¡!MARIO VARGAS LLOSA-EL PARAISO EN LA OTRA ESQUINA!!



III. Bastarda y prófuga 

Dijon, abril de 1844 

Aunque no figuraba en su plan de viaje, Flora, en vez de trasladarse

directamente de Auxerre a Dijon, hizo dos escalas, de un día cada una, en Avallon y

Semur. En librerías de ambas localidades dejó ejemplares de La Unión Obrera y

carteles. Y, en ambas, como carecía de cartas de presentación y referencias, fue a

buscar a los obreros a los bares.

En la placita de la iglesia de Avallon, de santos y vírgenes tan pintarrajeados que

le recordaron las capillas indígenas del Perú, había dos tabernas. Entró a L"Étoile du

Jour al anochecer. El fuego del hogar enrojecía las caras de los parroquianos y llenaba

de humo la atestada habitación. Era la única mujer. A las voces chillonas sucedieron

murmullos y risitas. Entre las nubecillas blancas de las cachimbas, distinguió ojillos que

pestañeaban, expresiones salaces. Un rumor serpentino iba escoltándola mientras se

abría camino entre la masa sudorosa que la dejaba pasar y se cerraba a su espalda.

No se sentía incómoda. Al patrón del establecimiento, un hombre bajito, de

modales untuosos, que se acercó a preguntarle a quién buscaba, le respondió de manera

cortante: a nadie.

—¿Por qué me lo pregunta? —inquirió a su vez, de modo que todos la oyeran—.

¿No se permite la entrada a las mujeres aquí?

—A las mujeres decentes, sí —exclamó, desde el mostrador, una voz

aguardentosa—. A las hetairas, no.

«Es el poeta del lugar», pensó Flora.

—No soy una puta, señores —explicó, sin enojarse, imponiendo silencio—. Soy una

amiga de los obreros. Vengo a ayudarlos a romper las cadenas de la explotación.

Entonces, por sus caras, comprendió que ya no la creían hetaira sino tronada. Sin

darse por vencida, les habló. La escucharon por curiosidad, como se escucha el canto de

un pájaro desconocido, sin prestar mucha atención a lo que decía, más atentos a sus

faldas, a sus manos, a su boca, a su cintura y a sus pechos que a sus palabras. Eran

hombres cansados, de caras vencidas, que sólo querían olvidar la vida que llevaban. Al

poco rato, saciada la curiosidad, algunos retomaron sus diálogos, olvidándose de ella. En

el segundo cabaret de Avallon, La Joie, un pequeño reducto de paredes tiznadas con una

chimenea en la que agonizaban los últimos rescoldos, los seis o siete parroquianos

estaban demasiado bebidos para perder el tiempo hablándoles.

Regresó al albergue con aquel saborcillo ácido entre los dientes que de tanto en

tanto la invadía. ¿Por qué, Florita? ¿Por el tiempo perdido en este pueblo de campesinos

ignaros que era Avallon? No. Porque la visita a esas tabernas te removió la memoria y

ahora tenías en las narices las exhalaciones vinosas de los antros llenos de borrachos,

jugadores y gentes de mal vivir de la Place Mauberty alrededores, entre los que pasó tu

niñez y adolescencia. Y tus cuatro años de matrimonio, Florita. ¡Qué miedo a los

borrachos! Pululaban en el vecindario de la rue du Fouarre, en las puertas de las

tabernas y en las esquinas, tumbados en zaguanes y calzadas, durmiendo, eructando,

vomitados, profiriendo groserías en el sueño. Se le erizó la piel recordando los regresos

a su casa, a oscuras, del Taller de Grabado y Litografía del maestro André Chazal,

donde, a poco de cumplir dieciséis años, su madre consiguió que la aceptaran como

aprendiz de obrera—colorista. De algo te sirvió tu buena disposición para el dibujo. En

otras circunstancias, acaso habrías llegado a ser una pintora, Andaluza. Pero no se

arrepentía de haber sido una operaria en su juventud. Al principio, le pareció magnífico,

una liberación, no tener que pasar los días encerrada en la sórdida covacha de la rue du

Fouarre, salir de casa muy temprano y trabajar doce horas en el Taller de Grabado y

Litografía con la veintena de obreras del maestro Chazal. El taller, una verdadera

universidad sobre lo que significaba ser obrera en Francia. Del maestro, las muchachas

del taller le contaron que tenía un hermano famoso, Antoine, pintor de flores y animales

en el Jardin des Plantes. A André Chazal le gustaba beber, jugar y perder el tiempo en

las tabernas. Cuando estaba con tragos, y a veces sin estarlo, solía propasarse con las

obreras. Dicho y hecho. El mismo día que te entrevistó para ver si te aceptaba como

aprendiz, te examinó de arriba abajo, posando con descaro su mirada vulgar en tus

pechos y caderas.

¡André Chazal! Vaya pobre diablo que te deparó el azar, o acaso Dios, para que le

ofrendaras tu virginidad, Florita. Un hombre alto, algo encorvado, de pelos pajizos,

frente muy ancha, unos ojos atrevidos y canallas y una nariz protuberante en

permanente auscultación de los olores circundantes. Lo sedujiste a primera vista, con

tus grandes ojos profundos y tu rizada cabellera negra, Andaluza. (¿Fue André Chazal el

primero en apodarte así?) Era doce años mayor que tú y debió hacérsele agua la boca

soñando con la fruta prohibida de esa doncellita. Con el pretexto de enseñarte el oficio

se te arrimaba, te cogía la mano, te ceñía la cintura. Así se mezclan los ácidos, se

cambian los tintes, cuidado con poner el dedo allí, te quemarías, y, zas, lo tenías encima,

frotándote la pierna, el brazo, los hombros, la espalda. Tus compañeras te bromeaban,

«Has conquistado al patrón, Florita». Amandine, tu mejor amiga, te pronosticó: «Si no

cedes, si te le resistes, se casará contigo. Porque lo tienes loco, te lo juro».

Sí, lo tenías loco a André Chazal, grabador—litógrafa, tabernero, jugador y

bebedor. Tan loco que, un buen día, oliendo a vino chusco y con los ojos desbocados, se

permitió tocarte los pechos con sus grandes manazas. Tu bofetada lo hizo trastabillar.

Pálido, te miraba asombrado. En vez de despedirla, como Flora temía, se apareció,

contrito, en la covacha de la rue du Fouarre, con un ramito de azucenas en la mano, a

presentar excusas a madame Tristán: «Señora, mis intenciones con su hija son

formales». A madame Aline aquello le produjo una alegría tan grande que se echó a reír y

abrazó a Flora. La única vez que viste a tu madre tan efusiva y feliz. «Qué suerte

tienes», repetía, mirándote con ternura. «Agradécelo a Dios, hija».

—¿Suerte porque monsieur Chazal quiere casarse conmigo?

—Suerte porque está dispuesto a casarse contigo a pesar de ser tú una bastarda,

hija. ¿Crees que hay muchos que harían algo semejante? Agradécelo de rodillas, Florita.

Ese matrimonio significó el principio del fin de su relación con su madre; desde

entonces Flora fue dejando de quererla. Sabía que era una hija ilegítima, porque el

matrimonio de sus padres, hecho por aquel curita francés en Bilbao, no valía ante la ley

civil, pero sólo ahora tomó conciencia de que ser bastarda echaba sobre ella una culpa de

nacimiento tan horrenda como el pecado original. Que André Chazal, propietario casi

burgués, estuviese dispuesto a darle su nombre, era una bendición, una ventura que

debías agradecer con toda el alma. Pero a ti, Florita, todo eso, en vez de ilusionarte, te

dejó el mismo saborcillo desagradable que ahora tratabas de sacarte de la boca

haciendo gárgaras de agua con menta, antes de meterte a la cama en el albergue de

Avallon.

Si lo que sentías por monsieur Chazal era el amor, entonces el amor era una

mentira. No tenía nada que ver con el de las novelas, ese sentimiento tan delicado, esa

exaltación poética, esos deseos ardientes. A ti, que André Chazal, tu patrón, no todavía

tu marido, te hiciera el amor en aquel chaise—longue de resortes que chirriaban, en su

despacho del taller, cuando tus compañeras habían partido, no te pareció romántico,

bello, ni sentimental. Una asquerosidad dolorosa, más bien. El cuerpo apestando a sudor

que la aplastaba, esa lengua viscosa con aliento a tabaco y alcohol, la sensación de

sentirse destrozada entre los muslos y el vientre, le dieron náuseas. Y, sin embargo,

Florita idiota, Andaluza incauta, después de aquella repugnante violación —fue eso,

¿no?— escribiste a André Chazal esa carta que el miserable haría pública diecisiete años

más tarde, ante un tribunal de París. Una esquela mentirosa, estúpida, con todos los

lugares comunes que una muchacha enamorada debía decir a su amante después de

ofrecerle su virginidad. ¡Y con tantas faltas de ortografía y de sintaxis! Qué vergüenza

pasarías oyéndola leer, escuchando las risitas de jueces, abogados y público. ¿Por qué se

la escribiste si te habías levantado muerta de asco de aquel chaise—longue? Porque eso

hacían en las novelitas las heroínas desfloradas.

Se casaron un mes después, el 3 de febrero de 1821, en la municipalidad del

distrito XI y desde ese día habitaron en un pisito de la rue des Fossés—Saint—

Germain—desPrés. Cuando, encogida en la cama del albergue de Avallon, advirtió que

tenía los ojos húmedos, Flora hizo un esfuerzo para apartar de su cabeza esos

recuerdos desagradables. Lo importante era que reveses y desilusiones, en vez de

destruirte, te hicieron más fuerte, Andaluza.

En Semur le fue mejor que en Avallon. A pocos pasos de las famosas torres del

duque de Borgoña, que a ella no le causaron la menor admiración, había una taberna que

era, en el día, merendero. Una decena de agricultores celebraban un cumpleaños, y había

también unos toneleros. No le fue difícil entablar conversación con los dos grupos. Se

juntaron y ella les explicó la razón de su gira por el interior de Francia. La miraban con

respeto y desconcierto, aunque, pensaba Flora, sin entender gran cosa de lo que les

decía.

—Pero, nosotros somos agricultores, no obreros —dijo uno de ellos, a modo de

disculpa.

—Los campesinos también son obreros —les aclaró—. Y los artesanos, y los

domésticos. El que no es propietario, es obrero. Todos los explotados por los burgueses.

Y, por ser los más numerosos y los que más sufren, ustedes salvarán a la humanidad.

Se miraban, azorados con semejante profecía. Al fin se animaron a hacerle

preguntas. Dos de ellos le prometieron que comprarían La Unión Obrera y se afiliarían a

la organización cuando estuviera constituida. Para no desairados, antes de partir tuvo

que mojarse los labios en una copita de vino.

Llegó a Dijon en la madrugada del 18 de abril de 1844 con unos dolores muy

fuertes en la matriz y en la vejiga, que se le declararon en la diligencia, acaso por los

sacudones y la irritación que le producía en las entrañas el polvo que tragaba. Pasó toda

la semana dijonesa fastidiada con estas molestias en el bajo vientre que le provocaban

una sed abrasadora —la combatía con sorbos de agua azucarada—, pero de buen ánimo,

porque en esta limpia, bonita y acogedora ciudad de treinta mil almas no dejó un solo

momento de hacer cosas. Los tres diarios de Dijan habían anunciado su visita, y tenía

muchos encuentros preparados de antemano gracias a sus amigos sansimonianos y

fourieristas de París.

Le hacía ilusión conocer a mademoiselle Antoinette Quarré, costurera y poeta

dijonesa a la que Lamartine había llamado en un poema «ejemplo para las mujeres» por

su talento artístico, su capacidad de superación y espíritu justiciero. Pero, a poco de

conversar con ella en la redacción del Journal de la Cate d"Or, se dio cuenta de que se

trataba de una vanidosa y una estúpida. Jorobada en la espalda y en el pecho, era,

además, enormemente gorda y casi una enana. Nacida en una familia muy humilde, sus

triunfos literarios la hacían sentirse ahora burguesa.

—No creo que pueda ayudarla, señora —le dijo, de mal modo, luego de escuchada

con impaciencia, agitando una manita de niña—. Por lo que me acaba de decir, su prédica

va dirigida a los obreros. Yo no frecuento a la gente del pueblo.

«Claro que no, los espantarías», pensó Madame la—Colere. Se despidió de ella

secamente, sin entregarle el ejemplar de La Unión Obrera que le llevaba de regalo.

Los sansimonianos estaban bien implantados en Dijon. Tenían su propio recinto.

Prevenidos por Prosper Enfantin, la tarde de su llegada la recibieron en una sesión

solemne. Desde la puerta del local, vecino al museo, Flora los vio, olió y catalogó en pocos

segundos. Ahí estaban esos típicos burgueses socialistas, soñadores imprácticos, esos

sansimonianos amables y ceremoniosos, adoradores de la élite y convencidos de que

controlando el Presupuesto revolucionarían la sociedad. Idénticos a los de París, Burdeos

y cualquier otra parte. Profesionales o funcionarios, propietarios o rentistas, bien

educados y bien vestidos, creyentes en la ciencia y el progreso, críticos de los burgueses

pero burgueses ellos mismos, y recelosos de los obreros.

Aquí también, como en las sesiones de París, habían puesto en el proscenio una

silla vacía, símbolo de su espera en la llegada de la Madre, la mujer—mesías, la hembra

superior que, uniéndose en santa cópula con el Padre (el Padre Prosper Enfantin, ya que

el fundador, el Padre Claude—Henri de Rouvroy, conde de Saint—Simon, estaba muerto

desde 1825), formarían la Pareja Suprema, conductora de la transformación de la

humanidad que emanciparía a la mujer y a los obreros de su actual servidumbre e

inauguraría la era de la justicia. ¿Qué esperabas, Florita, para darles una sorpresa yendo

a sentarte en esa silla vacía y anunciarles, con el dramatismo de la actriz Rachel, que la

espera había terminado, que tenían ante sus ojos a la mujer—mesías? Había sentido la

tentación de hacerlo, en París. Pero la retuvieron las discrepancias crecientes que tenía

con ellos por la idolatría sansimoniana a la minoría selecta, a la que querían entregar el

poder. Además, si la aceptaban como Madre, debería aparearse con el Padre Enfantin.

No estabas dispuesta a hacerlo aunque ése fuera el precio para romper las cadenas de la

humanidad, pese a que Prosper Enfantin tenía fama de apuesto y tantas mujeres

suspiraban por él.

Copular, no hacer el amor sino copular, como los cerdos o los caballos: eso hacían

los hombres con las mujeres. Abalanzarse sobre ellas, abrirles las piernas, meterles sus

chorreantes vergas, embarazarlas y dejarlas para siempre con la matriz averiada, como

André Chazal a ti. Porque esos dolores allí abajo tú los tenías desde tu malhadado

matrimonio. «Hacer el amor», esa ceremonia delicada, dulce, en la que intervenían el

corazón y los sentimientos, la sensibilidad y los instintos, en la que los dos amantes

gozaban por igual, era una invención de poetas y novelistas, una fantasía que no

legitimaba la pedestre realidad. No entre las mujeres y los hombres en todo caso. Tú,

por lo menos, no habías hecho el amor ni una sola vez en esos espantosos cuatro años con

tu marido, en aquel pisito de la rue des Fossés—Saint—Germain—des—Prés. Tú habías

copulado, o, mejor dicho, habías sido copulada, cada noche, por esa bestia lasciva,

hedionda a alcohol, que te asfixiaba con su peso y manoseaba y besuqueaba hasta

desplomarse a tu lado como un animal ahíto. Cuánto habías llorado, Florita, de asco y

vergüenza, después de esas violaciones nocturnas a que te sometía ese tirano de tu

libertad. Sin preocuparse jamás de averiguar si querías hacer el amor, sin la menor

curiosidad por saber si gozabas con sus caricias —¿había que llamar así esos jadeos

repugnantes, esos lengüetazos y mordiscos?—, o si te causaban dolor, tristeza,

abatimiento, repugnancia. Si no hubiera sido por la tierna Olympia, qué pobre idea

tendrías del amor físico, Andaluza.

Pero todavía peor que ser copulada, fue quedar embarazada a consecuencia de

esos atropellos nocturnos. Peor. Sentir que te hinchabas, deformabas, que tu cuerpo y tu

espíritu se trastornaban, sed, mareos, pesadez, el menor movimiento te costaba un

esfuerzo doble o triple del normal. ¿Eso, las bendiciones de la maternidad? ¿Eso lo que

ansiaban las mujeres, con lo que cumplían su vocación íntima? ¿Hincharse, parir,

esclavizarse a las crías como si no bastara ser esclavas del marido?

El piso de la rue des Fossés—Saint—Germain—des—Prés era pequeño, aunque

más limpio y aireado que el de la me du Fouarre. Pero Flora lo odió aún más que a éste,

sintiéndose una prisionera, un ser despojado de lo que desde entonces aprendería a

valorar más que nada en el mundo: la libertad. Los cuatro años de esclavitud matrimonial

te abrieron los ojos sobre lo cierto y lo falso en la relación entre hombres y mujeres,

sobre lo que querías y no querías en la vida. Eso que eras, un vientre para dar placer e

hijos al señor André Chazal, desde luego, no lo querías.

Empezó a inventar pretextos para rehuir los brazos de su marido, luego del

nacimiento de su primer hijo, Alexandre, en 1822: anginas, fiebres, jaquecas, vómitos,

malestares, sueño anestésico. Y, cuando aquello no bastaba, rebelándose a cumplir con

sus deberes conyugales, aunque a su amo y señor le dieran rabietas y la insultara. La

primera vez que intentó alzarte la mano, saltaste de la cama empuñando la tijera de la

cómoda:

—Si me tocas, te mataré. Ahora, mañana, pasado mañana. Esperaré que estés

dormido, distraído. Y te mataré. Ni tú ni nadie me pondrá una mano encima. ¡Jamás!

La vio tan resuelta, tan fuera de sí, que André Chazal se asustó. Bueno, Florita,

resulta que no lo mataste. Más bien, el pobre idiota por poco te mata a ti. Y después de

seguirte copulando y embarazándote, y haciéndote parir un segundo hijo (Ernest—

Camille, en junio de 1824), te embarazó todavía una tercera vez. Pero cuando nació Aline

ya habías roto tus cadenas.

Los sansimonianos de Dijon la escucharon con atención. Después, le hicieron

preguntas, y uno de ellos insinuó que su idea de los Palacios Obreros debía mucho al

modelo de sociedad concebido por los discípulos de Saint—Simon. No le faltaba razón,

Florita. Habías sido una discípula aprovechada de sus enseñanzas y, en una época, la

locura del agua de Saint—Simon —quien creía que, como los ríos y las cascadas, los flujos

humanos, el saber, el dinero, la consideración y el poder debían circular libremente para

producir el progreso— te había fascinado, así como su personalidad. Y los grandes

gestos que engalanaban su biografía; por ejemplo, renunciar a ser conde, porque, dijo,

«lo considero un título muy inferior al de ciudadano». Pero los sansimonianos se habían

quedado a medio camino, pues, aunque defendían a la mujer, no hacían justicia al obrero.

