(Escocés: 1859-1930)
«Poned a Urías frente a lo más reñido de la batalla y retiraos de detrás de él para que sea herido y muera.»
2 Samuel 11, 15.
Una noche de verano, pocos meses después de casarme, estaba sentado ante mi chimenea, fumando una última pipa y dando cabezadas sobre una novela, pues mi jornada de trabajo había sido agotadora. Mi esposa había subido ya, y el ruido al cerrarse con llave la puerta de entrada, un rato antes, me indicó que también los sirvientes se habían retirado. Había abandonado mi asiento y estaba vaciando la ceniza de mi pipa, cuando oí de pronto un campanillazo.
Miré el reloj. Eran las doce menos cuarto. A una hora tan tardía no podía tratarse de un visitante. Un paciente, desde luego, y posiblemente toda la noche en vela. Torciendo el gesto, me dirigí al recibidor y abrí la puerta. Con gran asombro por mi parte, era Sherlock Holmes quien se encontraba en la entrada.
–Vaya, Watson –dijo–, ya esperaba yo llegar a tiempo para encontrarle todavía levantado.
–Adelante, por favor, mi querido amigo.
–¡Parece sorprendido y no me extraña! ¡Y aliviado también, diría yo! ¡Hum! ¿O sea que todavía fuma aquella mezcla Arcadia de sus tiempos de soltero? Esta ceniza esponjosa en su chaqueta es inconfundible. Es fácil observar que estaba usted acostumbrado a vestir uniforme, Watson; nunca se le podrá tomar por un paisano de pura raza mientras conserve el hábito de guardar el pañuelo en su manga. ¿Puede darme alojamiento por esta noche?
–Con mucho gusto.
–Me dijo que tenía una habitación individual para soltero y veo que en este momento no hay ningún visitante varón. Así lo proclaman los ganchos para sombreros en su perchero.
–Me complacerá mucho que se quede.
–Gracias. Llenaré, pues, un colgador vacante. Lamento ver que ha tenido un operario británico en casa. Los envía el demonio. ¿No sería un problema de desagües, espero?
–No, el gas.
–¡Ah! Ha dejado dos marcas de clavos de su bota en su linóleo, precisamente allí donde da la luz. No, gracias, he cenado algo en Waterloo, pero gustosamente fumaré una pipa con usted.
Le ofrecí mi bolsa de tabaco y él se sentó frente a mí; durante un rato fumé en silencio. Yo sabía perfectamente que sólo un asunto de importancia podía haberle traído a mi casa a semejante hora, de modo que esperé con paciencia que decidiera abordarlo.
–Veo que en estos momentos está muy ocupado profesionalmente –comentó, dirigiéndome una mirada penetrante.
–Sí, he tenido un día atareado –contesté–. Tal vez a usted le parezca una necedad –añadí–, pero de hecho no sé cómo lo ha podido deducir.
Holmes se rió para sus adentros.
–Tengo la ventaja de conocer sus costumbres, mi querido Watson –dijo–. Cuando su ronda es breve va usted a pie y cuando es larga toma un coche de alquiler. Ya que percibo que sus botas, aunque usadas, nada tienen de sucias, no me cabe duda de que últimamente su trabajo ha justificado tomar el coche.
–¡Excelente! –exclame.
–Elemental –dijo él–. Es uno de aquellos casos en los que quien razona puede producir un efecto que le parece notable a su interlocutor, porque a éste se le ha escapado el pequeño detalle que es la base de la deducción. Lo mismo cabe decir, mi buen amigo, sobre el efecto de algunos de esos pequeños relatos suyos, que es totalmente el de un espejismo, puesto que depende del hecho de que usted retiene entre sus manos ciertos factores del problema que nunca le son impartidos al lector. Ahora bien, en este momento me encuentro en la misma situación de estos lectores, pues tengo en esta mano varios cabos de uno de los casos más extraños que nunca hayan llenado de perplejidad el cerebro de un hombre y, sin embargo, me faltan uno o dos que son necesarios para completar mi teoría. ¡Pero los tendré, Watson, los tendré!
Sus ojos centellearon y un leve rubor se extendió por sus flacas mejillas. Por un instante, se alzó el velo ante su naturaleza viva y entusiasta, pero sólo por un instante. Cuando le miré de nuevo, su cara había adoptado otra vez aquella impasibilidad de indio pielroja que había movido a tantos a mirarle como una maquina y no como un hombre.
–El problema presenta rasgos interesantes –dijo–; puedo decir que incluso características excepcionales muy interesantes. Ya he examinado el asunto y he llegado, según creo, cerca de la solución. Si pudiera usted acompañarme en esta última etapa, me prestaría un servicio más que considerable.
–Me encantaría.
–¿Podría ir mañana a Aldershot?
–No dudo de que Jackson me sustituirá en mi consulta.
–Muy bien. Deseo salir de Waterloo en el tren de las once diez.
–Lo cual me da tiempo de sobra.
–Pues entonces, si no tiene demasiado sueño, le haré un esbozo de lo que ha ocurrido y de lo que queda por hacer.
–Tenía sueño antes de llegar usted. Ahora estoy perfectamente despejado.
