La tozudez hecha árbol
© Texto y fotografías: JAVIER PRIETO GALLEGOSi hay algo más terco que una mula seguro que es una sabina albar. Solo así se explica que vivan donde viven y que, además, lleguen a alcanzar edades de cuento. Me refiero, en concreto, a la especie Juniperus thurifera, una joya botánica a la que no suele darse mucho lustre pero que tiene, sin embargo, maneras -y maderas- de superhéroe.
Entre estas están, por ejemplo, su capacidad para sobrevivir en zonas de una dureza climática como las que se gasta en los páramos y serranías del noroeste soriano, con inviernos crudos y secos y veranos más crudos y secos aún, y en los que las enormes diferencias de temperatura entre la noche y el día, con heladas contundentes y achicharres diurnos, se vuelven imposibles para cualquier otra especie arbórea de las, digamos, normales. Entre los “trucos” de la sabina para conseguirlo está haber reducido al máximo la evaporación en todos sus órganos. Donde otros árboles tienen hojas amplias y planas desarrolladas para captar luz, verdes y frescas en verano, la sabina tiene hojas aciculares con escamas, recubiertas por una cutícula que las protege de heladas y calores extremos. Un traje perenne a medida para reducir al mínimo los impactos de la temperatura y las sequías.
Pero es que, además, los suelos en los que acostumbra a prosperar la sabina suelen ser los más duros y pedregosos, sustratos calizos sin apenas cobertura orgánica y tan faltos de nutrientes que, de no ser, por ellas, aparecerían más pelados que un campo de tierra batida. Otro de los “trucos” de la sabina es haber desarrollado un sistema de raíces potente y capaz de alargarse hasta donde sea necesario para encontrar el agua y la comida. Así, con estas armas, más la sabiduría de haber adaptado su metabolismo a un ritmo de crecimiento tan lento y prehistórico como el de una tortuga, han conseguido prosperar -adaptarse al medio, se dice ahora- en territorios en los que otras especies hace toneladas de tiempo que tiraron la toalla.
Dicen las guías que lo habitual es encontrarla en extensiones poco densas y que su porte no acostumbra a pasar de los 14 metros de altura con 4 metros de diámetro troncal. Los botánicos la consideran una especie relicta, un fósil vivo, una superviviente que ha llegado hasta nuestros días desde la Era Terciaria, en la que aprendió a colonizar los territorios calizos, secos y desnudos que emergieron de los fondos marinos para convertirse en páramos pedregosos y serranías descarnadas.
Sabiendo todo esto, hasta el más humilde brote de Juniperus thurifera debería volverse objeto de veneración. Así que nos quedamos sin palabras al pasear entre ejemplares a los que se echan entre 200 y 400 años de edad con envergaduras de hasta 20 metros de altura y 8 de diámetro en el tronco. Y mucho más al descubrir que la verdadera excepcionalidad del Sabinar de Calatañazor estriba en su densidad. Cuando lo habitual es encontrar entre 15 y 30 sabinas por hectárea, en el Sabinar de Calatañazor se dan entre 150 y 210 árboles por hectárea. Un hecho que lo convierte en el sabinar de mayor densidad del mundo. Algo que por otra parte, nos viene a hablar de la rareza y valor de una especie que apenas puede encontrarse ya distribuida por algunos puntos del interior de la Península Ibérica, sur de Francia y norte de África.
La explicación de tanto árbol mastodóntico en un rellano de la Sierra de Cabrejas, a medio camino entre Calatañazor y la insondable Fuentona de Muriel, estriba en el uso ancestral como dehesa de las 30 hectáreas que viene a ocupar el espacio protegido. Un uso ganadero, de pastoreo vacuno, sobre todo, que ha favorecido el enriquecimiento del suelo mediante la acumulación de estiércol, al tiempo que el ramoneo impedía el crecimiento de cualquier otro tipo de vegetación, siempre mucho más apetecible para el ganado que las duras hojas de sabina. Mucho ha ayudado también la ubicación del sabinar al pie de una ladera en la que descarga un acuífero, así como la regulación comunal desde antiguo en la corta y uso de maderas. Acostumbradas a las condiciones de vida más que espartanas de las sabinas del páramo, las del Sabinar de Calatañazor debieron de sentirse con más energía y ganas de vivir que los jubilados noruegos en las playas de Benidorm.
