¡MI PAÍS INVENTADO-ISABEL ALLENDE!

(Continuemos con el libro de Isabel Allende-8ªy ultima parte-las primeras las encontrareis en mis etiquetas de NOVELA)



En nuestra familia, en cambio, la norma de no hablar mal de otros, impuesta por mi abuelo, llegaba al extremo de que él nunca le dijo a mi madre las razones por las cuales se oponía a su matrimonio con el hombre que habría de convertirse en mi padre. Rehusó repetir los rumores que circulaban sobre su conducta y su carácter, porque no contaba con pruebas y, antes de manchar el nombre del pretendiente con una calumnia, prefirió arriesgar el futuro de su hija, quien acabó desposándose en total ignorancia con un novio que no la merecía. Con los años me he librado de este rasgo familiar; no tengo escrúpulos en repetir chismes, hablar a espaldas de los demás y divulgar secretos ajenos en mis libros; por eso la mitad de mis parientes no me habla.

Esto de que la familia no le hable a uno es cosa corriente. El gran novelista José Donoso se vio obligado por la presión familiar a eliminar un capítulo de sus memorias sobre una ex-traordinaria bisabuela, quien al enviudar abrió una casa de juego clandestino, atendida por atractivas muchachas. La mancha en el apellido impidió que su hijo llegara a presidente, según dicen, y un siglo más tarde todavía sus descendientes procuran ocultarla. Lamento que esa bisabuela no fuera de mi tribu. De haberlo sido, me habría encargado de explotar su historia con justificado orgullo. ¡Cuántas novelas sabrosas se pueden escribir con una bisabuela como ésa!

SOBRE VICIOS Y VIRTUDES

En mi familia casi todos los hombres estudiaron leyes, aunque ninguno que yo me acuerde se recibió de abogado. Al chileno le gustan las leyes, mientras más complicadas, mejor. Nada nos fascina tanto como el papeleo y los trámites. Cuando alguna gestión resulta sencilla, sospechamos de inmediato que es ilegal. (Yo, por ejemplo, siempre he dudado de que mi matrimonio con Willie sea válido, porque se llevó a cabo en menos de cinco minutos mediante un par de firmas en un libro. En Chile eso habría tomado varias semanas de burocracia.) El chileno es legalista, no hay mejor negocio en el país que tener una notaría: queremos todo en papel sellado con varias copias y muchos timbres. Tan legalistas somos, que el general Pinochet no quiso pasar a la historia como usurpador del poder, sino como legítimo presidente, para lo cual tuvo que cambiar la Constitución. Por una de esas ironías tan abundantes en la historia, después se vio atrapado en las leyes que él mismo había creado para perpetuarse en el cargo. Según su Constitución, ejercería el cargo por ocho años más –ya llevaba varios en el poder– hasta 1988, cuando debía consultar al pueblo para que decidiera si él continuaba o si se convocaba a una elección. Perdió el plebiscito y al año siguiente perdió la elección y debió entregar la banda presidencial a su opositor, el candidato democrático. Es difícil explicar en el extranjero la forma en que terminó la dictadura, que contaba con el apoyo incondicional de las Fuerzas Armadas, la derecha y un sector numeroso de la población. Los partidos políticos estaban suspendidos, no había Congreso y la prensa estaba censurada. Tal como sostuvo muchas veces el general, «no se movía una hoja en el país sin su consentimiento».

¿Cómo, entonces, pudo ser derrotado por una votación democrática? Esto sólo puede suceder en un país como Chile. Del mismo modo, mediante un resquicio de la ley, ahora se intenta juzgarlo junto a otros militares acusados de violación a los derechos humanos, a pesar de que la Corte Suprema fue designada por él y que una amplia ley de amnistía los protege por actos ilegales cometidos durante los años de su gobierno. Resulta que hay centenares de personas que fueron detenidas, a quienes los militares niegan haber matado, pero como no han aparecido se consideran secuestradas. En esos casos el delito no prescribe, por lo que los culpables no pueden para-petarse tras la amnistía.

El amor por los reglamentos, por inoperantes que sean, encuentra sus mejores exponentes en la inmensa burocracia de nuestra sufrida patria. Esa burocracia es el paraíso del «chilenito del montón» o el hombre de gris. En ella puede vegetar a gusto, a salvo por completo de las trampas de la imaginación, perfectamente seguro en su puesto hasta el día de su jubilación, siempre que no cometa la imprudencia de tratar de cambiar las cosas, tal como asegura el sociólogo y escritor Pablo Huneeus (quien, dicho sea de paso, es uno de los pocos excéntricos chilenos que no está emparentado con mi familia). El funcionario público debe comprender desde su primer día en la oficina que cualquier amago de iniciativa será el fin de su carrera, porque no está allí para hacer mérito, sino para alcanzar dignamente su nivel de incompetencia. El propósito de mover papeles con sellos y timbres de un lado a otro no es resolver problemas, sino atascar soluciones. Si los problemas se resolvieran, la burocracia perdería poder y mucha gente honesta se quedaría sin empleo; en cambio, si empeoran, el Estado aumenta el presupuesto, contrata más gente y así disminuye el índice de cesantía y todos quedan contentos. El funcionario abusa de su pizca de poder, partiendo de la base que el público es su enemigo, sentimiento que es plenamente correspondido. Fue una sorpresa comprobar que en Estados Unidos basta tener una licencia de conducir para moverse por el país y la mayoría de los trámites se hace por correo. En Chile el empleado de turno le exigirá al solicitante prueba de que nació, no está preso, pagó sus impuestos, se registró para votar y sigue vivo, porque aunque patalee para probar que no se ha muerto, igual debe presentar un «certificado de supervivencia». Cómo será el problema, que el gobierno ha creado una oficina para combatir la burocracia. Ahora los ciudadanos pueden reclamar por el mal trato y acusar a los funcionarios ineptos... en papel sellado con tres copias, por supuesto. Para cruzar recientemente la frontera con Argentina en un bus de turismo tuvimos que esperar una hora y media mientras nos revisaban los documentos. Atravesar el antiguo muro de Berlín era más fácil.

Kafka era chileno.

Creo que esta obsesión nuestra por la legalidad es una es-pecie de seguro contra la agresión que llevamos por dentro; sin el garrote de la ley, andaríamos a palos unos con otros. La experiencia nos ha enseñado que cuando perdemos los estribos somos capaces de cualquier barbaridad, por eso procuramos ser cautelosos, parapetándonos detrás de un fajo de papeles con sellos. Evitamos en lo posible el enfrentamiento, buscamos consenso y a la primera oportunidad que se presente sometemos la decisión a voto. Nos encanta votar. Si se juntan unos cuantos mocosos en el patio de la escuela a jugar al fútbol, lo primero que hacen es escribir un reglamento y votar por un presidente, un vocal y un tesorero. Esto no significa que seamos tolerantes, ni mucho menos: nos aferramos a nuestras ideas como maniáticos (soy un caso típico). La intolerancia se ve en todas partes, en la religión, la política, la cultura. Cualquiera que se atreva a disentir es apabullado con insultos o con el ridículo, en caso que no se pueda hacer callar con métodos más drásticos.

En las costumbres somos conservadores y tradicionales, preferimos lo malo conocido que lo bueno por conocer, pero en todo lo demás andamos siempre a la caza de las novedades. Consideramos que todo lo proveniente del extranjero es naturalmente mejor que lo nuestro y debemos probarlo, desde la última perilla electrónica hasta los sistemas económicos o políticos. Pasamos buena parte del siglo XX experimentando diversas formas de revolución, hemos oscilado entre el marxismo y el capitalismo salvaje, pasando por cada una de las tonalidades intermedias. La esperanza de que un cambio de gobierno pueda mejorar nuestra suerte es como la esperanza de ganarse la lotería, no tiene fundamento racional. En el fondo sabemos bien que la vida no es fácil. El nuestro es un país de terremotos, cómo no vamos a ser fatalistas. Dadas las circunstancias, no nos queda más remedio que ser también un poco estoicos, pero no hay necesidad de serlo con dignidad, podemos quejarnos a gusto.

En el caso de mi familia, creo que éramos tan espartanos como estoicos. Según predicaba mi abuelo, la vida fácil produce cáncer, en cambio la incomodidad es saludable; recomendaba duchas frías, comida difícil de masticar, colchones apelotonados, asientos de tercera clase en los trenes y zapatones pesados. Su teoría de la incomodidad saludable fue reforzada por varios colegios británicos, donde el destino me colocó durante la mayor parte de mi infancia. Si una sobrevive a este tipo de educación, después agradece aun los más insignificantes placeres; soy de la clase de personas que murmuran una silenciosa plegaria cuando sale agua caliente por la llave. Espero que la existencia sea problemática y cuando no hay angustia o dolor por varios días, me preocupo, porque seguro significa que el cielo está preparán-dome una desgracia mayor. Sin embargo, no soy completamente neurótica, al contrario; en realidad, da gusto estar conmigo. No necesito mucho para ser feliz, por lo general basta un chorrito de agua caliente por la llave.

Se ha dicho mucho que somos envidiosos, que nos molesta el triunfo ajeno. Es cierto, pero la explicación no es envidia sino sentido común: el éxito es anormal. El ser humano está biológicamente constituido para el fracaso, prueba de ello es que tiene piernas y no ruedas, codos en lugar de alas y metabolismo en vez de baterías. ¿Para qué soñar con el éxito si podemos vegetar tranquilamente en nuestros fracasos? ¿Para qué hacer hoy lo que se puede hacer mañana? ¿O hacerlo bien si se puede hacer a medias? Detestamos que un compatriota surja por encima de los demás, salvo cuando lo hace en otro país, en cuyo caso el afortunado se convierte en una especie de héroe nacional. El triunfador local, sin embargo, cae pésimo; pronto hay tácito acuerdo para bajarle los humos. A este otro deporte lo llamamos «chaqueteo»: coger al prójimo por la chaqueta y tirar hacia abajo. A pesar del «chaqueteo» y de la mediocridad ambiental, de vez en cuando alguien logra asomar la cabeza por encima del agua. Nuestro pueblo ha producido hombres y mujeres excepcionales: dos premios Nobel, Pablo Neruda y Gabriela Mistral, los cantautores Víctor Jara y Violeta Parra, el pianista Claudio Arrau, el pintor Roberto Matta, el novelista José Donoso, por mencionar sólo algunos que recuerdo.

A los chilenos nos complacen los funerales, porque el muerto ya no puede hacernos competencia ni «pelarnos» por las espaldas. No sólo vamos en masa a los entierros, donde hay que estar de pie por horas oyendo por lo menos quince discursos, sino que también celebramos los aniversarios del finado. Otra de nuestras entretenciones es contar y oír cuentos, mientras más macabros y tristes, mejor; en eso, y en el gusto por el trago, nos parecemos a los irlandeses. Somos adictos a las telenovelas, porque las desgracias de sus protagonistas nos ofrecen una buena disculpa para llorar por las penas propias. Me crié oyendo dramáticos seriales de radio en la cocina, a pesar de que mi abuelo había prohibido el radio, porque lo consideraba un instrumento diabólico que propaga chismes y vulgaridades. Los niños y las empleadas padecíamos con el interminable serial El derecho de nacer, que duró varios años, según recuerdo.

Las vidas de los personajes de la telenovela son mucho más importantes que las de nuestra familia, a pesar de que el argumento no siempre es fácil de seguir. Por ejemplo: el galán seduce a una mujer y la deja en estado interesante; luego se casa por venganza con una chica coja y también la deja «esperando guagua», como decimos en Chile, pero enseguida sale escapando a Italia a juntarse con su primera esposa. Creo que esto se llama trigamia. Entretanto la coja se opera la pierna, va a la peluquería, hereda una fortuna, se convierte en ejecutiva de una gran empresa y atrae a nuevos pretendientes. Cuando el galán regresa de Italia y ve aquella hembra rica y con dos piernas del mismo largo, se arrepiente de su felonía. Y entonces comienzan los problemas del libretista para desenredar aquel moño de vieja en que se ha convertido la historia. Debe hacer un aborto a la primera seducida, para que no queden bastardos dando vueltas por el canal de televisión, y matar a la infortunada italiana, para que el galán –que se supone que es el bueno de la teleserie– quede oportunamente viudo. Esto permite a la ex coja casarse de blanco, a pesar de que luce una tremenda barriga, y dentro de un tiempo mínimo dará a luz un varoncito, por supuesto. Nadie trabaja, viven de sus pasiones, y las mujeres andan con pestañas postizas y vestidas de cóctel desde la mañana. A lo largo de esta tragedia casi todos acaban hospitalizados; hay partos, accidentes, violaciones, drogados, jóvenes que escapan de la casa o de la cárcel, ciegos, locos, ricos que se vuelven pobres y pobres que se hacen ricos. Se sufre mucho. Al día siguiente de un capítulo particularmente dramático los teléfonos de todo el país están ocupados con los pormenores; mis amigas me llaman a cobro revertido desde Santiago a California para comentarlo. Lo único que puede competir con el capítulo final de una telenovela es una visita del Papa, pero eso ha ocurrido una sola vez en nuestra historia y es muy probable que no se repita.

Además de los funerales, los cuentos morbosos y las tele-novelas, contamos con los crímenes, que siempre son un tema interesante de conversación. Nos fascinan los psicópatas y asesinos; si son de la clase alta, mucho mejor. «Tenemos mala memoria para los crímenes del Estado, pero nunca ol-vidamos los pecadillos del prójimo», comentó un célebre periodista. Uno de los asesinatos más sonados de la historia fue cometido por un tal señor Barceló, quien mató a su mujer, después de haberla tratado pésimo durante los años de vida en común, y enseguida alegó que había sido un accidente. Estaba abrazándola, dijo, y se le escapó un balazo que le perforó la cabeza. No pudo explicar por qué tenía en la mano una pistola cargada apuntándole a la nuca, ante lo cual su suegra inició una cruzada para vengar a su infortunada hija; no la culpo, yo habría hecho lo mismo. Esta dama per-tenecía a la más distinguida sociedad de Santiago y estaba acostumbrada a salirse con la suya: publicó un libro denunciando al yerno y después que éste fuera condenado a muerte, se instaló en la oficina del presidente de la República para impedir que lo indultara. Lo fusilaron. Fue el primero y uno de los pocos reos de clase alta en ser ejecutados, porque ese castigo se reservaba para quienes carecían de conexiones y buenos abogados. Hoy la pena de muerte ha sido eliminada, como en todo país decente.

También crecí con las anécdotas familiares contadas por mis abuelos, mis tíos y mi madre, muy útiles a la hora de escribir novelas. ¿Cuánto hay de verdad en ellas? No importa. A la hora de recordar, nadie quiere la constatación de los hechos, basta la leyenda, como la triste historia de aquel apa-recido en una sesión de espiritismo que indicó a mi abuela la ubicación de un tesoro escondido debajo de la escalera. Por un error en los planos de la propiedad y no por maldad del espíritu, el tesoro nunca se encontró, a pesar de que demolieron media casa. He procurado averiguar cómo y cuándo sucedieron estos lamentables hechos, pero a nadie en mi familia le interesa la documentación y si hago muchas preguntas mis parientes se ofenden.

No quiero dar la impresión de que tenemos sólo defectos, también contamos con algunas virtudes. A ver, déjeme pensar en alguna... Por ejemplo, somos un pueblo con alma de poeta. No es culpa nuestra, sino del paisaje. Nadie que nace y vive en una naturaleza como la nuestra puede abstenerse de hacer versos. En Chile usted levanta una piedra y en vez de una lagartija sale un poeta o un cantautor popular. Los admiramos, los respetamos y les soportamos sus manías. Antiguamente en las concentraciones políticas el pueblo recitaba a voz en cuello los versos de Pablo Neruda, que todos sabíamos de memoria. Preferíamos sus versos de amor, porque tenemos debilidad por el romance. También nos conmueve la desgracia: despecho, nostalgia, desengaño, duelo; nuestras tardes son largas, supongo que a eso se debe la preferencia por los temas melancólicos. Si a uno le falla la poesía, siempre quedan otras formas de arte. Todas las mujeres que conozco escriben, pintan, esculpen o hacen diversas artesanías en sus minutos de ocio, que son muy pocos. El arte ha reemplazado al tejido. Me han regalado tantos cuadros y cerámicas que ya no me cabe el automóvil en el garaje.

De nuestro carácter puedo agregar que somos cariñosos, andamos repartiendo besos a diestra y siniestra. Los adultos nos saludamos con un beso sincero en la mejilla derecha; los niños besan a los grandes al llegar y al despedirse, además por respeto les dicen tío y tía, como en la China, incluso a las maestras de la escuela. La gente mayor es besada sin compa-sión, aun contra su voluntad. Las mujeres lo hacen entre ellas, aunque se detesten, y besan a cuanto varón se ponga a su alcance, sin que la edad, la clase social o la higiene logren disuadirlas. Sólo los machos en etapa reproductora, digamos entre catorce y setenta años de edad, no se besan unos a otros, salvo padres e hijos, pero se palmotean y se abrazan que da gusto. El cariño tiene muchas otras manifestaciones, desde abrir las puertas de la casa para recibir a quien se presente de improviso, hasta compartir lo que uno tenga. No se le ocurra alabar algo que otra persona lleva puesto, porque seguro se lo saca para regalárselo. Si sobra comida en la mesa, lo delicado es entregárselo a los huéspedes para que se lo lleven, tal como no se llega de visita a una casa con las manos vacías.

Lo primero que se dice de los chilenos es que somos hospitalarios: a la primera insinuación abrimos los brazos y las puertas de nuestras casas. He oído contar a menudo a los extranjeros de visita que si piden ayuda para ubicar una dirección, el interpelado los acompañará personalmente y, si los ve muy perdidos, es capaz de invitarlos a su casa para ofrecerles comida y hasta una cama en caso de apuro. Confieso, sin embargo, que mi familia no era particularmente amistosa. Uno de mis tíos no permitía que nadie respirara cerca de él y mi abuelo arremetía a bastonazos contra el teléfono, porque consideraba una falta de respeto que lo llamaran sin su consentimiento. Vivía enojado con el cartero porque le traía correspondencia que no había solicitado y no abría cartas que no tuvieran el remitente a la vista. Mis parientes se sentían superiores al resto de la humanidad, aunque las razones para ello me parecen nebulosas. De acuerdo a la escuela de pensamiento de mi abuelo, sólo podíamos confiar en nuestros parientes cercanos, el resto de la humanidad era sospechoso. El hombre era católico ferviente, pero enemigo de la confesión, porque sospechaba de los curas y sostenía que podía entenderse directamente con Dios para el perdón de sus pecados. Lo mismo se aplicaba para su mujer y sus hijos. A pesar de este inexplicable complejo de superioridad, en nuestra casa siempre se recibió bien a las visitas, por viles que fueran. En ese sentido los chilenos somos como los árabes del desierto: el huésped es sagrado y la amistad, una vez declarada, se convierte en vínculo indisoluble.

No se puede entrar a una vivienda, rica o pobre, sin acep-tar algo de comer o beber, aunque sea sólo un «tecito». Ésta es otra tradición nacional. Como el café siempre fue escaso y caro –hasta el Nescafé era un lujo– bebíamos más té que la población completa de Asia, pero en mi último viaje comprobé maravillada que por fin entró la cultura del café y ahora cualquiera dispuesto a pagarlo encuentra espressos y cappuccinos como en Italia. De paso debo agregar, para tranquilidad de los turistas potenciales, que también contamos con baños públicos impecables y agua embotellada en todas partes; ya no es inevitable caer con colitis al primer trago de agua, como era antes. En cierta forma lo lamento, porque los que nos criamos con agua chilena estamos inmunizados contra todas las bacterias conocidas y por conocer; puedo beber agua del Ganges sin efectos visibles en mi salud, en cambio mi marido se lava los dientes fuera de Estados Unidos y coge un tifus. En Chile no somos refinados respecto al té, cualquier infusión oscura con un poco de azúcar nos parece deliciosa. Además existe una infinidad de yerbas locales, a las cuales se les atribuyen propiedades curativas, y en caso de verdadera miseria tenemos la «agüita perra», simple agua caliente en una taza desportillada. Lo primero que ofrecemos al visitante es un «tecito», un «agüita» o un «vinito». En Chile hablamos en diminutivo, como corresponde a nuestro afán de pasar desapercibidos y nuestro horror de presumir, aunque sea de palabra. Luego ofrecemos lo que hay para comer «a la suerte de la olla», lo cual puede significar que la dueña de casa le quitará el pan de la boca a sus hijos para darlo a la visita, quien tiene la obligación de aceptarlo. Si se trata de una invitación formal, se puede esperar un banquete pantagruélico; el propósito es dejar a los comensales con indigestión por varios días. Por supuesto, las mujeres hacen siempre el trabajo pesado. Ahora existe la moda de que los hombres cocinen, una verdadera desgracia, porque mientras ellos se llevan la gloria, a la mujer le toca lavar el cerro de ollas y platos sucios que dejan apilados. La cocina típica es sencilla, porque la tierra y el mar son generosos; no existen frutas ni mariscos más sabrosos que los nuestros, esto se lo puedo jurar. Mientras más difícil es obtener los ingredientes, más elaborada y picante es la comida, como ocurre en India o en México, donde hay trescientas maneras de preparar arroz. Nosotros tenemos una sola y nos parece más que suficiente. La creatividad que no necesitamos para inventar platos originales la empleamos en los nombres, que pueden inducir al extranjero a las peores sospechas: locos apanados, queso de cabeza, prieta de sangre, sesos fritos, dedos de dama, brazo de reina, suspiros de monja, niñitos envueltos, calzones rotos, cola de mono, etc.