Eran unas personas bien educadas y simpáticas, eso sí. Todos los asistentes le

prometieron inscribirse en la Unión Obrera y leer su libro, aunque, era evidente, no los

habías convencido. La idea de que sólo la unión de todos los trabajadores lograría la

emancipación femenina y la justicia, los dejaba escépticos. Ellos no creían en una

reforma hecha desde abajo, de brazo con la chusma. A los obreros los veían desde muy

arriba, con desconfianza instintiva de propietarios, funcionarios y rentistas. Eran tan

ingenuos que creían que un puñado de banqueros y de industriales, elaborando un

Presupuesto con sabiduría científica, pondrían remedio a todos los males de la sociedad.

Pero, en fin, en su doctrina al menos figuraba en lugar principalísimo la liberación de la

mujer de todas las servidumbres y el restablecimiento del divorcio. Aunque fuera sólo

por eso, les estabas agradecida.

Más interesante que el encuentro con los sansimonianos, fueron las sesiones con

carpinteros, zapateros y tejedores de Dijon. Se reunió con ellos por separado, pues las

asociaciones mutualistas del Compagnonnage eran muy celosas de su autonomía,

reticentes a mezclarse con trabajadores de otra especialidad, prejuicio que Flora

intentó quitarles de la cabeza sin mucho éxito. La mejor reunión fue la de los tejedores,

una docena de hombres apiñados en un taller de las afueras, con quienes pasó varias

horas, desde la caída de la tarde hasta la plena noche. Desvalidos, vestidos con simples

blusas de jerga, zapatones gastados y algunos descalzos, la escucharon con interés,

asintiendo a menudo, inmóviles. Flora vio que esas caras cansadas se ilusionaban oyéndola

decir que, una vez formada en toda Francia, y más tarde en toda Europa, la Unión

Obrera tendría tanta fuerza que gobiernos y parlamentos convertirían en ley el derecho

al trabajo. Una ley que los defendería contra el desempleo, para siempre.

—Pero, en este derecho usted quiere incluir también a las mujeres —le reprochó

uno de ellos, cuando abrió el turno de las preguntas.

—¿No comen las mujeres? ¿No se visten? ¿No necesitan también trabajar para

vivir? —silabeó Flora, como recitando un poema.

No era fácil convencerlos. Temían que, si se extendía el derecho al trabajo a las

mujeres, cundiría la desocupación, pues jamás habría empleo para tanta gente. Tampoco

pudo persuadirlos de que se debía prohibir el trabajo en fábricas y talleres a niños

menores de diez años, para que éstos pudieran ir a las escuelas a aprender a leer y

escribir. Se asustaban, se encolerizaban, decían que con el pretexto de educar a los

niños se reduciría el exiguo ingreso de las familias. Flora entendía sus miedos y dominaba

su impaciencia. Trabajaban quince o más horas sobre veinticuatro, siete días por semana,

y se los veía desnutridos, macilentos, enfermizos, envejecidos por esa vida animal. ¿Qué

más podías pedirles, Florita? Salió del taller con la certeza de que este diálogo sería

fructífero. Y, a pesar de la fatiga, a la mañana siguiente cumplió con su deber de hacer

turismo.

La famosa Virgen Negra de Dijon, Nuestra Señora de la Buena Esperanza, le

pareció un sapo feo, una escultura indigna de ocupar ese lugar de privilegio en el altar

mayor de la catedral. Así se lo dijo a dos muchachas de la cofradía de la Virgen que

adornaban al fetiche con túnicas y velos de seda, gasas y organdí, brazaletes y

diademas.

—Adorar a la Virgen en ese tótem es superstición. Me recuerdan ustedes a los

idólatras que vi en las iglesias del Perú. ¿Lo permiten los párrocos? Si yo viviera en

Dijon, en tres meses acababa con esta manifestación de oscurantismo pagano.

Las muchachas se santiguaron. Una de ellas balbuceó que el duque de Borgoña

había traído esa imagen de su peregrinación por el Oriente. Desde hada cientos de años

la Virgen Negra era la devoción más popular en la región. Y la más milagrosa.

Flora tuvo que salir de allí a la carrera —apenada, le hubiera gustado seguir

discutiendo con las dos beatitas—, para no llegar tarde a su cita con cuatro grandes

damas, organizadoras de colectas de beneficencia y patrocinadoras de asilos de

ancianos. Las señoras la recibieron intrigadas. La examinaban de arriba abajo, curiosas

por saber cómo era esa estrafalaria parisina que escribía libros, esa santa laica que sin

ruborizarse proclamaba su designio de redimir a la humanidad. Le habían preparado una

mesita con té, refrescos y pastelitos que Flora no probó.

—Vengo a pedirles su apoyo para una acción profundamente cristiana, señoras.

—Pero, qué cree usted que hacemos, madame —dijo la más anciana, una viejecita

de ojos azules y ademanes enérgicos—. Dedicar nuestras vidas a ejercer la caridad.

—No, ustedes no practican la caridad —la corrigió Flora—. Distribuyen limosnas,

que es muy distinto.

Aprovechando su sorpresa, trató de hacérselo entender. Las limosnas sólo

servían a los que las daban para armarse de buena conciencia y creerse justos. Pero, las

dádivas no ayudaban a los pobres a salir de la pobreza. En vez de limosnas, debían

utilizar su dinero y sus influencias en favor de la Unión Obrera, financiar su periódico,

abrir sus locales. La Unión Obrera haría justicia a la humanidad doliente. Una de las

damas, ofuscada, haciéndose aire con el abanico, murmuró que nadie podía darle

lecciones de caridad a ella, que descuidaba su familia para dedicar cuatro tardes por

semana a las obras pías, y, menos, una mujercita arrogante, con los zapatos llenos de

barro y agujereados. ¡Y que se permitía despreciarlas! Se equivocaba, madame: Flora

creía en sus buenas intenciones y sólo pretendía encauzadas hacia la eficacia. La tensión

se suavizó algo, pero no obtuvo la menor promesa de apoyo. Se despidió de ellas

divertida: esas cuatro ciegas nunca se olvidarían de ti. Les habías entreabierto los ojos,

inoculado el gusanito de la mala conciencia.

Ahora te sentías segura, Andaluza, capaz de enfrentarte a todas las burguesas y

burgueses del mundo, con tus excelentes ideas. Porque tenías una noción muy clara de lo

bueno y lo malo, sobre victimarios y víctimas, y sabías la receta para curar los vicios de

la sociedad. Cuánto habías cambiado desde aquella época terrible, cuando, al descubrir

que André Chazal te había embarazado por tercera vez, decidiste, en secreto, sin

prevenir siquiera a tu madre, abandonar a tu marido. «Nunca más.» Y habías cumplido.

Tenía veintidós años, dos hijitos y una niña creciendo en su vientre. Carecía de

dinero, amigos o familia que la apoyara. Pese a ello, decidió perpetrar ese suicidio para

cualquier mujer a la que le importaran la seguridad y el buen nombre. A ti ya no te

importaba nada cuyo precio fuera seguir llevando vida de esclava. Sólo escapar de esa

jaula con barrotes llamada matrimonio. ¿Sabías a lo que te exponías? No, desde luego.

Nunca imaginó que la consecuencia más dramática de aquella fuga sería esa bala

incrustada en el pecho cuyo metal frío sentía de pronto en los accesos de tos, las

contrariedades y los momentos de desánimo. No lo lamentabas. Lo volverías a hacer,

exactamente, porque aún ahora, después de veinte años, se te ponía la carne de gallina

imaginando tu vida si hubieras seguido siendo madame André Chazal.

Facilitó su partida una desgracia: el estado crónico de debilidad y las continuas

enfermedades de su hijito mayor, Alexandre, que moriría a los ocho años, en 1830. El

médico insistió: había que sacarlo al campo a respirar aire puro, lejos de las miasmas de

París. André Chazal consintió. Alquiló un cuartito cerca de Versalles, en casa de la

nodriza que amamantaba a Ernest—Camille, y permitió que Flora se fuera a vivir allí

hasta dar a luz. Qué sentimiento de liberación el día que André Chazal la despidió en la

estación de la diligencia. Aline nació dos meses después, el 16 de octubre de 1825, en el

campo, a manos de una comadrona que hizo pujar y rugir a Flora cerca de tres horas. Así

terminó tu matrimonio. Pasarían muchos años antes de que volvieras a ver a tu marido.

Después de insistir tres veces, y de enviarle un ejemplar autografiado de La

Unión Obrera, Su Grandeza, el obispo de Dijon, se dignó atenderla. Era un viejo de

apariencia distinguida y de palabra culta, con quien Flora pasó un rato polémico muy

agradable. La recibió en el palacio episcopal, con mucha afabilidad. Se había leído el

librito y, antes de que Flora abriera la boca, la colmó de elogios. Hija mía: sus

intenciones eran puras, nobles. Había en ella una clara inteligencia del dolor humano y la

vehemente voluntad de aliviado. Pero, pero, siempre había un pero para todo en esta vida

imperfecta. En el caso de Flora, no ser católica. ¿Acaso se podía hacer una obra grande,

moral, útil para el espíritu, al margen del catolicismo? Sus rectas intenciones se verían

distorsionadas, y, en vez de resultar lo que ella esperaba, su empresa tendría corolarios

dañinos. Por eso —el obispo se lo decía con dolor de corazón— no la ayudaría. Más aún.

Era su obligación alertarla. Si se formaba la Unión Obrera, y era posible que con la

energía y voluntad de que Flora hacía gala lo consiguiera, él la combatiría. Una

organización no católica de esa envergadura podría significar un cataclismo para la

sociedad. Discutieron mucho rato. Flora se convenció pronto de que sus razones jamás

harían mella en monseñor François—Victor Rivet. Pero quedó encantada con la finura del

obispo, quien le habló también de arte, literatura, música e historia, con buen gusto y

versación. Cuando oía a alguien así, no podía evitar un sentimiento de nostalgia, por lo

mucho que ella no sabía, por todo lo que no había leído ni leería ya, porque ya era tarde

para llenar los vacíos de su educación. Por eso George Sand te despreciaba, Florita, y

por eso sentías siempre, ante esa gran señora de las letras francesas, una paralizante

inferioridad. «Tú vales más que ella, tontita», la animaba Olympia.

Ser inculta además de pobre era ser doblemente pobre, Florita. Se lo dijo a sí

misma muchas veces aquel año de la liberación del yugo de André Chazal—1825—,

cuando, con su hijo mayor enfermo, el segundo con una nodriza en el campo, y Atine

recién nacida, se enfrentó a una circunstancia que no había previsto, obsesionada como

estaba con la sola idea de librarse de la coyunda familiar. A esos niños había que darles

de comer. ¿Cómo, si no tenías ni un centavo? Fue a ver a su madre, que vivía entonces en

un vecindario menos sórdido, en la rue Neuve—de—Seine. Madame Tristán no podía

entender que no quisieras retornar al hogar, donde tu marido, el padre de tus hijos.

¡Flora! ¡Flora! ¿Qué locura era ésta? ¿Abandonar a André Chazal? Con razón el pobre

hombre se quejaba de no recibir noticias suyas. Creía a su mujercita en el campo,

cuidando de los niños. En las últimas semanas André había tenido, de pronto, quebrantos

económicos: los acreedores lo acosaban, debió abandonar el piso de Fossés—Saint—

Germain—des—Prés y su taller fue embargado por el juez. Y, precisamente ahora,

cuando tu marido te necesitaba más que nunca, ¿ibas a abandonarlo? Su madre tenía los

ojos llenos de lágrimas y la boca trémula.

—Ya lo hice —dijo Flora—. Nunca volveré a su lado. Nunca más perderé mi

libertad.

—Una mujer que abandona su hogar cae más bajo que una prostituta —la

recriminó su madre, espantada—. Está penado por la ley, es un delito. Si André te

denuncia, te buscará la policía, irás a la cárcel como una criminal. ¡No puedes hacer una

locura semejante!

La hiciste, Florita, sin importarte los riesgos. Cierto, el mundo se volvió hostil, la

vida dificilísima. Por lo pronto, convencer a aquella nodriza de Arpajon que se quedara

con los tres niños, mientras buscabas un trabajo para poder pagar sus servicios y la

manutención de tus hijos. ¿Y, en qué podías trabajar, criatura incapaz de escribir una

frase correctamente?

Para evitar que André Chazal diera con ella, rehuyó los talleres de grabadores,

donde, acaso, la hubieran contratado. Y salió de París, a ocultarse en las provincias. Tuvo

que empezar por lo más bajo. De vendedora de agujas, carretes de hilos y material de

bordar en una tiendecilla de Rouen, que, fuera de las horas de atención al público, tenía

que fregar, barrer y sacudir por un salario indigno, que enviaba íntegro a la nodriza de

Arpajon. Luego, de niñera de los hijos mellizos de la esposa de un coronel que vivía en el

campo, cerca de Versalles, mientras su marido hacía la guerra o administraba un cuartel.

No era un trabajo mal pagado —no gastaba nada y tenía una habitación decente— y se

hubiera quedado allí más tiempo si su carácter le hubiera permitido soportar a los

mellizos, verracos regordetes que, cuando no chillaban perforándole los tímpanos,

vomitaban y se meaban en las ropas que les acababa de cambiar, porque también habían

cagado y vomitado las anteriores. La coronela la echó el día que descubrió a Madame—

la—Colere fuera de sí con la chillería de los mellizos, dándoles de pellizcos a ver si se

callaban.

Aunque, desde jovencita y por todos los medios a su alcance, Flora había tratado

de llenar las deficiencias de su formación, siempre la abrumaba la idea de ser inculta,

ignorante, cuando aparecía en su camino una persona tan sabia, de francés tan bien

hablado, como el obispo de Dijon. Sin embargo, no salió abatida del palacio episcopal.

Más bien, estimulada. No podía dejar de pensar, luego de oírlo, en lo grata que sería la

vida cuando, gracias a la gran revolución pacífica que estaba poniendo en marcha, todos

los niños del mundo recibieran en los Palacios Obreros una educación tan esmerada como

la que debió tener monseñor François—Victor Rivet.

Luego de una reunión con un grupo de fourieristas, Flora, la víspera de su partida

de Dijon, fue al campo a visitar a Gabriel Gabety, un anciano filántropo. Había sido un

revolucionario activo —un jacobino— durante la Gran Revolución y, ahora, rico y viudo,

escribía libros filosóficos sobre la justicia y el derecho. Se decía que era simpatizante

de las ideas de Charles Fourier. Pero, Flora se llevó otra gran decepción. No obtuvo de

monsieur Gabriel Gabety la menor promesa de ayuda para la Unión Obrera, proyecto que

el ex secuaz de Robespierre descartó como «una fantasía delirante». Y Flora tuvo que

soportar un monólogo de cerca de una hora del friolento octogenario —además de bata

de lana y bufanda, llevaba gorro de dormir— sobre sus investigaciones en pos de huellas

romanas en la región. Pues, no contento con el derecho, la ética, la filosofía y la política,

hacía en sus ratos libres de arqueólogo aficionado. Mientras el vejete salmodiaba, Flora

seguía las idas y venidas de la criadilla de monsieur Gaberro Jovencita, ágil, risueña, no

se estaba quieta un segundo: pasaba el escobillón por las losetas rojizas de la galería,

sacudía con el plumero el polvo a la loza del comedor, o les traía las limonadas que el

humanista le ordenaba, haciendo un rápido paréntesis en su aburrida perorata. Eso

habías sido tú, Florita, años atrás. Como ella, dedicaste tus días y tus noches, a lo largo

de tres años, a fregar, limpiar, barrer, lavar, planchar y servir. Hasta que conseguiste un

empleo mejor. Criada, doméstica, sirvienta, de aquella familia por culpa de la cual

contrajiste, como se contrae la fiebre amarilla o el cólera, tu odio inconmensurable hacia

Inglaterra. Sin embargo, sin esos años al servicio de la familia Spence, no serías ahora

tan lúcida sobre lo que había que hacer para volver digno y humano este valle de

lágrimas.

Al regresar al albergue, luego del viaje inútil a la casa de campo de Gabriel

Gabety, Flora tuvo una grata sorpresa. Una de las camareras, adolescente y tímida, vino

a tocarle la puerta de la alcoba. Traía un franco en la mano y balbuceaba:

—¿Alcanzaría esto, señora, para comprar su libro?

Le habían hablado de La Unión Obrera y tenía ganas de leerlo. Porque ella sabía

leer y le gustaba hacerlo, en sus ratos libres.

Flora la abrazó, le dedicó un ejemplar y no le aceptó su dinero.

IV. Aguas misteriosas




Mataiea, febrero de 1893

En los once meses que tardó en materializarse su decisión de regresar a Francia,

desde la tamara"a aquella en la que terminó revolcándose con Maoriana, la mujer de

Tutsitil, hasta que, gracias a las gestiones de Monfreid y Schuffenecker en París, el

gobierno francés aceptó repatriado y pudo embarcarse en el DuchaffaulT el 4 de junio

de 1893, Koke pintó muchos cuadros e hizo innumerables apuntes así como esculturas,

aunque sin tener nunca la certeza de la obra maestra, como le ocurrió pintando Manao

tupapau. Su fracaso con el retrato del niño muerto de los Suhas (con los que al cabo de

un tiempo Jénot consiguió reconciliarlo) lo disuadió de intentar ganarse la vida

retratando a los colonos de Tahití, entre los que, según sus pocos amigos europeos, se lo

tenía por un extravagante impresentable.

No había dicho palabra a Teha"amana de sus gestiones para ser repatriado por

temor de que, sabiendo que pronto la iba a abandonar, su vahine se adelantara a dejado.

Estaba encariñado con ella. Con Teha"amana podía hablar de cualquier cosa porque la

chiquilla, aunque ignoraba muchos temas importantes para él, como la belleza, el arte y

las antiguas civilizaciones, tenía una mente muy ágil y suplía con su inteligencia sus

lagunas culturales. A cada rato estaba sorprendiéndolo con alguna iniciativa, broma o

sorpresa. ¿Te quería ella a ti, Koke? No acababas de saberlo. Estaba siempre dispuesta

cuando la requerías; y, a la hora del amor, era efusiva y diestra como la más

experimentada de las cortesanas. Pero, a veces, se desaparecía de Mataiea por dos o

tres días, y al volver no te daba la menor explicación. Cuando insistías en averiguar

dónde había estado, ella se impacientaba y no salía del «Me fui, me fui, ya te lo dije».

