El desierto de la soledad estaba regado por esa gota de agua y recorría todo el cuerpo, pies rodilla, muslo, entrepierna, cadera la sensación era la que importaba y a ella le estaba pareciendo muy placentera.
Enfrente de la encimera colocado muy acertadamente un espejo enmarcado en grises envejecidos que relucía por su pulcritud, la estancia desprendía un olor a tomillo en flor recién cortado, aromas de mora endulzaban el aire y la brisa que penetraba la estancia, desprendía ese olor a campo, libre de sudor y alcohol. La imagen era mimética, te hipnotizaba porque te hacía no separar los ojos de la gota de agua, la silla, el taburete, la mesa carecían de presencia, muebles recién pintados, que daban un aire muy acogedor a la estancia, dos colores predominaban, el blanco inmaculado y el azul oceánico. Aunque tu mirada como cuando escuchas al solista de un concierto se fundía con esa gota de agua, como notas de un violín que invaden un auditorio, y la seguías como pistas de una novela policiaca.
Una silueta masculina, oscura se recortaba en la entrada de la salida a la terraza continua. No podía descifrar su rostro, pero tenía la sensación de que la estaba mirando, permaneció quieta como una estatua del jardín de las Hespéridas, en el momento que reaccionó y quiso saber más de ella, la silueta se caminó en la claridad del día, dejando entrever su torso sin atisbo de poder discernir su rostro, solo un pequeño tatuaje de una flor de lis en el torso de su mano.
El silencio le acarició el rostro. Dulce infancia y despertar de la pubertad acompañado de la harmonía de la mujer. Ese recuerdo siempre la acompañará a esos prados.
Ese día marcó el inicio de una sexualidad temprana,