Somos gente con sentido del humor y nos gusta reírnos, aunque en el fondo preferimos la seriedad. Del presidente Jorge Alessandri (1958–1964), un solterón neurótico, que sólo bebía agua mineral, no permitía que se fumara en su presencia y andaba invierno y verano con abrigo y bufanda, la gente decía con admiración: «¡Qué triste está don Jorge!». Eso nos tranquilizaba, porque era signo de que estábamos en buenas manos: las de un hombre serio, o mejor aún, las de un viejo depresivo que no perdía su tiempo con alegría inútil. Esto no quita que la desgracia nos parezca divertida; afinamos el sentido del humor cuando las cosas andan mal y como siempre nos parece que andan mal, nos reímos a menudo. Así compensamos un poco nuestra vocación de quejarnos por todo. La popularidad de un personaje se mide por los chistes que provoca; dicen que el presidente Salvador Allende inventaba chistes sobre él mismo –algunos bastante subidos de color– y los echaba a rodar. Durante muchos años mantuve una columna en una revista y un programa de televisión con pretensiones humorísticas, que fueron tolerados porque no había mucha competencia, ya que en Chile hasta los payasos son melancólicos. Años más tarde, cuando empecé a publicar una columna similar para un periódico en Venezuela, cayó pésimo y me eché un montón de enemigos encima, porque el humor de los venezolanos es más directo y menos cruel.

Mi familia se distingue por las bromas pesadas, pero carece de refinamiento en materia de humor; los únicos chistes que entiende son los cuentos alemanes de don Otto. Veamos uno: una señorita muy elegante suelta una involuntaria ventosidad y para disimular hace ruido con los zapatos, entonces don Otto le dice (con acento alemán): «Romperás un zapato, romperás el otro, pero nunca harás el ruido que hiciste con el poto». Al escribir esto, lloro de risa. He tratado de contárselo a mi marido, pero la rima es intraducible y además en California un chiste racista no tiene la menor gracia. Me crié con chistes de gallegos, judíos y turcos. Nuestro humor es negro, no dejamos pasar ocasión de burlarnos de los demás, sea quien sea: sordomudos, retardados, epilépticos, gente de color, homosexuales, curas, «rotos», etc. Tenemos chistes de todas las religiones y razas.

Oí por primera vez la expresión politically correct a los cuarenta y cinco años y no he logrado explicar a mis amigos o mis parientes en Chile lo que eso significa. Una vez quise conseguir en California un perro de esos que adiestran para los ciegos pero que son descartados porque no pasan las duras pruebas del entrenamiento. En mi solicitud tuve la mala idea de mencionar que quería uno de los canes «rechazados» y a vuelta de correo recibí una seca nota informándome que no se usa el término «rechazado», se dice que el animal «ha cambiado de carrera». ¡Vaya uno a explicar eso en Chile!

Mi matrimonio mixto con un gringo americano no ha sido del todo malo; nos avenimos, aunque la mayor parte del tiempo ninguno de los dos tiene idea de qué habla el otro, porque siempre estamos dispuestos a darnos mutuamente el beneficio de la duda. El mayor inconveniente es que no com-partimos el sentido del humor; Willie no puede creer que en castellano suelo ser graciosa y por mi parte nunca sé de qué diablos se ríe él. Lo único que nos divierte al unísono son los discursos improvisados del presidente George W. Bush.

DONDE NACE LA NOSTALGIA

He dicho a menudo que mi nostalgia empieza con el golpe militar de 1973, cuando mi país cambió tanto, que ya no puedo reconocerlo, pero en realidad debe haber comenzado mucho antes. Mi infancia y mi adolescencia estuvieron marcadas por viajes y despedidas. No alcanzaba a echar raíces en un lugar, cuando había que hacer las maletas y partir a otro.

Tenía nueve años cuando dejé la casa de mi infancia y me despedí, con mucha tristeza, de mi inolvidable abuelo. Para que me entretuviera durante el viaje a Bolivia, el tío Ramón me regaló un mapa del mundo y las obras completas de Shakespeare traducidas al español, que me tragué apurada, releí algunas veces y aún conservo. Me fascinaban esas historias de maridos celosos que asesinan a sus esposas por un pañuelo, reyes a quienes sus enemigos les destilan veneno en las orejas, amantes que se suicidan por inadecuadas comunicaciones. (¡Qué distinta habría sido la suerte de Romeo y Julieta si hubieran contado con un teléfono!) Shakespeare me inició en las historias de sangre y pasión, camino peligroso para los autores a quienes nos toca vivir en la era minimalista. El día en que nos embarcamos en el puerto de Valparaíso, rumbo a la provincia de Antofagasta, donde tomaríamos un tren a La Paz, mi madre me dio un cuaderno con instrucciones de iniciar un diario de viajes. Desde entonces he escrito casi todos los días; es el hábito más arraigado que tengo. A medida que avanzaba el tren, cambiaba el paisaje y algo se desgarraba dentro de mí. Por un lado sentía curiosidad por las novedades que desfilaban ante mis ojos y por otro una tristeza insuperable, que se iba cristalizando en mi interior. En los pueblitos bolivianos donde el tren se detenía comprábamos maíz en coronta, pan amasado, papas negras que parecían podridas y deliciosos dulces que las indias bolivianas, con sus faldas multicolores de lana y sus sombreros de hongo negros, como los de los banqueros ingleses, nos ofrecían. Yo anotaba en mi cuaderno con una tenacidad de notario, como si ya entonces presintiera que sólo la escritura podría anclarme a la realidad. Por la ventana el mundo se veía difuso por el polvo en los vidrios y deformado por la prisa del viaje.

Esos días me sacudieron la imaginación. Oí cuentos de espíritus y demonios que rondan los pueblos abandonados, de momias sustraídas de tumbas profanadas, de cerros de cráneos humanos, algunos de más de cincuenta mil años de antigüedad, expuestos en un museo. En la clase de historia del colegio había aprendido que por esas desolaciones anduvieron durante meses los primeros españoles que llegaron a Chile desde el Perú en el siglo XVI. Imaginaba a ese puñado de guerreros con las armaduras al rojo, los caballos exhaustos y los ojos alucinados, seguidos por mil indios cautivos cargando víveres y armas. Fue una proeza de incalculable coraje y de loca ambición. Mi madre nos leyó unas páginas sobre los desaparecidos indios atacameños y otras sobre los quechuas y aymaras, con quienes conviviríamos en Bolivia. Aunque no podía adivinarlo, en ese viaje comenzó mi destino de vagabunda. El diario todavía existe, mi hijo lo mantiene escondido y se niega a mostrármelo porque sabe que yo lo destruiría.

Me he arrepentido de muchas cosas escritas en mi juven-tud: poemas espantosos, cuentos trágicos, notas de suicidio, cartas de amor impartidas a infortunados amantes y sobre todo aquel diario cursi. (Cuidado aspirantes a escritores: no todo lo que se escribe vale la pena preservar para beneficio de generaciones futuras.) Al darme aquel cuaderno, mi madre tuvo la intuición de que habrían de perderse mis raíces chilenas y que, a falta de tierra donde plantarlas, debería hacerlo en el papel. A partir de ese instante he escrito siempre. Mantenía correspondencia con mi abuelo, mi tío Pablo y con los padres de algunas amigas, unos pacientes señores a quienes relataba mis impresiones de La Paz, sus montañas moradas, sus indios herméticos y su aire tan delgado, que los pulmones siempre están a punto de llenarse de espuma y la mente de alucinaciones. No escribía a niños de mi edad, sólo a los adultos, porque ellos me contestaban.

En mi infancia y juventud viví en Bolivia y el Líbano, si-guiendo el destino diplomático del «hombre moreno de bigo-tes» que tanto me anunciaron las gitanas. Aprendí algo de francés e inglés; también a ingerir comida de aspecto sospe-choso sin hacer preguntas. Mi educación fue caótica, por decir lo menos, pero compensé las tremendas lagunas de informa-ción leyendo todo lo que caía en mis manos con una voracidad de piraña. Viajé en barcos, aviones, trenes y automóviles, siempre escribiendo cartas en las cuales comparaba lo que veía con mi única y eterna referencia: Chile. No me separaba de mi linterna, de la cual me serví para leer aun en las más adversas condiciones ni de mi cuaderno de anotar la vida.

Luego de pasar dos años en La Paz, partimos con camas y petacas rumbo al Líbano. Los años en Beirut fueron de aisla-miento para mí, encerrada en la casa y en el colegio. ¡Cómo echaba de menos a Chile! A una edad en que las muchachas bailaban rock"n"roll, yo leía y escribía cartas. Vine a enterarme de la existencia de Elvis Presley cuando ya estaba gordo. Me vestía con un severo traje gris para molestar a mi madre, quien siempre fue coqueta y elegante, mientras soñaba despierta con príncipes caídos de las estrellas que me rescataban de una existencia vulgar. Durante los recreos en el colegio me parapetaba detrás de un libro en el último rincón del patio, para esconder mi timidez.

La aventura del Líbano terminó bruscamente en 1958, cuando desembarcaron los marines norteamericanos de la Sexta Flota para intervenir en los violentos hechos políticos que poco después desgarraron a ese país. La guerra civil había comenzado meses antes, se oían balazos y gritos, había con-fusión en las calles y miedo en el aire. La ciudad estaba dividida en sectores religiosos, que se enfrentaban con rencores acumulados por siglos, mientras el ejército intentaba mantener el orden. Uno a uno cerraron sus puertas los colegios, menos el mío, porque nuestra flemática directora decidió que la guerra no era de su incumbencia, puesto que no participaba Gran Bretaña. Por desgracia esta interesante situación duró poco: el tío Ramón, atemorizado ante el cariz que tomaba la revuelta, mandó a mi madre con el perro a España y a los niños de vuelta a Chile. Más tarde mi madre y él fueron destinados a Turquía, y nosotros nos quedamos en Santiago, mis hermanos internos en un colegio y yo con mi abuelo.

Llegué a Santiago a los quince años, desorientada porque llevaba varios años viviendo en el extranjero y me había desconectado de mis antiguas amistades y de los primos. Además tenía un extraño acento, lo cual es un problema en Chile, donde la gente se «ubica» en su clase social por la for-ma de hablar. Santiago de los años sesenta me parecía bastante provinciano, comparado, por ejemplo, con el esplendor de Beirut, que se jactaba de ser el París del Oriente Medio, pero eso no significaba que el ritmo fuera tranquilo, ni mucho menos, ya entonces los santiaguinos andaban con los nervios de punta. La vida era incómoda y difícil, la burocracia abrumadora, los horarios muy largos, pero yo llegué decidida a adoptar esa ciudad en mi corazón. Estaba cansada de despedirme de lugares y personas, deseaba plantar raíces y no salir más.

Creo que me enamoré del país por las historias que me contaba mi abuelo y la forma en que juntos recorrimos el sur. Me enseñó historia y geografía, me mostró mapas, me obligó a leer autores nacionales, corregía mi gramática y mi ortografía. Carecía de paciencia como maestro, pero le sobraba severidad; mis errores lo ponían rojo de rabia, pero sí quedaba contento con mis tareas, me premiaba con un trozo de queso Camembert, que dejaba madurar en su armario; al abrir la puerta el olor a botas podridas de soldado inundaba el barrio.

Mi abuelo y yo nos aveníamos bien, porque a los dos nos gustaba estar callados. Podíamos pasar horas lado a lado, le-yendo o mirando caer la lluvia en la ventana, sin sentir la necesidad de hablar por hablar. Creo que nos teníamos mutua simpatía y respeto. Escribo esta palabra –respeto– con cierta vacilación, porque mi abuelo era autoritario y machista, estaba acostumbrado a tratar a las mujeres como delicadas flores, pero la idea del respeto intelectual por ellas no se le pasaba por la mente. Yo era una mocosa hosca y rebelde de quince años, que discutía con él de igual a igual. Eso picaba su curiosidad. Sonreía divertido cuando yo alegaba en defensa de mi derecho a tener la misma libertad y educación que mis hermanos, pero al menos me escuchaba. Vale la pena mencionar que la primera vez que oyó la palabra «machista» fue de mis labios. No sabía su significado y cuando se lo expli-qué casi se muere de risa; la idea de que la autoridad masculina, tan natural como el aire que se respira, tuviera un nombre, le pareció un chiste muy ingenioso. Cuando empecé a cuestionar aquella autoridad, dejó de hacerle gracia, pero creo que entendía y tal vez admiraba mi deseo de ser como él, fuerte e independiente, y no una víctima de las circunstancias, como mi madre.

Casi conseguí ser como mi abuelo, pero la naturaleza me traicionó: me salieron senos –apenas un par de ciruelas sobre las costillas– y mi plan se fue al diablo. La explosión de las hormonas fue un desastre para mí. En cuestión de semanas me convertí en una chiquilla acomplejada, con la cabeza caliente de sueños románticos, cuya principal preocupación era atraer al sexo opuesto, tarea nada fácil, porque carecía del más mínimo encanto y andaba casi siempre furiosa. No podía disimular mi desprecio por la mayoría de los muchachos que conocía, porque me parecía evidente que yo era más lista. (Me costó varios años aprender a hacerme la tonta para que los hombres se sintieran superiores. ¡Hay que ver cuánto trabajo requiere eso!) Pasé esos años desgarrada entre las ideas feministas que bullían en mi mente, sin que lograra expresarlas de una manera articulada, porque todavía nadie había oído hablar de algo así en mi medio, y el deseo de ser como las demás muchachas de mi edad, de ser aceptada, deseada, conquistada, protegida.

A mi pobre abuelo le tocó lidiar con la adolescente más desgraciada de la historia de la humanidad. Nada que el pobre viejo dijera podía consolarme. No es que dijera mucho. A veces mascullaba que para ser mujer yo no estaba mal, pero eso no cambiaba el hecho de que él prefería que yo fuera hombre, en cuyo caso me habría enseñado a usar sus herramientas. Al menos consiguió deshacerse de mi traje gris mediante el método simple de quemarlo en el patio. Armé un escándalo, pero en el fondo me sentí agradecida, aunque estaba segura de que con aquel mamarracho gris o sin él ningún hombre me miraría jamás. Sin embargo, pocos días más tarde sucedió un milagro: se me declaró el primer muchacho, Miguel Frías. Estaba tan desesperada, que me aferré a él como un cangrejo y no lo solté más. Cinco años más tarde nos casamos, tuvimos dos hijos y permanecimos juntos durante veinticinco años. Pero no debo adelantarme...

Para entonces mi abuelo había abandonado el luto y se había vuelto a casar con una matrona de aspecto imperial por cuyas venas corría sangre de aquellos colonos alemanes llega-dos de la Selva Negra a poblar el sur durante el siglo XIX. Por comparación, nosotros parecíamos salvajes y nos comportábamos como tales. La segunda esposa de mi abuelo era una valkiria imponente, alta, blanca y rubia, dotada de proa oronda y popa memorable. Debió soportar que su marido murmurara dormido el nombre de su primera mujer y lidiar con su familia política, que nunca la aceptó del todo y en muchas ocasiones le hizo la vida imposible. Lamento que así fuera, porque sin ella la vejez del patriarca habría sido muy solitaria. Era excelente dueña de casa y cocinera; también era mandona, laboriosa, ahorrativa e incapaz de entender el torcido sentido del humor de nuestra familia. Bajo su reinado se desterraron de la cocina los eternos frijoles, lentejas y garbanzos; ella preparaba delicados platos que sus hijastros tapaban con salsa picante antes de probarlos. También borda-ba primorosas toallas que ellos solían emplear para quitarse el barro de los zapatos. Imagino que los almuerzos dominicales con esos bárbaros deben haber sido un insufrible tormento para ella, pero los mantuvo en vigencia durante décadas para demostrarnos que, hiciéramos lo que hiciéramos, jamás podríamos vencerla. En aquella lucha de voluntades, ella ganó de lejos.

Esta digna dama no participaba en la complicidad entre mi abuelo y yo, pero nos acompañaba por las noches, cuando es-cuchábamos una radionovela de terror con la luz apagada, ella tejiendo de memoria, indiferente, él y yo muertos de miedo y de risa. El viejo se había reconciliado con los medios de comu-nicación y tenía un radio antediluviano que él mismo debía componer día por medio. Con ayuda de un «maestro» había instalado una antena y también unos cables conectados a una parrilla metálica, con la intención de captar comunicaciones de los extraterrestres, en vista de que mi abuela ya no estaba a mano para convocarlos en sus sesiones.

En Chile existe la institución del «maestro», como llama-mos a cualquier tipo (nunca una mujer) que tenga en su poder un alicate y un alambre. Si se trata de alguien especialmente primitivo, lo llamamos cariñosamente «maestro chasquilla», de otro modo es «maestro» a secas, título honorífico equivalente a «licenciado». Con un alicate y un alambre el hombrecito puede componer desde un sencillo lavamanos hasta la turbina de un avión; su creatividad y audacia son ilimitadas. Durante la mayor parte de su larga vi-da mi abuelo rara vez necesitó acudir a uno de estos especialistas, porque no sólo era capaz de arreglar cualquier desperfecto, sino que también fabricaba sus propias herramientas; pero en la vejez, cuando ya no podía agacharse o levantar peso, contaba con un «maestro», quien solía visitarlo para trabajar juntos entre sorbo y sorbo de ginebra. En Estados Unidos, donde la mano de obra es cara, la mitad de la población masculina tiene un garaje lleno de herramientas y aprende desde joven a leer los manuales de instrucciones. Mi marido, de profesión abogado, posee una pistola que dispara clavos, una máquina para cortar rocas y otra que vomita cemento por una manguera.

Mi abuelo era una excepción entre los chilenos, porque ninguno de la clase media para arriba sabe descifrar un manual y tampoco se ensucia las manos con grasa de motor: para eso están los «maestros», que pueden improvisar las más ingeniosas soluciones con los más modestos recursos y con el mínimo de aspavientos. Conocí a uno que se cayó del noveno piso tratando de componer una ventana y salió milagrosamente ileso. Subió en el ascensor, sobándose las contusiones, a pedir disculpas porque se le había roto el martillo. La idea de usar un cinturón de seguridad o cobrar una indemnización jamás se le pasó por la mente.

Había una casita al fondo del jardín de mi abuelo, que se-guramente hicieron para una empleada, donde me instalaron. Por primera vez en mi vida tuve privacidad y silencio, un lujo al cual me hice adicta. Estudiaba de día y por las noches leía novelas de ciencia ficción, que alquilaba en ediciones de bol-sillo por unos centavos en el quiosco de la esquina. Como todos los adolescentes chilenos de entonces, andaba con La Montaña Mágica y El lobo Estepario bajo el brazo para impresionar; no me acuerdo haberlos leído. (Chile es posiblemente el único país donde Thomas Mann y Herman Hesse han sido eternos best sellers, aunque no puedo imaginar qué tenemos en común con Narciso y Goldmunda, por ejemplo.) En la biblioteca de mi abuelo tropecé con una colección de novelas rusas y las obras completas de Henri Troyat, quien escribió largas sagas familiares sobre la vida en Rusia antes y durante la Revolución. Releí esos libros muchas veces, y años después nombré a mi hijo Nicolás por un personaje de Troyat, un joven campesino, radiante como un sol matinal, quien se enamora de la esposa de su amo y sacrifica su vida por ella. Es una historia tan romántica que incluso ahora, cuando me acuerdo, me dan ganas de llorar. Así eran mis libros favoritos y todavía lo son: personajes apasionados, causas nobles, atrevidos actos de valor, idealismo, aventura y, en lo posible, lugares lejanos con pésimo clima, como Siberia o algún desierto africano, es decir, sitios donde no pienso ir jamás de visita. Las islas tropicales, tan placenteras en las vacaciones, son un desastre en la literatura.

También le escribía a diario a mi madre a Turquía. Las cartas demoraban dos meses en llegar, pero eso nunca fue problema para nosotras, que somos viciosas del género epistolar: nos hemos escrito casi a diario durante cuarenta y cinco años con la promesa mutua de que a la muerte de cual-quiera de las dos, la otra romperá la montaña de cartas acumuladas. Sin esa garantía no podríamos escribir con libertad; no quiero pensar en la tragedia que sería si esas cartas, donde hablamos pestes de los parientes y del resto del mundo, cayeran en manos indiscretas.

