Donosti



Donosti es un lugar especial para mí. Hace 16 años fue el primer viaje que el pomelo y yo hicimos juntos, para que él participara en la clásica Behobia-San Sebastián, una media maratón como no hay otra. Así que volver a Donosti este año, después de muchos (demasiados) años sin visitarla, ha sido un sueño.
Si hay algo que me gusta de Euskadi, más que los chuletones, el txacolí, la sidra, los pinchos y el pescado, todo junto, es la gente. Pocas veces se encuentra gente tan hospitalaria y tan generosa. Cada vez que piso Euskadi me siento muy, pero que muy querida.
Esta vez no fue una excepción, y el viaje me deja recuerdos imborrables y experiencias muy diferentes. Porque eso también lo tiene: cada viaje es distinto, porque en Euskadi acabas arrastrado por la gente y las circunstancias. Me explico.
Llegamos a Donosti el jueves por la tarde, después de una noche en Zaragoza, donde el pomelo tenía trabajo y sobre la que ya os contaré cosas, porque también es una ciudad que me gusta mucho. Pensábamos ir a cenar algo y a dormir, cansados de tanto coche y con la idea de dedicar el viernes a hacer turismo como locos. Teníamos habitación en la pensión Ur Alde, en el centro. Fuimos a dejar las maletas y ahí nos esperaba Aritz, que fue el primero en cambiar nuestros planes.
Solo puedo decir cosas buenas de la pensión y de Aritz. Madre mía, qué trato, qué bonitas habitaciones y qué buen fotógrafo que es él (tendréis que visitarlo para entender por qué lo digo). Charlamos de cine y de comida y nos dio una lista de restaurantes con una lista de sus respectivas especialidades para que supiésemos qué pedir y dónde pedirlo.
Así que solo llegar ya sabíamos cuáles eran los mejores bares, los mejores pinchos y el recorrido que teníamos que hacer para probar unos cuantos. Por favor no preguntéis cuánto había engordado el lunes cuando volvimos.


Nos comimos unos pinchos de anchoas y de bacalao en el Txepetxa y luego fuimos al Gandarias donde comimos champiñones, gambas con bechamel y algún otro pincho que no recuerdo. Me sigue alucinando esa cultura del pincho y cómo vas comiendo y ellos más o menos calculan lo que consumes. Creo que es algo que solo pueden hacer ellos, especialmente con el follón que llega a montarse en la barra del bar.
El viernes trabajamos un poquitín por la mañana. El pomelo había quedado para tomar un café con un compañero de trabajo (o lo más parecido a un compañero de trabajo que tenemos los autónomos), José Luis, que se retrasó y nos llamó más tarde para ofrecerse a llevarnos "a picar algo". Nos pasó a buscar por Donosti y nos llevó a su pueblo, Andoain, a tomar un café. Y me mostró la ikastola de su hija, que me pareció chulísima, con ventanas en forma de árbol, casitas para cada clase con ventanas a la altura de los niños y un par de murales muy bonitos.


Nos hizo gracia ver que enfrente de la iglesia, ¡hay un frontón!




De ahí nos llevó a Beasain a comer. Y lo que iba a ser picar algo se convirtió en un menú espectacular en un hotel de cuatro estrellas, el Dolarea, que Juan Mari nos enseñó de arriba abajo, dejándonos ver todas las habitaciones y las partes más secretas :)


Pero lo mejor es que el hotel forma parte de un conjunto monumental con un palacio, una herrería, un molino, una capilla y un puente, que hace siglos era una aduana. No os creeríais la cantidad de fotos que llegué a hacer, qué sitio tan bonito.






Todo eso en un paisaje otoñal espectacular, porque Euskadi es verde, con unos bosques hermosísimos que en esta época del año están de todos los tonos de marrón y rojo que os podáis imaginar.
De vuelta hacia Donosti volvimos a pasar por Andoain para conocer a la mujer y a las hijas de José Luis, y tal y como llegamos a la ciudad nos montamos en nuestro coche para irnos hacia Zarautz.
Con Zarautz tuvo el pomelo una larga relación profesional hace años, así que también es uno de nuestros lugares fetiche. La casa rural del pueblo estaba regentada hace años por Pilar, una mujer que nos hacía morir de la risa con su manera de hablar y que nos ponía un dulce de manzana casero en el desayuno que era un manjar de dioses.
Y en Zarautz nos quedan algunos amigos, especialmente Patxi, que es un personaje. Y Patxi nos hizo un regalo único, una experiencia alucinante: nos abrió las puertas de su sociedad gastronómica y nos preparó una cena que creo que todavía estoy digiriendo.




