Es lo que pasa cuando tienes un blog, que sientes la necesidad imperiosa de reflejar en él todos los sentimientos que te provocan las experiencias del día a día y es lo que necesito hacer ahora mismo.
Hoy ha sido uno de esos días en los que Irene se ha acostado pronto y rápido. He podido hacer la cena tranquilamente, ducharme, cenar y ver una película. Ha sido como una experiencia religiosa, ni os imagináis el tiempo que hacía que no me sentía tan relajada a estas horas, sólo por el hecho de haber visto una película entera sin interrupciones y sin dormirme. Y ahora cambio de tiempo verbal porque aunque son las doce y media de la noche, estaréis leyendo esto dentro de unas horas…
Primero puse una peli de miedo (que me encantan) pero como estaba de Rodríguez, decidí cambiarla por otra que no me hiciera encender todas las luces de la casa al ir al baño… Y puse Siempre Alice.
Es una película protagonizada por Julianne Moore en la que interpreta a una profesora de lingüistica con una vida perfecta, unos hijos perfectos y un marido perfecto… pero con una enfermedad terrible, Alzheimer. Por ésta interpretación ha ganado (y muy bien ganado) el Oscar y el Globo de Oro a la mejor actriz, entre otros premios.
Durante toda la película he sentido congoja. Creo que no hay enfermedad que me provoque más temor que el Alzheimer. Ver cómo degeneran las personas, cómo dejan de ser quienes fueron, cómo son incapaces de recordar dónde está el cuarto de baño… Pero lo que más miedo me provoca es el cambio de actitud de sus familiares.
En la película han sabido reflejar a la perfección el apego que sienten todos hacia la protagonista pero cuando la enfermedad está ya bastante avanzada se ve cómo hablan de ella en tercera persona aún teniéndola delante, como si fuera un objeto molesto, cómo continúan con sus vidas y dejan de mostrarse cercanos a ella.
Me ha dado muchísimo que pensar. Siempre he dicho, vísto desde fuera, que esta enfermedad no es tan terrible para el propio enfermo como para los familiares, que son los que presencian esa progresión hacia el final tan triste, que además puede durar años.
Pero el sentir tú mismo cómo se te empiezan a olvidar las cosas, te pierdes, no puedes terminar una frase, no sirves para lo que has estado haciendo toda tu vida… La persona que eras ya no está, la que estudió y trabajó, tuvo hijos y los educó. La que viajó y tuvo experiencias que creyó siempre quedarían en la memoria… Y se pierden para siempre, ya no están, pierden el valor que tuvieron y todo por lo que creías que merece la pena vivir se esfuma.
¿Qué es exactamente lo que hace que la vida merezca la pena? ¿Los recuerdos? ¿Las experiencias? Entonces, si se pierde eso y las personas que están vinculadas a ellos continúan con sus vidas a pesar de todo… ¿Qué queda?
Vivir el presente, tratar de disfrutar al máximo cada cosa que hagas. Viajar, trabajar, reir o simplemente ver una película. Acariciar a la persona que tienes al lado y que te cosquilleen los dedos de puro amor, disfrutando y exprimiendo ese momento como si fueras a olvidarlo en cinco minutos.
Sea lo que sea que hagas en tu vida, pon el corazón en ello, haz que merezca la pena haber vivido ese momento aunque no quede más remedio que olvidarlo. No te regodees en el “qué hubiera pasado si…” u “Ojalá estuviera con…” porque eso son todo suposiciones no reales, no las estás viviendo y mientras las sueñas, te estás olvidando de disfrutar del presente, de las risas bajo el agua de la ducha, de las caricias, de las bromas y las cosquillas. De los madrugones y las siestas, de los remoloneos en la cama, las cenas con los amigos y esos preparativos de una fiesta especial. Las confidencias, miradas y sonrisas que lo dicen todo, pero sin decir nada. Los paseos en silencio y los subidones de adrenalina que te hacen sentir tan vivo.
Estar anclados al pasado u obsesionados por el futuro, aferrarse a los recuerdos o querer alcanzar esas metas a toda costa no nos deja ver lo que tenemos delante de las narices. Eso que si perdemos, nos perderemos con ello.
Aprendí la importancia de aprovechar cada uno de los momentos vividos.
Aprendí que no hacen falta palabras para demostrarles el cariño que sentimos.
Aprendí que ya era tarde para remordimientos sobre lo que deberíamos haber hecho cuando era su momento.
Aprendí la importancia que tiene una mano amiga que sepa y entienda lo que estás viviendo.
Y aprendí a luchar por defender los intereses de unos enfermos a los que la sociedad parece haber olvidado.
Extracto de Cuando ya no quedan los Recuerdos
Blog Mi vida con el Alzheimer
Autora del texto: Alicia Ruiz
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