Recuerdo esos inviernos de la adolescencia, cuando la lluvia anegaba el patio y se metía bajo la puerta de mi casita, cuando el viento amenazaba con robarse el techo y los truenos y relámpagos sacudían el mundo. Si hubiera podido quedarme allí encerrada leyendo durante todo el invierno, mi vida habría sido perfecta, pero tenía que ir a clases. Odiaba esperar el bus, exhausta y ansiosa, sin saber si me contaría entre los afortunados que lograrían abordarlo, o sería uno de los derrotados que se quedaban abajo y debían esperar el próximo. La ciudad se había extendido y era difícil trasladarse de un punto a otro; subirse a un autobús («micro») equivalía a una acción suicida. Después de esperar horas junto a una veintena de ciudadanos tan desesperados como uno, a veces bajo la lluvia y con los pies en un charco de lodo, había que saltar como una liebre cuando el vehículo se aproximaba, tosiendo y echando humo por el tubo de escape, para colgarse de la pisadera o de la ropa de otros pasajeros, que habían logrado poner los pies en la puerta. Esto ha cambiado, lógicamente. Han pasado cuarenta años y Santiago es una ciudad completamente diferente a la de entonces. Hoy las micros son rápidas, modernas y numerosas. El único inconveniente es que los chóferes compiten por llegar los pri-meros a la parada y atrapar el máximo de pasajeros, de modo que vuelan por las calles aplastando lo que se ponga por delante. Detestan a los escolares porque pagan menos y a los ancianos porque demoran mucho en subir y bajar, así es que hacen lo posible por impedir que se acerquen a su vehículo. Quien desee conocer el temperamento chileno debe usar el transporte colectivo en Santiago y viajar por el país en bus, la experiencia es muy instructiva. A las micros suben cantantes ciegos y vendedores de agujas, calendarios, estampas de san-tos y flores, también magos, malabaristas, ladrones, locos y mendigos. En general los chilenos andan malhumorados y no cruzan miradas en la calle, pero en las micros se establece una solidaridad humana como había en los refugios antiaéreos en Londres durante la Segunda Guerra Mundial.

Una palabra más sobre el tráfico: los chilenos, tan tímidos y amables en persona, se convierten en salvajes cuando tienen un volante entre las manos: corren a ver quién llega primero a la próxima luz roja, culebrean cambiándose de canal sin señalizar, se insultan a gritos o con gestos. La mayoría de nuestros insultos terminan en «on», de modo que suenan como francés. Una mano colocada como para pedir limosna es una alusión directa al tamaño de los genitales del enemigo; vale la pena saberlo para no cometer la imprudencia de depositar una moneda en ella.

Con mi abuelo hice algunos viajes inolvidables a la costa, la montaña y el desierto. Me llevó un par de veces a las estancias ovejeras en la Patagonia argentina, verdaderas odiseas en tren, jeep, carreta con bueyes y a lomo de caballo. Viajábamos hacia el sur, recorriendo los magníficos bosques de árboles nativos, donde siempre llueve; navegábamos por las aguas inmaculadas de los lagos que, como espejos, reflejaban los volcanes nevados; atravesábamos la empinada cordillera de los Andes por rutas escondidas usadas por contrabandistas. Al otro lado nos recogían arrieros argentinos, unos hombres rudos y silenciosos, de manos hábiles y rostros cuarteados como el cuero de sus botas. Acampábamos bajo las estrellas envueltos en pesadas mantas de Castilla, con las monturas por almohada. Los arrieros mataban un corderito y lo asaban al palo; lo comíamos regado con mate, un té verde y amargo servido en una calabaza, que pasaba de mano en mano, todos chupando de la misma boquilla metálica. Habría sido una descortesía poner cara de asco ante la boquilla empapada de saliva y tabaco mascado. Mi abuelo no creía en gérmenes por la misma razón que no creía en fantasmas: nunca los había visto. Al amanecer nos lavábamos con agua escarchada y un poderoso jabón amarillo, fabricado con grasa de oveja y soda cáustica. Esos viajes me dejaron una recuerdo tan indeleble, que treinta y cinco años más tarde pude describir la experiencia y el paisaje sin vacilar, al contar la fuga de mis protagonistas en mi segunda novela, De Amor y de Sombra.

CONFUSOS AÑOS DE JUVENTUD

En mi infancia y juventud percibía a mi madre como una víctima y decidí muy temprano que no quería seguir sus pasos. Me parecía que haber nacido mujer era una evidente mala suerte; mucho más fácil resultaba ser hombre. Eso me llevó a convertirme en feminista mucho antes de haber oído la palabra. El deseo de ser independiente y de que nadie me mande es tan antiguo, que no recuerdo ni un solo momento sin que guiara mis decisiones. Al mirar hacia el pasado, comprendo que a mi madre le tocó un destino difícil y en realidad lo enfrentó con gran valor, pero entonces la juzgué débil, porque dependía de los hombres a su alrededor, como su padre y su hermano Pablo, quienes controlaban el dinero y daban las órdenes. Las únicas veces que le hacían caso era cuando estaba enferma, de manera que lo estaba a menudo. Después se juntó con el tío Ramón, hombre de magníficas cualidades, pero tan machista como mi abuelo, mis tíos y el resto de los chilenos en general.

Me sentía asfixiada, presa en un sistema rígido, tal como lo estábamos todos, especialmente las mujeres que me rodeaban. No se podía dar un paso fuera de las normas, debía comportarme como los demás, fundirme en el anonimato o enfrentar el ridículo. Se suponía que yo debía graduarme de la secundaria, mantener a mi novio con las riendas cortas, casarme antes de los veinticinco –después ya no había caso– y tener hijos rápidamente para que nadie pensara que usaba anticonceptivos. A propósito de eso, debo aclarar que ya se había inventado la famosa píldora responsable de la revolución sexual, pero en Chile se hablaba de ella en susurros; la Iglesia la había prohibido y sólo se conseguía mediante un médico amigo de pensamiento liberal, siempre que se pudiera exhibir un certificado de matrimonio. Las solteras estaban fritas, porque pocos hombres chilenos tienen la cortesía de usar un condón. En las guías turísticas deberían recomendar a las visitantes que lleven siempre uno en la cartera, porque no les faltarán oportunidades de usarlo.

Para el chileno la seducción de cualquier mujer en edad reproductora es una tarea que cumple a conciencia. Aunque por lo general mis compatriotas bailan pésimo, hablan muy bonito; fueron los primeros en descubrir que el punto G está en las orejas femeninas y buscarlo más abajo es una pérdida de tiempo. Una de las experiencias más terapéuticas para cualquier mujer deprimida es pasar delante de una construcción y comprobar cómo se detiene el trabajo y de los andamios se descuelgan varios obreros a lisonjearla. Esta actividad ha alcanzado nivel de arte y existe un concurso anual para premiar los mejores piropos según su categoría: clásicos, creativos, eróticos, cómicos y poéticos.

Me enseñaron desde niña a ser discreta y fingir virtud. Digo fingir, porque aquello que se hace para callarlo no importa, mientras no se sepa. En Chile sufrimos de una forma particular de hipocresía: nos escandalizamos ante cualquier tropiezo del prójimo, mientras cometemos pecados bárbaros en privado. La franqueza nos choca un poco, somos disimulados, preferimos hablar con eufemismos (amamantar es «darle papa a la guagua»; tortura es «apremios ilegítimos»). Hacemos alarde de ser muy emancipados, pero soportamos estoicamente el silencio en torno a los temas que se consideran tabú y no se discuten, desde la corrupción (que llamamos «enriquecimiento ilícito») hasta la censura del cine, por mencionar sólo dos. Antes no se podía exhibir El violinista Sobre el Tejado; ahora no muestran La Última Tentación de Cristo, porque los curas se oponen y los fundamentalistas católicos pueden poner una bomba en el cine. Dieron El Último Tango en París cuando Marlon Brando ya estaba convertido en un viejo obeso y la margarina había pasado de moda. El tabú más fuerte, sobre todo para las mujeres, sigue siendo el tabú sexual.

Algunas familias emancipadas mandaban a sus hijas a la universidad, pero no era el caso de la mía. Mi familia se consi-deraba intelectual, pero en realidad éramos unos bárbaros medievales. Se esperaba que mis hermanos fueran profesionales –en lo posible abogados, médicos o ingenieros, las demás ocupaciones eran de segundo orden–, pero que yo me conformara con un trabajo más bien decorativo, hasta que el matrimonio y la maternidad me absorbieran por completo. En esos años las mujeres profesionales provenían en su mayoría de la clase media, que es la firme columna vertebral del país. Eso ha cambiado y hoy el nivel de educación de las mujeres es incluso superior al de los hombres.

Yo no era mala estudiante, pero como ya tenía novio a nadie se le ocurrió que podía obtener una profesión y a mí tampoco. Terminé la secundaria a los dieciséis años, tan confundida e inmadura que no supe cuál era el paso siguiente, aunque siempre tuve claro que debía trabajar, porque no hay feminismo que valga sin independencia económica. Como decía mi abuelo: quien paga la cuenta es quien manda. Me empleé como secretaria en una organización de las Naciones Unidas, donde copiaba estadísticas forestales en grandes hojas cuadriculadas. En los ratos de ocio no bordaba mi ajuar, sino que leía novelas de autores latinoamericanos y peleaba a brazo partido con cuanto varón se cruzaba en mi camino, empezando por mi abuelo y el buen tío Ramón. Mi rebelión contra el sistema patriarcal se exacerbó al salir al mercado de trabajo y comprobar las desventajas de ser mujer.

¿Y qué hay de la escritura? Supongo que secretamente deseaba dedicarme a la literatura, pero jamás me atreví a poner en palabras tan pretencioso proyecto, porque habría desatado una avalancha de carcajadas a mi alrededor. Nadie tenía interés en lo que pudiera decir, mucho menos escribir. No conocía autoras notables, fuera de dos o tres solteronas inglesas del siglo XIX y la poeta nacional, Gabriela Mistral, pero ella parecía hombre. Los escritores eran caballeros maduros, solemnes, remotos y en su mayoría muertos. Personalmente no conocía a ninguno, salvo ese tío mío que recorría el barrio tocando el organillo, que había publicado un libro sobre sus experiencias místicas en India. En el sótano se amontonaban centenares de ejemplares de aquella gruesa novela, seguramente comprados por mi abuelo para retirarlos de circulación, que mis hermanos y yo usamos durante la infancia para construir fuertes. No, definitivamente la literatura no era un camino razonable en un país como Chile, donde el desprecio intelectual por las mujeres aún era absoluto. Mediante una guerra sin cuartel, las mujeres hemos logrado ganar el respeto de nuestros trogloditas en ciertas áreas, pero, apenas nos descuidamos, el machismo levanta de nuevo su peluda cabeza.

Me gané la vida como secretaria por un tiempo, me casé con Miguel, el novio de siempre, y de inmediato quedé embarazada de mi primera hija, Paula. A pesar de mis teorías feministas, fui una típica esposa chilena, abnegada y servicial como una geisha, de esas que infantilizan al marido con premeditación y alevosía. Baste decir, como ejemplo, que tenía tres trabajos, manejaba la casa, me hacía cargo de los niños y corría como atleta el día entero para cumplir con el cúmulo de responsabilidades que me había echado encima, incluyendo una visita diaria a mi abuelo, pero por la noche esperaba a mi marido con la aceituna de su martini entre los dientes y le preparaba la ropa que se pondría en la mañana siguiente. En mis ratos libres le lustraba los zapatos y le cortaba el pelo y las uñas, como una Elvira cualquiera.

Pronto conseguí un traslado dentro de la oficina y empecé a trabajar en el departamento de información, donde debía redactar informes y mantenerme en contacto con la prensa, lo cual era más entretenido que contar árboles. Debo admitir que no elegí el periodismo, andaba distraída y éste me atrapó de un zarpazo; fue amor a primera vista, una pasión súbita que determinó buena parte de mi existencia. En esa época se inauguró la televisión en Chile, con dos canales en blanco y negro que dependían de las universidades. Era televisión de la Edad de Piedra, imposible más primitiva, y por lo mismo pude poner un pie dentro, aunque las únicas pantallas que había visto eran las del cine. Me vi lanzada a una carrera en el periodismo, aunque no había hecho los estudios regulares en la universidad. En ese tiempo todavía era un oficio que se aprendía en la calle y había cierta tolerancia para los espontáneos como yo. Aquí viene al caso explicar que en Chile las mujeres forman la mayoría entre los periodistas y son más preparadas, visibles y valientes que sus colegas masculinos, aunque casi siempre les toca trabajar bajo las órdenes de un hombre. Mi abuelo recibió la noticia indignado; consideraba que ésa era una ocupación de truhanes, nadie en su sano juicio hablaría con la prensa y ninguna persona decente optaría por un oficio cuya materia prima eran los chismes. Secretamente, sin embargo, creo que veía mis programas de televisión porque a veces se le salía algún comentario revelador.

En esos años crecieron en forma alarmante los cordones de pobreza en torno a la capital, con sus paredes de cartón, sus techos de lata y sus habitantes en harapos. Se veían claramente en el camino del aeropuerto, dando muy mala impresión a los visitantes; por mucho tiempo la solución fue poner murallas para ocultarlos. Como decía un político de entonces: «Si hay miseria, que no se note». En la actualidad aún quedan poblaciones marginales, a pesar del esfuerzo sostenido de los gobiernos por reubicar a los pobladores en barrios más decentes, pero nada como lo que había antes. Emigrantes llegados del campo o de las provincias más abandonadas acudían en masa en busca de trabajo y, al encontrarse desamparados, levantaban sus casuchas de congoja.

A pesar del hostigamiento de los carabineros, estas pobla-ciones callampas crecían y se organizaban; una vez que la gente se tomaba un terreno era imposible sacarla o impedir que continuaran llegando. Los ranchos se alineaban a lo largo de callecitas sin pavimentar, que en verano levantaban una polvareda y en invierno se convertían en un lodazal. Centenares de niños descalzos correteaban entre las viviendas, mientras los padres partían a diario a la ciudad en busca de trabajo por el día para «parar la olla», término vago que significa cualquier cosa, desde unos billetes humildes hasta un hueso para hacer sopa. Visité a veces estas poblaciones, primero con sacerdotes amigos, tratando de llevar ayuda, y poco después, cuando el feminismo y las inquietudes políticas me obligaron a salir del cascarón, las frecuentaba para aprender. Como periodista pude hacer reportajes y entrevistas que me sirvieron para comprender mejor nuestra mentalidad chilena.

Entre los problemas más agudos ligados a la falta de esperanza, estaban el alcoholismo y la violencia doméstica. Muchas veces me tocó ver mujeres con la cara aporreada. Mi compasión caía en el vacío, porque siempre tenían una disculpa para el agresor: «estaba borracho», «se enojó», «se puso celoso», «si me pega, es porque me quiere», «¿qué habré hecho para provocarlo...?». Me aseguran que esto no ha cambiado mucho, a pesar de las campañas de prevención. En la letra de un tango muy popular el varón espera que la mina le prepare su mate y luego «le fajó treinta y cinco puñaladas». Ahora los carabineros están entrenados para irrumpir en las casas sin esperar que les abran gentilmente la puerta o que aparezca un cadáver con treinta y cinco puñaladas colgando en la ventana; pero falta mucho por hacer.

¡Ni qué decir cómo les pegan a los niños! A cada rato apa-rece en la prensa algún caso espantoso de niños torturados o muertos a golpes por sus padres. Según el Banco Interameri-cano de Desarrollo, América Latina es una de las regiones más violentas del mundo, la segunda después de África. La violencia en la sociedad empieza en los hogares; no se puede eliminar el crimen en las calles si no se ataca el maltrato doméstico, ya que los niños golpeados se convierten a menudo en adultos violentos. En la actualidad se habla de esto, se denuncia en la prensa, existen refugios, programas de educación y protección policial para las víctimas, pero en esos años era un tema tabú.

En las poblaciones había conciencia de clase, orgullo de pertenecer al proletariado, lo cual me resultó sorprendente en una sociedad tan arribista como la chilena. Luego descubrí que el arribismo era propio de la clase media; los pobres ni siquiera se lo planteaban, estaban demasiado ocupados procurando sobrevivir. En los años siguientes estas comunidades adquirieron educación política, se organizaron y se convirtieron en terreno fértil para los partidos de izquierda. Diez años más tarde, en 1970, fueron determinantes en la elección de Salvador Allende, y por lo mismo habrían de sufrir la mayor represión durante la dictadura militar.

Tomé el periodismo muy en serio, a pesar de que mis colegas de aquella época creen que yo inventaba los reportajes. No los inventaba, sólo exageraba un poco. Me quedaron varias manías: todavía ando a la caza de noticias y de historias, siempre con un lápiz y una libreta en la cartera para anotar lo que me llama la atención. Lo aprendido entonces me sirve ahora en la literatura: trabajar bajo presión, conducir una entrevista, realizar una investigación, usar el lenguaje en forma eficiente. No olvido que el libro no es un fin en sí mismo. Igual que un periódico o una revista, es sólo un medio de comunicación, por eso procuro atrapar al lector por el cuello y no soltarlo hasta el final. No siempre lo logro, por supuesto, el lector suele ser evasivo.

¿Quién es ese lector? Cuando los norteamericanos detuvieron en Panamá al general Noriega, quien había caído en desgracia, hallaron dos libros en su poder: la Biblia y La casa de los espíritus. Nadie sabe para quién escribe. Cada libro es un mensaje lanzado en una botella al mar con la esperanza de que arribe a otra orilla. Me siento muy agradecida cuando alguien lo encuentra y lo lee, sobre todo alguien como Noriega.

Entretanto el tío Ramón había sido nombrado representante de Chile ante las Naciones Unidas en Ginebra. Las cartas entre mi madre y yo demoraban menos que a Turquía y de vez en cuando era posible hablar por teléfono. Cuando nuestra hija Paula tenía año y medio, mi marido consiguió una beca para estudiar ingeniería en Bélgica. En el mapa aparecía Bruselas muy cerca de Ginebra y no quise perder la oportunidad de visitar a mis padres. Ignorando la promesa que había hecho de plantar raíces y no viajar al extranjero por ningún motivo, hicimos las maletas y partimos a Europa. Fue una excelente decisión, entre otras razones, porque pude estudiar radio y televisión y afinar mi francés, que no usaba desde los tiempos del Líbano. Durante ese año descubrí el Movimiento de Liberación Femenina y comprendí que yo no era la única bruja en este mundo; éramos muchas.

En Europa poca gente había oído hablar de Chile; el país se puso de moda cuatro años después, con la elección de Salvador Allende. Volvió a estarlo con el golpe militar de 1973, la secuela de violaciones a los derechos humanos y finalmente el arresto del ex dictador en Londres en 1998. Cada vez que nuestro país ha hecho noticia ha sido por mayúsculos eventos políticos, salvo cuando aparece brevemente en la prensa con ocasión de un terremoto. Si me preguntaban mi nacionalidad, debía dar largas explicaciones y dibujar un mapa para demostrar que Chile no quedaba en el centro de Asia, sino en el sur de América. A menudo lo confundían con China, porque el nombre sonaba parecido. Los belgas, acostumbrados a la idea de las colonias en África, solían sorprenderse de que mi marido pareciera inglés y yo no fuera negra; alguna vez me preguntaron por qué no usaba el traje típico, que tal vez imaginaban como los vestidos de Carmen Miranda en las pe-lículas de Hollywood: falda a lunares y un canasto con piñas en la cabeza.

Recorrimos Europa desde los países escandinavos hasta el sur de España en un destartalado Volkswagen, durmiendo en carpa y alimentándonos de salchichas, carne de caballo y papas fritas. Fue un año de turismo frenético.

Regresamos a Chile en 1966 con nuestra hija Paula, quien a los tres años hablaba con la corrección de un académico y se había convertido en experta en catedrales, y con Nicolás en mi vientre. Por contraste con Europa, donde se veían por todas partes hippies melenudos, se gestaban revoluciones estudiantiles y se celebraba la liberación sexual, Chile era muy aburrido. Una vez más me sentí forastera, pero reanudé mi promesa de plantar raíces y no volver a moverme de allí.

Apenas nació Nicolás volví a trabajar, esta vez en una re-vista femenina llamada Paula, que acababa de salir al mercado. Era la única que promovía la causa del feminismo y exponía temas que jamás se habían ventilado hasta entonces, como divorcio, anticonceptivos, violencia doméstica, adulterio, aborto, drogas, prostitución. Considerando que en ese tiempo no se podía pronunciar la palabra cromosoma sin sonrojarse, éramos de una audacia suicida.