Jamás le había hecho la menor demostración de celos. Koke recordaba que, la noche de

la tamara’a, mientras abrazaba en la tierra a Maoriana, vio como en sueños en los

reflejos de la fogata la cara de Teha"amana, mirándolo burlona con sus grandes ojos

color azabache. ¿Esa perfecta indiferencia frente a lo que hacía su pareja era la forma

natural del amor en la tradición maorí, un signo de su libertad? Sin duda, aunque, cuando

los interrogaba al respecto, sus vecinos de Mataiea rehuían la respuesta con risitas

evasivas. Teha"amana tampoco manifestó nunca la menor hostilidad hacia las vecinas de

la aldea y alrededores a las que Koke invitaba a que posaran para él, y, a veces, lo

ayudaba a convencerlas de que lo hicieran desnudas, a lo que solían ser muy reticentes.

¿Cómo hubiera reaccionado tu vahine con la historia de Jotefa, Koke? Nunca lo

sabrías, porque nunca te atreviste a contársela. ¿Por qué? ¿Todavía alentaban en ti los

prejuicios de la moral civilizada europea? ¿O simplemente porque estabas más

enamorado de Teha"amana de lo que hubieras admitido y temías que si se enteraba de lo

ocurrido en aquella excursión se enojara y te dejara? ¡Vaya, Koke! ¿No ibas a dejarla tú,

sin el menor escrúpulo, apenas consiguieras tu repatriación como artista insolvente? Sí,

cierto. Pero, hasta que aquello ocurriera, querías seguir viviendo —hasta el último día—

con tu bella vahine.

Su vida, en esos meses, le parecería después, cuando la adversidad se encarnizó

con él, agradable y, sobre todo, productiva. Lo hubiera sido más, desde luego, sin los

eternos apuros de dinero. Las espaciadas remesas de Monfreid o del buen Schuff no

alcanzaban nunca a cubrir sus gastos y vivían eternamente endeudados con Aoni, el

almacenero chino de Mataiea.

Se levantaba temprano, con la luz del día, y se bañaba en el río vecino, tomaba un

desayuno frugal —la infalible taza de té y una tajada de mango o de piña— y se ponía a

trabajar, con entusiasmo que nunca decaía. Se sentía bien en ese entorno de luminosidad

tan viva, de colores tan nítidos y contrastados, de calor y rumores crecientes, animales,

vegetales, humanos, y el eterno sonsonete del mar. En vez de pintar, el día que conoció a

Jotefa, hacía tallas. Pequeñas, a partir de bocetos que pergeñaba deprisa, tratando de

captar en unos cuantos trazos las caras firmes, de narices chatas, bocas anchas, labios

gruesos y cuerpos robustos de los tahitianos de la vecindad. E ídolos de su invención, ya

que, para su desdicha, en la isla no quedaban trazas de estatuas ni tótems de los

antiguos dioses maoríes.

El joven que cortaba árboles por los alrededores de su cabaña era menos tímido

o más curioso que los demás vecinos de Mataiea, los que, si Koke no los buscaba, rara vez

tomaban la iniciativa de visitarlo. No era de aquí, sino de una pequeña aldea del interior

de la isla. El hacha en el hombro, cara y cuerpo empapados de sudor por el esfuerzo, una

mañana se acercó al toldo de cañas bajo el cual Paul pulía el torso de una muchacha, y,

con una curiosidad infantil en la mirada, se puso a contemplado, acuclillado. Su presencia

te perturbaba y estuviste a punto de echado, pero algo te contuvo. ¿Que el muchacho

fuera tan bello, acaso, Paul? Sí, también. Y algo más, que intuías difusamente, mientras,

de tanto en tanto, haciendo una pausa, lo observabas de reojo. Era un varón, cerca de

ese límite turbio en el que los tahitianos se convertían en taata vahine, es decir, en

andróginos o hermafroditas, aquel tercer sexo intermediario que, a diferencia de los

prejuiciados europeos, los maoríes, a ocultas de misioneros y pastores, aceptaban

todavía entre ellos con la naturalidad de las grandes civilizaciones paganas. Muchas

veces había intentado hablar de ellos a Teha"amana, pero, que existieran mahus a la

muchacha le parecía algo tan obvio, tan natural, que no conseguía sacarle más que

pequeñas banalidades o un alzamiento de hombros. Sí, claro, había hombres-mujeres, ¿y?

La piel cobrizo cenicienta del muchacho traslucía unos músculos tensos cuando

hachaba un tronco o se lo echaba al hombro y caminaba con él a cuestas hasta el sendero

donde vendría a llevárselo a Papeete o a algún pueblo la carreta del comprador. Pero,

cuando se acuclillaba a su lado para verlo esculpir, alargaba la lampiña faz y abría mucho

sus ojos oscuros, profundos, de largas pestañas, como buscando, más adentro y más allá

de lo que veía, una secreta razón para la tarea en que Paul se afanaba, su postura, su

expresión, el mohín que separaba sus labios y mostraba la blancura de sus dientes, se

dulcificaban y feminizaban. Se llamaba Jotefa. Hablaba bastante francés como para

mantener el diálogo. Cuando Paul hacía un alto, charlaban. El muchacho, con un pequeño

lienzo ceñido en la cintura que le cubría apenas las nalgas y el sexo, se lo comía a

preguntas sobre esas estatuillas de madera en las que Paul reproducía figuras nativas y

fantaseaba dioses y demonios tahitianos. ¿Qué te atraía de ese modo en Jotefa, Paul?

¿Por qué irradiaba de él ese aire familiar, de alguien que, de tiempo atrás, parecía

formar parte de tu memoria?

El leñador se quedaba a veces con él, conversando, luego del trabajo, y

Teha"amana le preparaba también a Jotefa una taza de té y algo de comer. Una tarde,

luego de que el muchacho se marchara, Koke recordó. Corrió a la cabaña a abrir el baúl

donde guardaba su colección de fotos, clichés y recortes de revistas con reproducciones

de templos clásicos, estatuas y cuadros, y figuras que lo habían conmovido, colección

sobre la que volvía una y otra vez como, otros, a los recuerdos de familia. Recorría,

barajaba, acariciaba ese entrevero, cuando una foto se le quedó pegada en los dedos.

¡Ahí estaba la explicación! Ésta era la imagen que, de manera vaga, tu conciencia, tu

intuición, habían identificado con el joven leñador, tu flamante amigo de Mataiea.

Aquella fotografía, tomada por Charles Spitz, el fotógrafo de L’Ilustration, Paul

la había visto por primera vez en la Exposición Universal de París de 1889, en la sección

dedicada a los Mares del Sur que Spitz había ayudado a organizar. La imagen lo turbó de

tal modo que se quedó mucho rato contemplándola. Volvió a verla al día siguiente, y, por

fin, le rogó al fotógrafo, a quien hacía años conocía, que le vendiera un cliché. Charles se

lo regaló. Su título, Vegetación en los Mares del Sur, era tramposo. Lo importante en ella

no eran los enormes helechos, ni las madejas de lianas y hojas enredadas en ese flanco

de la montaña del que fluía una delgada cascada, sino la persona de torso desnudo y

piernas descubiertas, de perfil, que, aferrándose a la hojarasca, se inclinaba para beber

o acaso sólo observar aquella fuente. ¿Un joven? ¿Una joven? La foto sugería ambas

posibilidades con la misma intensidad, sin excluir una tercera: que fuera las dos cosas,

alternativa o simultáneamente. Ciertos días, Paul tenía la certeza de que aquél era el

perfil de una mujer; otros, el de un hombre. La imagen lo intrigó, lo indujo a fantasear, lo

excitó. Ahora no tenía la menor duda: entre aquella imagen y Jotefa, el leñador de

Mataiea, había una misteriosa afinidad. Descubrirlo le produjo una vaharada de placer.

Los manes de Tahití comenzaban a hacerte partícipe de sus secretos, Paul. Ese mismo

día le mostró la foto de Charles Spitz a Teha"amana.

—¿Es hombre o mujer?

La muchacha estuvo un rato escudriñando la cartulina y por fin movió la cabeza,

indecisa. Tampoco ella pudo adivinado.

Tuvieron largas conversaciones con Jotefa, mientras Paul tallaba sus ídolos y el

muchacho lo observaba. Era respetuoso; si Paul no le dirigía la palabra, permanecía

quieto y callado, temeroso de incomodar. Pero cuando Paul iniciaba el diálogo, no había

modo de pararlo. Su curiosidad era desbordante, infantil. Quería saber sobre las

pinturas y las esculturas más cosas de las que Paul podía decirle; también, muchas, sobre

las costumbres sexuales de los europeos. Curiosidades que, si no las hubiera formulado

con la transparente inocencia con que lo hacía, hubieran resultado vulgares y estúpidas.

¿Tenían las vergas de los popa a los mismos tamaños y formas que las de los tahitianos?

¿Era el sexo de las europeas igual al de las mujeres de aquí? ¿Lucían más o menos vello

entre sus piernas? Cuando, en su imperfecto francés mezclado de palabras y

exclamaciones tahitianas, y de gestos expresivos, disparaba estas preguntas, no parecía

satisfacer una morbosa inclinación, sino estar ansioso por enriquecer sus conocimientos,

por averiguar qué acercaba o diferenciaba a europeos y tahitianos en aquella materia

generalmente excluida de la conversación entre franceses. «Un verdadero primitivo, un

pagano de verdad», se decía Paul. «Pese a haberlo bautizado e infamado con un nombre

que no es tahitiano ni cristiano, sigue sin domesticar.» Algunas veces, Teha"amana se

acercaba a escucharlos, pero, ante ella, Jotefa se inhibía y permanecía silencioso.

Para las tallas de regular o gran tamaño, Koke prefería los árboles del pan, el

pandanos o bombonaje, las palmas o boraus y cocoteros; para las pequeñas, siempre la

del árbol llamado palo de balsa, con el que los tahitianos fabricaban sus piraguas. Blanda

y dócil, casi una arcilla, sin ojos ni vetas, producía al tacto un efecto carnal. Pero era

difícil encontrar palo de balsa en las vecindades de Mataiea. El leñador le dijo que no

debía preocuparse. ¿Quería una buena provisión de esa madera? ¿Un tronco entero? Él

conocía un bosquecillo de árboles de palo de balsa. Y le señaló el flanco de la escarpada

montaña más próxima. Lo guiaría.

Partieron al amanecer, con un atado de provisiones al hombro, vestidos sólo con

taparrabos. Paul se había acostumbrado a andar descalzo, como los nativos, algo que hizo

también, en los veranos, en Bretaña, y, antes, en la Martinica. Aunque, en los meses que

llevaba en la isla, se movió mucho, anduvo siempre por los caminos costeros. Ésta era la

primera vez que, como un tahitiano, enfilaba a bosque traviesa, hundiéndose en una

vegetación espesa, de árboles, arbustos y matorrales que se enredaban sobre sus

cabezas hasta ocultar el sol, y por senderos invisibles para sus ojos, que, en cambio, los

de Jotefa—distinguían con facilidad. En la verde penumbra, tachonada de brillos,

conmovida por cantos de pájaros que aún no conocía, aspirando ese aroma húmedo,

oleaginoso, vegetal, que penetraba por todos los poros de su cuerpo, Paul sintió una

sensación embriagadora, plena, exaltante, como producida por un elíxir mágico.

Delante de él, a uno o dos metros, el joven marchaba sin vacilar sobre el rumbo,

moviendo los brazos a compás. A cada paso, los músculos de sus hombros, de su espalda,

de sus piernas, se insinuaban y movían, con brillos de sudor, sugiriéndole la idea de un

guerrero, un cazador de los tiempos idos, internándose en la selva espesa en busca del

enemigo cuya cabeza cortaría y llevaría al hombro, de vuelta a casa, para ofrecérsela a

su despiadado dios. La sangre de Koke hervía; tenía los testículos y el falo en ebullición,

se ahogaba de deseo. Pero —¡Paul, Paul!— no era exactamente el deseo acostumbrado,

saltar sobre ese cuerpo gallardo para poseerlo, sino, más bien, abandonarse a él, ser

poseído por él igual que posee el hombre a la mujer. Como si hubiera adivinado sus

pensamientos, Jotefa volvió la cabeza y le sonrió. Paul enrojeció violentamente: ¿había

percibido el muchacho tu verga tiesa, asomando entre los pliegues de tu taparrabos? No

parecía darle la menor importancia.

—Aquí se acaba el camino —dijo, señalando—. Sigue en la otra orilla. Hay que

mojarse, Koke.

Se hundió en el arroyo y Paul lo siguió. El agua fría le produjo una sensación

bienhechora, lo liberó de la insoportable tensión. El leñador, al ver que Paul permanecía

en el río, protegido de la corriente por una gruesa roca, dejó en la otra orilla la bolsa de

provisiones y su taparrabos, y volvió a sumergirse, riendo. El agua cantaba y formaba

ondas y espuma al chocar contra su armonioso cuerpo. «Está muy fría», dijo,

acercándose a Paul hasta rozarlo. El espacio era verde azul, no piaba pájaro alguno, y,

salvo el rumor de la corriente contra las piedras, había un silencio, una tranquilidad y una

libertad que, pensaba Paul, debieron ser los del Paraíso terrenal. Tenía otra vez la verga

tiesa y se sentía desfallecer de aquel deseo inédito. Abandonarse, rendirse, ser amado y

brutalizado como una hembra por el leñador. Venciendo su vergüenza, de espaldas a

Jotefa, se dejó ir hacia él y recostó su cabeza contra el pecho del joven. Con una risita

fresca, en la que no detectó asomo de burla, el muchacho le pasó los brazos por los

hombros y lo atrajo hasta tenerlo bien sujeto contra su cuerpo. Lo sintió acomodarse,

acoplarse. Cerró los ojos, presa de vértigo. Sentía contra su espalda la verga, también

dura, del muchacho, frotándose contra él, y, en vez de apartarlo y golpearlo, como hizo

tantas veces en el Luzitano, en el Chili y en el Jéróme—Napoléon cuando sus compañeros

intentaban usarlo como mujer, lo dejaba hacer, sin asco, con gratitud y —¡Paul, Paul!—

también gozando. Sintió que una de las manos de Jotefa rebuscaba bajo el agua hasta

atrapar su sexo. Apenas sintió que lo acariciaba, eyaculó, dando un gemido. Jotefa lo

hizo poco después, contra su espalda, siempre riéndose.

Salieron del arroyo; con las telas de los taparrabos se sacudieron el agua que

chorreaba de sus cuerpos. Luego, comieron las frutas que traían. Jotefa no hizo la

menor alusión a lo ocurrido, como si no tuviera importancia o ya lo hubiera olvidado. Qué

maravilla, ¿no, Paul? Ha hecho contigo algo que, en la Europa cristiana, provocaría

angustias y remordimientos, una sensación de culpa y vergüenza. Pero, para el leñador,

ser libre, fue una mera diversión, un pasatiempo. ¿Qué mejor prueba de que la mal

llamada civilización europea había destruido la libertad y la felicidad, privando a los

seres humanos de los placeres del cuerpo? Mañana mismo empezarías un cuadro sobre el

sexo tercero, el de los tahitianos y los paganos no corrompidos por la eunuca moral del

cristianismo, un cuadro sobre la ambigüedad y el misterio de ese sexo que, a tus

cuarenta y cuatro años, cuando creías conocerte y saberlo todo sobre ti mismo, te había

revelado, gracias a este Edén y a Jotefa, que, en el fondo de tu corazón, escondido en el

gigante viril que eras, se agazapaba una mujer.

Llegaron al bosquecillo de palo de balsa, hacharon una rama larga, cilíndrica, con

la que Paul podría tallar la Eva tahitiana que tenía en proyecto, y emprendieron de

inmediato el regreso a Mataiea, cargando el leño al hombro entre los dos. Entraron a la

aldea al anochecer. Teha"amana estaba ya dormida. A la mañana siguiente, Paul regaló a

Jotefa uno de sus pequeños ídolos. El muchacho se resistía a recibirlo, como si,

aceptándolo, desnaturalizara su gesto generoso de acompañar a su amigo a buscar la

madera que necesitaba. Finalmente, ante la insistencia de Paul, lo aceptó.

—¿Cómo se dice en tahitiano «aguas misteriosas», Jotefa?

—Pape moe.

Así se llamaría. Comenzó a pintarlo a la mañana siguiente, temprano, luego de

prepararse la habitual taza de té. Tenía a la mano la fotografía de Charles Spitz, pero

apenas la consultó, porque la conocía de memoria, y porque mejor modelo para su nuevo

cuadro era aquella espalda desnuda del leñador andando delante de él en la espesura, en

medio de un ámbito mágico, que conservaba intacta en la retina.

Trabajó una semana en Pape moe. Buena parte del tiempo en ese raro estado de

euforia y desasosiego que no había vuelto a sentir desde que pintó El demonio vigila a la

niña. Sólo unos cuantos espíritus selectos advertirían el verdadero tema de Pape moe; él

no pensaba revelarlo jamás, ni a Teha"amana, con la que no solía comentar sus propios

cuadros, y menos en sus cartas a Daniel, a Schuffenecker, a la Vikinga o a los galeristas

de París. Ellos verían, en el centro de un bosque de flores, hojas, aguas y piedras

lujuriosas, a un ser que, apoyado en las rocas, inclinaba su bello cuerpo sombreado hacia

una ligera cascada, para aplacar su sed o rendir culto al invisible diosecillo del lugar. Muy

pocos adivinarían el enigma, la incertidumbre sexual de aquella personita que encarnaba

un sexo distinto, una opción que la moral y la religión habían combatido, perseguido,

negado y exterminado hasta creerla desaparecida. ¡Se equivocaban! Pape moe era la

prueba. En esas «aguas misteriosas» sobre las que se inclinaba el andrógino del cuadro

flotabas tú también, Paul. Lo acababas de descubrir, luego de un largo proceso que

comenzó con el hechizo que ejerció sobre ti, en la Exposición Universal de 1889, la

fotografía de Charles Spitz, y terminó en aquel arroyo, sintiendo en tu espalda la verga

de Jotefa, y tú, aceptando ser su taata vahine en aquellas soledades sin tiempo ni

historia. Nadie sabría nunca que Pape moe era también tu autorretrato, Koke.

Pese a que aquello lo hacía sentirse más cerca del salvaje que hacía años anhelaba

ser, lo ocurrido no dejó de incomodarlo. ¿Un marica, tú, Paul? Si alguien te lo hubiera

dicho años atrás, le hubieras abollado la cara. Desde niño se jactó siempre de su virilidad

y la defendió con los puños. Lo hizo muchas veces, en su lejana juventud, en alta mar, en

sus años de marino, en las bodegas y camarotes del Luzitano y del Chili, esos barcos

mercantes en los que pasó tres años, y en la nave de guerra, el Jéróme Napoléon, donde

sirvió otros dos años, cuando la contienda con los prusianos. Quién te hubiera dicho en

esa época que terminarías pintando y esculpiendo, Paul. Ni una sola vez se te pasó por la

cabeza ser artista. Entonces soñabas con una gran carrera de lobo de mar por todos los

océanos y puertos del mundo, por todos los países, razas y paisajes, mientras ascendías

hasta llegar a capitán. Un barco entero y su vasta tripulación a tus órdenes, Ulises.