–Resumiré la historia tanto como sea posible sin omitir nada que pueda ser vital para el caso. Es concebible que usted haya leído incluso alguna referencia al mismo. Es el supuesto asesinato del coronel Barclay, de los Royal Mallows, en Aldershot, lo que estoy investigando.
–No he oído nada al respecto.
–Es que todavía no ha despertado una gran atención, excepto localmente. Son hechos que sólo cuentan con un par de días. Brevemente, son los siguientes:
»Como usted sabe, el Royal Mallows es uno de los regimientos irlandeses más famosos en el ejército británico. Hizo proezas tanto en Crimea como durante el motín de los cipayos y, desde entonces, se ha distinguido en todas las ocasiones posibles. Hasta el lunes por la noche lo mandaba James Barclay, un valiente veterano que comenzó como soldado raso y fue ascendido a suboficial por su bravura en tiempos del motín. Llegaría a mandar el mismo regimiento en el que en otro tiempo él había llevado un mosquete.
»El coronel Barclay se casó en la época en que era sargento y su esposa, cuyo nombre de soltera era Nancy Devoy, era hija de un antiguo sargento del mismo regimiento. Hubo por tanto, como puede imaginar, alguna leve fricción social cuando la joven pareja, pues jóvenes eran aún, se encontró en su nuevo ambiente. No obstante, parece ser que se adaptaron con rapidez y, según tengo entendido, la señora Barclay siempre fue tan popular entre las damas del regimiento como lo era su marido entre sus colegas oficiales. Añadiré que era una mujer de gran belleza y que incluso ahora, cuando lleva más de treinta años casada, todavía presenta una espléndida apariencia.
»Todo indica que la vida familiar del coronel Barclay fue tan feliz como regular. El mayor Murphy, al que debo la mayor parte de mis datos, me asegura que nunca oyó que existiera la menor diferencia entre la pareja. En conjunto, él piensa que la devoción de Barclay a su esposa era mayor que la que su esposa sintiera por él. Barclay se sentía muy intranquilo si se apartaba del lado de ella por un día. Ella, en cambio, aunque afectuosa y fiel, no revelaba un cariño tan avasallador. Pero los dos eran considerados en el regimiento como el mejor modelo de una pareja de mediana edad. No había absolutamente nada en sus relaciones mutuas que anunciara a la gente la tragedia que iba a producirse más tarde.
»Al parecer, el coronel Barclay presentaba algunos rasgos singulares en su carácter. En su talante usual, era un viejo soldado animoso y jovial, pero había ocasiones en que daba la impresión de ser capaz de mostrarse considerablemente violento y vindicativo. Sin embargo, por lo que parece, este aspecto de su naturaleza jamás se había vuelto contra su esposa. Otro hecho que había llamado la atención del mayor Murphy, así como de tres de los otros cinco oficiales con los que hablé, era el singular tipo de depresión que a veces le acometía. Tal como lo expresó el mayor, a menudo la sonrisa se borraba de sus labios, como si lo hiciera una mano invisible, cuando se estaba sumando a las bromas y el regocijo en la mesa de los oficiales. Durante varios días, cuando este humor se apoderaba de él, permanecía sumido en el más profundo abatimiento. Esto y un cierto toque de superstición eran los únicos rasgos inusuales que, en su manera de ser, habían observado sus hermanos de armas. Esta última peculiaridad asumía la forma de una repugnancia respecto a quedarse solo, especialmente después de oscurecido, y este detalle pueril en una personalidad tan conspicuamente varonil habla suscitado comentarios y conjeturas.
»El primer batallón de los Royal Mallows, el antiguo 117, lleva varios años estacionado en Aldershot. Los oficiales casados viven fuera de los cuarteles y, durante todo este tiempo, el coronel había ocupado una villa llamada Lachine, a cosa de media milla del Campamento Norte. La casa se alza en terreno propio, pero su ala oeste no se halla a más de treinta yardas de la carretera principal. Un lacayo y dos camareras constituyen la servidumbre. Ellos, junto con sus señores, eran los únicos ocupantes de Lachine, ya que los Barclay no tenían hijos, y no era usual en ellos tener visitantes instalados. Pasemos ahora a lo sucedido en Lachine entre las nueve y las diez del pasado lunes.
» Al parecer, la señora Barclay pertenecía a la iglesia católica romana y se había interesado vivamente por la creación del Gremio de San Jorge, formado en conexión con la capilla de Watt Street, con la finalidad de suministrar ropas usadas a los pobres. Aquella noche, a las ocho, había tenido lugar una reunión del Gremio y la señora Barclay había cenado apresuradamente a fin de llegar puntual a la misma. Al salir de su casa, el cochero la oyó dirigir una observación de tipo corriente a su marido y asegurarle que no tardaría en volver. Llamó después a la señorita Mornison, una joven que vive en la villa contigua, y fueron las dos juntas a la reunión. Ésta duró cuarenta minutos y, a las nueve y cuarto, la señora Barclay regresó a su casa, después de dejar a la señorita Mornison ante la puerta de la suya, al pasar.