Chile es un país mojigato, pudoroso y lleno de escrúpulos respecto a la sensualidad, incluso tenemos una expresión criolla para definir esta actitud: somos «cartuchos». Existe una doble moral. Se tolera la promiscuidad en los hombres, pero las mujeres deben fingir que el sexo no les interesa, sólo el amor y el romance, aunque en la práctica gozan de la misma libertad que los hombres, sino ¿con quién lo harían ellos? Las muchachas jamás deben aparecer colaborando abiertamente con el macho en el proceso de seducción, deben hacerlo con disimulo. Se supone que si son «difíciles», el pretendiente se mantiene interesado y las respeta, de lo contrario hay epítetos muy poco elegantes para calificarlas. Ésta es una manifestación más de nuestra hipocresía, otro de nuestros rituales para salvar las apariencias, porque en realidad hay tanto adulterio, embarazos de adolescentes, hijos fuera del matrimonio y abortos como en cualquier otro país. Tengo una amiga, que es médica ginecóloga y se ha especializado en atender adolescentes solteras embarazadas, que asegura que esto rara vez ocurre entre muchachas universitarias. Sucede en las familias de menos ingresos, donde los padres ponen énfasis en educar y dar oportunidades a los hijos varones, mucho más que a las hijas. Esas niñas no tienen planes, su futuro es gris, carecen de educación y de autoestima; algunas terminan preñadas por pura ignorancia. Se sorprenden al descubrir su estado, porque han cumplido al pie de la letra la advertencia de «no acostarse» con nadie. Lo que ocurre de pie detrás de una puerta no cuenta.

Han pasado más de treinta años desde que la revista Paula tomó por asalto a la pudibunda sociedad chilena y nadie puede negar que tuvo el efecto de un huracán. Cada uno de los controversiales reportajes de la revista colocaba a mi abuelo al borde de un paro cardíaco; discutíamos a gritos, pero al día siguiente yo volvía a visitarlo y él me recibía como si nada hubiera sucedido. En sus comienzos el feminismo, que hoy damos por sentado, era una extravagancia, y la mayoría de las chilenas preguntaban para qué lo querían, si de todos modos ellas eran reinas en sus casas y les parecía natural que afuera los hombres mandaran, como lo había establecido Dios y la naturaleza. Costaba una batalla convencerlas de que no eran reinas en ninguna parte. No había muchas feministas visibles, a lo más media docena. ¡Mejor ni acordarme de cuánta agresión soportamos! Me di cuenta que esperar que te respeten por ser feminista es como esperar que el toro no te embista porque eres vegetariana. También regresé a la televisión, esta vez con un programa de humor, con el cual adquirí cierta visibilidad, como le ocurre a cualquiera que aparece regularmente en una pantalla. Pronto se me abrieron todas las puertas, la gente me saludaba en la calle y por primera vez en mi vida me sentí a gusto en un lugar.

EL DISCRETO ENCANTO DE LA BURGUESÍA

A menudo me pregunto en qué consiste exactamente la nostalgia. En mi caso no es tanto el deseo de vivir en Chile como el de recuperar la seguridad con que allí me muevo. Ése es mi terreno. Cada pueblo tiene sus costumbres, manías, complejos. Conozco la idiosincrasia del mío como la palma de mis manos, nada me sorprende, puedo anticipar las reacciones de los demás, entiendo lo que significan los gestos, los silencios, las frases de cortesía, las reacciones ambiguas. Sólo allí me siento cómoda socialmente, a pesar de que rara vez actúo como se espera de mí, porque sé comportarme y rara vez me fallan los buenos modales.

Cuando a los cuarenta y cinco años y recién divorciada emigré a Estados Unidos, obedeciendo al llamado de mi co-razón impulsivo, lo primero que me sorprendió fue la actitud infaliblemente optimista de los norteamericanos, tan diferente a la de la gente del sur del continente, que siempre espera que suceda lo peor. Y sucede, por supuesto. En Estados Unidos la Constitución garantiza el derecho a buscar la felicidad, lo cual sería una presunción bochornosa en cualquier otro sitio. Este pueblo también cree tener derecho a estar siempre entretenido y si cualquiera de estos derechos le falla, se siente frustrado. El resto del mundo, en cambio, cuenta con que la vida es por lo general dura y aburrida, de modo que celebra mucho los chispazos de alegría y las diversiones, por modestas que sean, cuando éstas se presentan.

En Chile es casi una descortesía proclamarse demasiado satisfecho, porque puede irritar a los menos afortunados, por eso para nosotros la respuesta correcta a la pregunta de «¿cómo estás?» es «más o menos». Eso da pie para simpatizar con la situación del otro. Por ejemplo, si el interlocutor cuenta que acaba de serle diagnosticada una enfermedad fatal, sería de pésimo gusto refregarle lo bien que a uno le va, ¿verdad? Pero si el otro acaba de desposar a una rica heredera, uno tiene libertad para confesar su propia dicha sin temor a herir a nadie. Ésa es la idea del «más o menos», que suele confundir un poco a los extranjeros de visita: da tiempo para tantear el terreno y no meter la pata.

Dicen los sociólogos que el cuarenta por ciento de los chilenos sufre de depresión, sobre todo las mujeres, que tienen que aguantar a los hombres. Se debe tener en cuenta también que –tal como dije antes– en nuestro país pasan desgracias mayúsculas y hay mucha gente pobre, por lo tanto no es elegante mencionar la propia buena suerte. Tuve un pariente que ganó dos veces el número mayor de la lotería, pero siempre decía que estaba «más o menos», para no ofender. De paso vale la pena contar cómo sucedió ese portento. Era un hombre muy católico y como tal nunca quiso oír hablar de anticonceptivos. Al nacer el séptimo hijo, fue a la iglesia, se arrodilló ante el altar y, desesperado, habló mano a mano con su Creador: «Señor, si me has mandado siete niños, bien podrías ayudarme a alimentarlos...», explicó y enseguida sacó del bolsillo una larga lista de gastos, que había preparado cuidadosamente. Dios escuchó con paciencia los argumentos de su leal servidor y acto seguido le reveló en un sueño el número mayor de la lotería. Los millones sirvieron por varios años, pero la inflación, que en aquella época era un mal endémico en Chile, redujo el capital en la misma medida en que aumentaba la familia. Cuando nació el último de sus hijos, el número once, el hombre volvió a la iglesia a alegar su situación y de nuevo Dios se ablandó enviándole otro sueño revelador. La tercera vez no le resultó.

En mi familia la felicidad era irrelevante. Mis abuelos, como la inmensa mayoría de los chilenos, se habrían quedado con la boca abierta al saber que hay gente dispuesta a gastar dinero en terapia para sobreponerse a la desdicha. Para ellos la vida era difícil y lo demás son tonterías. La satisfacción se encontraba en actuar bien, en la familia, el honor, el espíritu de servicio, el estudio y la propia fortaleza. La alegría estaba presente de muchas maneras en nuestras vidas y supongo que el amor no sería la menos importante; pero tampoco hablábamos de eso, nos habríamos muerto de vergüenza antes de pronunciar esa palabra. Los sentimientos fluían silenciosamente. Al contrario de la mayoría de los chilenos, nosotros teníamos el mínimo de contacto físico y nadie mimaba a los niños. La costumbre moderna de encomiar todo lo que hacen los chiquillos como si fuera una tremenda gracia no se usaba entonces; tampoco existía ansiedad por criarlos sin traumas. Menos mal, porque si yo hubiera crecido protegida y feliz, ¿de qué diablos escribiría ahora? Por eso he procurado hacerles la infancia lo más difícil posible a mis nietos, para que lleguen a ser adultos creativos. Sus padres no aprecian para nada mis esfuerzos.

La apariencia física se ignoraba en mi familia; mi madre asegura que no supo que era bonita hasta después de cumplir cuarenta años, porque eso nunca se mencionó. Se puede decir que en esto éramos originales, porque en Chile las apariencias son fundamentales. Lo primero que intercambian dos mujeres al encontrarse es un comentario sobre la ropa, el peinado o la dieta. Lo único que comentan los hombres sobre las mujeres –a espaldas de ellas, claro– es cómo se ven, y en general lo hacen en términos muy peyorativos, sin sospechar que ellas les pagan con la misma moneda. Las cosas que he oído decir a mis amigas sobre los hombres harían sonrojar a una piedra. En mi familia también era de mal gusto hablar de religión y, sobre todo, de dinero, en cambio de enfermedades era casi de lo único que se hablaba; es el tema más socorrido de los chilenos. Nos especializamos en intercambiar remedios y consejos médicos, allí todos recetan. Desconfiamos de los médicos, porque es obvio que la salud ajena no les conviene, por eso acudimos a ellos sólo cuando todo lo demás nos falla, después de haber probado cuanto remedio amigos y conocidos nos recomiendan. Digamos que usted se desmaya en la puerta del automercado. En cualquier otro país llaman una ambulancia, menos en Chile, donde lo levantan entre varios voluntarios, lo llevan en vilo detrás del mesón, le echan agua fría en la cara y aguardiente por el gaznate, para que se espabile; luego lo obligan a tragar unas píldoras que alguna señora saca de su cartera, porque «a una amiga suelen darle ataques y ese remedio es estupendo». Habrá un coro de expertos que diagnosticarán su estado en lenguaje clínico, porque todo ciudadano con dos dedos de frente sabe mucho de medicina. Uno de los expertos dirá, por ejemplo, que usted ha sufrido una obturación de una válvula en el cerebro, pero habrá otro que sospeche una doble torsión de los pulmones y un tercero que diga que se le reventó el páncreas. En pocos minutos habrá un griterío en torno a usted, mientras llega alguien que ha ido a la farmacia a comprar penicilina para inyectarle por si acaso. Mire, si usted es extranjero, le aconsejo que no se desmaye en un automercado chileno, puede ser una experiencia mortal.

Es tanta nuestra facilidad para recetar, que durante un crucero en barco comercial por el sur, cuyo destino era visitar la maravillosa laguna de San Rafael, nos dieron somníferos con el postre. A la hora de la cena el capitán notificó a los pasajeros que debíamos navegar por un trecho particularmen-te agitado, luego su mujer pasó entre las mesas repartiendo unas pastillas sueltas, cuyo nombre nadie se atrevió a preguntar. Las tomamos obedientemente y veinte minutos más tarde todos los pasajeros roncábamos a pierna suelta, como en el cuento de la Bella Durmiente. Mi marido dijo que en Estados Unidos les habrían metido juicio al capitán y a su señora por anestesiar a los pasajeros. En Chile estábamos muy agradecidos.

Antiguamente el tema de rigor, apenas se juntaban dos o más personas, era la política; si había dos chilenos en una pieza, seguro había tres partidos políticos. Entiendo que en una época tuvimos más de una docena de minipartidos socialistas; hasta la derecha, que es monolítica en el resto del mundo, entre nosotros estaba dividida. Sin embargo, ahora la política no nos apasiona; sólo nos referimos a ella para quejamos del gobierno, una de las actividades nacionales favoritas. Ya no votamos religiosamente, como en los tiempos cuando acudían ciudadanos moribundos en camilla a cumplir con su deber cívico; tampoco se dan, como antes, los casos de mujeres que parían en el momento de votar. Los jóvenes no se inscriben en los registros electorales, un 84,3 por ciento piensa que los partidos políticos no representan sus intereses y un número mayor se manifiesta satisfecho de no participar para nada en la conducción del país. Éste es un fenómeno del mundo occidental, según parece. Los jóvenes no tienen interés en fosilizados esquemas políticos que se arrastran desde el siglo XIX; están preocupados de pasarlo bien y prolongar la adolescencia lo más posible, digamos hasta los cuarenta o cincuenta años. No seamos injustos, también hay un porcentaje militante de la ecología, la ciencia y la tecno-logía; incluso se sabe de algunos que hacen labor social a tra-vés de iglesias.

Los temas que han reemplazado a la política en la masa chilena son el dinero, que siempre falta, y el fútbol, que sirve de consuelo. Hasta el último analfabeto conoce los nombres de todos los jugadores que han pasado por nuestra historia, y tiene su propia opinión sobre cada uno de ellos. Este deporte es tan importante que en las calles penan las ánimas cuando hay un partido, porque la población entera se encuentra en estado catatónico frente al televisor. El fútbol es de las pocas actividades humanas en que se prueba la relatividad del tiempo: se puede congelar al arquero en el aire por medio minuto, repetir la misma escena varias veces en cámara lenta o de atrás para adelante y, gracias al cambio de hora entre continentes, ver en Santiago un partido entre húngaros y alemanes antes de que lo jueguen.

En nuestra casa, como en el resto del país, no se dialoga-ba; las reuniones consistían en una serie de monólogos si-multáneos, sin que nadie escuchara a nadie, puro barullo y estática, como una transmisión de radio en onda corta. Nada importaba, porque tampoco había interés por averiguar qué pensaban los demás, sólo en repetir el propio cuento. En la vejez mi abuelo se negó a ponerse un aparato auditivo, porque consideraba que lo único bueno de su mucha edad era no tener que escuchar las tonterías que dice la gente. Tal como expresó elocuentemente el general César Mendoza en 1983: «Estamos abusando de la expresión diálogo. Hay casos en que no es necesario el diálogo. Es más necesario un monólogo, porque un diálogo es una simple conversación entre dos personas». Mi familia habría estado plenamente de acuerdo con él.

Los chilenos tenemos tendencia a hablar en falsete. Mary Graham, una inglesa que visitó el país en 1822, comentó en su libro Diario de mi residencia en Chile que la gente era encantadora, pero tenía un tono desagradable de voz, sobre todo las mujeres. Nos tragamos la mitad de las palabras, aspiramos la «s» y cambiamos las vocales, de manera que «¿cómo estás, pues?» se convierte en «com tai puh» y la palabra «señor» puede ser «iñol».

Existen al menos tres idiomas oficiales: el educado, que se usa en los medios de comunicación, en asuntos oficiales y que hablan algunos miembros de la clase alta cuando no están en confianza; el coloquial, que usa el pueblo, y el dialecto indescifrable y siempre cambiante de los jóvenes. El extranjero de visita no debe desesperar, porque aunque no entienda ni una palabra, verá que la gente se desvive por ayudarlo. Además hablamos bajito y suspiramos mucho. Cuando viví en Venezuela, donde hombres y mujeres son muy seguros de sí mismos y del terreno que pisan, era fácil distinguir a mis compatriotas por su manera de caminar como si fueran espías de incógnito y su invariable tono de pedir disculpas. Yo pasaba a diario a la panadería de unos portugueses a tomar mi primera taza de café de la mañana, donde siempre había una apurada multitud de clientes luchando por acercarse al mesón. Los venezolanos gritaban desde la puerta «¡Un marroncito, vale!» y más temprano que tarde el vaso de papel con el café con leche les llegaba, pa-sando de mano en mano. Los chilenos, que en aquella época éramos muchos, porque Venezuela fue de los pocos países latinoamericanos que recibían refugiados e inmigrantes, le-vantábamos un tembloroso dedo índice y suplicábamos con un hilo de voz: «Por favorcito, ¿me da un cafecito, señor?». Podíamos esperar en vano la mañana entera. Los venezolanos se burlaban de nuestros modales de mequetrefe, y a su vez a los chilenos nos espantaba la rudeza de ellos. A quienes vivimos en ese país por varios años nos cambió el carácter y, entre otras cosas, aprendimos a pedir el café a gritos.

Habiendo aclarado algunos puntos sobre el carácter y las costumbres de los chilenos, se entienden las dudas de mi ma-dre: yo no tenía por dónde salir como soy. Nada poseo del decoro, la modestia o el pesimismo de mis parientes; nada de su miedo al qué dirán, al derroche y a Dios; no hablo ni escribo en diminutivo, soy más bien grandilocuente, y me gusta llamar la atención. Es decir, así soy ahora, después de mucho vivir. En mi infancia fui un bicho raro, en la adolescencia un roedor tímido –mi sobrenombre fue por muchos años «laucha», como llamamos a los insignificantes ratones domésticos– y en la juventud fui de todo, desde iracunda feminista hasta hippie coronada de flores. Lo más grave es que cuento secretos propios y ajenos. Total, un desastre. Si viviera en Chile nadie me hablaría. Eso sí, soy hospitalaria. Al menos esa virtud lograron inculcarme en la infancia. Toque usted a mi puerta a cualquier hora del día o la noche y yo, aunque recién me haya quebrado el fémur, saldré corriendo a abrirle y a ofrecerle el primer «tecito». En todo lo demás soy la antítesis de la dama que mis padres, con grandes sacrificios, trataron de hacer de mí. No es culpa de ellos, simplemente me faltó materia prima y además se me torció el destino.

Si me hubiera quedado en mi patria, como siempre quise, casada con uno de mis primos en segundo grado, en el caso improbable de que alguno me lo hubiera propuesto, tal vez hoy llevaría con dignidad la sangre de mis antepasados, y tal vez el escudo de los perros pulguientos adquirido por mi padre estaría colgado en lugar de honor en mi casa. Debo agregar que, por muy rebelde que haya sido en mi vida, mantengo los estrictos modales de cortesía que me inculcaron a sangre y fuego, como corresponde a una persona «decente». Ser decente era fundamental en mi familia. Esa palabra abarcaba mucho más de lo que sería posible explicar en estas páginas, pero puedo decir que sin dudas los buenos modales constituían un alto porcentaje de la supuesta decencia.

Me he ido por las ramas y debo retomar el hilo, si es que hay algún hilo en este divagar. Así es la nostalgia: un lento baile circular. Los recuerdos no se organizan cronológicamente, son como el humo, tan cambiantes y efímeros, que si no se escriben desaparecen en el olvido. Intento organizar estas páginas por temas o por épocas, pero me resulta casi un artificio, puesto que la memoria va y viene, como una interminable cinta de Moebius.

UN SOPLO DE HISTORIA.

como de nostalgia estamos hablando, le suplico un poco de paciencia, porque no puedo separar el tema de Chile de mi propia vida. Mi destino está hecho de pasiones, sorpresas, éxitos y pérdidas; no es fácil contarlo en dos o tres frases. En todas las vidas humanas supongo que hay momentos en los cuales cambia la suerte o se tuerce el rumbo y hay que partir en otra dirección. En la mía esto ha ocurrido varias veces, pero tal vez uno de los eventos más definitivos fue el golpe militar de 1973. Si no fuera por este acontecimiento, seguramente yo nunca hubiera emigrado de Chile, no seria escritora y no estaría casada con un americano viviendo en California; tampoco me acompañaría esta larga nostalgia y hoy no estaría escribiendo estas páginas. Esto me conduce inevitablemente al tema de la política. Para entender cómo ocurrió el golpe militar, debo referirme brevemente a nuestra historia política, desde los comienzos hasta el general Augusto Pinochet, quien hoy es un abuelo senil en arresto domiciliario, pero cuya importancia es imposible ignorar. No faltan historiadores que lo consideran la figura política más singular del siglo, aunque esto no es necesariamente un juicio fa-vorable.

En Chile el péndulo político ha oscilado de un extremo a otro, hemos probado cuanto sistema de gobierno existe y hemos sufrido las consecuencias; no es raro, por lo tanto, que tengamos más ensayistas e historiadores por metro cuadrado que cualquiera otra nación del mundo. Nos estudiamos a perpetuidad; tenemos el vicio de analizar nuestra realidad como si fuera un permanente problema que requiere urgentes soluciones. Los cabezones que se queman las pestañas estudiándonos son unos latosos herméticos a quienes no se les entiende ni una palabra de lo que dicen; así es que nadie les hace mucho caso, pero eso no los desanima, por el contrario, cada año publican centenares de tratados académicos, todos muy pesimistas. Entre nosotros el pesimismo es de buen tono, se supone que sólo los tontos andan contentos. Somos una nación en vías de desarrollo, la más estable, segura y próspera de América Latina y una de las más organizadas, pero nos molesta mucho cuando alguien opina que «el país está de lo más bien». Quien se atreva a decirlo será tachado de ignorante que no lee los diarios.

Desde su independencia en 1810, Chile ha sido manejado por la clase social con poder económico. Antes eran dueños de tierras, hoy son empresarios, industriales, banqueros. Antes pertenecían a una pequeña oligarquía descendiente de europeos, compuesta por un puñado de familias; hoy la clase dirigente es más extensa, son unos cuantos miles de personas, que tienen el sartén por el mango. Durante los primeros cien años de la república, los presidentes y los políticos salían de la clase alta, pero después la clase media también participó en el gobierno. Pocos, sin embargo, provenían de la clase obrera. Los presidentes con conciencia social fueron hombres conmovidos por la desigualdad, la injusticia y la miseria del pueblo, aunque no las sufrieron personalmente. En la actualidad, el presidente y la mayoría de los políticos, excepto varios de derecha, no forman parte del grupo económico que controla realmente el país. Se da en este momento la paradoja de que gobierna una coalición de partidos de centro y de izquierda (Concertación), con un presidente socialista, pero la economía es neocapitalista.

La oligarquía conservadora manejó al país con mentalidad feudal hasta 1920. Una excepción fue el presidente liberal José Manuel Balmaceda en 1891, quien intuyó las necesidades del pueblo e intentó llevar a cabo algunas reformas que herían los intereses de los patrones, a pesar de que él mismo provenía de una familia poderosa, dueña de un inmenso latifundio. El Parlamento conservador le hizo una feroz oposición, se produjo una crisis social y política, se sublevó la Marina para apoyar al Parlamento y se desató una cruenta guerra civil, que terminó con el triunfo del Parlamento y el suicidio de Balmaceda. Sin embargo, ya se habían plantado las semillas de las ideas sociales y en los años siguientes aparecieron los partidos radical y comunista.

