DEBORA ARANGO - PINTURA ANTIOQUEÑA DE

  Cultura y Filosofia
 
La Mística
Palabras clave: Visibilidad, Reflexividad, Carne, Narcisismo, Invisible
Visibilidad: la carnal imbricación entre mundo y visión
En la época en que su maestro Pedro Nel Gómez invitaba a Débora Arango a pintar el cuerpo humano en cambio de naturalezas muertas o paisajes, surgieron singulares reuniones donde amigas de la pintora posaban desnudas para ella, como una experiencia privada que concernía sólo a su condición femenina. La artista creaba acuarelas sobre largos papeles, y las imágenes no se mostraban a los hombres, en cambio se escondían bajo la cama como un testimonio expresivo de revelaciones entre aquellas mujeres. Mucho tiempo después, en una entrevista para el documental realizado por Silvia Amaya (Deborarte.1997), afirmaba Débora que el cuerpo humano es lo más bello que puede haber, pero también afirmó en otra ocasión que ella veía lo pagano de los seres humanos.
Merleau-Pontyreflexiona sobre nuestra percepción, indiscutible y enigmática. En ese empeño, busca iluminar, desde el grado cero de la corporeidad, la relación de lo visible con lo vidente, y de los hombres con el mundo, en consecuencia con un planteamiento caro a la fenomenología: que la reflexión fenomenológica tiene como sustrato y objetivo a develar, la unidad carnal del mundo, la vida sensible que deriva como misterio y significación, hacia órdenes de experiencia y cultura siempre en devenir.

“Tendremos que preguntarnos qué hemos encontrado exactamente con esa extraña adherencia entre vidente y visible. Hay visión, tacto, cuando cierto ser visible, cierto ser tangible, se vuelve hacia la totalidad de lo visible, de lo tangible, de que forma parte, o cuando se halla repentinamente rodeado por ella, o cuando de ambos se forma, de resultas de su trato, una Visibilidad, una Tangibilidad en sí, que no pertenece exclusivamente al cuerpo como hecho ni al mundo como hecho, así como en dos espejos, que se hallan uno frente a otro, nacen dos series indefinidas de imágenes metidas unas en otras que no pertenecen verdaderamente a ninguna de las dos superficies, puesto que constituyen una pareja, una pareja más real que cada una de ellas. De esta manera, el vidente, al quedar cogido en lo que ve, a quien ve es a sí mismo: hay un narcisismo fundamental de toda visión. Por la misma razón, la visión que ejerce sobre las cosas, las cosas la ejercen sobre él. Como han dicho muchos pintores, me siento mirado por las cosas: mi actividad es idénticamente pasividad, lo cual constituye el sentido secundario y más profundo del narcisismo: no ver fuera, como lo ven los demás, el contorno de un cuerpo que se habita, sino ante todo, ser visto por él, existir en él, emigrar a él, ser seducido, captado, alienado por el fantasma, de forma que vidente y visible se hacen recíprocos y ya no se sabe quien ve y quien es visto. A esta Visibilidad, a esa generalidad de lo Sensible en sí, a ese anonimato fundamental del Yo mismo es a lo que hemos llamado carne”.