»Hay en Lachine una habitación que se utiliza como sala de estar por la mañana. Da a la carretera y una gran puerta cristalera de hojas plegables se abre desde ella sobre el césped. Éste se extiende a lo largo de unas treinta yardas y sólo lo separa de la carretera un muro bajo rematado por una barandilla de hierro. En esta habitación entró la señora Barclay al regresar. Las cortinas no estaban corridas, ya que rara vez se utilizaba aquella sala por la noche, pero la propia señora Barclay encendió la lámpara y después tocó la campanilla para pedir a Jane Stewart, la primera camarera, que le sirviera una taza de té, cosa que era más bien contraria a sus hábitos usuales. El coronel había estado sentado en el comedor, pero al oír que su esposa ya había regresado, se reunió con ella en la sala mencionada. El cochero le vio atravesar el vestíbulo y entrar en ella. Nunca más se le volvería a ver con vida.
»El té que ella había pedido le fue subido al cabo de diez minutos, pero la sirvienta, al acercarse a la puerta, oyó, sorprendida, las voces de su señor y su señora entregados a un furioso altercado. Llamó, sin recibir respuesta alguna, e incluso hizo girar el pomo de la puerta, pero resultó que ésta estaba cerrada por el interior. Como es natural, bajó corriendo para advertir a la cocinera y las dos mujeres, acompañadas por el lacayo, subieron al vestíbulo y escucharon la disputa que proseguía con la misma violencia. Todos coinciden en que sólo se oían dos voces, la de Barclay y la de su mujer. Las frases emitidas por Barclay eran breves y expresadas con voz queda, de modo que ninguna de ellas les resultaba audible a los que escuchaban tras la puerta. Las de la señora, en cambio, eran más cortantes y, cuando alzaba la voz, se oían perfectamente. «¡Eres un cobarde!», le repetía una y otra vez. «¿Qué podemos hacer ahora? ¿Qué podemos hacer ahora? ¡Devuélveme la vida! ¡No quiero volver a respirar nunca más el mismo aire que tú! ¡Cobarde! ¡Cobarde!» Esto eran fragmentos de la conversación de ella, que terminaron con un grito repentino y espantoso proferido por la voz del hombre, junto con el ruido de una caída y un penetrante chillido de la mujer. Convencido de que había ocurrido alguna tragedia, el cochero se abalanzó hacia la puerta y trató de forzarla, mientras del interior brotaba un grito tras otro. No le fue posible, sin embargo, abrirla, y las sirvientas estaban demasiado acongojadas por el miedo para poder prestarle alguna ayuda. Pero entonces se le ocurrió súbitamente una idea y cruzó corriendo la puerta del vestíbulo y salió a la extensión de césped sobre la que se abría la gran puerta cristalera de hojas plegables. Un lado de éstas estaba abierto, cosa según creo usual en verano, y sin dificultad pudo entrar en la habitación. Su señora había dejado de gritar y estaba echada, sin conocimiento, en un sofá, en tanto que, con los pies sobre el costado de una butaca y la cabeza en el suelo, cerca del ángulo del guardafuegos, yacía el infortunado militar, muerto y en medio de un charco de su propia sangre.
»Naturalmente, el primer pensamiento del cochero, al descubrir que nada podía hacer por su amo, fue el de abrir la puerta, pero entonces se presentó una dificultad tan singular como inesperada. La llave no se encontraba en la parte interior de la puerta y no fue posible encontrarla en parte alguna de la habitación. Por consiguiente, volvió a salir por la ventana y regresó tras haber conseguido la ayuda de un policía y de un médico. La señora, contra la cual se alzaron lógicamente las más intensas sospechas, fue trasladada a su dormitorio todavía en un estado de insensibilidad. El cadáver del coronel fue colocado entonces sobre el sofá y se procedió a un examen cuidadoso del escenario de la tragedia.
»Se comprobó que la herida infligida al infortunado veterano era un corte desigual, de unos cuatro dedos de longitud, en la parte posterior de la cabeza, que indudablemente había sido causado por un golpe violento asestado con un instrumento contundente. Tampoco fue difícil deducir cuál pudo haber sido esta arma. En el suelo y cerca del cadáver había una curiosa maza de madera dura tallada, con un mango de hueso. El coronel poseía una variada colección de armas traídas de los diferentes países en los que había luchado, y la policía conjetura que esta maza figuraba entre sus trofeos. Los sirvientes niegan haberla visto antes, pero entre las numerosas curiosidades que hay en la casa es posible que les hubiera pasado por alto. Nada más de importancia descubrió la policía en la habitación, salvo el hecho inexplicable de que ni en la persona de la señora Barclay ni sobre la víctima ni en parte alguna de la habitación se encontró la llave perdida. Finalmente, la puerta tuvo que abrirla un cerrajero de Aldershot.
»Así estaban las cosas, Watson, cuando el lunes por la mañana me trasladé a Aldershot, a petición del mayor Murphy, para respaldar los esfuerzos de la policía. Pienso que reconocerá que el problema ofrecía ya su interés, pero mis observaciones pronto me hicieron comprender que era en realidad mucho más extraordinario que todo cuanto pudiera aparentar a primera vista.