Desde el principio fue indispensable en el Luzitano, barco de tres mástiles donde

lo aceptaron como aspirante en diciembre de 1865, pues se le había pasado la edad para

ser admitido en la Academia Naval, usar los puños Y los pies, dar mordiscos y blandir el

cuchillo, para conservar el culo intacto. A algunos no les importaba. Subidos de tragos,

muchos compañeros se jactaban de haber pasado por ese ritual marinero. Pero a ti sí te

importaba. Nunca serías marica de nadie; tú eras un varón. En su primer viaje de

aspirante, de Francia a Río de Janeiro, tres meses y veintiún días en alta mar, el otro

aspirante, Junot, un pelirrojo bretón lleno de pecas, fue violado en la sala de máquinas

por tres fogoneros, que, después, lo ayudaron a secarse las lágrimas, asegurándole que

no debía avergonzarse, era una práctica universal del mundo marinero, un bautizo del que

nadie se libraba y que, por eso, no ofendía, más bien creaba una hermandad entre la

tripulación. Paul sí se libró, para lo cual tuvo que demostrar a esos lobos de mar

soliviantados por la falta de mujer que quien quisiera tirarse a Eugene—Henri Paul

Gauguin tenía que estar dispuesto a matar o morir. Su fuerza descomunal, y, sobre todo,

su resolución y ferocidad, lo protegieron. Cuando, el 23 de abril de 1871, después de

cumplir su servicio militar en el Jéróme—Napoléon, fue liberado, seguía con el trasero

tan incólume como seis años atrás, al iniciar la carrera naval a la que ahora ponía fin.

¡Cómo se hubieran reído de ti tus compañeros del Luzitano, del Chili y del Jéróme—

Napoléon si te hubieran visto en el arroyo de aquel bosquecillo, ya viejo, de taata vahine

de un maorí!

El sexo no había sido importante en su vida en la época que suele serio para el

común de los mortales, la juventud, la era del celo y de la fiebre. Aquellos seis años de

marino visitó los burdeles en cada puerto —Río de Janeiro, Valparaíso, Nápoles, Trieste,

Venecia, Copenhague, Bergen y otros que apenas recordaba— más por seguir a sus

compañeros y no parecer un anormal, que por el placer. Te era difícil sentirlo en esos

antros sórdidos, hediondos, atestados de borrachos, fornicando con mujeres en ruinas, a

veces desdentadas y de pechos colgantes, que bostezaban o se adormecían de fatiga

mientras las montabas. Eran indispensables varias copas de aguardiente para perpetrar

aquellos coitos tristes y veloces, que dejaban en tu boca un sabor ceniza, una fúnebre

melancolía. Para eso, preferible masturbarse en las noches, en la colchoneta, hamacado

por las olas.

Ni de marinero, ni, después, cuando, recomendado por su tutor, Gustave Arosa,

empezó a trabajar como agente de Bolsa en las oficinas de Paul Bertin, en la rue

Laffitte, decidido a labrarse un porvenir burgués en la Bolsa de París, había significado

el sexo para Paul la obsesionante preocupación en que se convertiría a medida que, a una

edad en que normalmente un hombre tiene ya su destino trazado, él comenzó a cambiar

de vida, a reemplazar su existencia próspera, disciplinada, rutinaria, de buen marido y

buen padre de familia por esta otra, incierta, aventurera, de pobreza y sueños que lo

trajo hasta aquí.

El sexo comenzó a ser importante para él a medida que iba siéndolo la pintura,

aquello que pareció al principio un pasatiempo, emprendido a instancias de su compañero

y colega en la agencia de Paul Bertin, Émile Schuffenecker, quien un buen día le mostró

un cuaderno con sus bocetos a carboncillo y sus acuarelas y le confesó que su sueño

secreto era ser artista. El buen Schuff, que pintaba en todos sus ratos libres, cuando no

estaba, como Paul, a la caza de familias adineradas para que confiaran sus inversiones en

la Bolsa de París a la sabiduría de Paul Bertin, lo animó a que tomara un curso de diseño

en las noches, en la Academia Colarossi. El buen Schuff lo estaba haciendo y era

divertidísimo, más que jugar a las cartas o pasar las noches en las terrazas de los cafés

de la Place Clichy haciendo durar una copita de ajenjo y barajando hipótesis sobre el

alza y la baja de las cotizaciones. Así comenzó la aventura que te tenía en Tahití, Koke.

¿Para bien? ¿Para mal? Muchas veces, en períodos de hambre, de desamparo, como

aquellos días de París con el pequeño Clovis a cuestas, de preguntarte hasta cuándo

vivirías sin techo y mendigando un plato de sopa en los hospicios de las monjas, habías

maldecido al buen Schuff por aquel consejo, imaginando qué bien te iría, qué bella casa

tendrías en Neuilly, en Saint—Germain, en Vincennes, si hubieras seguido de asesor

financiero en la Bolsa de París. Acaso serías ya tan rico como Gustave Acosa, y estarías

en condiciones, como tu tutor, de adquirir una magnífica colección de pintura moderna.

Para entonces ya había conocido a Mette Gad, la Vikinga, danesa de alta facha y

rasgos ligeramente masculinos —¡Paul, Paul!—, y ya se había casado con ella, en

noviembre de 1873, por el registro civil del noveno distrito y por la Iglesia luterana de la

Redención. Y habían comenzado una vida muy burguesa, en un departamento muy

burgués, en un barrio que era el colmo de lo burgués: la Place de Saint—Georges. Tan

poco importante era el sexo para Paul todavía en esa época, que no tuvo inconveniente,

en esos primeros tiempos de su matrimonio, en acatar la pudibundez de su mujer y hacer

con ella el amor de la manera que la moral luterana aconsejaba, Mette embutida en sus

largos y abrochados camisones de dormir y en estado de total pasividad, sin permitirse

una audacia, un disfuerzo, una gracia, como si ser amada por su marido fuera una

obligación a la que debía resignarse, igual que se resigna a tomar aceite de ricino el

paciente de estómago petrificado por el estreñimiento.

Sólo bastante después, cuando Paul, sin descuidar todavía la agencia de Paul Bertin,

dedicaba sus noches a pintar de todo y con todo —lápiz, carboncillo, acuarela, óleo—, de

pronto, al tiempo que su fantasía creaba y recreaba imágenes susceptibles de ser

pintadas, sus noches comenzaron a encabritarse de deseos. Entonces, imploraba o exigía

a Mette en la cama libertades que la escandalizaban: que se desnudara, que posara para

él, que se dejara acariciar y besar aquella esquiva intimidad. Había sido fuente de agrias

disputas conyugales, las primeras sombras en esa armoniosa familia que tenía hijos cada

año. Pese a las resistencias de la Vikinga, y al creciente deseo sexual que lo acometió, no

engañaba a su mujer. No tuvo amantes, no frecuentó casas de placer, no mantuvo

costureritas como sus amigos y colegas. No buscó fuera del lecho conyugal los placeres

que le retaceaba la Vikinga. Todavía a fines de 1884, a sus treinta y seis años, cuando su

vida había dado ya un giro copernicano y estaba decidido a ser un pintor, sólo un pintor, a

no volver jamás a los negocios, y había comenzado la lenta bancarrota que lo dejaría en la

miseria, seguía siendo fiel a Mette Gad. Para entonces, el sexo se había vuelto una

preocupación central, una ansiedad constante, una fuente de fantasías atrevidas, de

exagerado barroquismo. A medida que dejaba de ser burgués, y empezaba a llevar vida

de artista —escasez, informalidad, riesgo, creación y desorden—, el sexo fue dominando

su existencia, como una fuente de goce, pero, también, de ruptura de las viejas

ataduras, de conquista de una nueva libertad. Renunciar a la seguridad burguesa te hizo

pasar muy malos ratos, Paul. Pero te impuso una vida más intensa, más rica y lujosa para

los sentidos y el espíritu.

Habías dado un nuevo paso hacia la libertad. De la vida del bohemio y el artista, a

la del primitivo, el pagano y el salvaje. Un gran progreso, Paul. Ahora, el sexo no era para

ti una forma refinada de decadencia espiritual, como para tantos artistas europeos, sino

fuente de energía y de salud, una manera de renovarte, de recargar el ánimo, el ímpetu y

la voluntad, para crear mejor, para vivir mejor. Porque en el mundo al que estabas por fin

accediendo, vivir era una continua creación.

Por todo ello debió pasar para concebir un cuadro como Pape moe. No hacía falta

retoques. En la pintura la fotografía de Charles Spitz centellaba y vibraba; el andrógino

y la Naturaleza no eran independientes, se integraban en una nueva forma de vida

panteísta; aguas, hojas, flores, ramas y piedras reverberaban y la persona tenía el

hieratismo de los elementos. La piel, los músculos, los negros cabellos, los fuertes pies

tan asentados en las rocas cubiertas de musgo oscuro, denotaban respeto, reverencia,

amor hacia aquel ser de otra civilización, que, aunque colonizada por los europeos,

conservaba, en el secreto profundo de los bosques, la pureza ancestral. Te entristecía

haber terminado Pape moe. Como siempre que ponías la pincelada final a un buen trabajo,

te rondaba la pregunta de si, luego de esto, no irías como artista para peor.

Dos o tres noches después, hubo luna llena. Hechizado por la dulce luminosidad

que descendía del cielo, irguiéndose sobre el cuerpo de Teha"amana —respiraba

profundamente, con un acompasado y suave ronquido—, bajó a la explanada que

circundaba la vivienda, con Pape moe en los brazos. Lo estuvo contemplando bañado por

esa claridad amarillo azulada que imprimía una pátina enigmática a aquella laguna donde

anidaban plantas acuáticas que podían ser luces, reflejos. También la Naturaleza era

andrógina en el cuadro. No eras propenso al sentimentalismo, algo contra lo que debías

inmunizarte para trascender los límites de esta civilización degradada y confundirte con

las viejas tradiciones, pero sentiste que los ojos se te mojaban. Era uno de los mejores

cuadros que habías pintado, Paul. No todavía una obra maestra, como Manao tupapau,

aunque la rozaba. Aquello que repetía con tanta convicción el Holandés Loco, allá en

Arles, en esos últimos días del otoño de 1888, antes de que se desencadenara en su

relación esa mezcla de amor y de histeria, que la verdadera revolución de la pintura no

se haría en Europa sino lejos, en los trópicos, donde ocurría aquella novela que a ambos

los había deslumbrado —Rarahu, Le mariage de Loti, de Pierre Loti—, ¿no era una

realidad aplastante en Pape moe? En esta imagen había vigor, una fortaleza espiritual

que provenía de la inocencia y la libertad con que veía el mundo un primitivo no

aherrojado por las orejeras de la cultura occidental.

La noche en que Paul conoció al Holandés Loco, en el invierno de 1887, en Grand

Bouillon, Restaurant du Chalet, en Clichy, Vincent ni siquiera permitió que Paul lo

felicitara por los cuadros que exhibía. «Soy yo el que debo felicitarte», le dijo,

apretándole la mano con fuerza. «He visto en casa de Daniel de Monfreid tus cuadros de

la Martinica. ¡Formidables! No fueron pintados con pincel, sino con el falo. Cuadros que al

mismo tiempo que arte son pecados.» Dos días después, Vincent y su hermano Theo

fueron a casa de Schuffenecker, donde Paul estaba alojado desde su regreso de la

aventura de Panamá y la Martinica con su amigo Laval. El Holandés Loco contempló los

cuadros desde todos los ángulos y sentenció: «Ésta es la gran pintura, sale de las

entrañas, de la sangre, como la esperma del sexo». Abrazó a Paul y le rogó: «Yo también

quiero pintar mis cuadros con mi falo. Enséñame, hermano». Así comenzó esa amistad

que terminaría tan mal.

El Holandés Loco, en una de sus intuiciones geniales, dio en el clavo antes que tú,

Paul. Era cierto. En esa estancia tan sufrida, primero en Panamá, luego en las afueras de

Saint—Pierre, en la Martinica, de mayo a octubre de 1887, te convertiste en un artista.

Vincent fue el primero en descubrirlo. ¿Qué importaba, frente a eso, haberlo pasado tan

mal, trabajando como peón de lampa en las obras del Canal de monsieur de Lesseps,

picoteado por los mosquitos y a punto de morir de disentería y malaria martiniquesas?

Era verdad: en aquella pintura de Saint Pierre, iluminada por el sol esplendoroso del

Caribe, donde los colores estallaban como frutas maduras, y los rojos, los azules, los

amarillos, los verdes, los negros, se enfrentaban unos a otros con ferocidad de

gladiadores, disputándose la hegemonía del cuadro, la vida irrumpía por fin como un

incendio en tu pintura, purificándola, redimiendo la de esa acobardada actitud que había

sido para ti, hasta entonces, pintar y esculpir. En ese viaje, en efecto, a pesar de haber

estado a punto de morir de hambre y de enfermedad —botando los bofes en una

cabañita por cuyo techo de hojas de palma se colaba la lluvia—, empezaste a limpiarte

las legañas y a ver claro: la salud de la pintura pasaba por huir de París, en pos de una

vida nueva bajo otros cielos.

El sexo había irrumpido también en su vida, como la luz en sus cuadros, con

beligerancia irresistible, llevándose de encuentro todos los remilgos y prejuicios que

hasta entonces lo mantenían apagado. Como sus compañeros de la azada, en las ciénagas

pestilentes donde se abrían las exclusas del futuro Canal, fue a buscar a las mulatas y

negras que rondaban los campamentos panameños. No sólo se dejaban tirar por una suma

módica, también maltratar mientras eran fornicadas. Y si lloraban y, asustadas, querían

huir, qué fruición, qué destemplado goce caerles encima y dominarlas, enseñarles quién

era el varón. A la Vikinga nunca la amaste así, Paul, como a esas negras de enormes tetas,

fauces animales y sexos voraces que quemaban como braseros. Por eso, tu pintura era

tan desvaída y esclerótica, tan conformista y tímida. Porque así era tu espíritu, tu

sensibilidad, tu sexo. Te habías hecho la promesa —no la cumplirías, Paul— allá en las

noches sofocantes de Saint—Pierre, cuando podías tumbar a una de esas negras

descaderadas que hablaban en un creole ardiente, que cuando volvieras a ver a la

Vikinga, le darías una lección retroactiva. Se lo dijiste a Charles Laval, una noche de

borrachera con ron crudo:

—La primera vez que estemos juntos le quitaré a la Vikinga toda la frigidez

nórdica que lleva encima desde la cuna. La desnudaré a golpes y a jalones, a mordiscos y

abrazos la haré retorcerse y chillar, revolverse y pelear para sobrevivir. Como una

negra. Ella desnuda y yo desnudo, en la lucha amorosa esa remilgada burguesa aprenderá

a pecar, a gozar, a hacer gozar, a ser caliente, sumisa y jugosa como una hembra de

Saint-Pierre.

Charles Laval te miraba alelado, sin saber qué decir. Koke se echó a reír a

carcajadas, con la mirada clavada en Pape moe, iluminado por la luz fosforescente de la

luna. No, no. La Vikinga nunca haría el amor como una martiniquesa o una tahitiana, su

religión y su cultura se lo impedían. Sería siempre un ser a medias, una mujer a la que le

marchitaron el sexo antes de nacer.

El Holandés Loco lo entendió muy bien, desde el primer momento. Aquellos

cuadros de la Martinica no fueron pintados así gracias al color desmesurado de los

trópicos, sino a la libertad mental y de costumbres, conquistada por un novicio de

salvaje, un pintor que al mismo tiempo que a pintar aprendía a hacer el amor, a respetar

el instinto, a aceptar lo que había en él de Naturaleza y de demonio, y a satisfacer sus

apetitos como los hombres al natural.

¿Eras un salvaje cuando regresaste a París de aquel malhadado viaje a Panamá y a

la Martinica, convaleciendo todavía de esa malaria que te chupó la carne, envenenó tu

sangre y te quitó diez kilos de peso? Comenzabas a serlo, Paul. Tu conducta ya no era la

de un burgués civilizado, en todo caso. ¿Cómo iba a serlo después de sudar bajo el sol

inclemente tirando la azada en las selvas de Panamá, y amando a mulatas y negras en el

barro, la tierra rojiza y las arenas sucias del Caribe? Además, traías dentro de ti la

enfermedad impronunciable, Paul. Una marca infamante, pero, también, tu credencial de

hombre sin frenos. Tú no sabías y no sabrías por buen tiempo que estabas apestado. Pero

eras ya un ser liberado de remilgos, de respetos, de tabúes, de convenciones, orgulloso

de tus impulsos y pasiones. ¿Cómo te hubieras atrevido, si no, a alargar las manos y

tocarle los pechos a la delicada esposa de tu mejor amigo, el buen Schuff, que te alojaba

en su casa, te daba de comer y hasta regalaba unos francos para un ajenjo en los cafés?

Madame Schuffenecker empalidecía, enrojecía, se escapaba balbuceando una protesta.

Pero, su pudor y su vergüenza eran tan grandes que no se atrevió nunca a contarle al

buen Schuff los atrevimientos del compañero a quien tanto ayudaba. ¿O lo hizo?

Acariciar a madame Schuffenecker cuando las circunstancias los dejaban solos se

convirtió en un juego peligroso. Te hacía pasar muy buenos ratos y te empujaba al

caballete, ¿no, Koke?

Una nubecilla empañó la luz de la luna y Paul regresó a la cabaña, llevando Pape

moe con extremo cuidado, como si se pudiera trizar. Lástima que el Holandés Loco no

pudiera ver esta tela. La hubiera perforado con la mirada alucinada que ponía en las

grandes ocasiones, y, después, te hubiera abrazado y besado, exclamando con su voz

convulsionada: «¡Has fornicado con el diablo, hermano!».

Por fin, a mediados de mayo de 1893, llegó la orden de repatriación enviada por el

gobierno de Francia a la gobernación de la Polinesia francesa. El gobernador Lacascade

en persona le comunicó que, según instrucciones recibidas —le leyó la resolución

ministerial— se había acordado, en vista de su insolvencia, pagarle un pasaje de barco en

segunda clase, Papeete—Marsella. Ese mismo día, luego de cinco horas y media de

zangoloteo en el coche público, regresó a Mataiea y anunció a Teha"amana que partía. Le

habló largo rato, explicándole con lujo de detalles las razones que lo impulsaban a

regresar a Francia.

Sentada en una de las bancas, bajo el mango, la muchacha lo escuchaba sin decir

palabra, sin derramar una lágrima, ni hacer un gesto de reproche. Con su mano derecha

se acariciaba de manera mecánica el pie izquierdo, el de los siete deditos. Tampoco dijo

nada cuando Paul calló. Éste subió a acostarse luego de fumar una última pipa y encontró

a Teha"amana ya dormida. A la mañana siguiente, al abrir Koke los ojos, su vahine había

hecho una bolsa con todas sus cosas y partido.