Aquello que es visible constituye una dimensión ontológica del ser, como Realidad que transmigra en los cuerpos insertos en el mundo y en la misma medida es pensable: la carne, principio último que no es ni espíritu ni materia, sino una Visibilidad más acá de los viejos dualismos, inscrita en el seno de nuestra imbricación con el mundo, una sensibilidad inteligente que vuelve sobre sí misma. Movimiento que supone una reflexividad en nosotros, y se prolonga circularmente desde la vivencia personal hacia lo compartido íntersubjetivamente. Vamos a llevar la relación vidente-visible a un punto fundamental que nos interesa: relación entre seres humanos que discurren en el mundo, con lo cual al hacer eco de la incitación pontyana, de una vez asumimos el problema de la intersubjetividad . Bajo un juego de espejos que revela aspectos significativos de una cultura en devenir, nos interesa interrogar ciertas anécdotas de Débora, que apreciamos como un surgimiento singular de Visibilidad testimoniado por ella, así como algunas de sus derivaciones pictóricas. Singularidad que precisamente abre a través de sus expresiones, un mundo compartido y extrañamente familiar, para ser pensado por la reflexión fenomenológica. El juego entre mundo compartido y pintura, es decir, la Visibilidad que abrió Débora, intentaremos recrearla parcialmente. Naturalmente nosotros también estamos jugados por esa Visibilidad, ella nos afecta narcisísticamente, induciéndonos a un diálogo. Nos hacen falta las palabras para poder iluminar nuevamente la pintura en nosotros. Mas esas palabras provienen de aquella Visibilidad, expresan junto con lo que vimos y lo que encontramos , y se confunden en nosotros como un movimiento que intenta abrir significados. Entre nuestras interpretaciones y el mundo de Débora hay una extraña cercanía, tejida imaginariamente. De este modo, la vivencia y creación de la pintora, se actualizan nuevamente como lo que son: un sentido renovable en la historia de este país.La Visibilidad que surgió en las creaciones de la artista Débora Arango cuando pintaba a sus amigas, era el encuentro con el cuerpo femenino como una revelación que le concernía a ella carnalmente , pero hemos de conceder que eso atañe a todos nosotros, precisamente en tanto es modalidad de la Visibilidad: como esa fulguración que nos deslumbra al contemplar un cuerpo desnudo. Aunque en Débora respondía a un acto secreto que ocurría sólo entre mujeres, y que inicialmente no podía ser ventilado socialmente más allá de su íntima cumbre. Es un momento de revelación en la artista, que luego irá más allá de lo privado y se convertirá en un movimiento total de expresión en lo público, con las consecuencias de la censura proveniente de distintos sectores de la sociedad . Débora recorrerá inquilinatos, cárceles, calles o bares, acogiendo con furor a la vida de la gente para transformarla en pintura que ve lo pagano, o que evidencia las transformaciones que la urbe capitalista motiva en los seres humanos, entregando con ello otra vez su humanidad a gente que no merecería entrar en la pintura . Es decir, abriendo la Visibilidad, como relación entre el vidente y lo visible que segrega lo intersubjetivo, como experiencia en el mundo de la vida que se hace pintura, y encuentra una nueva dimensión de ser en cierto estilo. Entonces entra en escena el arte de Débora Arango, pero junto con ello su moral y su ideología, que al pintar un mundo, a la vez lo hacen símbolo en el medio estético .

Pintura como Erotismo y Reflexividad
En su ensayo El ojo y el espíritu, Merleau-Ponty descubre una reflexividad que no es cercana a la filosofía, pues ésta se restringe, como lugar privilegiado que es, a comprender a partir de conceptos, y a actualizar el lugar central que la conciencia encuentra en la palabra y el pensamiento. Entonces podemos decir que pensamos en tanto existimos. Pero hay otra reflexividad que existe como un “hay” previo que vive el pintor, y que entrará a dialogar con la reflexión filosófica, abriéndola, intensificándola, en un camino de doble vía que entendemos como un ir a las cosas mismas. Esa reflexividad del pintor se instala en el arte porque en todo caso hay aún otra más original: la de cualquiera de nosotros, que es capaz de volver sobre su propia visión para aprender otra vez a mirar sobre la base de ella. El pintor a fin de cuentas, lo que hace es rastrear con sutileza la mirada cotidiana para crear un símbolo interior de su comunión con el mundo:
“El enigma reside en que mi cuerpo es a la vez vidente y visible. Él, que mira todas las cosas, también se puede mirar, y reconocer entonces en lo que ve el “otro lado” de su potencia vidente. Él se ve viendo, se toca tocando, es visible y sensible para sí mismo. Es un sí mismo, no por transparencia como el pensamiento, que no piensa sea lo que sea sino asimilándolo, constituyéndolo, transformándolo en pensamiento; es un sí mismo por confusión, narcisismo, inherencia del que ve a lo que ve, del que toca a lo que toca, del que siente a lo sentido; un sí mismo, pues, que está preso entre las cosas, con una cara y una espalda, un pasado y un porvenir” .¿Cómo es posible esa reflexividad en el despliegue del arte pictórico? ¿Cómo surge en el ensamblaje entre nuestra realidad y su imaginación pictórica? Un cuerpo mira a otro cuerpo. Aquel existe como carnalidad, y el otro como pintura. Éste le revela algo al primero, inherente a su ser, aunque no de forma directa. Lo hace en el medio de las formas que vuelven sobre sí mismas y así trastocan la realidad en su seno. Hay que describir entonces, la manera como se expresa ese mundo pictórico, para llegar a mostrar algún sentido de la revelación, que por lo demás no termina. Pero en todo caso interesa resaltar que la pintura le revela al espectador un ángulo de la vida bajo unas condiciones formales del estilo, he ahí la potencia mistificadora o transgresora de una expresión como la pintura. Vamos a motivar una reflexividad a través de nuestra mirada de algunas pinturas de Débora Arango, que constituyen dos series: por una parte la desnudez femenina, y de otra, algunas escenas de la vida cotidiana. Con ello pretendemos evidenciar una trama de sentido entre lo visible y lo invisible, entre el arte y ciertos rasgos sociales definidos en el tiempo.
