Resulta que la puerta de la habitación del niño de la casa está rota. Rota sin eufemismos. Con la superficie descascarada, marcada por los recuerdos de distintos intentos de cubrir una rajadura de lado a lado. Rota sin posibilidad de un maquillaje sutil.
Pero esta madre tenía tres cosas dando vueltas entre los cajones de la mudanza: una caja de cartón, una tela que compré el año pasado porque la adoré (aclaro: la adoré yo. Camilo permanece indiferente al encanto de una vespa. Prefiere los piratas y los sheriffs) y un calado del nombre de mi hijo, roto durante el relajo total del desarmado de la casa.
Primero corté una superficie de cartón del tamaño que necesitaba. Para variar, me tomé el trabajo de medir las dimensiones con prolija exactitud y, con mi rectángulo perfecto, me dediqué a forrar el cartón con tela.
Por qué negarlo... en este momento siento el orgullo de las mentes matemáticas cuando realizan un cálculo geométrico complejo. Es verdad, lo mío es modesto. Pero quién dijo que Roma se construyó en un día?
Después, pegué el calado con cinta de doble faz. Estuve rato observando el resultado sin lograr el momento de la epifanía pagana. A mi criterio (y acá es donde se me desmorona el recién adquirido orgullo geométrico en medio segundo) el resultado es grosero porque el nombre excede el perímetro del cartón forrado...
Lo cierto es que tengo otro calado más pequeño pero no me gusta tanto su caligrafía y además, hay que pintarlo. Lo confieso: sufro de pereza crónica. Me voy a ir al quinto círculo del infierno! Mientras tanto (ya que me da pereza ponerme a rezar antes del ajusticiamiento final) me uno a la fiesta frugal de Marce, en Colorín Colorado presentando una solución sencilla, apta para las que le pedimos permiso a una mano para mover la otra.
El Sheriff quedó conforme con el resultado. Para ustedes, estetas ilusas que creen que la foto está preparada con algún esmero, sepan que este niño va por la vida de gorro y rifle. Parece que la camisa a cuadros es indiscutible en cualquier hombre del oeste que se precie de tal. De la misma forma que reírse. Porque al fin y al cabo, el individuo tiene un trabajo serio.