Cuando Paul se embarcó hacia Francia a comienzos de junio de 1893 en el

Duchaffault, sólo acudió a despedido en el muelle de Papeete su amigo Jénot, recién

ascendido a teniente de la armada.

V. La sombra de Charles Fourier




Lyon, mayo y junio de 1844

Tanto en Chalon—sur—Saone como en Macon, donde estuvo la última semana de

abril y los primeros días de mayo de 1844, la gira de Flora dependió casi enteramente de

la ayuda de sus amigos adversarios, los falansterianos o fourieristas. Se la brindaban

con tanta generosidad que Flora tenía conflictos de conciencia. ¿Cómo hacer explícitas,

sin ofenderlos, las diferencias con esos discípulos del fallecido Charles Fourier que la

despedían y recibían en las estaciones de la diligencia o en los puertos fluviales, y que se

desvivían para facilitarle reuniones y citas? Sin embargo, aunque la apenaba desilusionar

a los fourieristas, no ocultó sus críticas a sus teorías y conductas, que le parecían

incompatibles con la tarea que la ocupaba: la redención de la humanidad.

En Chalon—sur—Saone, los falansterianos organizaron, para el día siguiente de su

llegada, una reunión en el vasto local de la logia masónica La Perfecta Igualdad. Le bastó

una ojeada al atestado local, en el que se apiñaban doscientas personas, para que se le

viniera el alma a los pies. ¿No les habías escrito que las reuniones debían ser siempre

reducidas, treinta o cuarenta obreros a lo más? Un número pequeño permitía el diálogo,

la relación personal. Un público como éste era distante, frío, incapaz de participar,

obligado sólo a oír:

—Pero, madame, había una enorme curiosidad por escucharla. ¡Viene usted

precedida de tanta fama! —se excusó Lagrange, dirigente fourierisra en Chalon—sur—

Saone.

—La fama me importa un bledo, monsieur Lagrange. Busco la eficacia. Y no puedo

ser eficaz si me dirijo a una masa anónima, invisible. A mí me gusta hablar a seres

humanos, y para eso necesito verles las caras, hacerles sentir que quiero conversar con

ellos, no imponerles mis ideas como el Papa a la grey católica.

Más grave que el número de oyentes era su composición social. Desde el

proscenio, decorado con un jarroncito de flores y una pared llena de símbolos masónicos,

mientras monsieur Lagrange la presentaba Flora descubrió que tres cuartas partes de

los asistentes eran patrones y sólo un tercio obreros. ¡Venir a Chalon—sur—Saóne a

predicar la Unión Obrera a los explotadores! Esos falansterianos no tenían remedio,

pese a la inteligencia y honestidad de un Victor Considérant, quien, desde la muerte del

maestro, en 1837, presidía el movimiento fourierista. Su pecado original, que abría un

abismo infranqueable entre tú y ellos, era el mismo de los sansimonianos: no creer en una

revolución hecha por las víctimas del sistema. Ambos desconfiaban de esas masas de

ignaros y miserables, y, con ingenuidad angélica, sostenían que la reforma de la sociedad

se haría gracias a la buena voluntad y el dinero de los burgueses iluminados por sus

teorías.

Lo fantástico era que Victor Considérant y los suyos, todavía ahora, en 1844,

siguieran convencidos de ganar para su causa a ese puñado de ricos que, convertidos al

falansterianismo, financiarían «la revolución societaria». En 1826, su guía, Charles

Fourier, anunció en París, mediante avisos en la prensa, que todos los días estaría en su

casa de Saint—Pierre Montmartre de doce a dos de la tarde, para explicar sus

proyectos de reforma social a un industrial o rentista de espíritu noble y justiciero

interesado en financiados. Once años después, el día de su muerte, en 1837, el amable

viejecito de eterna levita negra, corbata blanca y bondadosos ojos azules —te

entristecía recordarlo, Andaluza—, seguía esperando, puntualmente, de doce a dos, la

visita que nunca llegó. ¡Nunca! Ni un solo rico, ni un solo burgués se tomó la molestia de ir

a hacerle unas preguntas o escuchar sus proyectos para acabar con la infelicidad

humana. Y ninguna de las personalidades a las que escribió pidiéndoles apoyo para sus

planes —Bolívar, Chateaubriand, Lady Byron, el doctor Francia de Paraguay, todos los

ministros de la Restauración y del rey Louis—Philippe entre ellos— se dignaron

contestarle. ¡Y, ciegos y sordos, los falansterianos seguían confiando en los burgueses y

recelando de los obreros!

Presa de un súbito acceso de indignación retrospectiva, imaginando al pobre

Charles Fourier, sentado en vano, cada mediodía, en su modesta vivienda, todo el otoño

de su vida, Flora cambió de pronto el tema de su exposición. Estaba describiendo el

funcionamiento de los futuros Palacios Obreros y pasó a hacer un retrato psicológico del

burgués contemporáneo. Con regocijo advertía, mientras afirmaba que el patrón carecía

por lo común de generosidad, que tenía un espíritu estrecho, mezquino, temeroso,

mediocre y malvado, que sus oyentes se removían en sus asientos como atacados por

escuadras de pulgas. Cuando tocó el turno a las preguntas, hubo un silencio cargado de

púas. Por fin, el dueño de una fábrica de muebles, monsieur Rougeon, todavía joven pero

ya con la barriguita hinchada del triunfador, se puso de pie y dijo que, dado el concepto

que tenía madame Tristán de los patrones, no acababa de explicarse por qué se

empeñaba en invitarlos a la Unión Obrera.

—Por una razón muy simple, monsieur. Los burgueses tienen dinero y los obreros

no. Para realizar su programa, la Unión necesita recursos. Es dinero lo que queremos de

los burgueses, no sus personas.

Monsieur Rougeon enrojeció. La indignación le hinchaba las venas de la frente.

—¿Debo entender, señora, que si me afilio a la Unión, pese a pagar mis cuotas, no

tendré derecho a entrar a los Palacios Obreros ni a utilizar sus servicios?

—Exactamente, monsieur Rougeon. Usted no necesita esos servicios, porque tiene

cómo pagar de su bolsillo la educación de sus hijos, los médicos y una vejez sin angustias.

No es el caso de los obreros, ¿verdad?

—¿Por qué razón daría mi dinero, sin recibir nada a cambio? ¿Por imbécil?

—Por generosidad, por altruismo, por espíritu solidario con el desvalido.

Sentimientos que, ya lo veo, tiene usted dificultad en identificar.

Monsieur Rougeon abandonó ostentosamente la logia, murmurando que semejante

organización jamás contaría con su apoyo. Algunas personas lo siguieron, solidarias con

su indignación. Desde la puerta, uno de ellos comentó: «Es verdad: madame Tristán es

una subversiva».

Más tarde, en una cena ofrecida por los fourieristas, al ver sus caras

decepcionadas y dolidas, Flora hizo un gesto para apaciguarlos. Dijo que, a pesar de sus

diferencias con los discípulos de Charles Fourier, ella tenía tanto respeto por la cultura,

la inteligencia y la integridad de Victor Considérant, que, una vez constituida la Unión

Obrera, no vacilaría en sugerir su nombre como Defensor del Pueblo, el primer

representante rentado de la clase obrera, elegido para defender los derechos de los

trabajadores en la Asamblea Nacional. Victor sería, estaba segura, un tribuno popular

tan bueno como lo era, en el Parlamento inglés, el irlandés O"Connell. Esa deferencia

hacia su jefe y mentor les levantó el espíritu. Cuando la despidieron en el albergue

habían hecho las paces y uno de ellos, en tono risueño, le dijo que por fin había

entendido, oyéndola esta noche, por qué su sobrenombre de Madame—la—Colere.

No pudo dormir bien. Se sentía decepcionada con lo ocurrido en la logia masónica

y lamentaba haberse dejado llevar por el impulso de insultar a los burgueses, en vez de

concentrarse en hacer proselitismo entre los obreros. Tenías un carácter endemoniado,

Florita; a tus cuarenta y un años aún no conseguías dominar tus arrebatos. Sin embargo,

gracias a ese espíritu insumiso, a esos estallidos de mal humor, habías sido capaz de

mantenerte libre y de recuperar la libertad cada vez que la perdías. Como cuando fuiste

esclava de monsieur André Chazal. O cuando te convertiste poco menos que en una

autómata, en una bestia de carga, donde la familia Spence. Esa época en la que aún no

sabías lo que eran el sansimonismo, el fourierismo, el comunismo icariano, ni conocías la

obra de Robert Owen, en New Lanark, en Escocia.

Los cuatro días que pasó en Macon, tierra del ilustre poeta y diputado Lamartine,

los males del cuerpo volvieron a abatirse sobre ella, como para probar su fortaleza. A los

dolores a la matriz y al estómago, que la hacían retorcerse, se añadía la fatiga, la

tentación de renunciar a las citas, las visitas a los diarios y la cacería en pos de los

obreros, aquí más esquivos que en otras partes, para ir a tumbarse en la camita floreada

de su cuarto, en el lindo Hotel du Sauvage. Resistía esa tentación a costa de un esfuerzo

hercúleo. En las noches, la fatiga y los nervios la tenían desvelada, recordando —uno de

esos pensamientos con los que le gustaba torturarse a veces, como penitencia por no

tener más éxito en su lucha— los tres años de calvario al servicio de los Spence. Esa

familia inglesa debía de ser muy próspera, pero, salvo en viajes, apenas disfrutaba de su

prosperidad, por su espíritu ahorrativo, su puritanismo y su falta de imaginación. Los

esposos, Mr. Marc y Mrs. Catherine, andarían por la cincuentena, y Miss Annie, la

hermana menor de aquél, por los cuarenta y cinco.

Los tres eran flacos, desgarbados, algo tétricos, de vestiduras siempre negras y

desprovistos de curiosidad. La contrataron como dama de compañía, para ir con ellos a

las montañas de Suiza, a respirar aire puro y desinfectarse los pulmones afectados por

el hollín de las fábricas de Londres. El salario era bueno; le permitía pagar a la nodriza

por la manutención de los niños y le dejaba un excedente para sus necesidades

personales. Lo de dama de compañía resultó un eufemismo; en verdad, fue la sirvienta

del trío. Les servía el desayuno en la cama, con el intragable porridge, las tostadas y la

desabrida taza de té que tomaban tres o cuatro veces al día, les lavaba y planchaba la

ropa y ayudaba a las horribles cuñadas, Mrs. Spence y Miss Annie, a vestirse luego de

sus abluciones matutinas. Les hacia los Irlandados, llevaba sus carteas al correo e iba a

los almacenes a comprarles las insípidas galletitas con que acompañaban sus tazas de té.

Pero también sacudía habitaciones, tendía camas, vaciaba bacinicas, y sufría la

humillación cotidiana, a la hora de las comidas, de ver que los Spence le reducían las

raciones del almuerzo y la cena a la mitad de las que ellos comían. Algunos ingredientes

de la dieta familiar, como la carne y la leche, le estuvieron siempre vedados.

Pero, no fue ese trabajo estúpido, la rutina embrutecedora que la tenía en

movimiento desde la madrugada hasta el anochecer, lo peor de esos tres años al servicio

de los Spence. Sino la sensación de que, a poco de trabajar para ellos, esa pareja y la

solterona iban desapareciéndola, privándola de su condición de mujer, de ser humano,

convirtiéndola en un instrumento inerte, sin sentimientos ni dignidad, acaso sin alma, a

quien sólo se concedía el derecho de existir los breves instantes en que se le impartían

órdenes. Hubiera preferido que la maltrataran, que le volaran platos por la cabeza. Eso,

al menos, la hubiera hecho sentirse viva. La indiferencia de que era objeto —no

recordaba que le hubieran preguntado si se sentía bien, alguna gentileza o un solo gesto

afectuoso hacia ella— la ofendía en el alma. En la relación con sus patrones, le

correspondía trabajar como una bestia haciendo todo el día cosas estúpidas. Y

resignarse a perder la dignidad, el orgullo, los sentimientos y hasta la sensación de estar

viva. Pese a ello, al terminar la temporada en Suiza, cuando los Spence le propusieron

llevársela a Inglaterra, aceptó. ¿Por qué, Florita? Sí, claro, qué otra cosa podías hacer

para seguir manteniendo a tus hijos, pues entonces aún vivían los tres. De otro lado, era

difícil que André Chazal te encontrara en Londres y te denunciara allá a la policía por tu

fuga del hogar. El temor de ir a la cárcel fue tu sombra todos esos años.

Lúgubres recuerdos, Florita. Esos tres años de sirvienta la avergonzaban tanto

que los borró de su biografía, hasta que, mucho después, en el condenado juicio, el

abogado de André Chazallos sacó a la luz pública. Ahora la asediaban en Macon debido a

lo mal que se sentía, a lo frustrante que resultó esta feísima ciudad de diez mil almas,

las que, por lo demás, le parecieron también, todas ellas, tan feas como las casas y calles

en que habitaban. Pese a haber recorrido las cuatro asociaciones gremiales, dejando en

cada una su dirección y un prospecto sobre la Unión Obrera, sólo dos personas vinieron a

visitada: un tonelero y un herrero. Ninguno tenía interés. Ambos le confirmaron que las

asociaciones gremiales estaban en Micon en vías de extinción, pues, ahora, los talleres

habían encontrado la manera de pagar salarios más bajos, contratando agricultores de

paso, cosechadores migrantes, por períodos intensivos, en vez de tener plantillas

permanentes. Los obreros habían partido en masa a buscar trabajo en las fábricas de

Lyon. Y los agricultores-obreros no querían ocuparse de problemas gremiales, pues no se

consideraban proletarios, sino hombres de campo ocasionalmente empleados en los

talleres para asegurarse un ingreso suplementario.

Lo único divertido en Mácon fue monsieur Champvans, encargado del periódico Le

Bien Public que dirigía por correspondencia, desde París, el ilustre Lamartine. Burgués

distinguido, culto, la trató con una elegancia y cortesía que, pese a sus reservas políticas

y morales contra los burgueses, le encantaron. Monsieur Champvans disimuló

educadamente los bostezos cuando ella le describióla Unión Obrera y le explicó cómo

transformaría la sociedad humana. Pero la invitó a un almuerzo exquisito en el principal

restaurante de Mácon y la llevó al campo, a visitar Le Monceau, el dominio señorial de

Lamartine. El castillo de este gran artista y demócrata le pareció de una ostentación

irritante y de pésimo gusto. Empezaba a aburrirse con la visita cuando apareció, para

guiada, madame de Pierreclos, viuda del hijo natural del poeta, muerto a los veintiocho

años, de tuberculosis, al poco tiempo de casarse. La joven y agraciada viudita, una niña

todavía, habló a Flora de su trágico amor, de la desolación en que vivía desde la muerte

de su marido, decidida a no volver a disfrutar de diversión alguna y a llevar una

existencia de renuncia y clausura, hasta que la muerte la librara de su viacrucis.

Oír hablar así a esta linda jovencita, con los ojos llenos de lágrimas, provocó a

Flora una irritación extraordinaria. Sin pérdida de tiempo, mientras paseaban entre los

parterres llenos de flores de Le Monceau, le infligió una lección.

—Me entristece, pero también me enoja oída hablar así, señora. Usted no es una

víctima del infortunio, sino un monstruo de egoísmo. Perdone mi franqueza, pero verá que

tengo razón. Es joven, bella, rica, y, en vez de dar gracias al cielo por estos privilegios, y

aprovecharlos, se entierra en vida porque una circunstancia la salvó del matrimonio, la

peor servidumbre que puede padecer una mujer. Miles, millones de personas se quedan

viudos o viudas, y usted toma su viudez como una catástrofe de la humanidad.

La muchacha se había parado y tenía la lividez de una muerta. La miraba

incrédula, preguntándose si era o se había vuelto loca en este instante.

—¿Una egoísta porque soy leal al gran amor de mi vida? —musitó.

—Nadie tiene derecho a desaprovechar una oportunidad así —asintió Flora—.

Olvídese de su luto, salga de este sarcófago. Empiece a vivir. Estudie, haga el bien,

ayude a los millones de seres que, ellos sí, padecen problemas muy reales y concretos, el

hambre, la enfermedad, el desempleo, la ignorancia, y no pueden hacerles frente. Lo

suyo no es un problema, es una solución. La viudez la salvó de tener que descubrir la

esclavitud que significa el matrimonio para una mujer. No juegue a sentirse una heroína

de novela romántica. Siga mi consejo. Regrese a la vida y ocúpese de cosas más

generosas que cultivar su dolor. Por último, si no quiere dedicar su tiempo a hacer el

bien, goce, diviértase, viaje, consígase un amante. Es lo que hubiera hecho su marido si

usted moría de tuberculosis.

De la palidez cadavérica, madame de Pierreclos pasó a enrojecer como una fresa.

Y, de pronto, lanzó ,una risita histérica que tardó buen rato en sofocar. Flora la

observaba, divertida. Al despedirse, la viudita, azorada, balbuceó que, aunque no sabía si

Flora le había hablado en serio o en broma, sus palabras la harían reflexionar.

Al tomar el barco a Lyon, Flora sintió que se libraba de un peso. Estaba harta de

pueblos y aldeas, ansiosa de volver a pisar una gran ciudad.

La primera imagen de Lyon, con sus lóbregas mansiones parecidas a cuarteles,

recurrentes como pesadillas, y sus calles de guijarros filudos que lastimaban las plantas

de los pies, le causó pésima impresión. Le recordó al Londres de los Spence, por su

grisura, sus contrastes entre ricos riquísimos y pobres pobrísimos, y su carácter de

urbe—monumento consagrado a la explotación de los obreros. Esa sensación deprimente

del primer día desaparecería a medida que sus encuentros, citas, reuniones, se

multiplicaban, y se veía, por primera vez en su vida, acosada por la policía. Aquí sí tuvo,

por fin, innumerables encuentros con obreros de todos los sectores, tejedores,

zapateros, tallado res de piedras, herreros, carpinteros, terciopeleros y otros. Su fama

la había precedido; mucha gente la conocía y miraba en la calle con admiración o

reprobación, y, algunos, como bicho raro. Pero, la razón por la que, en los meses

restantes de su gira —en Lyon cumplió dos meses desde su salida de París—, recordaría

siempre el mes y medio lionés, fue porque, en la apretada agenda de esas semanas,

verificó de manera abrumadora los excesos de la explotación de que eran víctimas los

pobres, y también las reservas de decencia, de pureza moral y de heroísmo que tenía la

clase obrera, pese a vivir en la más absoluta degradación. «En seis semanas en Lyon

aprendí más sobre la sociedad que en toda mi vida pasada», apuntó en su diario.