Montañas En Montañas vemos desde atrás a una joven acostada sobre una tela blanca, en un ángulo que resalta el perfil de su cuerpo tranquilo y extendido hacia las montañas, para integrar un paisaje compuesto por la naturaleza y la mujer, metáfora celebrada por poetas y pintores. El cuerpo de la mujer es como las montañas, tiene las mismas protuberancias que delinean contornos subiendo y bajando. La pierna derecha, desde su primer plano, se incrusta en el fondo de montañas, para definirse como un pico más, pero al mismo tiempo juega con la pierna izquierda prolongando el movimiento ondulante de las lomas. El sexo toma el color de esas montañas, es también una pequeña cumbre y completa la entremezcla despreocupada entre naturaleza y cuerpo humano. Los brazos revelan el desenfado, como si la pintora hubiese buscado, frente a una sociedad que encubre, la posibilidad de ver nuevamente con naturalidad el cuerpo femenino, como humanidad naturalizada. Es a una cultura que está muy lejos de leer aquello en el cuerpo humano, a quien se dirige la pintora. Bajo la serena actitud entera del cuadro se arma el escándalo y la obra es rechazada y considerada pornográfica. En una crítica aparecida en El Siglo, a principios de 1943, el autor que no aparece mencionado, titula su columna con el rótulo de “Las acuarelas infames”, a raíz de una edición de obras de la artista en la Revista Municipal de Medellín. Se cuestiona la posición del brazo derecho que sale de la oreja como un pólipo y se denuncia “la simple y llana verdad de un arte que se dedica, como los afiches cinematográficos, a halagar perturbadores instintos sexuales”. Frente a este juicio que se denuncia a sí mismo y refleja la pecaminosa conciencia de quien lo escribió, proponemos otro reflejo escrito en 1952 por el poeta Vicente Aleixandre: “La melancólica inclinación de los montes/ no significaba el arrepentimiento terreno/ ante la inevitable mutación de las horas: / era más bien la tersura, la mórbida superficie del mundo/ que ofrecía su curva como un seno hechizado/ .
Bailarina en Descanso Bailarina en descanso. La mujer negroide está acostada de lado, y su cuerpo expuesto en una posición que muchos otros artistas ya realizaron hasta formar una convención pictórica que se extiende hacia la publicidad actual. La pose de esta mujer está disuelta en la actitud de desenfado dada por el rostro y los brazos, que terminan de abrirla en su intimidad. Ella no mira al espectador, y sus pensamientos vagan. Los labios pintados de rojo, juegan con los pezones marcados en su configuración. Es una mujer morena, pero el color de su piel está matizado por tonos azules y rojizos, que combinan en una coloración general subida, sin ser excesiva: predomina la calidez que va de los amarillos a los rojos y se contrasta con lo azulado o morado que obra como sombra cortada, ofreciendo relieves que hacen salir la carnalidad del cuerpo. Por ejemplo en el volumen de la pierna derecha que se vuelve más maciza por los morados externos. Esta carnalidad sube hasta el vientre silueteado por la planta que lo acaricia, creando ante el ojo una cóncava atracción que encierra. La negrura del pubis ayuda a dar centro y fuerza a esa atracción desde la negra triangulación. Los pequeños pies contrastan con el volumen de las piernas que custodian el vientre, ofreciendo una ligereza que culmina el descanso. La bailarina blanca y alargada que aparece a la izquierda, podría ser la musa de la bailarina real. Las flores reiteran la presencia de lo rojo, junto con las cortinas, sugiriendo una embriaguez aquietada. La planta envuelve por arriba el vientre para terminar en un capullo que insinúa el amor.

La acuarela de la bailarina es una provocación. Representa a una mujer de extracción popular, que naturalmente descubre su sexualidad, eso es lo que interesa como verdad que trasciende hasta el debate público. Lo que cambia respecto a la tradición en esta acuarela, es la forma expresionista de pintar, que está al servicio de una exaltación de la bailarina y de su condición humana; desde una pose muy usual en la pintura occidental, sobresale una relación que se advierte entre la naturalidad del descanso de la mujer y la ostentación de su sexualidad, dada por la rama que sube sobre el contorno de su cadera y por el centro de atracción de su pubis. 

