este mundo. Si el hombre que voy a relatar en esta historia sigue vivo, es mejor que me encuentre en soledad.
Cruzarme con Bill de nuevo, ha hecho que me habitúe a beber dos copas de whisky para desayunar, alrededor de siete a ocho cafés para mantenerme despierto y dos barbitúricos cuando estoy en la cama para poder conciliar el sueño. El terror de que la pesadilla que lo persiguió, que decía llamarse Jimmy me encuentre antes de poder publicar este texto me produce escalofríos. Pero mi labor me parece lo suficientemente importante como para sacrificarme. Además, tener este testimonio escrito sería la única prueba de la existencia de ese maníaco. Perdonen el cambio de tono en la narrativa, pero los nervios han hecho aflorar mi verdadera personalidad.
Durante años fui jefe de obra. Un oficio que no me dejaba tiempo para pensar. Fueron años poco destacables y los borré de mi memoria como si los hubiera tirado a la basura. Tras quedarme en paro debido a un accidente laboral, en soledad, sin salario y sin objetivos vitales, me senté delante del ordenador y tecleé mi rabia. Así escribí mi primera novela, que autoedité. Me dio un sustento y habituado a permanecer horas oculto detrás de un trabajo, fue sencillo producir suficientes textos como para poder ganarme la vida. Fui columnista, bloguero freelance, mantuve redes sociales y publiqué un total de 43 novelas cortas que me dieron de comer durante los siguientes ocho años.
Todo se frenó en seco cuando Bill contactó conmigo de noche a través de un ordenador. Estaba sentado en una cafetería y abrí ese mail. Me gusta escribir en lugares públicos, porque con la cantidad de horas que trabajo es la única manera que tengo de socializar. Una única petición de auxilio y un número de teléfono de un motel. Los años que habían pasado desde que destrozó mi vida sentimental, habían cerrado la herida. Lo llamé. Me respondió un hombre que parecía estar al borde de la muerte, respirando bocanadas de aire para mantener su corazón activo. Parecía huir. Entablamos una conversación y lo creí. Eso provocó mi caída en la espiral de desesperación en la que vivo ahora. Me contó su historia con Jimmy en una gasolinera y cómo el chiflado lo estaba acosando. Bill se había transformado en un hombre de cuarenta años, fofo, ligeramente calvo y con una vida que me recordaba a mi pasado como jefe de obra. A pesar de todo, su cuento era convincente. Tal vez me había contado todo esto para liberarse y la fortuna le había puesto frente a mi. Lo desconozco. Cuando descubrió a qué me dedicaba su voz tornó en alegría.
— Te escribiré una carta cada semana y la mandaré al apartado postal que me indiques. No puede quedar rastro de nuestras conversaciones, ni por teléfono, ni en tu dirección real; no la quiero conocer. Las cartas irán sin remite. No te pienso mandar correos electrónicos. Son rastreables y necesito encontrar a ese asesino sin que la policía de conmigo. Tu consigues una buena historia para contar. Tanto si me crees, como si no, te estaré dando material publicable y no te pediré nada a cambio. Sólo que cuentes la verdad.
Esa parte era inverosímil. Hasta que contrasté la información que me enviaba en papel, con la que leía en medios digitales y en la televisión. Entonces me di cuenta de que mi vida corría peligro. Cada vez que recojo ese sobre en el buzón del apartado postal, siento los ojos del psicópata mirándome. Siguiéndome hasta mi casa. Las noches en silencio son un insomne infierno inacabable. Cada mañana compruebo que los objetos no se han movido. Siento como pierdo la cordura día tras día. Si no publico la historia antes de que me encuentre, borrará toda pista de su existencia. Si lo hace, ese asesino en serie se saldrá con la suya.
Así empezó la historia que me contó Bill.
Fuente: este post proviene de Relatos escritos, donde puedes consultar el contenido original.
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