En 1920 fue elegido por primera vez un caudillo que predi-caba justicia social, Arturo Alessandri Palma, apodado «el León», perteneciente a la clase media, segunda generación de inmigrantes italianos. Aunque su familia no era rica, su ascen-dencia europea, su cultura y educación lo colocaban natural-mente en la clase dirigente. Promulgó leyes sociales y en su gobierno los trabajadores se organizaron y tuvieron acceso a los partidos políticos. Alessandri propuso modificar la Constitución para establecer una verdadera democracia, pero las fuerzas conservadoras de oposición lo impidieron, a pesar de que la mayoría de los chilenos, sobre todo la clase media, lo apoyaba. El Parlamento (¡otra vez el Parlamento!) le hizo difícil gobernar, le exigió que abandonara el cargo y se fuera exiliado a Europa. Sucesivas juntas militares intentaron gobernar, pero el país perdió el rumbo y el clamor popular exigió el regreso del León, quien terminó su período promulgando una nueva Constitución.

Las Fuerzas Armadas, que se sentían marginadas del poder y creían que el país les debía mucho, dadas sus victorias en las guerras del siglo XIX, instalaron por la fuerza en la presidencia al general Carlos Ibáñez del Campo. Rápidamente Ibáñez tomó medidas dictatoriales, a las que los chilenos hasta ese momento habían sido ajenos, y esto produjo una oposición civil tan formidable, que se paralizó el país y el general tuvo que renunciar. Se inició entonces un período que podemos calificar de sana democracia. Se formaron alianzas de partidos y subió la izquierda al poder con el presidente Pedro Aguirre Cerda, del Frente Popular, en el cual participaban el partido comunista y el radical. Después de Pedro Aguirre Cerda, el derrocado Ibáñez se unió a las fuerzas de izquierda y se sucedieron tres consecutivos presidentes radicales. (A pesar de que entonces yo era una mocosa, me acuerdo que, cuando Ibáñez fue elegido para gobernar por segunda vez, en mi familia hubo duelo. Desde mi rincón bajo el piano oía los pronósticos apocalípticos de mi abuelo y mis tíos; pasé noches sin dormir, convencida de que las huestes del enemigo arrasarían nuestra casa. Nada de eso sucedió. El general había aprendido la lección anterior y se mantuvo dentro de la ley.)

Durante veinte años hubo gobiernos de centro–izquierda hasta 1958, cuando triunfó la derecha con Jorge Alessandri, hijo del León y completamente diferente a su padre. El León era populista, de ideas avanzadas para su tiempo y una tre-menda personalidad; su hijo era conservador y proyectaba una imagen más bien pusilánime.

Mientras en la mayoría de los otros países latinoamericanos se sucedían las revoluciones y los caudillos se apoderaban del gobierno a balazos, en Chile se consolidaba una democracia ejemplar. En la primera mitad del siglo XX los avances sociales se cristalizaron. La educación estatal, gratuita y obligatoria, la salud pública al alcance de todos y uno de los sistemas más avanzados de seguridad social del continente, permitió el fortalecimiento de una vasta clase media educada y politizada, así como un proletariado con conciencia de clase. Se formaron sindicatos, centrales de obreros, de empleados, de estudiantes. Las mujeres obtuvieron el voto y los procesos electorales se perfeccionaron. (Una elección en Chile es tan civilizada como la hora del té en el hotel Savoy de Londres. Los ciudadanos se ponen en «la colita» para votar, sin que jamás se produzca ni el menor altercado, aunque los ánimos políticos estén caldea-dos. Hombres y mujeres votan en locales separados, custodiados por soldados, para evitar disturbios o cohecho. No se vende alcohol desde el día anterior y el comercio y las oficinas permanecen cerrados; ese día no se trabaja.)

La inquietud por la justicia social alcanzó también a la Iglesia católica, de enorme influencia en Chile, que sobre la base de las nuevas encíclicas hizo grandes esfuerzos por apoyar los cambios que se habían producido en el país. Entretanto en el mundo se afirmaban dos sistemas políticos opuestos: capitalismo y socialismo. Para hacer frente al marxismo, nació en Europa la democracia cristiana, partido de centro, con un mensaje humanista y comunitario. En Chile, donde prometía una «revolución en libertad», la democracia cristiana arrasó en la elección de 1964, derrotando a la derecha conservadora y a los partidos de izquierda. El triunfo abrumador de Eduardo Frei Montalva, con una mayoría demócrata cristiana en el Parlamento, marcó un hito; el país había cambiado, se suponía que la derecha pasaba a la historia, que la izquierda jamás tendría su oportunidad y que la democracia cristiana gobernaría por los siglos de los siglos, pero el plan no resultó y en pocos años el partido perdió apoyo popular; la derecha no fue pulverizada, como se había pronosticado, y la izquierda, repuesta de la derrota, se organizó. Las fuerzas estaban divididas en tres tercios: dere-cha, centro e izquierda.

Al final del período de Frei Montalva el país estaba frenéti-co. Había un deseo de revancha por parte de la derecha, que se sentía expropiada de sus bienes y temía perder definitivamente el poder que siempre había ostentado, y un gran resentimiento por parte de las clases bajas, que no se sintieron representadas por la democracia cristiana. Cada tercio presentó su candidato: Jorge Alessandri por la derecha, Radomiro Tomic por la democracia cristiana y Salvador Allende por la izquierda.

Los partidos de izquierda se juntaron en una coalición lla-mada Unidad Popular, que incluía al partido comunista. Estados Unidos se alarmó, a pesar de que las encuestas daban como ganadora a la derecha, y destinó varios millones de dólares para combatir a Allende. Las fuerzas políticas estaban repartidas de tal modo, que Allende, con su proyecto de «la vía chilena al socialismo» ganó por estrecho margen, con treinta y ocho por ciento de los votos. Como no obtuvo mayoría absoluta, el Congreso debía ratificar la elección. Tradicionalmente se había designado al candidato con más votos. Allende era el primer marxista en alcanzar la presidencia de un país mediante votación democrática. Los ojos del mundo se volvieron hacia Chile.

Salvador Allende Gossens era un médico carismático, que había sido ministro de Salud en su juventud, senador por mu-chos años y el eterno candidato presidencial de la izquierda. Él mismo hacía el chiste de que a su muerte escribirían en su epitafio: «Aquí yace el próximo presidente de Chile». Era valiente, leal con sus amigos y colaboradores, magnánimo con sus adversarios. Lo tachaban de vanidoso por su forma de vestirse, su gusto por la buena vida y por las mujeres bellas, pero era muy serio respecto a sus convicciones políticas; en ese aspecto nadie puede acusarlo de frivolidad. Sus enemigos preferían no enfrentarlo personalmente, porque tenía fama de manipular cualquier situación a su favor. Pretendía realizar profundas reformas económicas dentro del marco de la Constitución, extender la reforma agraria iniciada por el gobierno anterior, nacionalizar empresas privadas, bancos y las minas de cobre, que estaban en manos de compañías norteamericanas. Proponía llegar al socialismo respetando todos los derechos y libertades de los ciudadanos, un experimento que hasta entonces no se había intentado.

La revolución cubana tenía ya diez años de existencia, a pesar de los esfuerzos de Estados Unidos por destruirla, y había movimientos guerrilleros de izquierda en muchos países latinoamericanos. El héroe indiscutido de la juventud era el Che Guevara, asesinado en Bolivia, cuyo rostro de santo con boina y cigarro se había convertido en símbolo de la lucha por la justicia. Eran los tiempos de la guerra fría, cuando una paranoia irracional dividió el mundo en dos ideologías y determinó la política exterior de la Unión Soviética y de Estados Unidos durante varias décadas. Chile fue uno de los peones sacrificados en aquel conflicto de titanes. La administración de Nixon decidió intervenir directamente en el proceso electoral chileno. Henri Kissinger, a cargo de la política exterior, quien admitía no saber nada de América Latina, a la cual consideraba el patio trasero de Estados Unidos, dijo que «no había razón para ver cómo un país se volvía comunista por la irresponsabilidad de su propia gente, sin hacer algo al respecto». (En América Latina circula este chiste: ¿Sabe por qué en Estados Unidos no hay golpes militares? Porque no hay embajada norteamericana.) A Kissinger la vía democrática hacia el socialismo de Salvador Allende le parecía más peligrosa que la revolución armada, porque podía contagiar al resto del continente como una epidemia.

La CIA ideó un plan para evitar que Allende asumiera la presidencia. Primero intentó sobornar a algunos miembros del Congreso para que no lo designaran y llamaran a una segunda votación en la cual habría sólo dos candidatos, Allende y un demócrata cristiano apoyado por la derecha. Como lo del so-borno no resultó, planeó secuestrar al comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, general René Schneider, por un supuesto comando de izquierda, que en realidad era un grupo neofascista, con la idea de provocar el caos y una intervención militar. El general murió baleado en la refriega y el plan tuvo el efecto contrario: una oleada de horror sacudió al país y el Congreso por unanimidad entregó a Salvador Allende la presidencia. A partir de ese momento la derecha y la CIA complotaron para derrocar al gobierno de la Unidad Popular, aun a costa de la destrucción de la economía y de la larga trayectoria democrática de Chile. Pusieron en acción el plan llamado «desestabilización», que consistía en cortar los créditos internacionales y una campaña de sabotaje para provocar la ruina económica y la violencia social. Simultáneamente seducían con canto de sirenas a los militares, que en última instancia representaban la carta más valiosa en el juego.

La derecha, que controla la prensa en Chile, organizó una campaña de terror, que incluía afiches con soldados soviéticos arrancando niños de los brazos de sus madres para llevarlos a los gulags. El día de la elección, en 1970, cuando el triunfo de Allende fue evidente, salió el pueblo a celebrar; nunca se había visto una manifestación popular de tal magnitud. La derecha había terminado por creer su propia propaganda del miedo y se atrincheró en sus casas, convencida de que los «rotos» enardecidos iban a cometer toda suerte de tropelías. La euforia del pueblo fue extraordinaria –consignas, banderas y abrazos–, pero no hubo excesos y al amanecer los manifestantes se retiraron a sus hogares, roncos de tanto cantar. Al día siguiente había largas filas ante los bancos y las agencias de viajes del barrio alto: mucha gente retiraba su dinero y compraba pasajes para escapar al extranjero, convencida de que el país iba por el mismo camino que Cuba.

Para dar un espaldarazo al gobierno socialista, Fidel Castro llegó de visita, lo cual agravó el pánico de la oposición, sobre todo al ver el recibimiento que se le daba al controvertido co-mandante. El pueblo se juntó a lo largo del camino desde el aeropuerto hasta el centro de Santiago, organizado por sindicatos, escuelas, uniones de profesionales, partidos políticos, etc., con banderas, estandartes y bandas de música, además de la inmensa masa anónima que fue a mirar el espectáculo por curiosidad, con el mismo entusiasmo con que años después le daría la bienvenida al Papa.

La visita del barbudo comandante cubano se extendió de-masiado: veintiocho largos días en los cuales recorrió el país de norte a sur acompañado por Allende. Creo que todos dimos un suspiro de alivio cuando partió; estábamos extenuados, pero no se puede negar que su comitiva dejó el aire lleno de música y risa; los cubanos resultaron encantadores. Veinte años más tarde me tocaría conocer a cubanos exiliados en Miami y comprobé que son tan simpáticos como los de la isla. Los chilenos, siempre tan serios y solemnes, quedamos sacudidos: no sabíamos que la vida y la revolución podían tomarse con tanta alegría.

La Unidad Popular era popular, pero no era unida. Los partidos de la coalición peleaban como perros por cada morcilla de poder y Allende no sólo tenía que enfrentar la oposición de la derecha, sino también a los críticos entre sus filas, que exigían más velocidad y radicalismo. Los trabajadores se tomaba fábricas y fundos, cansados de esperar la nacionalización de las empresas privadas y la extensión de la reforma agraria. El sabotaje de la derecha, la intervención norteamericana y los errores del gobierno de Allende provocaron una crisis económica, política y social muy grave. La inflación llegó oficialmente a trescientos sesenta por ciento al año, aunque la oposición aseguraba que era más de mil por ciento, es decir, una dueña de casa despertaba sin saber cuánto le costaría el pan del día. El gobierno fijó los precios de los productos básicos; industriales y agricultores quebraron. Era tal la escasez, que la gente pasaba horas esperando para conseguir un pollo raquítico o una taza de aceite, pero quienes podían pagar compraban lo que querían en el mercado negro. Con su manera modesta de hablar y de comportarse, los chilenos se referían a «la colita», aunque ésta tuviera tres cuadras de largo, y solían pararse en ella sin saber qué vendían, por pura costumbre. Pronto hubo psicosis de desabastecimiento y apenas se juntaban más de tres personas, se colocaban automáticamente en fila. Así adquirí cigarrillos, aunque nunca he fumado, y así conseguí once tarros de cera incolora para lustrar zapatos y un galón de extracto de soya, que no sospecho para qué se usa. Existían profesionales de las colas, que ganaban propina por guardar el puesto; entiendo que mis hijos redondeaban su mesada de este modo.

A pesar de los problemas y del clima de confrontación permanente, el pueblo estaba entusiasmado porque sintió por primera vez que tenía el destino en sus manos. Se produjo un verdadero renacimiento de las artes, el folklore, los movimien-tos populares y estudiantiles. Masas de voluntarios salieron a alfabetizar por los rincones de Chile; se publicaban libros al precio de un periódico, para que en cada casa hubiera una bi-blioteca. Por su parte la derecha económica, la clase alta y un sector de la clase media, en especial las dueñas de casa, que sufrían el desabastecimiento y el desorden, detestaban a Allende y temían que se perpetuara en el gobierno, como Fidel Castro en Cuba.

Salvador Allende era primo de mi padre y fue la única per-sona de la familia Allende que permaneció en contacto con mi madre después que mi padre se fuera. Era muy amigo de mi padrastro, de modo que tuve varias ocasiones de estar con él durante su presidencia. Aunque no colaboré con su gobierno, esos tres años de la Unidad Popular fueron seguramente los más interesantes de mi vida. Nunca me he sentido tan viva, ni he vuelto a participar tanto en una comunidad o en el acontecer de un país.

Desde la perspectiva actual, se puede decir que el marxis-mo ha muerto como proyecto económico, pero creo que algu-nos de los postulados de Salvador Allende siguen siendo atractivos, como la búsqueda de justicia e igualdad. Se trataba de establecer un sistema que diera a todos las mismas oportunidades y de crear «el hombre nuevo», cuya motivación no sería la ganancia personal, sino el bien común. Creíamos que es posible cambiar a la gente a punta de adoctrinamiento; nos negábamos a ver que en otros lugares, donde incluso se había tratado de imponer el sistema con mano de hierro, los resultados eran muy dudosos. Todavía no se vislumbraba la debacle del mundo soviético. La premisa de que la naturaleza humana es susceptible de un cambio tan radical ahora parece ingenua, pero entonces era la máxima aspiración de muchos de nosotros. Esto prendió como una hoguera en Chile. Las características propias de los chilenos que ya he mencionado, como la sobriedad, el horror de ostentar, de destacarse por encima de los demás o llamar la atención, la generosidad, su tendencia a transar antes que confrontar, la mentalidad legalista, el respeto por la autoridad, la resignación ante la bu-rocracia, el gusto por la discusión política, y muchas otras, encontraron su lugar perfecto en el proyecto de la Unidad Popular. Incluso la moda fue afectada. Durante esos tres años, en las revistas femeninas las modelos aparecieron vestidas con rudos textiles artesanales y zapatones proleta-rios; se usaban sacos de harina blanqueados con cloro para hacer blusas. Yo era responsable de la sección de decoración en la revista donde trabajaba y mi desafió era fotografiar ambientes acogedores y agradables a un costo mínimo: lámparas hechas con tarros, alfombras de cañamazo, muebles de pino teñidos de oscuro y quemados con soplete para que parecieran antiguos. Los llamábamos «muebles fraileros», y la idea era que cualquiera podía hacerlos en su casa con cuatro tablas y un serrucho. Era la época de oro del llamado DFL2, que permitía adquirir viviendas de ciento cuarenta metros cuadrados como máximo, a precio reducido y con ventajas de impuestos. La mayoría de las casas y apartamentos eran del tamaño de un garaje para dos carros; la nuestra tenía noventa metros cuadrados y nos parecía un palacio. Mi madre, quien estaba a cargo de la sección de cocina de la revista Paula, debía inventar recetas baratas que no incluyeran productos escasos; teniendo en cuenta que faltaba de todo, su creatividad estaba un poco limitada. Una artista peruana que llegó de visita durante ese tiempo preguntó extrañada por qué las chilenas se vestían de leprosas, vivían en casitas de perro y comían como faquires.

A pesar de los múltiples problemas que enfrentó la pobla-ción durante ese tiempo, desde desabastecimiento hasta vio-lencia política, tres años más tarde la Unidad Popular aumentó sus votos en las elecciones parlamentarias de marzo de 1973. Los esfuerzos por derrocar al Gobierno con sabotaje y propa-ganda, no habían dado los resultados esperados; entonces la oposición entró en la última etapa de la conspiración y provocó un golpe militar. Los chilenos no teníamos idea de lo que eso significaba, porque habíamos gozado de una larga y sólida democracia, y nos jactábamos de ser distintos a otros países del continente, que llamábamos despectivamente «repúblicas bananeras», donde a cada rato un caudillo se apoderaba del Gobierno a balazos. No, eso jamás nos ocurriría, sosteníamos, porque en Chile hasta los soldados eran democráticos y nadie se atrevería a violar nuestra Constitución. Era pura ignorancia, porque si hubiéramos revisado nuestra historia, conoceríamos mejor la mentalidad militar.

Al hacer la investigación para mi novela Retrato en sepia, publicada en 2000, me enteré de que en el siglo XIX nuestras Fuerzas Armadas tuvieron varias guerras, dando muestras de tanta crueldad como coraje. Uno de los momentos más famo-sos de nuestra historia fue la toma del morro de Arica (junio de 1880) durante la guerra del Pacífico, contra Perú y Bolivia. El morro es un alto promontorio inexpugnable, doscientos metros de caída vertical hacia el mar, donde había numerosas tropas peruanas apertrechadas de artillería pesada, defendidas por tres kilómetros de parapeto de sacos de arena y rodeadas de un campo minado. Los soldados chilenos se lanzaron al ataque con cuchillos corvos entre los dientes y bayonetas caladas. Muchos cayeron bajo las balas enemigas o volaron en pedazos al pisar las minas, pero nada logró detener a los demás, que llegaron hasta las fortificaciones y las treparon, enardecidos de sangre. Destriparon a cuchillo y bayoneta a los peruanos y se tomaron el morro en una increíble proeza que tardó sólo cincuenta y cinco minutos; luego asesinaron a los vencidos, remataron a heridos y saquearon la ciudad de Arica. Uno de los comandantes peruanos se tiró al mar para no caer en manos de los chilenos. La figura del gallardo oficial lanzándose desde el acantilado montado en su caballo negro con herraduras de oro es parte de la leyenda de aquel episodio feroz. La guerra se decidió más tarde con el triunfo chileno en la batalla de Lima, que los peruanos recuerdan como una masacre, a pesar de que los textos de historia de Chile aseguran que nuestras tropas ocuparon la ciudad ordenadamente.

La historia la escriben los vencedores a su manera. Cada país presenta a sus soldados bajo la luz más favorable, se ocultan los errores, se matiza la maldad y después de la batalla ganada todos son héroes. Como nos criamos con la idea de que las Fuerzas Armadas chilenas estaban compuestas de obedientes soldados al mando de irreprochables oficiales, nos llevamos una tremenda sorpresa el martes 11 de septiembre de 1973, cuando los vimos en acción. Fue tanto el salvajismo, que se ha dicho que estaban drogados, tal como se supone que los hombres que se tomaron el morro de Arica estaban intoxicados con «chupilca del diablo», una mezcla explosiva de aguardiente y pólvora. Rodearon con tanques el Palacio de la Moneda, sede del Gobierno y símbolo de nuestra democracia, y luego lo bombardearon desde el aire. Allende murió dentro del palacio; la versión oficial es que se suicidó. Hubo centenares de muertes y tantos miles de prisioneros, que los estadios deportivos y hasta algunas escuelas fueron convertidas en cárceles, centros de tortura y campos de concentración. Con el pretexto de librar al país de una hipotética dictadura comunista que podría ocurrir en el futuro, la democracia fue reemplazada por un régimen de terror que habría de durar diecisiete años y dejar secuelas por un cuarto de siglo.

Recuerdo el miedo como un permanente sabor metálico en la boca.

