Sordos y mudos.

Luce el el sol en Barcelona tanto que abrasa pero yo tengo uno de esos días ¿cómo decirlo? nublados. Es un día en los que tengo ganas de entrar en suspensión como un ordenador. Yo tengo mi propia manera de entrar en suspensión y con receta médica pero ya lo hice el sábado y no quiero abusar. Un café de verdad y algo de vergonzante bollería industrial me suelen servir de revulsivo, quizás sea mejor intentar animarme que desconectarme. Entro en mi cafetería favorita de las cercanas a mi casa. Como siempre soy bien recibido, con una sonrisa  de las dos dependientas que sobreactúan su amabilidad al atenderme.

¿Lo de siempre?
Me pregunta risueña la mujer, tras el mostrador. Ya me conoce, voy mucho por allí y soy hombre de costumbres. Asiento con la cabeza mientras que mis labios no dejan escapar un “sí”. Sentados en el fondo, en mi mesa favorita, hay dos personas mayores, hombre y mujer que junto conmigo somos toda la parroquia del establecimiento. Ocupo otra mesa con un café solo y una tarta de manzana que la sonriente dependienta me ha servido diligente.

Trato de devolverle la sonrisa en vano pues de repente suena en la radio una famosa canción (Jon Secada se llamaba el interprete creo recordar) y la dependienta que me servía corre a subir el volumen explicando a su compañera que, le gusta la canción y de que al fin y al cabo, estamos en verano y todo vale.

Tras unos segundos de trance, la dependienta se disculpa ante mí, cree que su comportamiento no es el adecuado y me pregunta si me molesta la música tan alta. Yo respondo que no con un gesto de mi cabeza, al fin y al cabo el estribillo de la canción agudiza los nubarrones de mi mente y nada hay mejor para la depresión que una justificación.

” Ya no puedo más, ya me es imposible soportar otro día más sin verte.“
Un sorbo de café y un mordisco tan sabroso como culpable a la tarta. La dependienta quiere asegurarse de que no me molesta la radio a tanto volumen e insiste en preguntarme. Esta vez si puedo esbozar una sonrisa mientras niego con la cabeza. Un segundo sorbo y un segundo mordisco. ¿Por qué no le pregunta lo mismo a la pareja de casi ancianos que ocupan mi mesa favorita? ¿Acaso no son clientes tan merecedores de respeto como yo?

El tercer sorbo y mordisco coinciden con la respuesta. El hombre comienza a expresarse en lenguaje de signos con sus manos. La mujer le responde de igual manera, quién sabe que se dirán. Son sordomudos, los decibelios a los que afine el señor Secada les importan poco, no pueden oírlo. No tienen que alzar la voz para comunicarse los gestos de sus envejecidas manos les bastan.

El ultimo sorbo, el último mordisco. Me acerco a la caja es todo lo que necesita la dependienta para saber que quiero la cuenta, eso y el billete de cinco euros que le ofrezco mecánicamente.

Son dos con cuarenta. Aquí tiene, dos sesenta. ¡Gracias señor!
Incapaz de articular una respuesta hablada me limito a despedirme con la mano. La pareja que ocupa mi mesa favorita siguen en animada y gestual conversación. Sin decir palabra abandono el local hacía la calle ruidosa. ¿Quién es el sordo? ¿Quién el mudo?

Vuelvo a casa, el ruido de la calle atenúa a cada paso la radio a todo volumen de la cafetería.

“Ven, dame una razón, si es algo que no tiene solución, es otro día más sin verte“

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