»Antes de examinar la habitación, interrogué a los sirvientes, pero sólo conseguí obtener los hechos que ya he explicado. Otro detalle interesante fue el que recordó la camarera Jane Stewart. Como ya le he dicho, al oír los ecos de la disputa bajó y regresó con los otros criados. Dice que en la primera ocasión, cuando ella estaba sola, las voces de su señor y de su señora eran tan bajas que apenas pudo oír nada, y juzgó por sus tonos, más bien que por sus palabras, que había una seria desavenencia entre ellos. Sin embargo, al insistir yo en mis preguntas, recordó haber oído el nombre «David», pronunciado dos veces por la dama. Este punto tiene la mayor importancia para orientarnos respecto al motivo de la súbita pelea. Recordará que el nombre del coronel era James.
»Había algo en el caso que causó profunda impresión tanto a los sirvientes como a la policía. Hablo de la deformación en la cara del coronel. Según su relato, había quedado grabada en ella la expresión de miedo y horror más tremenda que pueda asumir una faz humana. Esto, claro está, encajaba perfectamente con la teoría de la policía, en el caso de que el coronel hubiera podido ver a su esposa en el momento de efectuar ésta un ataque mortífero contra él. Y contra esto no representaba una objeción fatal el hecho de tener la herida en la parte posterior de la cabeza, ya que pudo haberse vuelto para evitar el golpe. No era posible obtener información alguna de la señora, ya que ésta se mostraba temporalmente desequilibrada a consecuencia de un agudo ataque de fiebre cerebral.
»Supe por la policía que la señorita Mornison que, como recordará, salió aquella noche con la señora Barclay, negaba tener la menor idea acerca de lo que había causado el malhumor de su compañera al volver.
»Una vez reunidos estos hechos, Watson, fumé varias pipas mientras meditaba sobre ellos, tratando de separar los que eran cruciales de otros que eran meramente incidentales. No cabía la menor duda de que el punto más distintivo y sugestivo en el caso era la desaparición de la llave de la puerta. Un registro a fondo no había permitido encontrarla en la habitación y, por consiguiente, hablan de habérsela llevado. Pero ni el coronel ni la esposa del coronel pudieron apoderarse de ella. Esto quedaba bien claro. Por consiguiente, tenía que haber entrado a la habitación una tercera persona. Y esta tercera persona sólo pudo haber entrado por la ventana. Me pareció que un examen cuidadoso de la habitación y del césped podían revelar alguna traza del misterioso individuo. Usted ya conoce mis métodos, Watson, y no hubo ni uno solo de ellos que yo dejara de aplicar en mi búsqueda. Y ésta concluyó al encontrar yo trazas, pero muy diferentes de las que había esperado. Había habido un hombre en la sala, y este hombre había cruzado el césped, procedente de la carretera. Me fue posible obtener cinco impresiones muy claras de las huellas de sus pies: una en la misma carretera, en el punto donde había escalado el muro bajo, dos en el césped y otras dos, muy débiles, en las tablas enceradas cercanas a la ventana por la que entró. Al parecer, había corrido por el césped, pues las huellas del dedo gordo eran mucho más profundas que las de los talones. Pero no fue el hombre el que me sorprendió, sino su acompañante.
–¿Su acompañante?
Holmes extrajo de su bolsillo una hoja grande de papel plegada y la desdobló cuidadosamente sobre su rodilla.
–¿Qué me dice de esto? –preguntó.
El papel estaba cubierto por dibujos de huellas de patas de un animal pequeño. Tenía cinco almohadillas bien marcadas y una indicación de uñas largas, y toda la huella mostraba más o menos el tamaño de una cucharilla de postre.
–Es un perro –dije.
–¿Ha oído hablar alguna vez de un perro que trepe por una cortina? Encontré señales bien claras de que esta criatura lo había hecho.
–¿Un mono, pues?
–Pero ésta no es la huella de un mono.
–¿De qué puede ser, pues?
–Ni perro, ni gato, ni mono, ni criatura alguna con la que nosotros estemos familiarizados. He tratado de reconstruirla a partir de las mediciones. He aquí cuatro huellas en las que el animal ha estado inmóvil y de pie. Como puede ver, no hay menos de quince pulgadas entre la pata delantera y la trasera. Añada a esto la longitud del cuello y de la cabeza, y tendrá una bestezuela de no mucho menos de dos pies de longitud… probablemente más, si existe una cola. Pero observe ahora esta otra medición. El animal se ha estado moviendo y tenemos la longitud de su paso. En cada caso es tan sólo de unas tres pulgadas. Como ve, existe una indicación de un cuerpo largo con unas patas muy cortas unidas a él. No ha tenido la consideración de dejar una muestra de su pelo tras de sí, pero su forma general ha de ser la que he indicado, puede trepar por una cortina y es carnívoro.
–¿Cómo lo deduce?
–Porque trepó por la cortina. En la ventana colgaba una jaula con un canario; parece ser que su objetivo era apoderarse del pájaro.
–¿Qué era, entonces, este animal?
–Ah, si pudiera darle un nombre habría avanzado un buen trecho hacia la solución del caso. Bien mirado, se trata probablemente de alguna criatura de la tribu de las comadrejas o los armiños y, sin embargo, es más grande que todos los ejemplares de estas especies que yo haya visto jamás.
–Pero ¿qué tuvo que ver con el crimen?