PÓLVORA Y SANGRE

Para dar una idea de lo que fue el golpe militar, hay que imaginar lo que sentiría un norteamericano o un inglés si sus soldados atacaran con armamento de guerra la Casa Blanca o el palacio de Buckingham, provocaran la muerte de millares de ciudadanos, entre ellos el presidente de Estados Unidos o la reina y el primer ministro británicos, declararan el Congreso o el Parlamento en receso indefinido, destituyeran la Corte Suprema, suspendieran las libertades individuales y los partidos políticos, instauraran censura absoluta de los medios de comunicación y se abocaran a la tarea de expurgar toda voz disidente. Ahora imagine que estos mismos soldados, poseídos de fanatismo mesiánico, se instalaran en el poder por largo tiempo, dispuestos a eliminar de raíz a sus adversarios ideológicos. Eso es lo que sucedió en Chile.

La aventura socialista terminó trágicamente. La junta mili-tar, presidida por el general Augusto Pinochet, aplicó la doctrina del capitalismo salvaje, como ha sido llamado el experimento neoliberal, pero ignoró que para su funcio-namiento equilibrado se requiere una fuerza laboral en pleno uso de sus derechos. Para destruir hasta la última semilla de pensamiento izquierdista e implantar un capitalismo despiadado, ejercieron una represión brutal.

Chile no fue un caso aislado, la larga noche de las dictadu-ras cubriría buena parte del continente durante más de una década. En 1975 la mitad de los latinoamericanos vivíamos bajo algún tipo de gobierno represivo, muchos de ellos apoyados por Estados Unidos, que tiene un bochornoso récord de derrocar gobiernos elegidos por otros pueblos y apoyar tiranías que jamás serían toleradas en su propio territorio, como Papa Doc en Haití, Trujillo en la República Dominicana, Somoza en Nicaragua y tantas otras.

Me doy cuenta que al escribir estos hechos soy subjetiva. Debiera contarlos desapasionadamente, pero seria traicionar mis convicciones y sentimientos. Este libro no intenta ser una crónica política o histórica, sino una serie de recuerdos, que siempre son selectivos y están teñidos por la propia expe-riencia e ideología.

La primera parte de mi vida terminó aquel 11 de septiem-bre de 1973. No me extenderé demasiado en esto, porque ya lo he contado en los últimos capítulos de mi primera novela y en mi memoria Paula. La familia Allende, es decir, aquellos que no murieron, fueron presos o pasaron a la clandestinidad, partieron al exilio. Mis hermanos, que estaban en el extranjero, no regresaron. Mis padres, que eran embajadores en Argentina, se quedaron en Buenos Aires por un tiempo, hasta que fueron amenazados de muerte y debieron escapar. La familia de mi madre, en cambio, era en su mayoría enemiga acérrima de la Unidad Popular y muchos celebraron con champaña el golpe militar. Mi abuelo detestaba el socialismo y esperaba con ansia el término del gobierno de Allende, pero nunca quiso que fuera a costa de la democracia. Estaba horrorizado al ver en el poder a los militares, a quienes despreciaba, y me ordenó que no me metiera en problemas; pero era imposible mantenerme al margen de lo que ocurría. El viejo llevaba meses observándome y haciéndome preguntas capciosas, creo que sospechaba que en cualquier momento su nieta se esfumaría. ¿Cuánto sabía de lo que ocurría a su alrededor? Vivía aislado, casi no salía a la calle y su contacto con la realidad era a través de la prensa, que ocultaba y mentía. Tal vez la única que le contaba el otro lado de la medalla era yo. Al principio traté de mantenerlo informado, porque en mi calidad de periodista tenía acceso a la red clandestina de rumores que reemplazó las fuentes serias de información durante ese tiempo, pero después dejé de darle malas noticias para no deprimirlo y asustarlo. Empezaron a desaparecer amigos y conocidos, a veces algunos regresaban después de semanas de ausencia, con ojos de loco y huellas de tortura. Muchos buscaron refugio en otras partes. México, Alemania, Francia, Canadá, España y varios otros países los recibieron al principio, pero después de un tiempo dejaron de hacerlo, porque a la oleada de chilenos se sumaban millares de otros exiliados latinoamericanos.

En Chile, donde la amistad y la familia son muy importan-tes, sucedió un fenómeno que sólo se explica por el efecto que tiene el miedo en el alma de la sociedad. La traición y las delaciones acabaron con muchas vidas; bastaba una voz anónima por teléfono para que los mal llamados servicios de inteligencia le echaran el guante al acusado y en muchos casos no volviera a saberse de su persona. La gente se dividió entre los que apoyaban el gobierno militar y los opositores; odio, desconfianza y miedo arruinaron la convivencia. Hace más de una década que se instauró la democracia, pero esa división todavía puede palparse, incluso en el seno de muchas familias. Los chilenos aprendieron a callar, a no oír y a no ver, porque mientras pudieran ignorar los hechos, no se sentirían cómplices. Conozco personas para quienes el gobierno de Allende representaba lo más deleznable y peligroso que podía ocurrir. Para ellos, gente que se precia de conducir su vida de acuerdo a estrictos preceptos cristianos, la necesidad de destruirlo fue tan imperiosa, que no cuestionaron los méto-dos. Ni siquiera lo hicieron cuando un padre desesperado, Sebastián Acevedo, se roció con gasolina y se prendió fuego, inmolándose como un bonzo en la plaza de Concepción, como protesta porque a sus hijos los estaban torturando. Se las arreglaron para ignorar las violaciones a los derechos humanos –o fingir que lo hacían– durante muchos años y, ante mi sorpresa, todavía suelo encontrar algunos que niegan lo ocurrido, a pesar de las evidencias. Puedo entenderlos, por-que están aferrados a sus creencias como yo lo estoy a las mías. La opinión que tienen del gobierno de Allende es casi idéntica a la que tengo yo de la dictadura de Pinochet, con la diferencia que en mi caso el fin no justifica los medios. Los crímenes perpetrados en la sombra durante esos años han ido emergiendo inevitablemente. Ventilar la verdad es el comienzo de la reconciliación, aunque las heridas tardarán mucho en ci-catrizar, porque los responsables de la represión no han admi-tido sus faltas y no están dispuestos a pedir perdón. Las acciones del régimen militar quedarán impunes, pero no pue-den ya ocultarse ni ignorarse. Muchos piensan, sobre todo los jóvenes que se criaron sin espíritu crítico ni diálogo político, que basta de escarbar el pasado, debemos mirar hacia adelante, pero las víctimas y sus familiares no pueden olvidar. Tal vez debamos esperar que muera el último testigo de aquellos tiempos, antes de cerrar ese capítulo de nuestra historia.

Los militares que se tomaron el poder no eran dechados de cultura. Vista desde la distancia que dan los muchos años transcurridos desde entonces, las cosas que decían son para la risa, pero en aquellos momentos resultaban más bien terroríficas. La exaltación de la patria, de los «valores cristianos occidentales» y del militarismo llegó a niveles ridículos. El país se manejaba como un cuartel. Por años yo había escrito una columna de humor en una revista y conducido un programa liviano en televisión, pero en ese ambiente no podía hacerlo, porque en realidad no había de qué reírse, salvo de los gobernantes, lo cual podía costar la vida. Tal vez el único resquicio de humor eran «los martes con Merino». Uno de los generales de la junta, el almirante José Toribio Merino, se reunía semanalmente con la prensa para opinar sobre diferentes temas. Los periodistas aguardaban con ansias estas perlas de claridad mental y sabiduría. Por ejemplo, respecto al cambio de la Constitución con que se pretendía legalizar el asalto de los militares al poder en 1980, opinaba con la mayor seriedad que «la primera trascendencia que le veo es que es trascendental». Y enseguida el almirante explicaba para que todos entendieran: «Ha habido dos criterios en la elaboración de esta Constitución; el criterio político, diríamos platónico–aristotélico en lo clásico griego, y en la otra parte el criterio absolutamente militar, que viene de Descartes, que llamaríamos cartesiano. En el cartesianismo la Constitución se encuentra toda aquella, aquel tipo de definiciones que son extraordinariamente positivas, que buscan la verdad sin alternativas, en que el uno más dos no puede ser más que tres, y que no hay otra alternativa sino que el tres...». Poniéndose en el caso de que a estas alturas la prensa hubiera perdido el hilo de su discurso, Merino aclaraba: «... y la verdad cae en esa forma frente a la verdad aristotélica, o la verdad clásica, digamos, que daba ciertos matices para la búsqueda de ella; tiene una importancia enorme en un país como el nuestro, que está buscando nuevos caminos, que está buscando nuevas formas de vivir...».

Este mismo almirante justificó la decisión del Gobierno de ponerlo a cargo de la economía, diciendo que había estudiado economía como hobby en cursos de la Enciclopedia Británica. Y con el mismo candor decía que «la guerra es la profesión más linda que hay. ¿Y qué es la guerra? La continuación de la paz, en la cual se realiza todo aquello que la paz no permite, para llevar al hombre a la dialéctica perfecta, que es la extinción del enemigo».

En 1980, cuando aparecían estas maravillas en la prensa, yo ya no estaba en Chile. Permanecí un tiempo, pero cuando sentí que la represión era como un lazo corredizo en torno a mi cuello, me fui. Vi cambiar al país y a la gente. Traté de adaptarme y de no llamar la atención, como me pedía mi abuelo, pero era imposible, porque en mi condición de periodista me enteraba de mucho.

Al principio el temor era algo vago y difícil de definir, como un mal olor. Descalificaba los terribles rumores que circulaban, alegando que no había pruebas, y cuando me enfrentaba a las pruebas, decía que eran excepciones. Me creía a salvo porque «no participaba en política», mientras amparaba fugitivos desesperados en mi casa o los ayudaba a saltar el muro de una embajada en busca de asilo. Suponía que si era arrestada podría explicar que lo hacía por razones humanitarias; estaba en la luna, evidentemente. Me cubrí de ronchas de pies a cabeza, no podía dormir, bastaba el ruido de un automóvil en la calle después del toque de queda para quedar temblando por horas. Me tomó año y medio darme cuenta del riesgo que corría y por fin, en 1975, después de una semana particularmente agitada y peligrosa, me fui a Venezuela, llevando conmigo un puñado de tierra chilena de mi jardín. Un mes más tarde mi marido y mis hijos se re-unieron conmigo en Caracas.

Supongo que sufro el mal de muchos chilenos que se fue-ron en esa época: me siento culpable de haber abandonado mi país. Me he preguntado mil veces qué habría sucedido si me hubiera quedado, como tantos que dieron la batalla contra la dictadura desde dentro, hasta que pudieron vencerla en 1989. Nadie puede responder esa pregunta, pero de una cosa estoy segura: no seria escritora sin haber pasado por la experiencia del exilio.

A partir del instante en que crucé la cordillera de los Andes, una mañana lluviosa de invierno, comencé el proceso inconsciente de inventar un país. He vuelto a volar sobre la cordillera muchas veces y siempre me emociono, porque el recuerdo de aquella mañana me asalta intacto al ver desde arriba el espectáculo soberbio de las montañas. La infinita soledad de esas cumbres blancas, de esos abismos vertiginosos, de ese cielo azul profundo, simboliza mi despedida de Chile. Nunca imaginé que estaría ausente por tanto tiempo. Como todos los chilenos –menos los militares– estaba convencida de que, dada nuestra tradición, pronto los soldados regresarían a sus barracas, habría otra elección y tendríamos un gobierno democrático, como siempre habíamos tenido. Sin embargo, algo debo haber intuido sobre el futuro, porque pasé mi primera noche en Caracas llorando sin consuelo en una cama prestada. En el fondo presentía que algo había terminado para siempre y que mi vida cambiaba violentamente de rumbo. La nostalgia se apoderó de mí desde esa primera noche y no me soltó por muchos años, hasta que cayó la dictadura y volví a pisar mi país. Entretanto vivía mirando hacia el sur, pendiente de las noticias, esperando el instante de volver mientras seleccionaba los recuerdos, cam-biaba algunos hechos, exageraba o ignoraba otros, afinaba las emociones y así construía poco a poco ese país imaginario donde he plantado mis raíces.

Hay exilios que muerden y otros

son como el fuego que consume.

Hay dolores de patria muerta

que van subiendo desde abajo,

desde los pies y las raíces

y de pronto el hombre se ahoga,

ya no conoce las espigas,

ya se terminó la guitarra,

ya no hay aire para esa boca,

ya no puede vivir sin tierra

y entonces se cae de bruces,

no en la tierra, sino en la muerte.

PABLO NERUDA, «Exilios»,

de Cantos ceremoniales

Entre los cambios notables producidos por el sistema económico y los valores que implantó la dictadura, se puso de moda la ostentación: si usted no es rico, debe endeudarse para parecerlo, aunque ande con agujeros en los calcetines. El consumismo es la ideología de hoy en Chile, como en la mayor parte del mundo. La política económica, los negociados y la corrupción, que alcanzó niveles nunca antes vistos en el país, crearon una nueva casta de millonarios. Una de las cosas positivas que ocurrieron es que se trizó la muralla que separaba a las clases sociales; los rancios apellidos dejaron de ser el único pasaporte para ser aceptado en sociedad. Los que se consideraban aristócratas fueron barridos del mapa por jóvenes empresarios y tecnócratas en sus motos cromadas y sus Mercedes Benz y por algunos militares, que se enriquecieron en puestos clave del Gobierno, la industria y la banca. Por primera vez se veían hombres de uniforme en todas partes: ministerios, universidades, empresas, salones, clubes, etc.

La pregunta de rigor es por qué al menos un tercio de la población apoyó a la dictadura, a pesar de que para la mayoría la vida no fue fácil e incluso los adherentes al gobierno militar vivían temerosos. La represión fue general, aunque sin duda sufrieron mucho más los izquierdistas y los pobres. Todos se sentían vigilados, nadie podía decir que estaba completamente a salvo de la garra del Estado. Es cierto que la información estaba censurada y había una maquinaria de propaganda destinada a lavar los cerebros; cierto es también que a la oposición le costó muchos años y sangre organizarse; pero eso no explica la popularidad del dictador. El porcentaje de la población que lo aplaudía no lo hizo sólo por miedo; a los chilenos les gusta el autoritarismo. Creyeron que los militares iban a «limpiar» el país. «Se terminó la delincuencia, no hay muros pintarrajeados con graffiti, todo está limpio y gracias al toque de queda los maridos llegan temprano a la casa», me dijo una amiga. Para ella eso compensaba la pérdida de los derechos ciudadanos, porque esa pérdida no la tocaba directamente; tenía la suerte de que ninguno de sus hijos había sido despedido del trabajo sin indemnización o arrestado. Comprendo que la derecha, que históricamente no se ha caracterizado por la defensa de la democracia y que durante esos años se enriqueció como nunca antes, apoyara a la dictadura, pero ¿y los demás? Para esta pregunta no he encontrado respuesta satisfactoria, sólo conjeturas.

Pinochet representó al padre intransigente, capaz de imponer disciplina. Los tres años de la Unidad Popular fueron de experimentación, cambio y desorden; el país estaba cansado. La represión puso fin a la politiquería, y el neo-liberalismo obligó a los chilenos a trabajar con la boca cerrada y ser productivos, para que las empresas pudieran competir favorablemente en los mercados internacionales. Se privatizó casi todo, incluso la salud, la educación y la seguridad social. La necesidad de sobrevivir impulsó la iniciativa privada. Hoy Chile no sólo exporta más salmones que Alaska, también ancas de rana, plumas de ganso y ajos ahumados, entre centenares de otros rubros no tradicionales. La prensa de Estados Unidos celebraba el triunfo del sistema económico y atribuía a Pinochet el mérito de haber convertido a ese pobre país en la estrella de Latinoamérica; pero los índices no mostraban la distribución de la riqueza; nada se sabía de la pobreza y la inseguridad en que vivían varios millones de personas. No se mencionaban las ollas comunes en las poblaciones, que alimentaban miles de familias –llegaron a existir más de quinientas sólo en Santiago– ni el hecho de que la caridad privada y de las iglesias intentaba reemplazar la la-bor social que corresponde al Estado. No existía ningún foro abierto para discutir las acciones del Gobierno o de los empre-sarios; así se entregaron impunemente a compañías privadas los servicios públicos y a empresas extranjeras los recursos naturales, como los bosques y los mares, que han sido explotados con muy poca conciencia ecológica. Se creó una sociedad inclemente en la cual la ganancia es sagrada; si usted es pobre, es culpa suya y si se queja, seguro es comunista. La libertad consiste en que hay muchas marcas para escoger lo que se puede comprar a crédito.

Las cifras de crecimiento económico, que aplaudía el Wall Street Journal, no significaban desarrollo, ya que el diez por ciento de la población poseía la mitad de la riqueza y había cien personas que ganaban más de lo que el Estado gastaba en todos sus servicios sociales. Según el Banco Mundial, Chile es uno de los países con peor distribución del ingreso, lado a lado con Kenia y Zimbabue. El gerente de una corporación chilena gana lo mismo o más que su equivalente en Estados Unidos, mientras que un obrero chileno gana aproximadamente quince veces menos que no norteamericano. Aún hoy, al cabo de más de una década de democracia, la desigualdad económica es pavorosa, porque el modelo económico no ha cambiado. Los tres presidentes que han sucedido a Pinochet han estado atados de manos, porque la derecha controla la economía, el Congreso y la prensa. Sin embargo, Chile se ha propuesto convertirse en un país desarrollado en el plazo de una década, lo cual es muy po-sible, siempre que se redistribuya la riqueza en forma más equilibrada.

¿Quién era realmente Pinochet, ese soldado que tanto marcó a Chile con su revolución capitalista y dos décadas de represión? (Conjugo los verbos en pasado a pesar de que aún está vivo, porque permanece recluido y el país procura olvidar su existencia. Pertenece al pasado, aunque su sombra siga pe-nando.) ¿Por qué se le temía tanto? ¿Por qué se le admiraba? No lo conocí personalmente y no viví en Chile durante la mayor parte de su gobierno, de modo que sólo puedo opinar por sus actos y lo que otros han escrito sobre él. Supongo que para entenderlo conviene leer novelas como La fiesta del chivo de Mario Vargas Llosa o El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez, porque tenía mucho en común con la figura típica del caudillo latinoamericano, tan bien descrita por esos autores. Era un hombre rudo, frío, resbaloso y autoritario, sin escrúpulos ni sentido de la lealtad, salvo al Ejército como institución, pero no a sus compañeros de armas, a quienes hizo asesinar según su conveniencia, como el general Carlos Prats y otros. Se creía escogido por Dios y la historia para salvar a la patria. Le gustaban las condecoraciones y la parafernalia militar; era un egomaníaco, incluso creó una fundación con su nombre destinada a promover y preservar su imagen. Era astuto y desconfiado, tenía modales campechanos y podía ser simpático. Admirado por unos, odiado por otros, temido por todos, fue posiblemente el personaje de nuestra historia que más poder ha tenido en sus manos y por más largo tiempo.

CHILE EN EL CORAZÓN

En Chile se evita hablar del pasado. Las generaciones más jóvenes creen que el mundo comenzó con ellos; lo sucedido antes no interesa. Entre los demás me parece que hay una especie de vergüenza colectiva por lo ocurrido durante la dictadura, como debe haberse sentido Alemania después de Hitler. Tanto jóvenes como viejos procuran evitar el conflicto. Nadie desea embalarse en discusiones que separen aún más a la gente. Por otra parte, la mayoría está demasiado ocupada tratando de terminar el mes con un sueldo que no alcanza y cumpliendo calladamente para que no lo despidan del trabajo, como para preocuparse por la política. Se supone que indagar mucho sobre el pasado puede «desestabilizar» la democracia y provocar a los militares, temor infundado, porque la democracia se ha fortalecido en los últimos años –desde 1989– y los militares han perdido prestigio. Además ya no están los tiempos para golpes militares. A pesar de sus múltiples problemas –pobreza, desigualdad, crimen, drogas, guerrilla– América Latina ha optado por la democracia y por su parte Estados Unidos empieza a darse cuenta de que su política de apoyar tiranías no resuelve ningún problema, sólo crea otros.

El golpe militar no surgió de la nada; las fuerzas que apo-yaron a la dictadura estaban allí, pero no las habíamos percibido. Algunos defectos de los chilenos que antes estaban bajo la superficie emergieron en gloria y majestad durante ese período. No es posible que de la noche a la mañana se organizara la represión en tan vasta escala sin que la tendencia totalitaria existiera en un sector de la sociedad; por lo visto no éramos tan democráticos como creíamos. Por su parte el gobierno de Salvador Allende no era inocente como me gusta imaginarlo; hubo ineptitud, corrupción, soberbia. En la vida real héroes y villanos suelen confundirse, pero puedo asegurar que en los gobiernos democráticos, incluyendo el de la Unidad Popular, no hubo jamás la crueldad que la nación ha sufrido cada vez que intervienen los militares.

Como millares de otras familias chilenas, Miguel y yo nos fuimos con nuestros dos hijos, porque no queríamos seguir viviendo en una dictadura. Era el año 1975. El país que escogimos para emigrar fue Venezuela, porque era una de las últimas democracias que quedaban en América Latina, sacudida por golpes militares, y uno de los pocos países donde podíamos conseguir visas y trabajo. Dice Neruda:

¿Cómo puedo vivir tan lejos

de lo que amé, de lo que amo?