Venus de Urbino
Olimpia Dicha conexión puede acentuar la indignación porque se aprecia como una cita de la tradición clásica que menoscaba los valores pictóricos e ideológicos que ella exhibía. Al comparar la Venus de Urbino de Tiziano y la Olimpia de Manet, se pueden recorrer varios sentidos en dirección de La bailarina de Débora: la Venus de Tiziano está inscrita en una escena doméstica de carácter conyugal, configurada por la labor de las mujeres en el lado superior derecho del cuadro, quienes ordenan cosas en los arcones, lo que asegura su decencia; aunque la mujer recostada también llama desde su exuberante sensualidad, y la mano que cubre su pubis puede ser tanto un acto masturbatorio como de recato, pero ello queda enmarcado en el carácter conyugal de la escena, y en el sentido simbólico de la postura de la mano que introduce la ambigüedad. La mujer de Manet, que en su momento despertó un escándalo, es en cambio una prostituta que mira directamente al espectador, y es pintada como un retrato fotográfico, sin las gradaciones de luz y sombra en el cuerpo propuestas por la tradición, lo que ofende al público al ver en plenitud de luz ese cuerpo, a un público que está acostumbrado al velo de la convención pictórica que idealiza la realidad en cualquier sentido y desde allí justifica el erotismo. La prostituta mantiene su mano sobre el pubis y parte de la pierna, revelando un asunto presente en las tres obras en cuestión: la sexualidad y el erotismo; pero aquí se relaciona con el regalo de flores que ostenta la sirvienta, que puede ser la ofrenda de algún cliente. En la bailarina de Débora resalta la total desenvoltura de la mujer, despreocupada ante quien la mira, como si la pintora la hubiese retratado en un momento íntimo sin darse ella cuenta, lo que contrasta con las otras dos expresiones de rostros, pero a la vez, acentuando una sexualidad directa, dada por el vello abundante del pubis y la atracción del vientre, como gesto intencional de la obra. Toda la escena sugiere que la relación entre erotismo y sexualidad es natural, y por lo tanto transgrede un código moral que la sociedad oculta.
Adolescencia En la misma dirección puede encontrarse un cuadro como Adolescencia, en donde sin embargo advertimos una diferencia cifrada en el explícito autoerotismo de la mujer. El cabello se enrosca en su cuerpo, y de su entraña salen las manos con las que se abraza. La joven aparece cabeza abajo, y esa posición trastoca la percepción para llamar la atención sobre el sexo mismo guardado entre sus piernas abiertas, acentuando a la vez el abandono de la mujer. El color verde oscuro del pelo da una profundidad en la cual la joven se arrulla. Profundidad que sugiere la negrura de un nido como la vagina, como si ella misma se inscribiera en todo su ser en el agujero de su sexualidad que corresponde con el surgimiento de su adolescencia. Y es desde esa serie concéntrica de cabello y cuerpo, desde donde se alcanza a advertir en el centro de su vientre un ombligo que ve. Toda esta disposición exterioriza un narcisismo extremo, propio de quien finalmente se descubre a sí mismo como adolescente que es. Su mano izquierda sale deformada del cabello, es más grande que lo normal, da la sensación de servir para agarrar. Su sexo está abultado, y llama la atención con una rosa roja que sostiene la joven con su mano derecha y se dirige hacia el sexo por el borde de la pierna que se une a su tronco. El rojo resalta entre la flor, la boca y los pezones que culminan amplios pechos. Es el paganismo. La pintura de esa joven mujer se aleja en extremo de la belleza clásica, aparece como un ser normal, pero a la vez expresivamente marcado por una pose, un color y una gestualidad facial que la inscriben en un universo nuevo donde la belleza no importa sino como fulguración de la sexualidad.Pensamos en la confrontación de esas obras con la sociedad de la que surgen. En el documental Deborarte la artista testimonia su renuencia a casarse, el amor inmenso a su padre y sus encuentros femeninos para pintar. Los cuadros de Débora son proyecciones de una reflexión que la involucra enfáticamente en sus sentimientos y en el choque con una sociedad conservadora: el modelo de sus pinturas interroga al espectador, motiva un comportamiento que oscila entre el autodescubrimiento y su exhalación hacia fuera, entonces somos llevados a compartir de una forma desnuda algo que íntima y culturalmente nos atañe. En su biografía de la artista, Ángel Galeano afirma, en referencia a las sesiones femeninas de pintura, que “ellas vivían tan sumergidas en la pintura que no tenían tiempo para novios. Luz Hernández era muy bella y espigada, de trenzas y de muy buen ánimo ”. Luz se internó luego en un convento pero no se acomodó a la vida de las monjas y finalmente se retiró para ensayar en otro convento. No tener tiempo para novios es un juicio del biógrafo que ha de confrontarse bajo otra mirada. La vinculación entre la amistad que se abre al desnudo en la pintura, la soltería y la toma de los hábitos, podría ser comprendida como cuadro sintomático inscrito en la cultura antioqueña de la época; habría en nuestro criterio, una motivación de erotismo entre amigas, sublimado hacia el arte, como vivencias que quizás contestaban el matrimonio opresivo de carácter patriarcal y buscaban una salida existencial en la estrecha cultura de la época. Ante el yugo del matrimonio, o del convento, camino muy limitante para la mujer de la época, se devanan expresiones internas de vida y libertad que se sumergen en la reflexividad pictórica, para abrirse finalmente al debate público. El encuentro entre la pintura y la vida íntima termina exponiéndose ante la sociedad, y las modelos que aparecen desnudas en un interior, ahora salen a la calle para ventilar una libertad que se ha hecho visible.