–Esto también queda oscuro. Como observará, sabemos que hubo un hombre en el camino presenciando la disputa entre los Barclay, puesto que había luz en la habitación y las cortinas no estaban corridas. Sabemos también que corrió a través del césped, entró en la habitación acompañado por un animal extraño y que, o bien golpeó al coronel, o éste se desplomó a causa del tremendo susto que le causó su visión y se partió la cabeza en la esquina del guardafuegos. Finalmente, tenemos el curioso hecho de que el intruso se llevó la llave al marcharse.
–Parece como si sus descubrimientos hubieran dejado el asunto más oscuro de lo que ya estaba
-observé.
–Así es. Indudablemente, han demostrado que el caso es mucho más profundo de lo que se conjeturó al principio. Medité detenidamente la cuestión y llegué a la conclusión de que debo enfocar el caso desde otro aspecto. Pero de hecho, Watson, le estoy manteniendo levantado y puedo contarle perfectamente todo esto en nuestro viaje de mañana a Aldershot.
–Gracias, pero ha llegado demasiado lejos para detenerse ahora.
–Yo tenía la certeza de que, cuando la señora Barclay salió de su casa a las siete y media estaba en buena relación con su marido. Como creo haber dicho ya, nunca mostraba de forma ostentosa su afecto, pero el cochero la oyó departir amistosamente con el coronel. Ahora bien, la misma certeza tuve de que, al regresar, se retiró inmediatamente a la habitación en que menos probabilidades tenía de ver a su esposo y allí pidió té, como era propio de una mujer presa de agitación. Finalmente, al presentarse él, prorrumpió en violentas recriminaciones.
»Por consiguiente, algo había ocurrido entre las siete y media y las nueve, algo que alteró por completo los sentimientos de ella respecto a él. Pero la señorita Mornison no se había separado de ella durante esta hora y media y era absolutamente seguro por tanto, a pesar de su negativa, que algo tenía que saber ella respecto al asunto.
»Mi primera conjetura fue la posibilidad de que entre esta joven y el veterano militar existiera alguna relación que éste hubiera confesado ahora a su esposa. Esto explicaría la indignación de ésta a su regreso y también la negativa de la joven en lo tocante a que hubiera ocurrido algo. Tampoco era del todo incompatible con la mayoría de las palabras que pudieron oírse.
Pero existía la referencia a un tal David y también el contrapeso del bien sabido afecto del coronel por su mujer, ello sin hablar de la trágica intrusión de este otro hombre que, desde luego, bien podía estar totalmente desvinculado de todo lo ocurrido antes. No resultaba nada fácil seguirlo todo paso a paso, pero en conjunto yo me sentía inclinado a descartar la idea de que hubiera habido algo entre el coronel y la señorita Mornison, pero cada vez estaba más convencido de que esta joven tenía la clave de lo que provocó el odio de la señora Barclay contra su marido. Por consiguiente, tomé la lógica medida de visitar a la señorita Mornison, explicarle que tenía la absoluta certeza de que ella retenía datos que obraban en su poder y asegurarle que su amiga la señora Barclay podía verse en el banquillo, con peligro de una sentencia capital, a no ser que se aclarase la cuestión.
»‘La señorita Mornison es una jovencita pequeña, con ojos tímidos y rubios cabellos, pero a la que no le faltan, ni mucho menos, astucia y sentido común. Después de hablar yo, reflexionó durante algún tiempo y acto seguido, volviéndose resueltamente hacia mí, comenzó una notable declaración, que procedo a condensarle.
»–Prometí a mi amiga no decir nada al respecto y una promesa es una promesa –dijo–. Pero si de veras puedo ayudarla cuando se encuentra bajo una acusación tan grave, y cuando su boca, pobrecita, se ve cerrada por la enfermedad, creo que estoy liberada de mi promesa. Yo le diré exactamente lo que ocurrió el lunes por la tarde.
»Regresábamos a la misión de Watt Street a eso de las ocho y cuarto. En nuestro camino teníamos que pasar por Hudson Street, que es una calle muy tranquila. Sólo hay un farol en ella, en la acera izquierda, y al acercarnos a él, vi venir hacia nosotros a un hombre con la espalda muy encorvada y con algo semejante a una caja colgada de un hombro. Parecía deforme, pues caminaba con la cabeza gacha y las rodillas dobladas. Al cruzarnos con él, levantó la cara para mirarnos bajo el círculo de luz que proyectaba el farol; al hacerlo se detuvo y gritó con una voz terrible: «¡Dios mío, pero si es Nancy!» La señora Barclay se volvió con una palidez total y se hubiera caído de no haberla sostenido aquel ser de tan horrendo aspecto. Me disponía a llamar a un guardia, cuando ella, con gran sorpresa por mi parte, dirigió educadamente la palabra al hombre.
»–Durante estos treinta años te he creído muerto, Henry –le dijo con voz temblorosa.
»–Y yo –contestó él.
»Fue terrible oír el tono con el que pronunció estas palabras. Tenía un rostro muy moreno y tremebundo y un brillo en los ojos que todavía vuelvo a ver en sueños. Cabellos y patillas estaban entreverados de gris y tenía toda la cara arrugada y llena de surcos, como una manzana marchita.
»–Sigue un rato tu camino, querida –me dijo la señora Barclay–. Quiero hablar un momento con este hombre. No hay nada que temer.
»Trataba de hablar con naturalidad, pero estaba todavía mortalmente pálida y el temblor de sus labios apenas le permitía articular las palabras.