En la primera semana dio una veintena de charlas, en los talleres de tejedores de

seda del barrio de la CroixRousse, los famosos canutos, que, no hacía muchos años —1831

y 1834—, encabezaron dos revoluciones obreras que la burguesía sofocó con terrible

derramamiento de sangre. En los estrechos, sucios, oscuros talleres encaramados en la

montaña de la Croix— Rousse, cuyas interminables escaleras la dejaban sin aliento, Flora

tuvo dificultad en asociar a esos hombres medio borrados por la penumbra, iluminados

apenas por un candil —las reuniones se hacían de noche, luego del trabajo—, tímidos, mal

vestidos, descalzos, en harapos, de caras estupidizadas por el cansancio —trabajaban de

cinco de la madrugada a ocho de la noche con un pequeño descanso al mediodía—, con los

combatientes que se enfrentaron a pedradas y palazos a las bayonetas, balas y cañones

de los soldados. Muchos ponían en duda que ella hubiera escrito La Unión Obrera. Los

prejuicios contra la mujer habían calado en todas las clases sociales. Por llevar faldas, la

creían incapaz de desarrollar estas ideas para la redención del obrero. Luego de un

cierto embarazo —que fuera mujer los desconcertaba— solían hacerle muchas preguntas

y, por lo general, cuando ella los interrogaba sobre sus problemas, se explayaban con

desenvoltura. Había muchos seres limitados entre ellos, pero, también, inteligencias en

bruto, a las que la sociedad impedía pulirse. Salía de esas reuniones cayéndose de fatiga,

pero en estado de incandescencia espiritual. Tus ideas prenden, Florita, los obreros las

adoptan, la Unión Obrera comienza a ser realidad.

Al noveno día de su estancia, cuatro agentes de la policía y el comisario de Lyon,

monsieur Bardoz, se presentaron en el Hotel de Milan con una orden de registro. Luego

de hurgarlo todo por espacio de un par de horas, se llevaron sus papeles, libretas y

cartas íntimas —entre ellas una, apasionada, de Olympia—y los ejemplares de La Unión

Obrera que no alcanzó a distribuir en librerías. Partieron, entregándole una orden de

comparecencia ante el procurador del rey, monsieur A. Gilardin. Éste era un hombre

delgado como un cuchillo, vestido con un traje que parecía un hábito religioso. No se

levantó a saludada cuando ella entró a su despacho.

—La labor que usted desarrolla en Lyon es subversiva —le dijo, glacial—. Se ha

abierto una investigación y podría ser procesada como agitadora. Por eso, en espera del

resultado de la investigación, le prohíbo que continúe las reuniones con los canutos de la

Croix— Rousse. Flora lo examinó de arriba abajo, con lento desprecio. Hacía grandes

esfuerzos para no estallar.

—¿Considera subversivo cambiar ideas con las personas que tejen los paños de los

elegantes trajes con que usted se viste? Me gustaría saber por qué.

—Esos antros no son lugares aparentes para las damas. Además, ir a hablar a los

obreros es asunto peligroso, cuando se tienen ideas desquiciado ras del orden social —le

repuso, sin moverse, la boca sin labios del procurador del rey—. Debo prevenida:

mientras dure la investigación, estará sometida a vigilancia. Pero, si lo desea, puede

abandonar Lyon de inmediato.

—Lo haré sólo por la fuerza. Esta ciudad me gusta mucho. Yo también debo

advertirle algo: moveré cielo y tierra para que la prensa de aquí y de París haga conocer

a la opinión pública el atropello de que soy víctima.

Partió del despacho del procurador del rey sin despedirse. Los tres diarios de

oposición —Le Censeur, La Démocratie y Le Bien Public— informaron del registro e

incautación de sus papeles, pero ninguno se atrevió a criticar la medida. Y, a partir de

ese día, Flora tuvo dos policías instalados en la puerta del Hotel de Milan, apuntando las

visitas que recibía y siguiéndola en la calle. Pero eran tan perezosos y torpes que resultó

fácil despistados, gracias a la complicidad de las camareras del hotel, que la hacían salir

por una ventana de las cocinas a un callejón furtivo, a la espalda del local. De modo que,

pese a la prohibición, siguió celebrando reuniones diarias con obreros, extremando las

precauciones, y temerosa de que, en alguno de esos encuentros, llamada por algún

traidor, apareciera la policía. No ocurrió.

Al mismo tiempo, llevó a cabo un intenso trabajo de información social. Talleres,

hospitales, casas de caridad, casas de locos, orfelinatos, iglesias, escuelas, y, por fin, el

barrio de las prostitutas, en La Guillotiere. En esta última expedición la acompañaron

dos fourieristas —se portaron muy bien, consiguiéndole un abogado para defender su

caso ante el procurador del rey—, no disfrazada de hombre como en Londres, sino

cubierta con una capa y un sombrero algo ridículo, que le ocultaba media cara. Aunque no

tan enorme ni dantesco como el del Stepney Green londinense, el espectáculo de las

prostitutas apiñadas en las esquinas y las puertas de las tabernas y prostíbulos de

nombres risueños —La casa de la novia, Los brazos cálidos—la descompuso. A varias,

entre las más jóvenes, les preguntó su edad: doce, trece, catorce años. Unas niñitas sin

desarrollar haciendo de mujeres. ¿Cómo era posible que los hombres se excitaran con

estas criaturas puro hueso y pellejo, que no habían salido de la niñez y a las que

rondaban la tisis y la sífilis, si es que ya no las habían contraído? Se le encogía el

corazón; la rabia y la tristeza la enmudecían. Igual que en Londres, aquí también había

algo entre monstruoso y cómico: en medio de esa depravación, se arrastraban, jugando,

en los pisos de tierra de las casas de placer, entre las prostitutas y sus clientes —

muchos obreros entre ellos—, niños de dos, tres o cuatro años, a los que las madres

abandonaban allí mientras hacían su trabajo.

Realizaba esas visitas por obligación moral —no se podía reformar lo que se

desconocía—, con profundo disgusto. Desde los primeros tiempos de su matrimonio con

André Chazal, el sexo la repelía. Antes incluso de adquirir una cultura política, una

sensibilidad social, intuyó que el sexo era uno de los instrumentos primordiales de la

explotación y dominación de la mujer. Por eso, aunque sin predicar la castidad o la

reclusión monjil, siempre había desconfiado de las teorías que exaltaban la vida sexual,

los placeres del cuerpo, como uno de los objetivos de la futura sociedad. Éste fue uno de

los temas que la llevaron a apartarse de Charles Fourier, a quien, sin embargo, profesaba

admiración y cariño. Curioso caso el del maestro; había llevado siempre, por lo menos en

apariencia, una vida de total austeridad. Se lo tenía por misógino. Pero, en su diseño de la

futura sociedad, el Edén venidero, la etapa de Armonía que sucedería a la Civilización, el

sexo figuraba como protagonista. A ella le costaba aceptado. Aquello podía terminar en

un verdadero aquelarre, pese a las buenas intenciones del maestro. Innecesario,

absurdo, imposible organizar la sociedad de acuerdo al sexo, como pretendían ciertos

fourieristas. En los falansterios, según el diseño de Fourier, habría jóvenes vírgenes, que

prescindirían por completo del sexo, y vestales, que lo practicarían de manera moderada

con los vesteles o trovadores, y mujeres todavía más libres, las damiselas, que harían el

amor con los menestrales, y así sucesivamente, en un orden de libertad y exceso

crecientes —las odaliscas, las faquiresas, las bacantes—, hasta las bayaderas, que

practicarían el amor caritativo, acostándose con viejos, inválidos, viajeros, y, en general,

seres a los que por su edad, mala salud o fealdad, la injusta sociedad actual condenaba a

la masturbación o a la abstinencia. Aunque todo en esta organización fuese libre y

voluntario —cada cual elegía a qué cuerpo sexual del falansterio quería pertenecer y

podía abandonarlo a su albur— a Flora este sistema le parecía indebido, la hacía temer

que, a su amparo, brotaran nuevas injusticias. En su proyecto de Unión Obrera no había

recetas sexuales; salvo la igualdad absoluta entre hombres y mujeres y el derecho al

divorcio, el tema del sexo se evitaba.

Lo que más la sobrecogía en la doctrina de Fourier era que, según éste, «toda

fantasía es buena en materia de amor» y «todo el mundo tiene razón en sus manías

amorosas porque el amor es esencialmente la pasión de la sinrazón». Le daba vértigo su

defensa de «la orgía noble», los acoplamientos colectivos, y que, en la futura sociedad,

los gustos minoritarios —él los llamaba unisexuales—, sádicos y fetichistas, no fueran

reprimidos sino fomentados, para que cada cual encontrara su pareja afín, y pudiera ser

feliz con su debilidad o capricho. Eso sí, sin hacer daño al prójimo, pues todo sería

libremente elegido y consentido. Estas ideas de Fourier la escandalizaron tanto que,

secretamente, le dio algo de razón al reformador Proudhon, un puritano que no hacía

mucho, en 1842, en su Advertencia a los propietarios, acusó a los falansterianos de

«inmoralidad y pederastia», El escándalo llevó a Victor Considérant a atenuar en los

últimos tiempos las teorías sexuales del fundador.

Aunque reconocía y admiraba su audacia revolucionaria, a Flora la tolerancia

libérrima de Charles Fourier en materia sexual la intimidaba. También la divertía, a

veces. Ella y Olympia habían reído hasta el llanto una tarde, en medio de un encuentro

amoroso, recordando la confesión del maestro de que tenía una «irreprimible inclinación

por las lesbianas», y su afirmación según la cual sus cálculos e investigaciones le

permitían afirmar que, en el mundo existían veintiséis mil colegas con la misma

inclinación, con los que podía formar una asamblea o «cuerpo» en la futura sociedad de

Armonía, en la que él y sus asociados podrían disfrutar sin trabas ni vergüenza de

espectáculos sáficos. Las lesbianas que se exhibirían ante los felices mirones lo harían

por su libre elección y porque, haciéndolo, practicarían su vocación exhibicionista. «¿Lo

invitamos, mi reina?», se reía Olympia.

La manía clasificatoria de Charles Fourier ahora te merecía burlas, Florita, pero

diez años atrás, al regresar del Perú, con qué alegría habías descubierto esa doctrina

que reconocía la injusta situación de la mujer y del pobre, y se proponía repararla

mediante la nueva sociedad que surgiría con la multiplicación de falansterios. La

humanidad había dejado atrás las etapas iniciales, Salvajismo, Barbarie, Civilización, y

ahora, gracias a las nuevas ideas, pronto ingresaría en la última: la Armonía. El

falansterio, con sus cuatrocientas familias, de cuatro miembros cada una, constituiría

una sociedad perfecta, un pequeño paraíso organizado de manera que desaparecieran

todas las fuentes de la infelicidad. La justicia era inservible, a menos que trajera la

dicha a los seres humanos. El maestro Fourier lo había previsto y prescrito todo. En cada

falansterio se pagaría más los trabajos más aburridos, estúpidos y sacrificados, y menos

los más divertidos y creativos, ya que ejercer estos últimos constituía un placer en sí

mismo. Por tanto, un carbonero o un hojalatero estarían mejor retribuidos que un médico

o un ingeniero. Cada limitación o vicio serían aprovechados en beneficio de la sociedad.

Como a los niños les gustaba embarrarse, ellos se encargarían de recoger las basuras en

los falansterios. Esto le pareció a Flora, al principio, el colmo de la sabiduría. Como,

también, la fórmula de Fourier para que hombres y mujeres no se mediocrizaran

haciendo siempre lo mismo: rotar de trabajo en trabajo, a veces en un mismo día, para

que no los apolillara la rutina. De jardinero a profesor, de albañil a abogado, de lavandera

a actriz, nunca nadie se aburriría.

Sin embargo, muchas afirmaciones contundentes del amable y compasivo Fourier

terminaron por alarmada. Asegurar: «Yo solo he conseguido confundir veinte siglos de

imbecilidad política» era exagerado. El maestro presentaba como verdades científicas

afirmaciones inverificables: que el mundo duraría, exactamente, ochenta mil años, y que,

en ese tiempo, cada alma humana transmigraría ochocientas diez veces entre la Tierra y

otros planetas, y viviría mil seiscientas veintiséis existencias diferentes. ¿Era eso

ciencia o brujería? ¿No resultaba estrafalario? Por lo mismo, aunque sabía que sus

conocimientos no igualaban ni de lejos los del fundador de la doctrina fourierista, se

decía a sí misma que su propuesta de Unión Obrera era, precisamente por ser más

modesta, más realista que la falansteriana.

Después de la visita al barrio de las rameras, fue aún peor recorrer La

Antigualla, el hospital de locos y de prostitutas portadoras de enfermedades

vergonzosas. U nos y otras andaban mezclados, entre los celadores embrutecidos y

perversos, que molían a golpes a los locos que se paseaban semidesnudos y encadenados

en un patio lleno de inmundicias, entre nubes de moscas, cuando chillaban demasiado. En

los rincones, unas ruinas de mujeres escupían sangre o mostraban las pústulas de la

sífilis, mientras trataban de entonar cánticos religiosos bajo la batuta de las hermanas

de la Caridad, encargadas de la enfermería. El director del hospital, hombre amable, de

ideas modernas, reconoció a Flora que, en la mayoría de los casos, la miseria había

causado la enajenación de esos infelices.

—Lógico, doctor. ¿Sabe usted cuánto gana una obrera, en Lyon, por catorce o

quince horas en el taller? Cincuenta centavos. La tercera o cuarta parte que el obrero,

por el mismo trabajo. ¿Quién vive con eso al día, si tiene hijos que alimentar? Por eso

muchas recurren a la prostitución, y acaban locas.

—Que no la oigan las hermanas —bajó la voz el doctor—. Para ellas la locura

castiga el vicio. Su teoría les parecería poco cristiana.

No sólo en La Antigualla encontró Flora sacerdotes y religiosas. Estaban por

todas partes. Lyon, ciudad de obreros revolucionarios, era, también, una ciudad clerical,

que apestaba a incienso y sacristía. Entró y salió de muchas iglesias, llenas de pobres

gentes fanatizadas, de rodillas, rezando o escuchando, sumisas, las asnerías

oscurantistas que derramaban sobre ellas unos curas predicadores de la resignación y la

servidumbre al poderoso. Lo más triste era comprobar que los pobres eran la inmensa

mayoría de fieles. Para estudiar el fetichismo, subió, medio asfixiada por el esfuerzo, al

pico más alto de Lyon, donde, en una pequeña capilla, se rendía culto a Notre Dame de

Fourviere. La fealdad de la imagen la impresionó menos que el espectáculo de abyecta

idolatría con que la masa de feligreses que habían subido como ella se empujaba y

codeaba para acercarse y de rodillas tocar con la punta de los dedos la urna de la Virgen.

¡La Edad Media, en el corazón de una de las ciudades más industrializadas y modernas

del mundo!

De regreso al centro de Lyon, a medio camino de la montaña, trató de visitar un

Depósito de Mendigos donde los pobres ancianos sin casa ni empleo podían refugiarse y

obtener un techo, un plato de sopa y un entierro cristiano. No logró entrar. El local

estaba custodiado por gendarmes con mosquetes. Divisó, por las rejas, a las hermanas de

la Caridad, que tenían también, en la ciudad, escuelas para pobres. ¡Cuándo no! Hábitos y

guardias brazo con brazo, para tener atrapados a los pobres, de la niñez a la ancianidad,

a fin de enseñarles la sumisión con rezos y sermones, o imponiéndosela por la fuerza

Qué distintas eran, en comparación con estas visitas de estudio, las reuniones

con pequeños grupos de canutos de las sederías y demás obreros lioneses. A veces, las

discusiones resultaban violentas. Flora salía de ellas fortalecida en sus convicciones,

recompensada en sus esfuerzos. Una noche, en una reunión con obreros icarianos,

seguidores de Étienne Cabet, cuya novela Viaje por ¡caria había reclutado en la región

muchos seguidores para sus doctrinas llamadas comunistas, en medio de una fogosa

polémica Flora se desmayó. Cuando abrió los ojos era el amanecer. Había pasado la noche

en un taller de tejedores, tumbada en el suelo. Los obreros que dormían allí, se turnaron

para cuidada, sobándole las manos y mojándole la frente. A una de las obreras, Eléonore

Blanc, la había visto en otras reuniones. Flora advirtió en ella, además de la devoción con

que la escuchaba, una mente muy ágil. Un pálpito le dijo que esta mujer todavía joven

podía ser una de las dirigentes de la Unión Obrera en Lyon. La invitó al Hotel de Milan, a

tomar el té. Conversaron varias horas, bajo las plácidas miradas de los policías

encargados de vigilada. Sí, Eléonore Blanc era una mujer excepcional y formaría parte

del comité organizador de la Unión Obrera de Lyon.

Cuando la llamó el juez de instrucción, su popularidad en Lyon era aún más

grande. La gente la rodeaba en la calle, y, aunque algunos burgueses le torcían los ojos y

algunas burguesas osaban decide «Lárguese de aquí y déjenos en paz», la mayoría la

saludaba con palabras amables. Tal vez esa popularidad hizo que el juez de instrucción,

monsieur François Demi, decretara, luego de interrogada dos horas —una amable

conversación—, que no había lugar a proceso y que la policía le devolviera los papeles

incautados.

«Estas últimas semanas he estado sencillamente soberbia», se dijo Flora, al

recobrar sus cuadernos, cartas y agendas, que el propio comisario Bardoz le entregó,

disgustado. Sí, sí, Florita. En cinco semanas en Lyon habías hecho apostolado ante

centenares de obreros, enriquecido tus estudios sociales sobre la injusticia, instalado un

comité de quince personas, y, por sugerencia de los propios trabajadores, se hallaba en

marcha una tercera edición de La Unión Obrera, que se vendería a un precio muy bajo,

de modo que estuviera al alcance de los bolsillos más humildes.

Su palabra llegó incluso al corazón del enemigo, la Iglesia. La última reunión que

tuvo en la región fue sorprendente. Con mucho secreto, unos curas que vivían en

comunidad, en Oullins, bajo la dirección del abate Guillemain de Bordeaux, la invitaron a

visitarlos, pues «compartían con ella muchas ideas». Fue por curiosidad, sin esperar gran

cosa del encuentro. Pero, para su asombro, en el castillo de Perron, en Oullins, la recibió

un grupo de religiosos revolucionarios. Se llamaban a sí mismos «los curas rebeldes».

Habían leído y discutido a Proudhon, Saint—Simon, CabeTy Fourier. Pero su guía y

mentor era el padre Lamennais de la última época, el sacerdote rechazado por el

Vaticano, el partidario de la República, adversario y fustigador de la monarquía y la

burguesía, defensor de la libertad de cultos y de reformas sociales. Como Saint—Simon

y como Flora, estos «curas rebeldes» creían que la revolución debía conservar a Cristo y

a un cristianismo no corrompido por el autoritarismo de la Iglesia ni las prebendas del

poder. La velada resultó entretenida y Flora se despidió de los curas rebeldes

diciéndoles que también habría sitio para ellos en la Unión Obrera, y aconsejándoles,

medio en broma medio en serio, que, ya que habían dado tantos buenos pasos, dieran uno

más y se insubordinaran contra el celibato eclesiástico.