¿De las estaciones envueltas

por vapor y humo frío?

(Curiosamente, lo que más eché de menos en aquellos años de autoexilio fueron las estaciones de mi patria. En el verde eterno del trópico fui pofundamente extranjera.)

En la década de los setenta Venezuela vivía el apogeo de la riqueza del petróleo: el oro negro brotaba de su suelo como un río inextinguible. Todo parecía fácil, con un mínimo de trabajo y conexiones adecuadas la gente vivía mejor que en cualquier otro lugar; corría el dinero a raudales y se gastaba sin pudor en una parranda sin fin: era el pueblo que consumía más champaña en el mundo. Para nosotros, que habíamos pasado por la crisis económica del gobierno de la Unidad Popular, en que el papel higiénico era un lujo, y que llegábamos escapando de una tremenda represión, Venezuela nos paralizó de asombro. No podíamos asimilar el ocio, el despilfarro y la libertad de ese país. Los chilenos, tan serios, sobrios, prudentes y amantes de los reglamentos y de la legalidad, no entendíamos la alegría desbocada ni la indisciplina. Acostumbrados a los eufemismos, nos sentíamos ofendidos por la franqueza. Éramos varios miles y muy pronto se sumaron aquellos que escapaban de la «guerra sucia» en Argentina y Uruguay. Algunos llegaban con huellas recientes de cautiverio, todos con aire de derrotados.

Miguel encontró trabajo en una provincia del interior del país y yo me quedé en Caracas con los dos niños, quienes me suplicaban a diario que volviéramos a Chile, donde habían de-jado a sus abuelos, amigos, escuela; en fin, todo lo conocido. La separación con mi marido fue fatal, creo que marcó el co-mienzo de nuestro fin como pareja. No fuimos una excepción, porque la mayoría de los matrimonios que se fueron de Chile terminaron separándose. Lejos de su tierra y de la familia, la pareja se encuentra frente a frente, desnuda y vulnerable, sin la presión familiar, las muletas sociales y las rutinas que la sostienen en su medio. Las circunstancias no ayudan: fatiga, temor, inseguridad, pobreza, confusión; si además están separados geográficamente, como nos sucedió a nosotros, el pronóstico es pésimo. A menos que tengan suerte y la relación sea muy fuerte, el amor muere.

No pude emplearme como periodista. Lo que había hecho antes en Chile servía de poco, en parte porque los exiliados solían inflar sus credenciales y al final nadie les creía mucho; había falsos doctores que apenas habían terminado la secundaria y también doctores verdaderos que terminaban manejando un taxi. Yo no conocía un alma y allí, como en el resto de América Latina, nada se obtiene sin conexiones. Debí ganarme la vida con trabajos insignificantes, ninguno de los cuales vale la pena mencionar. No entendía el temperamento de los venezolanos, confundía su profundo sentido igualitario con malos modales, su generosidad con pedantería, su emotividad con inmadurez. Venía de un país donde la violencia se había institucionalizado, sin embargo me chocaba la rapidez con que los venezolanos perdían el control y se iban a las manos. (Una vez en el cine, una señora sacó una pistola de la cartera porque me senté accidentalmente en el puesto que ella había reservado.) No conocía las costumbres; ignoraba, por ejemplo, que rara vez dicen que no, porque lo consideran rudo, prefieren decir «vuelva mañana». Salía a buscar trabajo, me entrevistaban con gran amabilidad, me ofrecían café, y me despedían con un firme apretón de manos y un «vuelva mañana». Regresaba al otro día y se repetía lo mismo hasta que por fin me daba por vencida. Sentía que mi vida era un fracaso; tenía treinta y cinco años y creía que no me quedaba nada por delante, fuera de envejecer y morir de aburrimiento. Ahora, al recordar aquella época, comprendo que existían muchas oportunidades, pero no las vi; fui incapaz de bailar al ritmo de los demás, andaba ofuscada y temerosa. En vez de hacer un esfuerzo por conocer y aprender a querer la tierra que generosamente me había acogido, estaba obsesionada con el regreso a Chile. Al comparar aquella experiencia de exilio con mi actual condición de inmigrante, veo cuán diferente es el estado de ánimo. En el primer caso uno sale a la fuerza, ya sea escapando o expulsado, y se siente como una víctima a quien le han robado media vida; en el segundo caso uno sale a la aventura, por decisión propia, sintiéndose dueño de su destino. El exiliado mira hacia el pasado, lamiéndose las heridas; el inmigrante mira hacia el futuro, dispuesto a aprovechar las oportunidades a su alcance.

Los chilenos en Caracas nos juntábamos para oír discos de Violeta Parra y Víctor Jara, intercambiar afiches de Allende y Che Guevara y repetir mil veces los mismos rumores sobre la patria lejana. En cada reunión comíamos empanadas; les tomé repugnancia y hasta hoy no he podido volver a pro-barlas. Cada día llegaban nuevos compatriotas contando historias terribles y asegurando que la dictadura estaba a punto de caer, pero pasaban los meses y, lejos de caer, parecía cada vez más fuerte, a pesar de las protestas internas y del inmenso movimiento internacional de solidaridad. Ya nadie confundía a Chile con la China, nadie preguntaba por qué no usábamos sombreros con piñas; la figura de Salvador Allende y los acontecimientos políticos colocaron al país en el mapa. Circulaba una fotografía, que se hizo famosa, de la junta militar con Pinochet al centro, de brazos cruzados, lentes oscuros y mandíbula protuberante de bulldog, un verdadero cliché de tirano de Latinoamérica. La estricta censura de prensa impidió a la mayoría de los chilenos dentro del país darse cuenta de que ese movimiento de solidaridad existía. Yo había pasado año y medio bajo esa censura y no sabía que afuera el nombre de Allende se había convertido en un símbolo, por eso al salir de Chile me sorprendió el respeto reverencial que mi apellido provocaba. Por desgracia esa consideración no me sirvió para conseguir trabajo, que tanto necesitaba.

Desde Caracas le escribía a mi abuelo, de quien no tuve el valor de despedirme, porque no hubiera podido explicarle mis razones para escapar, sin admitir que había desobedecido sus instrucciones de no meterme en problemas. En mis cartas le pintaba un cuadro dorado de nuestras vidas, pero no se requería mucha agudeza para percibir la angustia entre líneas y mi abuelo debió haber adivinado mi verdadera situación. Pronto esa correspondencia se convirtió en pura nostalgia, en un ejercicio paciente de recordar el pasado y la tierra que había dejado. Volví a leer a Neruda y lo citaba en las cartas a mi abuelo, a veces él me contestaba con versos de otros poetas, más antiguos.

No vale la pena hablar en detalle de esos años, de las cosas buenas que sucedieron y de las malas, como amores frustrados, esfuerzos y dolores, porque los he contado antes. Baste decir que se acentuó el sentimiento de soledad y de ser siempre forastera que había tenido desde la infancia. Estaba desconectada de la realidad, sumida en un mundo imaginario, mientras a mi lado crecían mis hijos y se desmoronaba mi matrimonio. Trataba de escribir, pero lo único que lograba era dar vueltas y vueltas a las mismas ideas. Por las noches, después que la familia se retiraba a descansar, me encerraba en la cocina, donde pasaba horas azotando las teclas de la Underwood, llenando páginas y páginas con las mismas frases, que luego hacía mil pedazos, como Jack Nicholson en aquella espeluznante película, El resplandor, que dejó a medio mundo con pesadillas durante meses. Nada quedó de esos esfuerzos, puro papel picado. Y así pasaron siete años.

El 8 de enero de 1981 comencé otra carta para mi abuelo, quien para entonces tenía casi cien años y estaba moribundo. Desde la primera frase supe que no era una carta como las otras y que tal vez nunca caería en manos del destinatario. Escribí para desahogar mi angustia, porque ese anciano, depositario de mis más antiguos recuerdos, estaba listo para irse de este mundo. Sin él, que era mi ancla en el territorio de la infancia, el exilio parecía definitivo. Naturalmente escribí sobre Chile y la familia lejana. Tenía material de sobra con los centenares de anécdotas que por años había escuchado de su boca: los protomachos fundadores de nuestra estirpe; mi abuela, que desplazaba el azucarero con pura energía espiritual; la tía Rosa, muerta a fines del siglo XIX, cuyo fantasma aparecía para tocar el piano por las noches; el tío que pretendió cruzar la cordillera en un globo dirigible, y tantos otros personajes que no debían perderse en el olvido. Cuando les contaba esos cuentos a mis hijos, me miraban con expresión de lástima y volteaban los ojos hacia el techo.

Después de haber llorado tanto por regresar, Paula y Ni-colás se habían finalmente aclimatado en Venezuela y no querían oír hablar de Chile y menos de sus estrafalarios parientes. Tampoco participaban de las nostálgicas conversaciones de exiliados, de los fallidos intentos de hacer platos chilenos con ingredientes caribeños, ni de las patéticas celebraciones de nuestras fiestas patrias improvisadas en Venezuela. A mis hijos les daba vergüenza su condición de extranjeros.

Pronto perdí el rumbo de aquella extraña carta, pero seguí adelante sin pausa durante un año, al cabo del cual mi abuelo había muerto y yo tenía sobre la mesa de la cocina mi primera novela, La casa de los espíritus. Si me hubieran pedido enton-ces que la definiera, habría dicho que era un intento de reco-brar mi país perdido, de reunir a los dispersos, de resucitar a los muertos y de preservar los recuerdos, que comenzaban a esfumarse en el torbellino del exilio. No era poco lo que pre-tendía... Ahora doy una explicación más simple: me moría de ganas de contar la historia.

Tengo una imagen romántica de un Chile congelado al co-mienzo de la década de los setenta. Por años creí que cuando volviera la democracia, todo sería como antes, pero incluso esa imagen congelada era ilusoria. Tal vez el lugar que añoro nunca existió. Cuando voy de visita debo confrontar el Chile real con la imagen sentimental que he llevado conmigo por veinticinco años. Como he vivido afuera por tan largo tiempo, tiendo a exagerar las virtudes y a olvidar los rasgos desagradables del carácter nacional. Olvido el clasismo y la hipocresía de la clase alta; olvido cuán conservadora y ma-chista es la mayor parte de la sociedad; olvido la apabullante autoridad de la Iglesia católica. Me espantan el rencor y la violencia alimentados por la desigualdad; pero también me conmueven las cosas buenas, que a pesar de todo no han desaparecido, como esa familiaridad inmediata con que nos relacionamos, la forma cariñosa de saludarnos con besos, el humor torcido que siempre me hace reír, la amistad, la esperanza, la sencillez, la solidaridad en la desgracia, la simpatía, el valor indomable de las madres, la paciencia de los pobres. He armado la idea de mi país como un rompecabezas, seleccionando aquellas piezas que se ajustan a mi diseño e ignorando las demás. Mi Chile es poético y pobretón, por eso descarto las evidencias de esa sociedad moderna y ma-terialista, donde el valor de las personas se mide por la riqueza bien o mal adquirida, e insisto en ver por todos lados signos de mi país de antes. También he creado una versión de mí misma sin nacionalidad o, mejor dicho, con múltiples nacionalidades. No pertenezco en un territorio, sino en varios, o tal vez sólo en el ámbito de la ficción que escribo. No pretendo saber cuánto de mi memoria son hechos verdaderos y cuánto he inventado, porque la tarea de trazar la línea entre ambos me sobrepasa. Mi nieta Andrea escribió una composición para la escuela en la cual dijo: «Me gustaba la imaginación de mi abuela». Le pregunté a qué se refería y replicó sin vacilar: «Tú te acuerdas de cosas que nunca sucedieron». ¿No hacemos todos lo mismo? Dicen que el proceso cerebral de imaginar y el de recordar se parecen tanto, que son casi inseparables. ¿Quién puede definir la realidad? ¿No es todo subjetivo? Si usted y yo presenciamos el mismo acontecimiento, lo recordaremos y lo contaremos en forma diferente. La versión de nuestra infancia que cuentan mis hermanos es como si cada uno hubiera estado en planetas distintos. La memoria está condicionada por la emoción; recordamos más y mejor los eventos que nos conmueven, como la alegría de un nacimiento, el placer de una noche de amor, el dolor de una muerte cercana, el trauma de una herida. Al contar el pasado nos referimos a los momentos álgidos –buenos o malos– y omitimos la inmensa zona gris de cada día.

Si yo nunca hubiera viajado, si me hubiera quedado ancla-da y segura en mi familia, si hubiera aceptado la visión de mi abuelo y sus reglas, habría sido imposible recrear o embellecer mi propia existencia, porque ésta habría sido definida por otros y yo seria sólo un eslabón más de una larga cadena familiar. Cambiarme de lugar me ha obligado a reajustar varias veces mi historia y lo he hecho atolondrada, casi sin darme cuenta, porque estaba demasiado ocupada en la tarea de sobrevivir. Casi todas las vidas se parecen y pueden contarse en el tono con que se lee la guía de teléfonos, a menos que uno decida ponerle énfasis y color. En mi caso he procurado pulir los detalles para ir creando mi leyenda privada, de manera que, cuando esté en una residencia geriátrica esperando la muerte, tendré material para entre-tener a otros viejitos seniles.

Escribí mi primer libro al correr de los dedos sobre las te-clas, tal como escribo éste, sin un plan. Necesité un mínimo de investigación, porque lo tenía completo dentro, no en la cabeza, sino en un lugar del pecho, donde me oprimía como un perpetuo sofoco. Conté de Santiago en tiempos de la ju-ventud de mi abuelo, igual que si hubiera nacido entonces; sabía exactamente cómo se encendía un farol a gas antes que instalaran electricidad en la ciudad, tanto como conocía la suerte de centenares de prisioneros en Chile en esos mismos momentos. Escribí en trance, como si alguien me dictara, y siempre he atribuido ese favor al fantasma de mi abuela, que me soplaba en la oreja. Una sola vez se me ha repetido el regalo de un libro dictado desde otra dimensión, cuando en 1993 escribí Paula. En esa ocasión sin duda recibí ayuda del espíritu benigno de mi hija. ¿Quiénes son en realidad estos y otros espíritus que viven conmigo? No los he visto flotando envueltos en una sábana por los pasillos de mi casa, nada tan interesante como eso. Son sólo recuerdos que me asaltan y que, de tanto acariciarlos, van tomando consistencia material. Me sucede con la gente y también con Chile, ese país mítico que de tanto añorar ha reemplazado al país real. Ese pueblo dentro de mi cabeza, como lo describen mis nietos, es un escenario donde pongo y quito a mi antojo objetos, personajes y situaciones. Sólo el paisaje permanece verdadero e inmutable; en ese majestuoso paisaje chileno no soy forastera. Me inquieta esta tendencia a transformar la realidad, a inventar la memoria, porque no sé cuán lejos me puede conducir. ¿Me ocurre lo mismo con las personas? Si volviera a ver por un instante a mis abuelos o a mi hija, ¿los reconocería? Es probable que no, porque de tanto buscar el modo de mantenerlos vivos, recordándolos hasta en sus más mínimos detalles, los he ido cambiando y adornando con virtudes que tal vez no tuvieron; les he atribuido un destino mucho más complejo del que vivieron. En todo caso, tuve mucha suerte, porque esa carta a mi abuelo moribundo me salvó de la desesperación. Gracias a ella encontré una voz y una forma de vencer el olvido, que es la maldición de los vagabundos como yo. Ante mí se abrió el camino sin retorno de la literatura, por donde he andado a trastabillones los últimos veinte años y pienso seguir haciéndolo mientras mis pacientes lectores lo aguanten.

Aunque esa primera novela me dio una patria ficticia, seguía añorando la otra, la que había dejado atrás. El gobierno militar se había afirmado como una roca en Chile y Pinochet reinaba con poder absoluto. La política económica de los Chicago boys, como llamaban a los economistas discípulos de Milton Freedman, había sido impuesta por la fuerza, porque de otro modo habría sido imposible hacerlo. Los empresarios gozaban de enormes privilegios, mientras los trabajadores habían perdido la mayoría de sus derechos. Afuera pensábamos que la dictadura era inamovible, pero en realidad dentro del país crecía una valiente oposición, que finalmente habría de recuperar la perdida democracia. Para lograrlo fue necesario deponer las innumerables rencillas partidistas y unirse en la llamada «Concertación», pero eso sucedió siete años más tarde. En 1981 pocos imaginaban esa posibilidad.

Hasta entonces mi vida en Caracas, donde habíamos estado diez años, había transcurrido en completo anonimato, pero los libros atrajeron un poco de atención. Por fin renuncié al colegio donde trabajaba y me zambullí en la incertidumbre de la literatura. Tenía en mente otra novela, esta vez situada en un lugar del Caribe; pensé que había terminado con Chile y ya era hora de situarme en la tierra que poco a poco iba convirtiéndose en mi patria de adopción. Antes de comenzar Eva Luna debí investigar a conciencia. Para describir el olor de un mango o la forma de una palmera, debía ir al mercado a oler la fruta y a la plaza a ver los árboles, lo cual no era necesario en el caso de un durazno o un sauce chilenos. Llevo a Chile tan adentro, que me parece conocerlo al revés y al derecho, pero si escribo sobre cualquier otro lugar, debo estudiarlo.

En Venezuela, tierra espléndida de hombres asertivos y mujeres hermosas, me libré por fin de la disciplina de los colegios ingleses, el rigor de mi abuelo, la modestia chilena y los últimos vestigios de esa formalidad en que, como buena hija de diplomáticos, me había criado. Por primera vez me sentí a gusto en mi cuerpo y dejó de preocuparme la opinión ajena. Entretanto mi matrimonio se había deteriorado sin remedio y una vez que los hijos volaron del nido para ir a la universidad se terminaron las razones para permanecer juntos. Miguel y yo nos divorciamos amigablemente. Tan aliviados nos sentimos con esta decisión, que al despedirnos nos hicimos reverencias japonesas por varios minutos. Yo tenía cuarenta y cinco años, pero no me veía mal para mi edad, al menos así pensaba, hasta que mi madre, siempre optimista, me advirtió que iba a pasar el resto de mi vida sola. Sin embargo, tres meses más tarde, durante una larga gira de promoción en Estados Unidos, conocí a William Gordon, el hombre que estaba escrito en mi destino, como diría mi abuela clarividente.

ESE PUEBLO DENTRO DE MI CABEZA

Antes de que me pregunte cómo es que una izquierdista con mi apellido escogió vivir en el imperio yanqui, le diré que no fue el resultado de un plan, ni mucho menos. Como casi todas las cosas fundamentales de mi existencia, ocurrió por casualidad. Si Willie hubiera estado en Nueva Guinea, segura-mente allí estaría yo ahora, vestida de plumas. Supongo que hay gente que planifica su vida, pero en mi caso he dejado de hacerlo hace mucho tiempo, porque mis propósitos jamás re-sultan. Más o menos cada diez años echo una mirada hacia el pasado y puedo ver el mapa de mi viaje, si es que eso puede llamarse un mapa; parece más bien un plato de tallarines. Si uno vive lo suficiente y mira para atrás, es obvio que no hace-mos más que andar en círculos. La idea de instalarme en Estados Unidos nunca se me cruzó por la mente, pensaba que la CIA había provocado el golpe militar en Chile con el solo propósito de arruinarme la vida. Con la edad me he vuelto más modesta. La única razón para convertirme en una más de los millones de inmigrantes que persiguen el American dream fue lujuria a primera vista.

Willie tenía dos divorcios a la espalda y un rosario de amoríos que apenas podía recordar, llevaba ocho años solo, su vida era un desastre y andaba todavía esperando a la rubia alta de sus sueños, cuando aparecí yo. Apenas miró hacia abajo y me distinguió sobre el dibujo de la alfombra, le informé que en mi juventud yo había sido una rubia alta, con lo cual logré captar su atención. ¿Qué me atrajo en él? Adiviné que era una persona fuerte, de esas que caen de rodillas, pero vuelven a ponerse de pie. Era distinto al chileno medio: no se quejaba, no echaba la culpa a otros de sus problemas, asumía su karma, no andaba buscando una mamá y era evidente que no necesitaba una geisha que le llevara el desayuno a la cama y por la noche colocara sobre una silla su ropa para el día siguiente. No pertenecía a la escuela de los espartanos, como mi abuelo, porque era obvio que gozaba su vida, pero tenía su misma solidez estoica. Además había viajado mucho, lo cual siempre es atrayente para nosotros los chilenos, gente insular. A los veinte años dio la vuelta al mundo haciendo autostop y durmiendo en cementerios, porque, según me explicó, son muy seguros: nadie entra en ellos de noche. Había estado expuesto a diferentes culturas, era de mente amplia, tolerante, curioso. Además hablaba español con acento de bandido mexicano y tenía tatuajes. En Chile sólo los delincuentes se tatúan, de modo que me pareció muy sexy. Podía pedir comida en francés, italiano y portugués, sabía mascullar unas palabras en ruso, tagalo, japonés y mandarín. Años después descubrí que las inventaba, pero ya era tarde. Incluso podía hablar inglés en la medida en que un norteamericano logra dominar la lengua de Shakespeare.