»Hice lo que ella me pedía y los dos hablaron durante varios minutos. Después ella bajó por la calle con los ojos llameantes. Vi que el pobre inválido, de pie junto al farol, alzaba los puños cerrados en el aire, como si la rabia le hubiera enloquecido. Ella no dijo ni palabra hasta que llegamos a mi puerta, pero entonces me estrechó la mano y me rogó que no contara a nadie lo ocurrido.
»–Es un antiguo amigo mío que ha reaparecido -me dijo.
»Cuando le prometí que por mí no se sabría ni una palabra, me besó y ya no he vuelto a verla desde entonces. Le acabo de contar toda la verdad y si me la callé ante la policía fue porque no comprendí entonces el peligro en que se encontraba mi querida amiga. Ahora sé que sólo puede redundar en su favor el que se sepa todo.
»Tal fue su declaración, Watson, y para mí, como podrá imaginar, fue como una luz en una noche oscura. Todo lo que antes había estado desconectado empezó en seguida a asumir su verdadero lugar, y tuve una primera y vaga idea de toda la secuencia de acontecimientos. Mi próximo paso consistía, evidentemente, en hallar al hombre que había causado una impresión tan notable en la señora Barclay. Si todavía se encontraba en Aldershot, la cuestión no sería tan difícil. No hay un número muy elevado de civiles y un hombre deformado forzosamente había de llamar la atención. Pasé un día buscando y, al atardecer, aquel mismo atardecer, Watson, ya había dado con él.
»El hombre se llama Henry Wood y vive en una habitación de la misma calle en la que le encontraron las dos mujeres. Lleva sólo cinco días en la población. Simulando ser un agente del registro tuve una interesante conversación con su patrona. El hombre ejerce el oficio de actor y prestidigitador. Una vez caída la noche, va de una cantina a otra y ofrece en ellas su pequeño espectáculo. Lleva consigo, en aquella caja, un animalillo que a la patrona parece causarle una considerable inquietud, ya que nunca ha visto un animal semejante. Él lo utiliza en algunos de sus trucos, según cuenta ella. Esto fue lo que pudo explicarme la mujer, así como también que era muy extraño que el hombre viviera teniendo en cuenta lo muy retorcido que estaba, que hablaba a veces en una lengua extraña y que en las dos últimas noches le había oído gemir y llorar en su habitación. Era buen pagador, pero en lo que le entregó le dio lo que parecía ser un florín falso. Me lo enseñó, Watson, y era una rupia india.
»Y ahora, mi querido amigo, ya ve usted exactamente dónde nos encontramos y por qué quiero tenerle a mi lado. Está perfectamente claro que, cuando las damas se alejaron de ese hombre, él las siguió a distancia, que presenció a través de la ventana la disputa entre marido y mujer, que irrumpió en la habitación y que el animalillo que llevaba en la caja quedó en libertad. Todo esto ofrece la mayor certeza. Pero él es la única persona de este mundo que puede decirnos exactamente lo que sucedió en aquella habitación.
–¿Y tiene la intención de preguntárselo a él?
–Desde luego… pero en presencia de un testigo.
–¿Y yo soy el testigo?
–Si tiene esa bondad. Si él puede explicar lo sucedido, pues muy bien. Y si se niega, no tendremos más alternativa que la de pedir un mandamiento.
–¿Y cómo sabe que él estará allí cuando nosotros lleguemos?
–Tenga la seguridad de que he tomado algunas precauciones. He puesto a vigilarle a uno de mis chicos de Baker Street, que se agarraría a él como una lapa fuera adonde fuera. Mañana lo encontraremos en Hudson Street, Watson, y entretanto yo sí que sería un criminal si le mantuviera alejado de la cama por más tiempo.
Era mediodía cuando nos encontramos en la escena de la tragedia y, bajo la orientación de mi compañero, nos dirigimos sin pérdida de tiempo a Hudson Street. A pesar de su capacidad para contener sus emociones, pude ver fácilmente que Holmes se encontraba en un estado de excitación contenida, mientras a mí me cosquilleaba aquella sensación placentera, mitad deportiva mitad intelectual, que experimentaba invariablemente cuando me unía a él en sus investigaciones.
–Ésta es la calle –dijo al enfilar un corto pasaje flanqueado por sencillas casas de dos plantas y obra vista–. Ah, ahí está Simpson, que viene a dar el parte.
–Está en casa, señor Holmes –exclamó un rapaz con aspecto de pillete, corriendo hacia nosotros.
–¡Muy bien, Simpson! –aprobó Holmes, dándole una palmadita en la cabeza–. Adelante, Watson, ésta es la casa.
Hizo pasar su tarjeta junto con el mensaje de que habíamos acudido por un asunto importante. Unos momentos después nos encontramos cara a cara con el hombre que deseábamos ver. A pesar del tiempo caluroso estaba agazapado frente a un fuego; la pequeña habitación parecía un horno. El hombre estaba sentado, todo él retorcido y acurrucado en una silla, de un modo que proporcionaba una indescriptible impresión de deformidad, pero el rostro que volvió hacia nosotros, aunque arrugado y atezado, debió de haber sido en otro tiempo notable por su belleza. Nos miró suspicazmente con ojos de un amarillo bilioso y, sin hablar, ni levantarse, nos indicó un par de sillas.