La Huida del Convento En La huída del convento, apreciamos nuevamente la sexualidad, ahora enmarcada en el contexto de una historia que genera una dialéctica pública y cotidiana: la mujer sale desnuda por la ventana que es el cuadro pictórico, al quitarse el hábito se ha desnudado para salir al mundo, y al fondo se observan las monjas que ha dejado atrás. Los dos planos, monjas al fondo y mujer en primer lugar, dialogan en su tensión a través de dos arcos que circundan enfáticamente a las monjas, y discretamente a la mujer que sale. Los dos arcos marcan lo que les compete como constricción y lo que rompe aquel sujeto femenino que se desnuda y se mueve hacia nosotros, lo que cubre a las mujeres de atrás y lo que descubre a la otra, que se dirige hacia la ventana, y con ello, hacia el espectador, quien ha de transitar con su mirada desde adentro hacia fuera, o al revés, como tránsito de un profundidad espacial que es a la vez un decurso espiritual, una trama invisible. Advertimos a una subjetividad, no ya centrada narcisísticamente en sí misma, como en las otras dos pinturas, sino en un diálogo crítico con un mundo moral y religioso. Dicho centramiento hace parte de una historia que tiene un pasado y un futuro y podemos imaginar sentidos, desde el acto protagónico de la modelo encuadrada en la ventana. Si comparamos la anterior pintura con aquella denominada La mística, se proyecta nuevamente la historia del convento en la mujer antioqueña. Ahora la modelo está de espaldas a una ventana que deja ver a lo lejos una iglesia. Pero ella está desnuda y lleva entre sus brazos el hábito; la situación es un interregno que brota de la indecisión. El lugar en que se encuentra puede ser el convento, donde se ha quitado al hábito, pero ella permanece en suspenso frente a su destino. Su desnudez la remite a ella misma, se debate entre una dimensión de su feminidad y su religiosidad, y no hay un triunfo perentorio de esos opuestos, sino una dialéctica en trance que ella vivencia. Pero en todo caso hay un movimiento que supone haberse quitado el hábito, y mostrar su cuerpo ante sí misma y ante el espectador que la mira y se interroga sobre el misticismo ambiguo que la atraviesa; que en todo caso no es resguardado y sublimado, sino puesto en la carne del mundo a través de la carne de su cuerpo, de ese cuerpo pagano, según la indicación de la pintora, que aún mantiene el habito en sus manos, y que tiene como perspectiva a un mundo a través de la ventana: una iglesia que se pierde en el horizonte. El contraste del colorido indicaría el contraste de su vida espiritual y el debate que ella sigue en la realidad que la determina interrogando su libertad. Contraste que marca la ausencia de matices y gradaciones valorativas entre extremos que se ven a sí mismos como irreconciliables y que quizás la pintora vivió y matizó hasta llegar al exilio voluntario de la pintura frente a la intolerancia.