La separación de Eléonore Blanc, el día de su partida, fue penosa. La muchacha

rompió en llanto. Flora la abrazó, diciéndole al oído algo que, mientras lo decía, la asustó:

«Eléonore, te quiero más que a mi propia hija».

VI. Annah, la Javanesa París, octubre de 1893




Cuando aquella mañana del otoño de 1893 tocaron la puerta de su estudio parisino

del número 6, rue Vercingétorix, Paul se quedó boquiabierto: la niña—mujer que tenía al

frente, muy menudita, de color oscuro, embutida en una túnica parecida al hábito de las

hermanas de la Caridad, llevaba una monita en el brazo, una flor en los cabellos, y, en el

cuello, este cartel: «Soy Annah, la J avanesa. Un presente para Paul, de su amigo

Ambroise Vollard».

N ada más veda, sin recuperarse todavía del desconcierto ante semejante regalo

del joven galerista, Paul sintió ganas de pintar. Era la primera vez que le ocurría desde

su regreso a Francia, el 30 de agosto, luego de aquel malhadado viaje de tres meses,

procedente de Tahití. Todo había salido mal. Bajó del barco en Marsella con sólo cuatro

francos en el bolsillo y llegó medio muerto de hambre y desazón a un París de fuego,

desertado por sus amigos. La ciudad, en los dos años pasados en la Polinesia, se había

vuelto extraña y hostil. La exposición de sus cuarenta y dos «pinturas tahitianas» en la

galería de Paul Durand Ruel, fue un fracaso. Sólo vendió once, lo que no compensaba lo

que tuvo que gastar, endeudándose una vez más, en marcos, carteles y publicidad.

Aunque hubo algunas críticas favorables, desde esos días sintió que el medio artístico

parisino le hacía el vacío o lo trataba con desdeñosa condescendencia.

Nada te había deprimido tanto, en la exposición, como la manera cruda con que tu

viejo maestro y amigo, Camille Pissarro, liquidó sumariamente tus teorías y los cuadros

de Tahití: «Este arte no es el suyo, Paul. Vuelva a lo que era. Usted es un civilizado y su

deber es pintar cosas armoniosas, no imitar el arte bárbaro de los caníbales. Hágame

caso. Desande el mal camino, deje de saquear a los salvajes de Oceanía y vuelva a ser

usted». No le discutiste. Te limitaste a despedirte de él con una venia. Ni siquiera el

gesto afectuoso de Degas, que te compró dos cuadros, te levantó el ánimo. Las severas

opiniones de Pissarro eran compartidas por muchos artistas, críticos y coleccionistas: lo

que habías pintado allá, en los Mares del Sur, era un remedo de las supersticiones e

idolatrías de unos seres primitivos, a años luz de la civilización. ¿Eso debía ser el arte?

¿Un retorno a los palotes, bultos y magias de las cavernas? Pero, no sólo era un rechazo

a los nuevos temas y técnicas de tu pintura, adquiridos con tanto sacrificio en los dos

últimos años en Tahití. Era también un rechazo sordo, turbio, retorcido, a tu persona.

¿Y, por qué? Por el Holandés Loco, nada menos. Desde la tragedia de Arles, su estancia

en el manicomio de Saint— Rémy y su suicidio, y, sobre todo, desde la muerte, también

por mano propia, de su hermano Theo van Gogh, la pintura de Vincent (que, cuando

estaba vivo, a nadie interesaba) había comenzado a dar que hablar, a venderse, a subir

de precio. Nacía una morbosa moda Van Gogh, y, con ella, retroactivamente, todo el

medio artístico comenzaba a reprocharte haber sido incapaz de comprender y ayudar al

holandés. ¡Canallas! Algunos añadían que, acaso, por tu proverbial falta de tacto, hasta

podías haber desencadenado la mutilación de Arles. No necesitabas oídos para saber que

murmuraban estas y peores cosas a tus espaldas, señalándote, en las galerías, en los

cafés, en los salones, en las fiestas, en las reuniones sociales, en los talleres de los

artistas. Las infamias se filtraban en las revistas y en los diarios, de la manera oblicua

con que la prensa parisina solía comentar la actualidad. Ni siquiera la muerte providencial

de tu tío paterno Zizi, un solterón octogenario, en Orléans, que te dejó unos miles de

francos que vinieron a sacarte por un tiempo de la miseria y las deudas, te devolvió el

entusiasmo. ¿Hasta cuándo ibas a seguir en este estado, Paul?

Hasta aquella mañana en que Annah la Javanesa, con aquel pintoresco cartel en el

cuello y Taoa, su monita saltarina de ojos sarcásticos a la que llevaba sujeta con un lazo

de cuero, entró, contoneándose como una palmera, a compartir con él ese enclave

luminoso y exótico en que Paul convirtió el estudio alquilado en este rincón de

Montparnasse, en el segundo piso de un viejo inmueble. Ambroise Vollard se la enviaba

para que fuera su sirvienta. Eso había sido Annah hasta ahora en casa de una cantante

de ópera. Pero esa misma noche Paul hizo de ella su amante. Y, después, su compañera de

juegos, fantasías y disfuerzos. Y, finalmente, su modelo. ¿De dónde venía? Imposible

saberlo. Cuando Paul se lo preguntó, Annah le contó una historia trufada de tantas

contradicciones geográficas, que, sin duda, se trataba de una fabulación. Tal vez la

pobre ni siquiera lo sabía, y se estaba inventando un pasado mientras hablaba, delatando

su prodigiosa ignorancia de los países y demarcaciones del planeta. ¿Cuántos años tenía?

Ella le dijo que diecisiete, pero él le calculó menos, acaso sólo trece o catorce, como

Teha"amana, esa edad, para ti tan excitante, en que las muchachas precoces de los

países salvajes entraban en la vida adulta. Tenía los pechos desarrollados y los muslos

firmes, y ya no era virgen. Pero no fue su cuerpecito menudo y bien formado —una

enanita, un dije, al "lado del fortachón de cuarenta y siete años que era Paullo que lo

sedujo de inmediato en esa compañera que le deparó el ingrato París.

Era su cara ceniza oscura de mestiza, sus facciones finas y marcadas —la

naricita respingona, los gruesos labios heredados de sus ancestros negros— y la viveza e

insolencia de sus ojos, en los que había desasosiego, curiosidad, burla de todo lo que veía.

Hablaba un francés de extranjera, de exquisitas incorrecciones, con vocablos e

imágenes de una vulgaridad que a Paulle recordaban los burdeles de los puertos, en su

mocedad marinera. Pese a no tener donde caerse muerta, ni saber leer ni escribir, ni

poseer más cosas que su monita Taoa y la ropa que llevaba puesta, hacía alarde de una

arrogancia de reina, en su desenfado, en sus poses y los sarcasmos que se permitía con

todo y todos, como si nada le mereciera respeto, ni las formas convencionales rigieran

para ella. Cuando algo o alguien le disgustaba, le sacaba la lengua y le hacía una

morisqueta que Taoa imitaba, chillando.

En la cama, era difícil saber si la Javanesa gozaba o fingía. En todo caso, te hacía

gozar a ti, y, a la vez, te divertía. Annah te devolvió lo que, desde el regreso a Francia,

temías haber perdido: el deseo de pintar, el humor y las ganas de vivir.

Al día siguiente de aparecer Annah por su estudio, Paulla llevó a una tienda del

boulevard de l"Opéra y le compró ropa, que le ayudó a escoger. Y, además de botines,

media docena de sombreros, por los que Annah tenía pasión. Los llevaba puestos incluso

dentro de casa, y era lo primero que se echaba encima, al despertar. A Paul lo

estremecían las carcajadas cuando veía a la muchacha desnuda y con un rígido canotier

en la cabeza, danzando en dirección a la cocina o el cuarto de baño.

Gracias a la alegría e inventiva de la Javanesa, el estudio de la rue Vercingétorix

se convirtió, los jueves en la tarde, en un lugar de reunión y festejo. Paul tocaba el

acordeón, se vestía a veces con un pareo tahitiano y se llenaba el cuerpo de fingidos

tatuajes. A las soirées venían los amigos fieles de antaño, con sus esposas o amantes —

Daniel de Monfreid y Annette, Charles Morice con una arriesgada condesa que compartía

su miseria, los Schuffenecker, el escultor español Paco Durrio que cantaba y tocaba la

guitarra, y una pareja de vecinos, dos suecos expatriados, los Molard, Ida, escultora, y

William, compositor, quienes llevaban a veces a un compatriota dramaturgo e inventor

medio loco llamado August Strindberg—. Los Molard tenían una hija adolescente, Judith,

chiquilla inquieta y romántica, fascinada por el estudio del pintor. Paullo había

empapelado de papel amarillo, las ventanas de tonalidades ambarinas, y lo alborotó con

sus esculturas y cuadros tahitianos. De las paredes parecían salir llamas vegetales,

cielos azulísimos, mares y lagunas esmeralda y sensuales cuerpos al natural. Antes de

que apareciera Annah, Paul mantenía a cierta distancia a la hija de sus vecinos suecos,

divertido con el embelesamiento que la chiquilla le mostraba, sin tocada. Pero, desde la

llegada de la Javanesa, especie exótica que excitaba sus sentidos y fantasías, comenzó

también a juguetear con Judith, cuando sus padres no andaban cerca. La cogía de la

cintura, le rozaba los labios y apretaba sus nacientes pechitos, susurrándole: «Todo esto

será mío, ¿cierto, señorita?». Aterrada y feliz, la chiquilla asentía: «Sí, sí, de usted».

Así se le metió en la cabeza pintar desnuda a la hija de los Molard. Se lo propuso y

Judith, blanca como la cera, no supo qué decir. ¿Desnuda, totalmente desnuda? Claro que

sí. ¿No era frecuente que los artistas pintaran y esculpieran desnudas a sus modelos?

Nadie lo sabría, porque Paul, luego de pintada, ocultaría el cuadro Hasta que Judith

creciera. Sólo lo exhibiría cuando ella fuera una mujer hecha y derecha. ¿Aceptaba? La

chiquilla terminó por acceder. Sólo tuvieron tres sesiones y la aventura por \poco

termina en drama. Judith subía al estudio cuando Ida, su madre, que alentaba una pasión

benefactora por los animales, salía en expedición, acompañada de Annah, por las calles

de Montparnasse en pos de perros y gatos abandonados, enfermos o heridos, a los que

traía a su casa, cuidaba y curaba, y les buscaba padres adoptivos. La chiquilla, desnuda

sobre unas mantas polinesias multicolores, no alzaba los ojos del suelo; se encogía y

sumía en sí misma, tratando de hacerse lo menos visible a los ojos que escudriñaban sus

secretos.

A la tercera sesión, cuando Paul había esbozado su silueta filiforme y su carita

oval de grandes ojos asustados, Ida Molard irrumpió en el estudio con aspavientos de

trágica griega. Te costó trabajo calmarla, convencerla de que tu interés por la niña era

estético (¿lo era, Paul?), que la habías respetado, que tu empeño en pintarla desnuda

carecía de malicia. Ida sólo se calmó cuando le juraste que desistías del proyecto.

Delante de Ida embadurnaste con trementina la tela inconclusa y la raspaste con una

espátula, sepultando la imagen de Judith. Entonces, Ida hizo las paces y tomaron té.

Enfurruñada y asustada, la niña los escuchaba charlar, calladita, sin inmiscuirse en sus

diálogos.

Cuando, tiempo después, Paul decidió hacer un desnudo de Annah, tuvo una

iluminación: sobrepondría la imagen de su amante a la inconclusa Judith de la tela

interrumpida. Así lo hizo. Fue un cuadro que le tomó mucho trabajo, por la incorregible

Javanesa. La más inquieta e incontrolable modelo que tendrías nunca, Paul. Se movía,

alteraba la pose, o, para combatir el aburrimiento, se ponía a hacer morisquetas a fin de

provocarte la risa —el juego favorito, con el espiritismo, de las veladas de los jueves—,

o, simplemente, de buenas a primeras, harta de posar, se ponía de pie, se echaba encima

cualquier ropa y largaba a la calle, como hubiera hecho Teha"amana. Qué remedio,

guardar los pinceles y postergar el trabajo hasta el día siguiente

Pintar este cuadro fue tu respuesta a esas críticas y comentarios ofensivos que,

desde la exposición en Durand—Ruel, oías y leías por doquier sobre tus pinturas

tahitianas. Ésta no era una tela pintada por un civilizado, sino por un salvaje. Por un lobo

de dos patas y sin collar, sólo de paso en la prisión de cemento, asfalto y prejuicios que

era París, antes de retornar a tu verdadera patria, en los Mares del Sur. Los refinados

artistas parisinos, sus relamidos críticos, sus educados coleccionistas, se sentirían

agraviados en su sensibilidad, su moral, sus gustos, con este desnudo frontal de una

muchacha, que, además de no ser francesa, europea ni blanca, tenía la insolencia de lucir

sus tetas, su ombligo, su monte de Venus y el mechón de vellos de su pubis, como

desafiando a los seres humanos a venir a cotejarse con ella, a ver si alguien podía

enfrentarle una fuerza vital, una exuberancia y sensualidad comparables. Annah no se

proponía ser lo que era, ni siquiera se daba cuenta del poder incandescente que le venía

de su origen, de su sangre, de los indomesticados bosques donde había nacido. Igual que

una pantera y un caníbal. ¡Qué superioridad sobre las escleróticas parisinas, muchacha!

No sólo el cuerpo que iba apareciendo en la tela —la cabeza más oscura que el

ocre enardecido, con reflejos dorados, de su torso y sus muslos y los grandes pies de

uñas como garras de fiera— era una provocación; también su entorno, lo menos

armonioso que cabía imaginar, con ese sillón chino de terciopelo azul en el que habías

sentado a Annah en una postura sacrílega y obscena. En los brazos de madera del sillón,

los dos ídolos tahitianos de tu invención insurgían, a ambos flancos de la Javanesa, como

una abjuración del Occidente y su remilgada religión cristiana, en nombre del pujante

paganismo. Y, también, la insólita presencia, en el cojincillo verde donde reposaban los

pies de Annah, de esas florecillas luminosas que merodeaban siempre por tus telas,

desde que descubriste los grabados japoneses, cuando empezabas a pintar. Estudiando

el simbolismo y la sutileza de esas imágenes tuviste, por primera vez, la adivinación de lo

que, ahora, por fin, veías muy claro: que el arte europeo estaba enclenque, afectado

también de la tuberculosis pulmonar que mataba a tantos artistas, y que sólo un baño

revivificador, venido de esas culturas primitivas no aplastadas aún por Europa, donde el

Paraíso era todavía terrenal, lo sacaría de la decadencia. La presencia en la tela de Taoa,

la manita colorada, a los pies de Annah, en una actitud entre pensativa y negligente,

reforzaba el inconformismo y la soterrada sexualidad que bañaba todo el cuadro. Hasta

esas manzanas aéreas que sobrevolaban la cabeza de la J avanesa, en la rosada pared del

fondo, violentaban la simetría, las convenciones y la lógica a las que rendían un culto

beato los artistas parisinos. ¡Bravo, Paul!

El trabajo, lentísimo por la vocación peripatética de Annah, resultó estimulante.

Era bueno volver a pintar con convicción, sabiendo que no sólo pintabas con tus manos,

también con los recuerdos de los paisajes y gentes de Tahití —sentías una irreprimible

nostalgia de ellos, Paul—, con sus fantasmas, y, como le gustaba decir al Holandés Loco,

con tu falo, el que, a veces, en plena sesión de trabajo, se enardecía con la visión de la

chiquilla desnuda, y te empujaba a tornada en brazos y llevarla a la cama. Pintar, luego de

hacer el amor, con ese olor seminal en el ambiente, te rejuvenecía.

Desde que volvió de Tahití había escrito a la Vikinga que, apenas vendiera algunos

cuadros y tuviera para el pasaje, iría a Copenhague a vedas a ella y a los chicos.

Mette le contestó una carta sorprendida y dolida de que, apenas pisó Europa, no

hubiera volado a ver a su familia. La inercia lo ganaba cada vez que le venía a la mente la

imagen de su mujer e hijos. ¿Otra vez eso, Paul? ¿Ser de nuevo un padre de familia, tú?

Los trámites judiciales para cobrar la pequeña herencia del tío Zizi, la aparición de

Annah en su vida y los deseos de volver a pintar que ella le despertó, fueron postergando

el reencuentro familiar. Al llegar la primavera decidió, de manera intempestiva, llevarse

a Annah a Bretaña, al antiguo refugio de Pont Aven, donde pasó tantas temporadas y

comenzó a ser un artista. No era sólo un retorno a las fuentes. Quería recuperar los

cuadros pintados allí en 1888 y 1890, que dejó a Marie— Henry, en Le Pouldu, en prenda

de la pensión que, debido a su insolvencia crónica, había pagado tarde, mal o nunca.

Ahora, gracias a los francos del tío Zizi podría cancelar aquella deuda. Recordabas esas

telas con aprensión, pues eras ahora un pintor más cuajado que aquel ingenuo que fue a

Pont-Aven creyendo que en la Bretaña profunda, misteriosa, creyente y tradicional,

encontrarías las raíces del mundo primitivo que la civilización parisina resecó.

Su llegada a Pont-Aven causó verdadera conmoción. No tanto por él como por

Annah, y por las piruetas y chillidos de Taoa, que había aprendido a saltar de la cabeza

de su ama a los hombros de Paul y viceversa, manoteando. Nada más llegar, supo que, en

Egipto, había muerto Charles Laval, el amigo con quien compartió la aventura de Panamá y

la Martinica, y que su esposa, la bella Madeleine Bernard, se hallaba muy enferma. Esa

noticia lo deprimió tanto como recordar a sus viejos amigos artistas con los que había

vivido años atrás las ilusiones de Bretaña: Meyer de Haan, recluido en Holanda y

entregado al misticismo; Émile Bernard, también retirado del mundo, volcado en la

religión y ahora hablando y escribiendo contra ti, y el buen Schuff, allá en París,

dedicando sus días, en vez de pintar, a peleas domésticas con su mujer.

Pero, en Pont-Aven encontró otros amigos, pintores jóvenes que lo conocían y

admiraban, por sus cuadros y por su leyenda de explorador de lo exótico, que abandonó

París para buscar inspiración en los lejanos mares de la Polinesia: el irlandés Roderic

O"Conor, Armand Seguin y Émile Jourdan, quienes, al igual que sus amantes o esposas, lo

recibieron con los brazos abiertos. Se disputaban por halagarlo, y se mostraron tan

obsequiosos con Annah como con él. En cambio, Marie—Henry, Marie la Muñeca, la del

albergue de Le Pouldu, pese a haberlo saludado de manera afectuosa, fue terminante: los

cuadros no eran prestados ni empeñados. Eran el pago por el cuarto y la pensión. No se

los devolvería. Porque, aunque, según decían, ahora no valían gran cosa, en el futuro tal

vez sí. No hubo nada que hacer.