Yo nunca había estado en una sociedad, aunque había oído un montón de leyendas urbanas sobre ellas. Y me sorprendió lo bien que funcionan, el buen ambiente que hay y lo enormes que son. La cocina era un sueño y pasé ahí dos horas sacando fotos y charlando con los cocineros, que esa noche eran todos hombres y no me dejaron hacer nada más que mojar pan en todos los platos.




Comimos kokotxas en tres versiones, luego un par de cogotes de merluza y los valientes, solo los valientes, probamos también un chuletón espectacular.


El sábado ya estábamos todos (éramos un montón!) en Donosti y cuando nos levantamos salimos hacia Anoeta a recoger los dorsales. Pero a medio camino nos encontramos, delante del Kursaal, con un mosaico con las banderas catalana y escocesa, y ahí nos quedamos a sacar fotos y a disfrutar del espectáculo, pero sobre todo a hablar con el montón de gente que había y a charlar de política de una manera muy, muy distendida, un poco sorprendente teniendo en cuenta lo delicado del tema. Había mucha curiosidad por la votación del domingo aquí en Catalunya, así que cuando nos oían el acento, todos nos preguntaban.


Llegamos a Anoeta un poco tarde. Ya sabéis que soy futbolera y del Barça, pero siempre he llevado a la Real en el corazón, así que recoger los dorsales dentro del estadio para mí fue un subidón. Aunque tengo que volver cuando haya partido, con mi amiga Ane.


Había un montón de gente. Este año había casi 30.000 corredores apuntados, que se dice pronto. La carrera era el tema de conversación en todas partes.
Con dorsales y alguna compra compulsiva en las manos, volvimos hacia el centro. Paramos a comer en un bar por el camino y comprobamos que, por desgracia, no se come bien en todos los bares de Donosti, por mucho que nosotros creyésemos que sí.
Y ya por fin pudimos pasear un poco por el centro. El pomelo y yo aprovechamos la última hora de luz para pasear alrededor del monte Urgull, desde el ayuntamiento hasta el Kursaal y sacar tres millones de fotos. Bueno, el plural es mayestático, las fotos las saqué yo mientras él miraba extasiado el oleaje.






Esa noche volvimos a salir por algunos de los mejores bares del centro. Fuimos al bar Néstor a comernos un chuletón, pero lo que más me gustó de todo lo que nos sirvieron fueron los tomates... ¡Madre mía! Súper tiernos y riquísimos. Ojo, porque en el bar Néstor hacen dos tortillas al día y hay que pedir hora para tener ración. Solo la mitad de los que íbamos la consiguieron, y yo no estuve entre los privilegiados... habrá que volver.
Luego pasamos por el Martínez a probar el pulpo. Y acabamos tomándonos un patxaran casero en Alberto (no he encontrado la página web, pero está en la calle 31 de agosto, a pocos portales de Gandarias). Las chicas nos atrevimos con un gin-tonic, pero los chicos se fueron a dormir pronto, que al día siguiente había carrera!
Y llegó la mañana de la carrera, y los chicos se tomaron el tren y las chicas desayunamos tranquilas y luego nos repartimos. Yo me escapé un rato porque había quedado con Maider. Qué alegría verla. Nos tomamos una cerveza y charlamos un montón, pero se me hizo cortísimo. Y qué guapa que está, con esa barriguita tan redonda. Es una pasada haber hecho estas amigas gracias al blog, y es una pena estar tan desperdigadas, porque tenemos un montón de cosas en común y me gustaría que nos viésemos más a menudo. Lo único bueno de la distancia es que por lo menos tenemos excusa para viajar.


Los corredores empezaron a cruzar la línea de meta, todos contentos, encantados, más bien, porque todos habían cumplido objetivo y mejorado tiempo.
Antes de subirnos al coche y volver para Barcelona queríamos comer algo (previa ducha de los chicos, que nadie se sube a un coche con un finisher que no se haya pasado jabón por todo el cuerpo como mínimo tres veces) y acabamos en el que para mí es uno de los mejores bares donde hemos estado aunque nadie nos lo había recomendado. El Aita Mari, justo al lado de la pensión, nos pareció un lugar increíble, con un trato excelente, unos pinchos impresionantes y un ambiente muy agradable. No os podéis perder las croquetas de chipirones ni las tortillas... Buf.


Y con el estómago a tope y la memoria llena de momentos mágicos, de gente maja y de experiencias únicas, nos subimos al coche y nos volvimos a casa.
No sé cómo había aguantado diez años sin pisar Euskadi, pero prometo no hacerlo nunca más.
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