–¿El señor Henry Wood últimamente residente en la India, verdad? – preguntó Holmes afablemente-. He venido por ese asuntillo de la muerte del coronel Barclay.
–¿Y qué puedo saber yo al respecto?
–Esto es lo que he venido a averiguar. ¿Supongo que sabe usted que, si no se aclara el caso, la señora Barclay, que es una antigua amiga suya, será juzgada, según todas las probabilidades, por asesinato?
El hombre experimentó un violento sobresalto.
–Yo no sé quién es usted –exclamó–, ni cómo ha llegado a saber lo que sabe, pero juraría que es verdad lo que me está diciendo.
–Sólo esperan que ella recupere el sentido para proceder a su arresto.
–¡Dios mío! ¿Y ustedes también son de la policía?
-No.
–¿Cuál es, pues, su misión?
–Es misión de todo hombre procurar que se haga justicia.
–Puede aceptar mi palabra de que ella es inocente.
–¿Entonces usted es culpable?
–No, no lo soy.
–¿Quién mató, pues, al coronel James Barclay?
–Fue la Providencia Justiciera quien le mató. Pero le aseguro que, si yo le hubiera hecho saltar la tapa de los sesos, como ansiaba hacer, no habría recibido de mis manos más que lo debido. Si su conciencia culpable no lo hubiera fulminado, es más que probable que yo me hubiera manchado con su sangre. Usted desea que yo cuente lo ocurrido. Pues bien, no veo por qué no debiera hacerlo, pues nada hay en ello que deba avergonzarme.
»Las cosas ocurrieron así, señor. Usted me ve ahora con mi espalda como la de un camello y mis costillas deformadas, pero hubo un tiempo en que el cabo Henry Wood era el hombre más apuesto del 117 de Infantería. Nos encontrábamos entonces en la India, acantonados en un lugar al que llamaremos Bhurtee. Barclay, el que murió el otro día, era sargento en la misma compañía, y la beldad del regimiento y además, la mejor chica que haya existido jamás era Nancy Devoy, hija del sargento abanderado. Había dos hombres que la amaban y uno al que amaba ella. Ustedes sonreirán al mirar a este pobre ser acurrucado ante el fuego y oírme decir que me amaba por lo bien plantado que era yo.
»Pero aunque yo fuese dueño de su corazón, su padre estaba empeñado en que se casara con Barclay. Yo era un muchacho algo atolondrado y tarambana, y él había recibido una educación y ya estaba destinado a llevar un día, la espada. Pero la chica se mantuvo fiel a mí y parecía como si yo fuera a conseguirla cuando se produjo la rebelión de los cipayos y se desencadenó el infierno en todo el país.
»Nuestro regimiento quedó bloqueado en Bhurtee con media batería de artillería, una compañía de sikhs y numerosos civiles, entre ellos mujeres. Nos rodeaban diez mil rebeldes, mostrándose tan ávidos como una jauría de terriers alrededor de una jaula de ratas. Hacia la segunda semana del asedio, se nos terminó el agua y surgió la cuestión de si podíamos establecer comunicación con la columna del general Neill, que estaba avanzando por la región. Era nuestra única posibilidad, ya que no podíamos esperar abrirnos paso peleando, con todas aquellas mujeres y niños, por lo que me ofrecí voluntario para ir al encuentro del general Neill y explicarle el peligro que corríamos. Mi ofrecimiento fue aceptado y hablé de él con el sargento Barclay, del que se decía que conocía el terreno mejor que nadie, y trazó una ruta que me permitiría atravesar las líneas rebeldes. A las diez de aquella misma noche comencé mi expedición. Había un millar de vidas que salvar, pero sólo en una pensaba yo cuando por la noche salté desde el parapeto.
»Mi camino discurría a lo largo de un terreno seco que, según esperábamos, había de ocultarme ante los centinelas enemigos, pero al doblar un ángulo del mismo me encontré frente a seis de ellos que me estaban esperando agazapados en la oscuridad. En un instante, un golpe me atontó y fui atado de pies y manos. Pero el verdadero golpe lo recibí en el corazón y no en la cabeza, pues cuando volví en mí y escuché lo que pude entender de su conversación, oí lo suficiente para enterarme de que mi camarada, el mismo hombre que había trazado el camino que yo había de seguir, me había traicionado y, por medio de un sirviente nativo, me había entregado al enemigo.
»Bien, no es necesario que divague sobre esta parte de la historia. Ya sabe ahora de qué era capaz James Barclay. Bhurtee fue liberada por Neill al día siguiente, pero los rebeldes me llevaron con ellos en su retirada. Pasaron largos años antes de que yo volviera a ver un rostro blanco. Fui torturado y traté de huir, pero fui capturado y torturado de nuevo. Pueden ustedes ver en qué estado quedé. Algunos de los rebeldes, que huyeron a Nepal, me llevaron consigo y después me encontré más allá de Darjeeling. Los montañeses de esta región mataron a los rebeldes que me mantenían prisionero y, por un tiempo, me convertí en su esclavo hasta que me escapé pero en vez de ir hacia el sur tuve que ir al norte, hasta encontrarme con los afganos. Allí vagabundeé varios años y al final regresé al Punjab, donde viví casi siempre entre nativos y me gané la vida con los trucos de prestidigitación que había aprendido. ¿De qué iba a servirme a mí, un pobre inválido, volver a Inglaterra, o darme a conocer entre mis antiguos camaradas de armas? Ni siquiera mi deseo de venganza podía impulsarme a hacerlo. Prefería que Nancy y mis compañeros pensaran que Henry Wood había muerto con la espalda enhiesta, en vez de que me vieran vivo y moviéndome con ayuda de un bastón, como un chimpancé. Ellos no dudaban de que yo había muerto y me cuidé de que nunca supieran otra cosa. Oí que Barclay se había casado con Nancy y que ascendía rápidamente en el regimiento, pero ni siquiera esto me movió a hablar.