Alcanzamos a estar juntos dos días y luego debí continuar mi gira, pero al término de la misma decidí volver a San Fran-cisco por una semana, a ver si me lo sacaba de la cabeza. Ésta es una actitud muy chilena, cualquier compatriota mía hubiera hecho lo mismo. En dos aspectos las chilenas somos ferozmente decididas: para defender a nuestras crías y cuando se trata de atrapar a un hombre. Tenemos el instinto del nido muy desarrollado, no nos basta una aventura amorosa, queremos formar un hogar y en lo posible tener hijos, ¡qué horror! Al verme llegar a su casa sin invitación, Willie, presa del pánico, trató de escapar, pero no es un contrincante serio para mí. Le hice una zancadilla y le caí encima como un pugilista. Finalmente aceptó a regañadientes que yo era lo más cercano a una rubia alta que podría con-seguir y nos casamos. Era el año 1987.

Para quedarme junto a Willie estaba dispuesta a renunciar a mucho, pero no a mis hijos ni a la escritura, así es que ape-nas conseguí mis papeles de residencia empecé el proceso de trasladar a Paula y a Nicolás a California. Entretanto me había enamorado de San Francisco, una ciudad alegre, tolerante, abierta, cosmopolita y ¡tan distinta a Santiago! San Francisco fue fundado por aventureros, prostitutas, comerciantes y predicadores que llegaron en 1849, atraídos por la fiebre del oro. Quise escribir sobre aquel período estupendo de codicia, violencia, heroísmo y conquista, perfecto para una novela. A mediados del siglo XIX el camino más seguro para ir a California desde la costa este de Estados Unidos o desde Europa pasaba por Chile. Los barcos debían atravesar el estrecho de Magallanes o dar la vuelta al cabo de Hornos. Eran odiseas peligrosas, pero peor era cruzar el continente norteamericano en carreta o las selvas infectadas de malaria del istmo de Panamá. Los chilenos se enteraron del descubrimiento del oro antes de que la noticia se regara en Estados Unidos, y acudieron en masa, porque tienen una larga tradición de mineros y les gusta partir de aventuras. Tenemos un nombre para nuestra compulsión de salir a recorrer caminos, decimos que somos «patiperros», porque vagamos como quiltros olfateando la huella, sin rumbo fijo. Nece-sitamos escapar, pero apenas cruzamos la cordillera empeza-mos a echar de menos y al final siempre volvemos. Somos buenos viajeros y pésimos emigrantes: la nostalgia nos pisa los talones.

La familia y la vida de Willie eran caóticas, pero en vez de salir huyendo, como haría una persona razonable, yo arremetí «de frente y a la chilena», como el grito de guerra de aquellos soldados que se tomaron el morro de Arica en el siglo XIX. Estaba decidida a conquistar mi lugar en California y en el co-razón de ese hombre, costara lo que costara.

En Estados Unidos todos, menos los indios, descienden de otros que llegaron de afuera; mi caso nada tiene de especial. El siglo XX fue el siglo de los inmigrantes y refugiados, nunca antes el mundo vio tales masas humanas abandonar su lugar de origen para desplazarse a otros sitios, huyendo de la violencia o la pobreza. Mi familia y yo somos parte de esa diáspora; no es tan malo como suena. Sabía que no me asimilaría por completo, estaba muy vieja para fundirme en el famoso crisol yanqui: tengo aspecto de chilena; sueño, cocino, hago el amor y escribo en castellano; la mayoría de mis libros tiene un definitivo sabor latinoamericano. Estaba convencida de que nunca me sentiría californiana, pero tampoco lo pretendía, a lo más aspiraba a tener una licencia para conducir y aprender suficiente inglés para pedir comida en un restaurante. No sospechaba que obtendría mucho más.

Me ha costado varios años adaptarme en California, pero el proceso ha sido divertido. Me ayudó mucho escribir un libro sobre la vida de Willie, El Plan Infinito, porque me obligó a recorrerla y estudiar su historia. Recuerdo cuánto me ofendía al comienzo la manera directa de hablar de los gringos, hasta que me di cuenta de que en realidad la mayoría son considerados y corteses. No podía creer lo hedonistas que eran, hasta que el ambiente me contagió y acabé remojándome en un jacuzzi rodeada de velas aromáticas, mientras mi abuelo se revolcaba en la tumba ante estos desenfrenos. Tanto me he incorporado a la cultura californiana, que practico meditación y voy a terapia, aunque siempre hago trampa: durante la meditación invento cuentos para no aburrirme y en terapia invento otros para no aburrir al psicólogo. Me he acomodado al ritmo de este extraordinario lugar, tengo sitios favoritos donde pierdo el tiempo hojeando libros, paseando y hablando con amigos; me gustan mis rutinas, las estaciones del año, los grandes robles en torno a mi casa, el aroma de mi taza de té, el largo lamento nocturno de la sirena que anuncia neblina a los buques de la bahía. Es-pero con ansias el pavo del día de Acción de Gracias y el es-plendor kitsch de las Navidades. Incluso participo del obligado picnic del 4 de Julio. A propósito, ese picnic es muy eficiente, como todo lo demás por estos lados: conducir de prisa, insta-larse en el lugar previamente reservado, colocar las cestas, tragarse la comida, patear la pelota y correr de vuelta para evitar el tráfico. En Chile echaríamos tres días en semejante proyecto.

El sentido del tiempo de los norteamericanos es muy especial: carecen de paciencia; todo debe ser rápido, incluso la comida y el sexo, que el resto del mundo trata ceremoniosamente. Los gringos inventaron dos términos que no tienen traducción: snack y quickie, para designar comida de pie y amor a la carrera... y a menudo también de pie. Los libros más populares son los manuales: cómo convertirse en millonario en diez lecciones fáciles, cómo perder quince libras en una semana, cómo sobreponerse al divorcio, etc. La gente siempre anda buscando atajos y escapando de lo que considera desagradable: fealdad, vejez, gordura, enfermedad, pobreza y fracaso en cualquier aspecto.

La fascinación de este pueblo con la violencia nunca ha dejado de chocarme. Se podría decir que he vivido en circunstancias interesantes, he visto revoluciones, guerra y crimen urbano, sin mencionar las brutalidades del golpe militar en Chile. A nuestra casa en Caracas entraron ladrones diecisiete veces; nos robaron casi todo, desde un abrelatas hasta tres automóviles, dos que se llevaron de la calle y el tercero después de arrancar de cuajo la puerta del garaje. Menos mal que ninguno de los asaltantes tenía malas in-tenciones, incluso una vez nos dejaron una nota de agradecimiento pegada en la puerta del refrigerador.

Comparado con otros lugares de la tierra, donde un niño puede pisar una mina en su camino a la escuela y perder las dos piernas, Estados Unidos es seguro como un convento, pero la cultura es adicta a la violencia. Así lo prueban los deportes, juegos, arte y no hablemos del cine, que es terrorífico. Los norteamericanos no quieren violencia en sus vidas, pero necesitan experimentarla de rebote. Les encanta la guerra, siempre que no sea en su terreno.

El racismo, en cambio, no me chocó, a pesar de que según Willie es el problema más grave del país, porque yo había soportado durante cuarenta y cinco años el sistema de clases en Latinoamérica, donde los pobres y la población mestiza, africana o indígena viven inexorablemente segregados, como la cosa más natural del mundo. Al menos en Estados Unidos existe conciencia del conflicto y la mayor parte de los norteamericanos, la mayor parte del tiempo, lucha contra el racismo.

Cuando Willie visita Chile es objeto de curiosidad para mis amigos y para los niños en la calle, por su innegable pinta de extranjero, que él acentúa con un sombrero australiano y botas de vaquero. Le gusta mi país, dice que es como California hace cuarenta años, pero se siente forastero, tal como yo me siento en Estados Unidos. Entiendo el idioma, pero no tengo las claves. En las ocasiones en que nos juntamos con amigos, puedo participar poco en la conversación, porque no conozco los acontecimientos o la gente de los cuales hablan, no vi las mismas películas en mi juventud, no bailé al son de la guitarra epiléptica de Elvis, no fumé marijuana ni salí a protestar contra la guerra del Vietnam. No sigo los chismes políticos, porque veo poca diferencia entre demócratas y republicanos. Cómo seré de ex-tranjera que ni siquiera participé en la fascinación nacional por el escándalo amoroso del presidente Clinton, porque después de ver los calzones de la señorita Lewinsky catorce veces por televisión perdí interés. Incluso el béisbol es un misterio para mí; no entiendo tanto apasionamiento por un grupo de gordos esperando una pelota que nunca llega. No calzo socialmente: me visto de seda mientras el resto de la población usa zapatillas de gimnasia, y pido bife cuando los demás andan en la onda del tofu y el té verde.

Lo que más aprecio de mi condición de inmigrante es la estupenda sensación de libertad. Vengo de una cultura tradicional, de una sociedad cerrada, donde cada uno de nosotros carga desde su nacimiento con el karma de sus antepasados y donde siempre nos sentimos observados, juzgados, vigilados. El honor manchado no puede lavarse. Un niño que roba lápices de colores en la guardería infantil queda marcado como ratero para el resto de su vida, en cambio en Estados Unidos el pasado no importa, nadie pregunta los apellidos, el hijo de un asesino puede llegar a presidente... siempre que sea blanco. Se pueden cometer errores, porque sobran nuevas oportunidades, basta irse a otro estado y cambiarse el nombre, para comenzar otra vida; los espacios son tan vastos que nunca se terminan los caminos.

Al principio Willie, condenado a vivir conmigo, se sentía tan incómodo con mis ideas y mis costumbres chilenas como yo con las suyas. Había problemas mayores, como que yo tratara de imponer mis anticuadas normas de convivencia a sus hijos y él no tuviera idea de lo que es el romanticismo; y problemas menores, como que yo soy incapaz de usar los aparatos electrodomésticos y él ronca; pero poco a poco los hemos superado. Tal vez de eso se trata el matrimonio y de nada más: ser flexibles. Como inmigrante he tratado de preservar las virtudes chilenas que me gustan y renunciar a los prejuicios que me colocaban en una camisa de fuerza. He aceptado este país. Para amar un lugar hay que participar en la comunidad y devolver algo por lo mucho que se recibe; creo haberlo hecho. Hay muchas cosas que admiro de Estados Unidos y otras que deseo cambiar, pero ¿no es siempre así? Un país, como un marido, es siempre susceptible de ser mejorado.

Un año después de trasladarme a California, en 1988, cambió la situación en Chile, porque Pinochet perdió el plebiscito y el país se preparó para restaurar la democracia. Entonces regresé. Fui con temor, porque no sabía qué iba a encontrar, y casi no reconocí Santiago ni a la gente en esos años todo había cambiado. La ciudad estaba llena de jardines y edificios modernos, invadida por el tráfico y el comercio, enérgica, acelerada y progresista; pero quedaban resabios feudales, como empleadas con delantales azules paseando ancianos en el barrio alto y mendigos en cada semáforo. Los chilenos actuaban con prudencia, respetaban las jerarquías y se vestían en forma muy conservadora, los hombres de corbata, las mujeres con faldas y en muchas oficinas del gobierno y empresas privadas los empleados usaban uniforme, como auxiliares de vuelo. Me di cuenta que muchos que se quedaron en Chile y lo pasaron mal consideran traidores a quienes nos fuimos y piensan que afuera la vida era más fácil. Por otra parte, no faltan exiliados que acusan a los que permanecieron en el país de colaborar con la dic-tadura.

El candidato de la Concertación, Patricio Aylwin, había ga-nado por escaso margen, la presencia de los militares aún era apabullante y la gente andaba asustada. La prensa seguía cen-surada; los periodistas que me entrevistaron, acostumbrados a la prudencia, me hacían preguntas cautelosas e ingenuas, luego no publicaban las respuestas. La dictadura había hecho lo posible por borrar la historia reciente y el nombre de Salvador Allende. Al volver en el avión y ver la bahía de San Francisco desde el aire di un suspiro de fatiga y dije sin pensar: por fin llego a casa. Era la primera vez desde que salí de Chile en 1975 que me consideraba «en casa».

No sé si mi casa es el lugar donde vivo, o simplemente es Willie. Hemos estado juntos varios años y me parece que él es el único territorio donde pertenezco, donde no soy forastera. Juntos hemos sobrevivido a muchos altibajos, grandes éxitos y grandes pérdidas. El dolor más profundo fue la tragedia de nuestras hijas; en el lapso de un año Jennifer falleció de una sobredosis y Paula de una extraña condición genética, llamada porfiria, que la sumió en un largo coma y finalmente acabó con su vida. Willie y yo somos fuertes y testarudos, nos costó admitir que se nos había roto el corazón. Nos tomó tiempo y terapia poder por fin abrazamos y llorar juntos. El duelo fue un largo viaje al infierno, del cual salí gracias a él y a la escritura.

En 1994 volví a Chile en busca de inspiración y desde en-tonces lo he hecho cada año. Encontré a mis compatriotas más relajados y la democracia más firme, pero condicionada por la presencia de los militares, aún poderosos, y de los senadores vitalicios designados por Pinochet para controlar el Congreso. El gobierno mantenía un difícil equilibrio entre las fuerzas políticas y sociales. Fui a las poblaciones, donde antes la gente era luchadora y organizada. Los curas y monjas progresistas, que habían vivido entre los pobres durante esos años, me contaron que la miseria era la misma, pero la solidaridad había desaparecido y ahora al alcoholismo, la violencia doméstica y el desempleo se sumaban el crimen y la droga, que se había convertido en el problema más grave entre los jóvenes.

La consigna entre los chilenos era silenciar las voces del pasado, trabajar por el futuro y no provocar a los militares por ningún motivo. En comparación con el resto de América Latina, Chile vivía un buen momento de estabilidad política y económica; aunque todavía había cinco millones de pobres. Salvo las víctimas de la represión, sus familiares y algunas organizaciones que velaban por los derechos humanos, nadie pronunciaba las palabras «desaparecidos» o «tortura» en alta voz. La situación cambió cuando arrestaron a Pinochet en Londres, adonde fue a una revisión médica y a recoger su comisión por un negocio de armas, acusado del asesinato de ciudadanos españoles por un juez, quien pidió su extradición a España. El general, que todavía contaba con el apoyo incondicional de las Fuerzas Armadas, había vivido veinticinco años aislado por los aduladores que siempre rodean al poder y a pesar de que le habían advertido los riesgos, viajó confiado en su impunidad. La sorpresa que se llevó al ser detenido por los británicos sólo puede compararse a la que se llevaron los demás chilenos, acostumbrados a la idea de que era intocable. Me encontraba por casualidad en Santiago cuando eso ocurrió y comprobé cómo en el curso de una semana se destapó una caja de Pandora y lo que había permanecido oculto bajo capas y capas de silencio, empezó a emerger. Los primeros días hubo furibundas manifestaciones callejeras de los pinochetistas, que amenazaban nada menos que con declarar la guerra a Inglaterra o enviar un comando militar al rescate del prisionero. La prensa del país, asustada, hablaba de la afrenta contra el Excelentísimo Senador Vitalicio y contra el honor y la soberanía de la patria; pero una semana más tarde las manifestaciones callejeras en su apoyo eran mínimas, los militares permanecían mudos y el tono había cambiado en los medios de comunicación, que ahora se referían al «ex dictador arrestado en Londres». Nadie creyó que los ingleses entregarían a Pinochet para que fuera juzgado en España, como de hecho no ocurrió, pero el miedo que aún flotaba en el aire disminuyó rápidamente en Chile. Los militares perdie-ron prestigio y poder en cuestión de días. El acuerdo tácito de callar la verdad terminó gracias a la gestión de aquel juez es-pañol.

En ese viaje recorrí el sur, me abandoné nuevamente a la prodigiosa naturaleza de mi país y me reencontré con mis fieles amigos, de quienes estoy más cerca que de mis hermanos, porque la amistad en Chile es para siempre. Volví a California con renovadas energías, lista para trabajar. Me asig-né un tema lo más alejado posible de la muerte y escribí Afrodita, unas divagaciones sobre gula y lujuria, los únicos pecados capitales que valen la pena. Compré un montón de libros de cocina y otros tantos de erotismo y partí de excursión al barrio gay de San Francisco, donde recorrí durante semanas las tiendas de pornografía. (Una investigación como ésta habría sido difícil en Chile. En caso que el material existiera, jamás me habría atrevido a conseguirlo; el honor de mi familia estaría en juego.) Aprendí mucho. Es una lástima que adquiriera esos conocimientos tan tarde en mi vida, cuando ya no hay con quien practicar: Willie declaró que no estaba dispuesto a colgar un trapecio del techo.

Ese libro me ayudó a salir de la depresión en que me había sumido la muerte de mi hija. Desde entonces he escrito un libro por año. La verdad es que no me faltan ideas, lo que me falta es tiempo. Pensando en Chile y en California, escribí Hija de la fortuna y luego Retrato en sepia, libros en los cuales los personajes van y vienen entre estas mis dos patrias.

Para concluir deseo agregar que Estados Unidos me ha tratado muy bien, me ha permitido ser yo misma o cualquier versión de mí que se me ocurra crear. Por San Francisco pasa el mundo entero, cada uno con su cargamento de recuerdos y esperanzas; esta ciudad está llena de extranjeros, no soy una excepción. En las calles se oyen mil lenguas, se alzan templos de todas las denominaciones, se huele comida de los más remotos lugares.

Pocos nacen aquí, la mayoría son extraños en el paraíso, como yo. A nadie le importa quién soy o qué hago, nadie me observa ni me juzga, me dejan en paz, lo cual tiene la contra-partida de que si me caigo muerta en la calle nadie se entera, pero, en fin, es un precio barato por la libertad. El precio que pagaría en Chile sería muy caro, porque allí todavía no se aprecian las diferencias. En California lo único que no se tolera es la intolerancia.

La observación de mi nieto Alejandro sobre los tres años de vida que me quedan me obliga a preguntarme si deseo vivirlos en Estados Unidos o regresar a Chile. No lo sé. Francamente dudo que dejaría mi casa. Visito Chile una o dos veces al año y cuando llego muchas personas parecen contentas de verme, pero creo que están más contentas cuando me voy, incluyendo mi madre, quien vive asustada de que su hija cometa un desatino, como aparecer en televisión hablando del aborto, por ejemplo. Me siento dichosa por unos días, pero a las dos o tres semanas empiezo a echar de menos el tofu y el té verde.

Este libro me ha ayudado a comprender que no estoy obligada a tomar una decisión: puedo tener un pie allá y otro acá, para eso existen los aviones y no me cuento entre aquellos que no vuelan por miedo al terrorismo. Tengo una actitud fatalista: nadie muere un minuto antes ni después de lo que le toca. Por el momento California es mi hogar y Chile es el territorio de mi nostalgia. Mi corazón no está dividido, sino que ha crecido. Puedo vivir y escribir casi en cualquier parte. Cada libro contribuye a completar ese «pueblo dentro de mi cabeza», como lo llaman mis nietos. En el lento ejer-cicio de la escritura he lidiado con mis demonios y obsesiones, he explorado los rincones de la memoria, he rescatado historias y personajes del olvido, me he robado las vidas ajenas y con toda esa materia prima he construido un sitio que llamo mi patria. De allí soy.

Espero que esta larga diatriba responda la pregunta de aquel desconocido sobre la nostalgia. No crea usted todo lo que digo, tiendo a exagerar y, tal como le advertí al principio, no puedo ser objetiva cuando de Chile se trata; digamos mejor que no puedo ser objetiva casi nunca. En todo caso, lo más importante de mi viaje por este mundo no aparece en mi biografía o en mis libros, sucedió en forma casi imperceptible en las cámaras secretas del corazón. Soy escritora porque nací con buen oído para las historias y tuve la suerte de contar con una familia excéntrica y un destino de peregrina errante. El oficio de la literatura me ha definido: palabra a palabra he creado la persona que soy y el país inventado donde vivo.

FIN

AGRADECIMIENTOS

La base de este libro son mis recuerdos, pero me han ayudado los comentarios de mis amigos Delia Vergara, Malú Sierra, Vittorio Cintolessi, Josefina Rosetti, Agustín Hutieeus, Cristián Toloza y otros. También me he servido sin contemplaciones de las obras de Alonso de Ercilla y Zúñiga, Eduardo Manco Amor, Benjamín Subercaseaux, Leopoldo Castedo, Pablo Neruda, Alfredo Jocelyn–Holt, Jorge Larraín, Luis Alejandro Salinas, María Luisa Cordero, Pablo Huneeus y varios más. Agradezco, como siempre, a mi madre, Francisca Llona, y a mi padrastro, Ramón Huidobro, por ayudarme a encontrar varios datos y corregir el texto final. También a mis leales agentes, Carmen balcells y Gloria Gutiérrez, a mi corrector español Jorge Manzanilla y a mi editora americana Terry Karten.

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