Domingo 23 de septiembre. Sofía, Bulgaria. Un militar con cara de pocos amigos me mira como si no fuera la misma persona que la foto de mi DNI. No parece un comienzo muy agradable.
Si alguien me hubiese dicho un año antes que yo, la chica más temerosa y prudente que conozco, iba a estar viviendo en Bulgaria, le habría tomado por loco. Pero ahí estaba yo un par de meses después, sintiendo como mi hogar un sitio tan lejano y frío. Eso sí, he de confesar –no sin cierta vergüenza- que una de mis primeras impresiones y sentimientos fue una mezcla de asombro y temor. Allí la gente no hablaba inglés. Socorro. El primer día tuve que guiarme por señas, y tirando de google translator, porque increíblemente, a veces ni eso entendían. Poco después descubrí que la gente más joven sí que entendía, aunque tampoco todos.
Es una cultura muy distinta. En otros países más latinos como España, Italia, Portugal o incluso Francia, la gente es mucho más abierta, sonriente, incluso cálida, diría yo. Pero supongo que el clima y la historia que tienen a sus espaldas también afectan al humor.
Un detalle curioso, es su percepción del tiempo y los horarios. Nosotros, a modo de broma, decíamos que nunca llegan a tiempo, y en ocasiones, hasta ellos lo admitían. Una anécdota que siempre cuentan los guías turísticos narra que, a principios del siglo pasado, se produjo un atentado en la Catedral de Sveta-Nedelya con intención de matar al rey, pero este finalmente no sufrió daño alguno debido a que llegó tarde. Yo también sufrí alguna que otra vez la impuntualidad del pueblo búlgaro, y no precisamente por estar con gente de artes. Sin ir más lejos, el primer día de clase asistí a mi edificio (si es que se puede llamar así, porque eran las antiguas caballerías reales reformadas) todo nerviosa y emocionada por conocer a mis nuevos compañeros y no encontré a nadie. Tuve que ir a otra clase para preguntar si estaba en el lugar correcto. Efectivamente, lo estaba. La chica que me ayudó me dijo que a veces la gente llegaba una hora tarde, pero que lo mejor era que me fuera a casa porque el primer día no solía ir nadie a clase.
Menudo comienzo de curso. Al día siguiente sí que por fin vi a mi clase y pude hablar con la jefa del departamento de moda. ¿La siguiente sorpresa? Muchas de las asignaturas que había cogido no podía hacerlas porque se solapaban horarios, estaban en la otra punta de la ciudad o eran en búlgaro. Pues sí señores, en ese momento descubrí que todas mis asignaturas eran impartidas en búlgaro. Otra sorpresa más. Por supuesto, me decanté por escoger asignaturas prácticas, aunque mantuve las teóricas que no podía cambiar. En una de ellas, la profesora me dijo que debía asistir a todas las clases, ya que, al haber mucha materia visual, tenía que quedarme. Aunque por supuesto eso no fue todo, en esa, al igual que las otras teóricas, tuve que buscar la información en inglés para poder seguir la clase.
En las asignaturas prácticas, por norma general, el profesor explicaba todo y al final se quedaba un rato conmigo resumiéndome lo que había dicho y tratando de explicarme en qué consistían los proyectos. Fue una experiencia interesante. Ensayo, error, ensayo, error. Hasta que comprendía bien los matices de todo lo que pedían. Algo gracioso para el resto era ver mi esfuerzo para seguir la clase. Parecía que estaba viento un partido de tenis, miro a uno, miro a otro, el profe, el alumno, y así durante toda la clase. Eso sí, siempre con cara de máxima concentración. Y es que, aunque no lo he dicho, me metí a clases de búlgaro. Sí, sí, por gusto. El resto de estudiantes Erasmus saltándose clases y yo yendo a todas (porque si no me perdía) y apuntándome a otras extras. En realidad, a estas no iba a mi universidad, sino que nos metimos de incógnito dos de mis compañeras de residencia y yo. Por supuesto, nos pillaron al mes cuando la profesora nos preguntó nuestras carreras para traducirlas al búlgaro. Todas éramos de artes y esa universidad no tenía nada artístico, pero por suerte la profesora era un amor, y como éramos de las alumnas más aplicadas, nos dejó quedarnos en contra de las normas.
Y una vez introducidas, tengo que hablar de ellas: mis compañeras de residencia. Seis chicas que hicieron de mi estancia allí la mejor de mis experiencias. Louise, francesa; Sophie y Silvia, italianas; Sabeth, alemana; Ana, española y Medina, kazaja. Vivíamos todas en la residencia de la Academia de artes, divididas en tres pisitos de dos habitaciones con un baño sin plato de ducha, pero sí alcachofa de ducha (imagina cómo quedaba todo de agua) y la cocina más minúscula que puedas imaginar, pero a la que sacamos el mayor provecho inimaginable. Y es que podría decirse que la comida se convirtió en un punto fuerte de nuestro Erasmus. Nada de comer pasta y arroz todos los días. ¡Somos 7 chicas de países con una cultura gastronómica riquísima, no podemos hacer eso! Creo que con deciros que algunas de nuestras primeras tradiciones “familiares” fueron la noche semanal de pizza, los Bruch del domingo, el día de comida búlgara, o las cenas de “comida tradicional de tu país”, ya os digo todo. Y no creáis que era de comida a domicilio o restaurante, no, no ¡Todo hecho en casa! Por suerte, teníamos en cada piso un horno con 2 fuegos (o uno) y mi cocina un hervidor para el té.
Otra de las cosas que echo mucho de menos son nuestras excursiones. Sofía se sitúa en la falda de una montaña, a la que llegas en media hora cogiendo un simple bus urbano. Viviendo en Zaragoza, echas en falta ese verde, el aire de montaña… Aunque no solo íbamos allí, también visitamos la ciudad de Plovdiv, capital europea este 2019, los 7 lagos de Rila y las cascadas de los alrededores, parte de Rumanía, el festival Surva (Pernik), donde representantes de todos los pueblos escenifican costumbres mientras van vestidos con trajes y máscaras tradicionales, etc.
Y por supuesto, los viajes organizados por los voluntarios Erasmus de allí, cuyos viajes se resumen en visitas y guías a montones, no parar de andar y mucha marcha por la noche. Súper completas, cultura, deporte y fiesta. Sí o sí te tenían que gustar. A lo cual, vamos al tema principal con el que relaciona a todo estudiante Erasmus, la fiesta. He de admitir que no fui a muchas, mas que cuando iba de excursión o viaje, y alguna que otra por ahí. Lo sé, comíamos manjares hechos por nosotras, éramos unas grandes estudiantes y no fuimos a todas las fiestas, a ojos de nuestros amigos, fracasamos como erasmus. Nuestros padres, felices a más no poder. Para nosotras, una etapa de nuestra vida que nos ha marcado en independencia, autoconfianza, amistades diversas y conocimiento. ¿El próximo reto? Volver a juntarnos donde el destino nos cruzó.