Las Monjas y el Cardenal Dichos contrastes, que la pintora supo resolver en su vida con la fuerza de su libertad expresiva y pasional, aparecen nuevamente exorcizados en la pintura de Las monjas y cardenal, donde las religiosas admiran a un pájaro rojo, su mascota enjaulada, encerrada por la malla metálica, desde una mirada concéntrica que lo contempla, y comparte el éxtasis posible, lejano, sin poder acercarse a él. Pájaro añorado que se desdobla, de un lado en un sentido erótico y prohibido, pero también en otro lingüístico y vicario, que impone por detrás de todo, la prohibición y el respeto, pues es el cardenal de la iglesia aquel hombre al que las monjas deben sumisión. La escena está “corrida” en un delirio que retuerce las formas regulares, como si se tratase de un sueño que dice verdades en clave.
La Justicia En la obra La justicia, advertimos la recurrencia en la composición de una escena que se dirige al espectador, como una intersección reflexiva entre los personajes de la pintura y quien los mira, como un movimiento dramático y una transformación que responde a lo que está viviendo el personaje. El rostro de esa prostituta detenida por los policías, guarda algo para sí tras su mirada hacia abajo, gana cierta pureza desde la plena luz que la pintora le entregó en su pecho. La mujer resalta con su vestido azul y rojo que deja ver el contorno de sus senos caídos, frente a la oscuridad de los policías, ambiguos en su humanidad que se confunde con pajarracos, inmovilizados por la posición que tienen con respecto a la muchacha, como si el devenir se congelara instantáneamente, y entonces los perfiles de los hombres y sus gestos, logran integrar la ironía que entrega al cuadro su nombre. Las cachuchas de los hombres se alargan para sugerir picos de aves, punzones hirientes, y las manos son garras de huesudos dedos que al tener en poder a la mujer, dialogan con las manos de ella, haciendo un aspaviento que se advierte al lado izquierdo y se calma en el lado derecho, realizando la posesión y el delirio de un poder del cual pueden aprovecharse a través de esos palos como penes que se dirigen, el uno a su bajo vientre y el otro hacia su rostro; sus bocas abiertas, algo exteriorizan, como una intención que se consuma en el gesto y en la opresión operada con las manos. El hombre de atrás, también de perfil, como si saliera de un corredor lateral, ostenta al igual que los policías, el mismo gesto que conecta una única corriente de sexualidad tras la máscara de los agentes del orden: tiene igualmente una larga nariz fálica y unas manos que interesan para agarrar.

La Colegiala
El Retorno El retorno y La colegiala, ostentan una composición similar a la propuesta en las pinturas que comentamos: frente al espectador el personaje aparece en medio de un tránsito. En todo caso ese tiempo que evoca el cuadro desde su espacio, es el proceso de una revelación propia de la fantasía pictórica. El tiempo y el espacio de la fantasía desvelan algo que ha pasado en la sociedad real, lo saca de su cotidianidad indiferente para convertirlo en reflexión del pintor, y vemos algo nuevo, una idea encarnada, como diría Merleau-Ponty . La colegiala puede ser un autorretrato de Débora, con lo cual entramos en un nuevo desdoblamiento de los reflejos que estaban en juego anteriormente. Ahora se trata de ella misma, recatada y caminando para dejar atrás a unas muchachas que aparecen de perfil. Es como si ella misma estuviera también en la actitud de los otros cuadros de mujeres, y al mismo tiempo mirara a la colegiala que fue, y a la mujer que pinta, que se superponen en gestualidad, y bajo el espacio pictórico reflexivo, a las otras modelos junto con su drama, porque se ha visto en ellas pero a la vez se diferencia de ellas, como si Débora creara una Visibilidad que va de ella hacia otras mujeres, encadenando revelaciones críticas sobre la sociedad. El retorno es una nueva mujer con un saco verde que la oscurece y la hace melancólica, dejando atrás a unos hombres. Ella insinúa bajo su chaqueta la desnudez de su cuerpo. Está vestida a medias, como si hubiese salido rápidamente de un mundo para arroparse y volver a su lugar, ostentando con ello el dilema de lo que le pasa. En cambio la colegiala aparece muy bien vestida con una blusa que llega hasta el cuello. Mujeres de la sociedad de Medellín, reflejos de Débora y sus amigas, del mundo urbano que ella se atrevió a descubrir y sublimar en una figuración en el espacio y el tiempo que muestra pequeños secretos de la vida en la ciudad. De este modo, la vivencia de Débora, transformada en pintura y expresión que viene de su percepción socializada de un mundo, es un icono está a la vez abierto, escriturado, como testimonio secreto, explicito y implícito de ese mundo. No es solo vivencia sino un trazo de mundo pensado y expresado por arte de la pintura, Visibilidad de algo invisible.