»Pero cuando uno envejece, le asalta la nostalgia de su patria. Durante años yo había soñado con los verdes y espléndidos prados y setos de Inglaterra. Finalmente, decidí verlos antes de morir; ahorré lo suficiente para el viaje y me vine entonces aquí, un lugar de soldados, pues yo conozco sus aficiones y sé cómo divertirlos; con ello gano lo bastante para sustentarme.
–Su narración no puede ser más interesante –dijo Holmes–. Ya he oído hablar de su encuentro con la señora Barclay y su mutua identificación. Según tengo entendido, entonces usted la siguió hasta su casa y vio a través de la ventana un altercado entre ella y su esposo, durante el cual ella le echó en cara su conducta con usted. Sus sentimientos le dominaron, atravesó corriendo el césped e irrumpió allí donde estaban los dos.
–Así fue, señor. Y al verme, él asumió una expresión como nunca se la he visto a ningún hombre y se cayó, dándose un golpe en la cabeza contra el guardafuegos. Pero ya estaba muerto antes de caerse. Leí la muerte en su cara tan claramente como ahora puedo leer ese texto a la luz del fuego. La mera visión de mi persona fue como una bala que atravesara su corazón culpable.
–¿Y entonces?
–Nancy se desmayó y yo le arranqué de la mano la llave de la puerta con la intención de abrirla y pedir auxilio. Pero mientras lo hacía, me pareció mejor dejarlo y huir, ya que las cosas podían ponerse negras para mí. Por otra parte, si me detenían mi secreto quedaría al descubierto. En mis prisas, metí la llave en mi bolsillo y dejé caer mi bastón mientras daba caza a Teddy, que se había subido a la cortina. Una vez que lo tuve en su caja, de la que había escapado, me alejé de allí con toda la rapidez posible.
–¿Quién es Teddy?
El hombre se inclinó y alzó la parte frontal de una especie de conejera que había en un rincón. Al instante salió de ella un bellísimo animal de color castaño rojizo, esbelto y sinuoso, con patas de armiño, un hocico largo y delgado, y el par de ojos más hermosos que nunca hubiera visto yo en la cabeza de un animal.
–¡Es una mangosta! –grité.
–Algunos lo llaman así y otros lo llaman icneumón -dijo el hombre–. Cazador de serpientes es el nombre que le doy yo, y es sorprendentemente rápido con las cobras. Aquí tengo una sin colmillos, y Teddy la captura cada noche para divertir a los clientes de la cantina. ¿Alguna cosa más, caballero?
–Tal vez tengamos que verle de nuevo si la señora Barclay llegara a encontrarse en un grave aprieto.
–En este caso, desde luego, yo me presentaría.
–Pero si no es así, no hay necesidad de suscitar este escándalo contra un hombre que ya está muerto, por vergonzoso que haya sido su comportamiento. Tiene usted, al menos, la satisfacción de saber que, durante treinta años de su vida, su conciencia siempre le reprochó su malvada conducta severamente. Ah, allí va el mayor Murphy, por el otro lado de la calle. Adiós, Wood. Quiero saber si ha ocurrido algo nuevo desde ayer.
Tuvimos tiempo para alcanzar al mayor antes de que llegase a la esquina.
–Ah, Holmes –dijo–, supongo que se habrá enterado de que todo este jaleo ha terminado en nada.
-¿Qué ha sido, pues?
–Acaba de terminar la diligencia judicial. Las pruebas médicas han demostrado concluyentemente que la muerte fue debida a una apoplejía. Ya ve que, después de todo, fue un caso bien sencillo.
–Ya lo creo, notablemente superficial –repuso Holmes, sonriendo–. Vamos, Watson, no creo que en Aldershot se nos necesite ya.
–Hay una cosa –dije mientras nos encaminábamos a la estación–. Si el marido se llamaba James y el otro Henry, ¿a qué venía hablar de un tal David?
–Esta sola palabra, mi estimado Watson, hubiera tenido que contarme toda la historia de haber sido yo el razonador ideal que a usted tanto le agrada describir. Era, evidentemente, un término usado como reproche.
–¿Como reproche?
–Sí. Ya sabe usted que, de vez en cuando, David se extralimitaba un poco; en una ocasión lo hizo en el mismo sentido que el sargento Barclay. Usted recordará el asuntillo de Urías y Betsabé. Mucho me temo que mis conocimientos bíblicos estén un poco oxidados, pero encontrará esta historia en el primero o segundo libro de Samuel.