La cordial acogida que Paul y Annah recibieron de los vecinos de Pont-Aven, sin

embargo, mudó con el paso de los días en una actitud distante, y, luego, de sorda

hostilidad. La razón eran las chiquillerías, escándalos y bromas, a veces de subido mal

gusto, con que O"Conor, Seguin, Jourdan y otros jóvenes artistas instalados en

PontAven, se divertían, azuzados por Annah, feliz con los excesos de esos bohemios. Se

emborrachaban y salían a la calle a hacer pasar malos ratos a las señoras del vecindario;

improvisaban mojigangas en las que la Javanesa era la heroína. Las expresiones y poses

descaradas de Annah y su risa torrencial, dejaban estupefactos a los vecinos, que, en las

noches, desde las ventanas de sus casas les afeaban su conducta, mandándolos callar.

Paul participaba de lejos, como espectador pasivo, en estas farsas. Pero su presencia era

un silencioso aval a las locuras de sus discípulos, y las gentes de Pont-Aven lo hacían a él,

por su edad y autoridad, el responsable.

El escándalo más comentado fue el de los pollos, concebido por la incorregible

Javanesa. Ella convenció a los jóvenes discípulos de Paul —así se proclamaban ellos

mismos— que se metieran a escondidas en el gallinero del tío Gannaec, el mejor provisto

de la localidad, y, cambiándoles el agua por sidra, emborracharan a los pollitos. Luego, les

rociaron botes de pintura, abrieron el gallinero y los ahuyentaron hacia la plaza, donde,

en plena retreta del domingo, irrumpió aquella alucinante procesión de aves

zigzagueantes y ruidosas, multicolores, que piaban con estruendo y daban vueltas sobre

sí mismas o rodaban, desbrujuladas. La indignación del pueblo fue estentórea. El alcalde

y el párroco dieron sus quejas a Gauguin y lo exhortaron a poner freno a esos alocados.

«Cualquier día, esto terminará mal», sentenció el párroco.

En efecto, terminó muy mal. Semanas después del episodio de los pollos ebrios y

pintarrajeados, el soleado 25 de mayo de 1894, todo el grupo —O"Conor, Seguin,

Jourdan y Paul, más sus respectivas amantes o esposas, y Taoa—, aprovechando el

excelente tiempo decidió hacer un paseo a Concarneau, antiguo puerto pesquero, a doce

kilómetros de Pont-Aven, que conservaba las viejas murallas y las casas de piedra del

barrio medieval. Desde que entraron al paseo marítimo, contiguo al puerto, Paul tuvo el

presentimiento de que algo desagradable iba a ocurrir. Las tabernas estaban repletas de

pescadores y marineros que, en las terrazas, bajo el espléndido sol, bajaban sus jarras

de sidra y cerveza para ver pasar, con los ojos aletados, a ese grupo estrafalario de

hombres con los cabellos larguísimas, de atuendos estridentes, y señoras llamativas,

entre las cuales, contoneándose como una artista de circo, una negra tiraba de una

cuerda a un mono chillón y les mostraba los dientes. Escucharon exclamaciones de

sorpresa, de disgusto, advirtieron gestos amenazadores: «¡Fuera, payasos!». A

diferencia de las de Pont-Aven, las gentes de Concarneau no estaban acostumbradas a

los artistas. Y menos a que una negra diminuta les hiciera morisquetas.

A la mitad del paseo marítimo una nube de chiquillos los rodeó. Los miraban con

curiosidad, algunos sonreían, otros les decían en su crujiente bretón cosas que no

parecían muy cordiales. De pronto, empezaron a tirarles piedrecitas, guijarros, que

llevaban en los bolsillos. Apuntaban sobre todo a Annah y a la manita, que, asustada, se

estrechaba contra las faldas de su ama. Paul vio que Armand Seguin se apartaba del

grupo, corría, alcanzaba a uno de los chicos que los apedreaban y lo sacudía de una oreja.

Entonces todo se precipitó de una manera que Paul recordaría después como

vertiginosa. Varios pescadores de la taberna más cercana se pusieron de pie y vinieron

hacia ellos a la carrera. En pocos segundos, Armand Seguin volaba por los aires, sacudido

a empellones por un hombrón con zuecos y gorra marinera que rugía: «A mi hijo sólo le

pego yo». Cayendo y trastabillando, Armand retrocedió, retrocedió, y terminó rodando al

espumoso mar que golpeaba el parapeto. Reaccionando con ímpetu juvenil, Paul descargó

su puño contra el agresor, al que vio desmoronarse, rugiendo, con las dos manos en la

cara. Fue lo último que vio, pues, segundos después, caía sobre él un remolino de hombres

en zuecos que lo golpeaban y pateaban desde todas las direcciones y en todo su cuerpo.

Se defendió como pudo, pero resbaló y tuvo la seguridad de que su tobillo derecho,

triturado y cercenado, se partía en cuatro. El dolor le hizo perder el sentido. Cuando

abrió los ojos, resonaban en sus oídos alaridos de mujeres. Arrodillado a sus pies, un

enfermero le señalaba en su pierna desnuda —le habían cortado el pantalón para

examinarlo— un hueso saliente y astillado, que asomaba entre carne sanguinolenta. «Le

han roto la tibia, señor. Tendrá que guardar mucho reposo.»

Mareado, dolorido, con vómitos, recordaba como un mal sueño el regreso a Pont-

Aven en un coche de caballos que en cada hueco o barquinazo lo hacía aullar. Para

adormecerlo, le alcanzaban traguitos de un aguardiente amargo, que le raspaba la

garganta.

Guardó cama dos meses, en un cuartito de techo bajísimo y ventanas pigmeas de

la pensión Gloanec, convertida en enfermería. El médico lo descorazonó: con la tibia rota

era impensable que regresara a París, o, incluso, intentara ponerse de pie. Sólo el reposo

absoluto permitiría que el hueso volviera a su sitio y soldara; de todos modos, quedaría

cojo y en adelante debería usar bastón. De esas ocho semanas inmovilizado en una cama,

recordarías el resto de tu vida los dolores, Paul. Mejor dicho, un solo dolor, ciego,

intenso, animal, que te empapaba de sudor o te hacía tiritar, sollozar y blasfemar

enloquecido, sintiendo que perdías la razón. Calmantes y analgésicos no servían de nada.

Sólo el alcohol, que bebías en esos meses casi sin parar, te atontaba y sumía en breves

intervalos de calma. Pero, pronto, ni siquiera el alcohol apaciguaba ese tormento que te

hacía implorar al médico —venía una vez por semana—: «¡Córteme la pierna, doctor!».

Cualquier cosa, con tal de poner fin al suplicio infernal. El médico se decidió a

prescribirte el láudano. El opio te adormecía; en el atontamiento vago, en esos lentos

remolinos de paz, te olvidabas de tu tobillo y de Pont-Aven, del incidente de Concarneau

y de todo. Sólo quedaba en la mente un pensamiento fijo: «Es un aviso. Parte cuanto

antes. Vuelve a la Polinesia y no regreses a Europa nunca más, Koke».

Luego de un tiempo incalculable, después de una noche en la que, por fin, durmió

sin pesadillas, una mañana se despertó, lúcido. El irlandés O"Conor montaba guardia

junto a su cama. ¿Qué era de Annah? Tenía la impresión de no haberla visto hacía

muchos días.

—Se fue a París —le dijo el irlandés—. Estaba muy triste. No podía seguir aquí,

desde que los vecinos envenenaron a Taoa.

Eso era, al menos, lo que la Javanesa suponía. Que los vecinos de Pont-Aven, que

odiaban a Taoa tanto como a ella, le habían preparado a la manita ese menjunje con

plátanos que le produjo una indigestión que la mató. En vez de enterrarla, Annah

evisceró al animalito con sus propias manos, entre sollozos, y se llevó los restos consigo,

a París. Paul recordó a Titi Pechitos cuando, harta del aburrimiento de Mataiea, lo dejó

para regresar a las noches agitadas de Papeete. ¿Volverías a ver a la traviesa Javanesa?

Seguro que no.

Cuando pudo levantarse —en efecto, cojeaba, y le era indispensable el bastón—,

antes de regresar a París, tuvo que asistir a unas diligencias policiales sobre la pelea de

Concarneau. No se hacía ilusiones con los jueces, coterráneos de los agresores y

probablemente tan hostiles como ellos a los bohemios perturbadores de su tranquilidad.

Los jueces, por supuesto, absolvieron a todos los pescadores, con una sentencia que era

una burla al sentido común, y le dieron como reparación una suma simbólica, que no

cubría ni la décima parte de los gastos de su cura. Partir, partir cuanto antes. De

Bretaña, de Francia, de Europa. Este mundo se había vuelto tu enemigo. Si no te dabas

prisa, acabaría contigo, Koke.

La última semana en Pont-Aven, reaprendiendo a caminar —había perdido doce

kilos—, llegó a visitarlo, desde París, un joven poeta y escritor, Alfred Jarry. Lo llamaba

«maestro» y lo hacía reír con sus disparates inteligentes. Había visto sus cuadros donde

Durand— Ruel y en casas de coleccionistas, y le demostraba desbordante admiración.

Había escrito varios poemas sobre sus cuadros, que le leyó. El muchacho lo escuchaba

despotricar contra el arte francés y europeo, con beata devoción. A él y a los otros

discípulos de Pont-Aven, que lo despidieron en la estación, los invitó a seguido a Oceanía.

Formarían, juntos, ese Estudio de los Trópicos con el que soñaba el Holandés Loco allá en

Arles. Trabajando a la intemperie, viviendo como paganos, revolucionarían el arte,

inyectándole la fuerza y la audacia que había perdido. Todos juraron que sí. Lo

acompañarían, partirían con él a Tahití. Pero, en el tren, rumbo a París, adivinó que no

cumplirían su palabra ellos tampoco, como no la habían cumplido, antes, sus antiguos

compañeros Charles Laval y Émile Bernard. A este simpático grupo de Pont-Aven

tampoco volverías a vedo, Paul.

En París, todo fue de mal en peor. Parecía imposible que las cosas se agravaran

aún más después de esos meses de convalecencia en Bretaña. En los medios artísticos

reinaban el recelo y la incertidumbre, por la despreciable política. Desde el asesinato,

por un anarquista, del presidente Sadi Carnot, el clima represivo, las delaciones y

persecuciones llevaron a exiliarse a muchos de sus conocidos y amigos (o ex amigos)

simpatizantes de los anarquistas, como Camille Pissarro, u opositores al gobierno, como

Octave Mirbeau. Había pánico en los medios artísticos. ¿ Te traería problemas ser nieto

de Flora Tristán, una revolucionaria y anarquista? La policía era tan estúpida que tal vez

te tenía fichado como subversivo, por razones hereditarias.

Su ingreso al taller de la rue Vercingétorix, número 6, le deparó una soberbia

sorpresa. No contenta con mandarse mudar dejándolo medio muerto allá en Bretaña,

Annah, ese diablillo con faldas, había saqueado el estudio, llevándose muebles,

alfombras, cortinas, los adornos y las ropas, objetos y prendas que seguramente había

ya subastado en el Mercado de las Pulgas y en las covachas de los usureros de París.

Pero —¡suprema humillación, Paul!— no se llevó un solo cuadro, ni un dibujo, ni un

cuaderno de apuntes. Los dejó como trastos inservibles, en esa estancia ahora

totalmente vacía. Luego de una explosión de cólera con maldiciones, Paul se echó a reír.

No sentías la menor animadversión hacia esa magnífica salvaje. Ella sí que lo era, Paul.

Una salvajita de verdad, hasta el tuétano, de cuerpo y alma. Tenías bastante que

aprender todavía, para estar a su altura.

Los últimos meses en París, preparando su regreso definitivo a Polinesia, echó de

menos a ese ventarrón que se hacía pasar por javanesa, y era acaso malasia, india, quién

sabe qué. Para consolarse de su ausencia, allí había quedado su retrato desnuda, al que,

contemplado en estado de trance por Judith, la hija de los Molard, se dedicó a retocar,

hasta sentir que lo había terminado.

—¿Te ves ahí, Judith, al fondo, asomando en ese muro rosa, como una doble de

Annah, en blanco y rubio?

Por más que abría mucho los ojos y escudriñaba largo rato la tela, Judith no

alcanzaba a distinguir esa silueta, detrás de la de Annah, que le señalaba Paul. Pero, no

mentías. Los contornos de la chiquilla, que, para calmar a Ida, su madre, habías borrado

con trementina y raspado con espátula, no habían desaparecido totalmente. Asomaban,

de manera brevísima, como una aparición furtiva, mágica, a ciertas horas del día, con

borrosa luz, cargando el cuadro de secreta ambigüedad, de misterioso trasfondo. Pintó

el título, sobre la cabeza de Annah, en torno a unas frutas ingrávidas, en tahitiano: Aita

tamari vahine Judith te parari.

—¿Qué quiere decir? —preguntó la chiquilla.

—«La mujer—niña Judith, aún sin desflorar» —tradujo Paul—. Ya ves, aunque a

primera vista sea un retrato de Annah, la verdadera heroína de este cuadro eres tú.

Tumbado en el viejo colchón que los Molard le prestaron para que no durmiera en el

suelo, muchas veces se dijo que esta tela sería el único buen recuerdo de su venida a

París, tan inútil, tan perjudicial. Había terminado con los preparativos para el retorno a

Tahití, pero tuvo que aplazar el viaje porque —«bien vengas mal si vienes solo», solía

decir su madre, en Lima, cuando vivían de la caridad de la familia Tristán— las piernas se

le llenaron de eczemas. El escozor lo atormentaba y las manchas se convirtieron en una

placa de llagas purulentas. Debió internarse, tres semanas, en el pabellón de infecciosos

de La Salpetriere. Dos médicos te confirmaron lo que ya sabías, aunque nunca aceptaste

esa realidad. La enfermedad impronunciable, otra vez. Hacía sus repliegues, te daba

vacaciones de seis, ocho meses, pero seguía, soterrada, su trabajo mortífero,

emponzoñándote la sangre. Ahora se manifestaba en tus piernas, despellejándolas,

erupcionándolas de cráteres sanguinolentos. Después, subiría a tu pecho, a tus brazos,

alcanzaría tus ojos y quedarías en tinieblas. Entonces tu vida habría acabado, aunque

siguieras vivo, Paul. La maldita tampoco se detendría allí. Continuaría hasta penetrar en

tu cerebro, privarte de lucidez y de memoria, desquiciándote, antes de volverte un

desecho despreciable, al que la gente escupe, del que todos se apartan. Te volverías un

perro sarnoso, Paul. Para combatir la depresión, bebía, a escondidas, el alcohol que le

llevaban Daniel, el caballero, y Schuff, el generoso, en termos de café o botellas de

refrescos.

Salió de La Salpetriere con las piernas ya secas, aunque surcadas de cicatrices.

Las ropas se le caían por la flacura. Con sus largos cabellos castaños, entre los que

menudeaban hebras grises, sujetos por su gran gorro de astracán, la agresiva nariz

quebrada sobre la cual titilaban, en perpetua excitación, sus pupilas azules, y la barbita

de cabra en el mentón, su presencia seguía siendo imponente, y también sus gestos y

ademanes, y las palabrotas con que acompañaba sus discusiones, cuando se reunía con sus

amigos, en casa de ellos o en la terraza de algún café, pues en su estudio vacío ya no

podía recibir a nadie. La gente solía volverse a mirado y a señalado, por su físico y sus

excentricidades: la capa rojinegra que llevaba revoloteando, sus camisas de colorines

tahitianos y su chaleco bretón, o sus pantalones de terciopelo azul. Lo creían un mago, el

embajador de un exótico país.

La herencia del tío Zizi se redujo mucho con los gastos de hospital y médicos, de

modo que se compró un pasaje de tercera, en The Australian, que, zarpando de Marsella

el 3 de julio de 1895, cruzaría el canal de Suez y llegaría a Sidney a principios de agosto.

De allí tomaría una conexión a Papeete, vía Nueva Zelanda. Procuró, antes de

embarcarse, vender los cuadros y esculturas que le quedaban. Hizo una exposición en su

propio taller, a la que, ayudado por sus amigos, y por una esquela de invitación escrita en

términos crípticos por el sueco August Strindberg, cuyas obras de teatro tenían mucho

éxito en París, acudieron algunos coleccionistas. La venta fue magra. Hizo un remate en

el Hotel Drouot de toda su obra restante, que resultó algo mejor, aunque por debajo de

sus expectativas. Tenía tanta urgencia de llegar a Tahití, que no podía disimulado. Una

noche, en casa de los Molard, el español Paco Durrio le preguntó por qué esa nostalgia de

un lugar tan terriblemente alejado de Europa.

—Porque ya no soy un francés ni un europeo, Paco. Aunque mi apariencia diga lo

contrario, soy un tatuado, un caníbal, uno de esos negros de allá.

Sus amigos se rieron, pero él, con las exageraciones de costumbre, les decía una

verdad.

Cuando preparaba su equipaje —se había comprado un acordeón y una guitarra en

reemplazo de los que se llevó Annah, muchas fotografías y una buena provisión de telas,

bastidores, brochas, pinceles y botes de pintura— le llegó una carta furibunda de la

Vikinga, desde Copenhague. Se había enterado de la venta pública de sus pinturas y

esculturas en el Hotel Orouot, y le reclamaba dinero. ¿Cómo era posible que se mostrara

tan desnaturalizado con su esposa yesos cinco hijos suyos, a los que ella, haciendo

milagros —daba clases de francés, hacía traducciones, mendigaba ayuda a sus parientes

y amigos—, llevaba ya tantos años manteniendo? Era su obligación de padre y marido

ayudarlos, enviándoles un giro de cuando en cuando. Ahora podía hacerlo, egoísta.

La carta de Mette lo irritó y entristeció, pero no le envió un centavo. Más fuerte

que los remordimientos que a veces lo asaltaban —sobre todo cuando recordaba a Aline,

niña dulce y delicada— era el imperioso deseo de partir, de llegar a Tahití, de donde no

debía haber vuelto nunca. Peor para ti, Vikinga. El poco dinero de esa venta pública le era

indispensable para retornar a la Polinesia, donde quería enterrar sus huesos, y no en

este continente de inviernos helados y mujeres frígidas. Que se las arreglara como

pudiera con los cuadros de él que aún tenía, y, en todo caso, que se consolara, pues,

según sus creencias (no eran las de Paul), los pecados que su marido cometía descuidando

a su familia, los pagaría abrasándose toda la eternidad.

La víspera del viaje hubo una despedida, en casa de los Molard. Comieron,

bebieron, y Paco Ourrio bailó y cantó canciones andaluzas. Cuando él prohibió a sus

amigos que, a la mañana siguiente, lo acompañaran a la estación donde tomaría el tren a

Marsella, la pequeña Judith rompió a llorar.

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