Postulaciones sobre el expresionismo de Débora Arango

“Yo creo que el pintor no es un retratista al detalle. Cuando se pinta hay que darle humanidad a la pintura. Algunas personas amigas se extrañan de mis cuadros y llegan a decirme que cómo puede ser bello un desnudo, a juicio de ellas grotesco. Ahí está el grande error. Un cuerpo humano puede no ser bello, pero es natural, es humano, es real, con sus defectos y deficiencias. Por otra parte, no se debe tener un concepto superficial de la belleza”.
“La expresión pagana surge espontáneamente en mi temperamento. En alguna ocasión traté de dibujar el rostro casto de una mujer para hacer “La mística” y contra todas las fuerzas de mi voluntad resultó ser el rostro de una pecadora”Débora Arango
Insistamos en un testimonio de la pintora: a ella le pareció que el cuerpo humano ostentaba una belleza soberana, frente a otra clase de seres y cosas bellas. Esa experiencia se transformará en Débora de una forma personal, que trasciende la belleza clásica, y que en las academias se había propuesto como modelo . La representación del cuerpo humano desnudo adquiere bajo la institución de la pintura occidental –que por lo demás siempre está confrontada y renovada incesantemente por la creación de los artistas - un carácter sublimado bajo numerosas modalidades que entregan un ethos donde vive creativamente el pintor, y ostentado en las poses y el recato, en la mirada de los rostros, en las texturas perfectas de la piel, bajo el orden de la composición, en el tono de la luz, en la perfección anatómica y proporcional de la figura humana, o en decisivas referencias religiosas o mitológicas. Artificios refinados que en todo caso en la historia de la pintura siempre están dialogando con la elemental presencia de la desnudez humana, y que circulan desde concepciones ideológicas y estéticas. El caso de Débora Arango es significativo, porque la belleza sufre en sus manos y en su visión una elaboración hondísima, la belleza nace en el erotismo intersubjetivo y secreto para derivar hacia una composición que genera la destilación de una sustancia espiritual de la carne que discurre en el mundo, en la cultura que engloba a la artista y que ella desveló. Esa revelación le costará caro. Ver lo pagano supone una realidad que brilla tanto en quien lo ostenta como en quien lo aprecia. Puede haber diversos grados que corresponden a uno y otro lado de la relación. Pero quizás la artista veía lo pagano porque esta dimensión de la existencia estaba disimulada en la sociedad, y resultó que su sensibilidad le permitía apreciarlo. Además interesa que la expresión “pagano” salga a relucir en su discurso, porque dicha palabra está contrastada en el fondo mismo de aquella cultura católica de Colombia que estigmatizó con relativo éxito el universo cultural “pagano”, que en todo caso dialoga hasta hoy con el ethos cristiano. Muy probablemente aquí lo pagano es lo pecaminoso, la sexualidad libre, la manifestación natural del erotismo, incluso es también la transformación de las costumbres por obra del capitalismo. Y además resulta aún más singular que sea precisamente una mujer la que vea lo pagano, pues el catolicismo confinó a la mujer a ser ama de casa, monja o prostituta, y estableció entre aquellos extremos una imaginería que estaba regulada y maquillada dentro de las convenciones sociales . Que una mujer respetable y artista como Débora, vea lo pagano, significa que se vuelve inclasificable y peligrosa, nuevamente, bajo un viejo prisma, es la pecadora que incita al mal, y dentro de una sociedad machista su gesto tiene que ser sancionado porque da mal ejemplo ; incluso las mujeres la rechazan por atreverse a mostrar esas dimensiones de la vida social y humana de Medellín. Tras su honestidad artística, tras la observación y la sublimación en el color, tras la creación de escenas que cuentan historias, se trasluce igualmente la ideología de la pintora, que podemos calificar de humanista y caritativa, producto de su visión personal del cristianismo.