El paseo
Entre las diferentes maneras de acercarse a disfrutar de este oasis de gigantes tal vez la más recomendable sea hacerlo a pie. Y mucho mejor si arrancamos el paseo en la vecina localidad de Calatañazor. Podemos sumar así a la experiencia el descubrimiento minucioso de una de las villas medievales con mejor estampa de la provincia de Soria. El garbeo por sus calles es un viaje en el tiempo, no tan lejano como al que llevan las primigenias sabinas, pero próximo aquel en el que se dice que “En Calatañazor perdió Almanzor su tambor”. En el fondo, aquí también puede disfrutarse del milagro de la supervivencia de una arquitectura tradicional que en otros muchos lugares ya ha desaparecido por completo.Así resuena, a otros tiempos, el empedrado de sus calles, las puertas de cuarterón y herrajes trabajados, las fachadas de piedra y adobes con encestados de ramas y revestimientos de barro, o los viejos soportales de la calle Real. Todo ello tejido y sostenido por añejos vigámenes de enebro o sabina. Habituados a resistir lo que haga falta en el páramo, aquí son capaces de sujetar hasta las casas más maltrechas. Sobre los tejados de teja roja campean aún en muchos las chimeneas cónicas típicas de las comarcas pinariegas. Una estampa tan medieval que, dice Avelino Hernández en su guía de Soria, a Orson Welles le bastó retirar unos cables para rodar en estas calles sus “Campanadas a media noche”. Era 1965.
Al final de esa cinematográfica calle Real quedan el rollo de justicia, las ruinas de su viejo castillo y los restos de una muralla que reforzaba las defensas de la población allá donde la carencia de cantiles la hacían más accesible. Dicen que al pueblo el nombre le viene del árabe “qal`at an-nuhur”: castillo de las águilas. Y así, a vista de águila o de buitre leonado, que también abundan, se ve desde la proa de Calatañazor el Valle de la Sangre, la extensión de campos ondulados en uno de cuyos costados prospera el sabinar de las sabinas gigantes.
Tras visitar la taberna de Almanzor y la iglesia de Santa María y su museo parroquial, en el orden que pida el cuerpo, claro, puede ser ya buen momento para localizar, junto al aparcamiento de la entrada del pueblo, el arranque del sendero señalizado PR-O-3. La Ruta de las Sabinas enlaza, en 30 km, las localidades de Calatañazor y Ucero. Pero su primera parada es, a tres kilómetros del inicio, el Sabinar de Calatañazor.
MÁS INFORMACIÓN. Reserva Natural ‘Sabinar de Calatañazor’. Palacio deSanta Coloma. Muriel de la Fuente. Tel.: 975 188 162.
Y DE COMER…
Pues a la vuelta del paseo hasta el sabinar igual es una buena idea darse al pequeño homenaje de degustar una buena ración de los “Torreznos de Soria” de los que se sirven en los restaurantes del pueblo. Esta denominación ampara la marca de garantía que certifica el origen y peculiaridades propias de un producto que, aunque pueda no parecerlo a primera vista, no es igual en todas partes. El “Torrezno de Soria”, procedente de la panceta del cerdo, se caracteriza por una dorada y crujiente corteza a la que acompaña un tierno magro y tocino. Puede encontrarse preparado de muy diversas maneras: en tiras, cortado en dados, en virutas, a la plancha, en barbacoa, confitado o como acompañamiento de otros platos.
MÁS INFORMACIÓN. Esta propuesta anima a recorrer los tres primeros kilómetros de la conocida como Ruta de las Sabinas, el sendero señalizado PR-O-3, entre Calatañazor y el Sabinar de Calatañazor. Sin desnivel apreciable puede recorrerse en unos 30 minutos. Perfecto para hacer con niños.
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Source: Siempre de paso