EL REGRESO DE LOS FANTASMAS.- (Relato angustioso).-

Los fantasmas habían regresado. Los encontró cuando recorrió la casa, habitación por habitación, intentando hallar los ecos de las últimas visitas, tan alegres, tan deseadas… recordando la visión de su hogar engalanado de luces, respirando el aroma de los turrones y de las charlas de familia.

Siempre pasaba lo mismo, olvidaba a los espectros cuando se metía de lleno en los días festivos de diciembre, ─arrinconando la visión de aquel primer encuentro: del horror que le erizó la nuca con un frío antinatural, justo cuando había muerto su marido, hacía ya unos cuantos años─.  Desgranaba las jornadas de celebración, una detrás de otra, igual que un crío goloso, agotando sus días en poner adornos, preparar comidas, urdir reuniones y hacer mil compras. Los fantasmas se escondían y no daban la lata.

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En la primera habitación sintió de inmediato el gélido aliento de uno o, quizá, de varios de estos entes. ─A veces era imposible saber su número exacto, pues les gustaba estar pegados unos a otros, frotándose el polvo de la tristeza con ahínco, a la cual eran muy aficionados─. En la estancia contigua observó con espanto cómo se curvaban los visillos de la ventana adoptando una forma humana con los brazos extendidos hacia ella, mientras bisbiseaba inconexas y retumbantes exclamaciones de dial de radio mal ajustado. Escapó corriendo al salón en un intento de salir de la pesadilla. No pudo. Allí las formas brumosas se esparcían por el sofá emitiendo sonidos amenazadores. Se levantaron todas a la par y pasaron sobre ella unas cuantas veces hasta que la derribaron. Su venganza no tenía parangón, ella lo sabía muy bien.  Se fue arrastrando hasta la pared de la ventana y se incorporó con dificultad. Esta vez la habían golpeado con especial saña. La abrió de golpe provocando que varios espectros salieran disparados hacia el exterior. Vano intento. Esperaron pacientemente ─porque eso sí, los fantasmas tenían una paciencia infinita─ a que un haz de luz del atardecer penetrara en la gran sala, y por ahí se colaron nuevamente.

Conocía de sobra lo que vendría a continuación: cuando lograba escapar a la calle durante el día, haciendo que el retorno se tornara insoportable. Esos monstruos incorpóreos le hacían pagar sus ganas de vivir, su lozanía de vida, no dejando que el sueño cerrara sus párpados o, por el contrario, sumiéndola en un duermevela de pesadillas terroríficas.

No se volvía loca porque mantenía la esperanza atizada, ese pequeño  fuego escondido que se adivinaba en cada suspiro: junio llegaría pronto tragándose a la estantigua espectral.

Se metió de lleno en sus rituales, esos pequeños actos consoladores que daban a su existencia cierto aire de normalidad. Se duchó, peinó y contó las arrugas del entrecejo ─tantas había que pensó que se le rompería la piel por esas horribles hendiduras tragándose su cara sin remedio ─.

Por temor dejó de salir a la calle. Decidió no abrir la puerta a nadie y desconectó el teléfono. Se impuso tan dura penitencia con la certidumbre de que de este modo no echaría tanto de menos lo que no veía. Y se pasó el tiempo jugando al mus con los bultos tornasolados que se sentaban en las sillas del comedor. De vez en cuando la dejaban echar un sueñecito para despertarla con gritos desgarradores. Parecía estar sumida en un oscuro túnel que no tenía fin.



Fue comiendo cada vez menos hasta que ya no lo necesitó. ‹‹El cuerpo se acostumbra a todo››, solía decir su madre. Al principio de tan frugal dieta caminar unos pasos se hacía una labor del todo imposible pero, a fuerza de ejercitarse, sus pies adquirieron una ligereza sin igual, apenas rozando el suelo al moverse. Eso nos convierte en seres deslizantes que vivimos un presente continuo como almas errantes, la golpeó la frase de Argullol almacenada en algún recuerdo. Un ser deslizante, así se sentía, resbalando en una inmensidad tenebrosa, pegajosa como el barro.

Llegó junio y, a pesar de las persianas cerradas, de los visillos y espesor de las cortinas, los dedos del sol del verano se filtraron en las estancias recordando a los espectros la hora de partida. Estos se fueron a regañadientes, protestando y chillando como cada estío, arrastrados por la calima de los caminos de luz.

La mujer se sentó en una silla, respirando esas motas doradas que le hacían cosquillas en la pituitaria. Estornudó varias veces y se quedó allí muy quieta, saboreando su bien merecida tranquilidad; horas después seguía en el mismo lugar mientras la penumbra de la tarde apagaba el salón. No quería moverse. Tomó conciencia de que flotaba hacia el techo y luego se desparramaba por las habitaciones, esponjándose o adelgazándose, mientras hacía flotar la colcha, las toallas, las cortinas de las ventanas, moldeando su figura en mil formas, todas malévolas y amenazantes. Se paró en seco. Tomó conciencia de su nuevo estado. ─Ya no era la misma─ Se había convertido en lo que más odiaba, en un fantasma. Intentó largarse subiéndose a los rayos de luz de la mañana, quería ir muy lejos, a otras tierras y recuperar su otro yo. Pero no pudo. Estaba ligada a su casa, a su memoria y le era imposible romper esa unión esclava. Era un espectro con recuerdos humanos, un ser que no era ni dejaba de serlo. Gritó y odió el aroma que llegaba a través de la ventana, que no era otro que el de la vida, el elixir que un fantasma jamás alcanzaría.

El invierno trajo de nuevo a los fantasmas. No tardaron en huir. Un terrible espíritu habitaba el lugar, no imaginaron de dónde habría venido. Jamás regresaron.

María Teresa Echeverría Sánchez.



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