La Mujer del Levita El cristianismo de Débora Arango puede nuevamente conectar la sensibilidad con la ética y el pensar crítico, sólo porque es capaz de ver al Otro con un erotismo natural, o con una honestidad en la mirada que rompe la censura desplegada en torno a las imágenes administradas por los religiosos, los críticos y los políticos que en la Colombia de la época involucraban con inteligencia y ardor fanático la conciencia del ciudadano. Pero ese poder tiene una larga historia. El cristianismo pronto comprendió, aunque no sin arduas disputas, que las imágenes eran definitivas para extender y regular su mensaje, y se encontró con desarrollos fundamentales en la historia de la pintura que pudo asimilar sobre la base de la inscripción del cuerpo humano en el mito y la religión. Desde el Renacimiento las revolucionarias convenciones pictóricas entraron a dialogar sincréticamente con ese universo de ideas. Ahora bien, cuando el gesto del artista se extraña frente a las convenciones –y la historia de la pintura sería el desarrollo y unidad de esas transgresiones- , y produce lo que hemos visto del arte de Débora, surge un proceso que podemos valorar desde lo que Merleau-Ponty deriva de la carne: “Vamos hacia el centro, tratamos de entender cómo hay un centro, en qué consiste la unidad, no decimos que sea suma o resultado, y si hacemos aparecer el pensamiento sobre una infraestructura de visión, es únicamente en virtud de la evidencia indiscutida de que, para pensar, hay que ver o sentir de algún modo y todo pensamiento conocido por nosotros le acontece a una carne” ; es decir, el arte repetidamente desenmascara la mistificación ideológica que intenta abarcarlo, y en ese empeño puede ser, como expresión que se dirige a lo humano encarnado en el mundo, mostrando desde su expresión algo que nos atañe a todos, tanto porque significa desde dentro, en la ostentación simbólica que es, como desde la vivencia social del artista que experimenta críticamente un mundo .En el arte de Débora Arango admiramos una belleza que atiende al valor soberano de la expresión, bajo configuraciones que la sacuden, entonces puede distorsionar las formas rompiendo proporciones tradicionales, puede generar rasgos y fisonomías que no son perfectos, entrar en un terreno de expresión humana que tiene su raíz manifiesta en la cultura y en el encuentro con ella desde la carnalidad del pintor. Esa belleza ya no interpreta la luz para generar un ambiente que intenta ser objetivo mientras introduce un tono francamente subjetivo, sino que proyecta resueltamente lo subjetivo en lo objetivo ; puede, y con más ahínco que otras posibles formas de belleza, conmocionar al espectador, irritarlo en su sensibilidad, conmoverlo para que por efecto del poder visionario quizás se dispare un descubrimiento que atañe a su ser. He ahí la urgencia que reclama la libertad del espectador. El sentido de esa expresión y esa conmoción se arraigan por un lado, en la condición que se retrotrae a lo primitivo, a lo instintivo, al ciclo de vida y muerte, a la maldad o la contradicción, y en todo caso a la integridad humana. Ese sentido puede ser caracterizado como lo que Dostoyevsky llamaba el hombre del subsuelo, es decir la otra mitad de las buenas costumbres y la racionalidad. Dicho sentido puede acercarse a lo que Nietzsche llamaba anhelo de lo feo que prospera junto con el anhelo de lo bello, desde el fondo mismo del sufrimiento humano. De otro lado, un signo definitivo de aquel expresionismo es su vinculación esencial con la historia y la cultura de un pueblo. El artista se debe a su tiempo aunque no lo quiera él mismo, las coordenadas de su creación vienen de una sociedad donde nació y se conformó, y su expresión es la creación simbólica que transforma estéticamente aquello que lo alimenta desde la raíz de su mundo como un contenido significativo. De este modo el arte de Débora es una creación que desvela desde el interior de su vivencia, valores y contradicciones de la cultura antioqueña y colombiana de la primera mitad del siglo XX: el cuerpo humano, la sexualidad, la espontaneidad del sentir, la vida de los marginados del capitalismo, son todas realidades que vivió la artista y que potencian críticamente hacia nosotros el sentido de su obra.
Bibliografía
Maurice Merleau-PontyLo Visible y lo Invisible. Seix Barral. Barcelona. 1970.El ojo y el espíritu. Paidós. Barcelona. 1986.Sentido y sinsentido. Península. Barcelona. 1977.Signos. Seix Barral. Barcelona. 1964.Libro sobre Débora Arango, editado por el Museo de Arte Moderno de Medellín. Sección final de textos. Medellín. 1986.Hans-Georg Gadamer. Verdad y Método. Ed. Sígueme. Salamanca. 1996.Vicente Aleixandre. Poemas paradisíacos. Cátedra. Madrid. 1990.Ángel Galeano H. Débora Arango. El arte, venganza sublime. Panamericana. Bogotá. 2005.Historia del arte colombiano. Tomo 4. Salvat. Bogotá. 1976.Virginia Gutiérrez de Pineda. Familia y cultura en Colombia. Instituto Colombiano de Cultura. Bogotá. 1975.Federico Nietzsche. Origen de la tragedia. Alianza. Madrid.
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