Uno de los principales motivos que nos empujó a visitar este aislado asentamiento budista era el de presenciar el sky burial o entierro en el cielo. Queríamos comprender (o al menos intentarlo) qué significaba llevar el desapego a su máximo exponente: la muerte como un viaje del alma a través de la desaparición del cuerpo.
Esta práctica tibetana tan única resulta muy sorprendente a ojos de los foráneos, los cuales sentimos un fuerte vínculo emocional con el cuerpo, aún cuando la chispa de la vida ya se ha extinguido. No es nada fácil aflojar el enlace que todavía nos hace unir los restos inertes a la persona a la que le daban forma. Y más cuando es un acto tan enérgico e intenso para los sentidos.
En los días previos, leímos artículos acerca de las torres del silencio del zoroastrismo. Por supuesto que sabíamos de qué iba la cosa aunque evitamos a toda costa ponerle cara al lugar o al rito para dejar intacta nuestra capacidad de asombro.
Al día siguiente, paseando por las estrechas calles de Larung Gar, vimos colgadas decenas de fotografías en algunos puntos del poblado. Entendimos que eran el tablón de anuncios de los fallecidos y entorno a ellos se congregaban tibetanos, monjes y monjas por si podían distinguir a alguien conocido.
Hacia el mediodía nos desplazamos en furgoneta al lugar donde se celebraba el rito. Durante el viaje en furgoneta, empecé a ser consciente de lo que estaba a punto de presenciar.
Imaginé cómo sería el emplazamiento, qué reacciones tendrían los asistentes y las posibles emociones que despertarían en mí el hecho de ser testigo de una ceremonia tan excepcional que no se parecería a nada que pudiera haber visto o sentido antes.
El nombre de la ceremonia es jhator, que literalmente significa "entregar el alma a las aves". Los responsables para llevar a cabo tan importante tarea son los rogyapas, lamas sagrados que preparan el cadáver a los buitres para que puedan realizar su cometido. A éstos se les considera seres sagrados en el Tíbet ya que en sus manos está limpiar los huesos del difunto para que el alma transmigre correctamente a su siguiente destino.
¿Sería capaz de digerir esas perturbadoras imágenes de cadáveres siendo devorados por estas enormes aves carroñeras? Reconozco que soy alguien impresionable pero ni siquiera yo misma sabía qué era lo que podría pasarme por la cabeza cuando todo empezase.
En 15 minutos llegamos al lugar de ceremonias. A primera vista, el conjunto parecía un parque de atracciones a medio hacer, con figuras tenebrosas de bocas abiertas rodeadas de calaveras que, puestas aquí y allá, ambientaban el entorno.
Era todo lo opuesto a un rincón modesto y humilde; así que no acababa de entender cómo este sagrado rito podía tener lugar en un escenario de cartón piedra tan adulterado. Olía a principio de show desvirtuado.
Después de explorar la zona, hallamos una esquina árida, húmeda y tosca. Ése, sin duda alguna, era El Lugar. La muerte no entiende de glamour o falsos decorados y las decenas de buitres que dibujaban círculos en el aire bien lo sabían.
Poco a poco, la ladera se fue poblando de espectadores y turistas que no querían perderse detalle. Y los difuntos, uno a uno, también llegaron dentro de sacos cargados a espaldas de algún familiar o amigo cercano.
Según la tradición, después de morir les hacen permanecer en posición sentada durante 24 horas, mientras que un líder espiritual les recita oraciones del Libro Tibetano de los Muertos (Bardo Thodol), una guía de instrucciones para moribundos y muertos que les permite alcanzar la iluminación antes, durante y después de la muerte. Se dice que el espíritu tardará 49 días (o niveles) en recorrer el camino hasta su próxima encarnación.
Al cabo de dos jornadas, las familias realizan ofrendas en el monasterio y el cuerpo queda bendecido, a la vez que limpio, y acaba siendo envuelto en una tela blanca. Para facilitar el transporte del difunto al lugar del rito, se le rompe la columna vertebral y es doblado e introducido en un saco. Los familiares lo acompañarán durante el camino con cantos y plegarias pero no estarán presentes durante el acto ceremonial.
Llegaron los cinco que tenían que partir. Tres adultos y dos niños, uno de ellos de apenas 1 año de edad. Todos yacían en el baldío terreno y mientras los colocaban boca abajo, les despojaban del saco donde venían envueltos. Algo se removió en mi interior y por unos momentos pensé que no podría seguir mirando.
"Los hombres nacen suaves y blandos; muertos, son rígidos y duros?".
Me impresionó, y mucho, comprobar in situ esa dura rigidez mórbida de la que habla Lao Tse en su Tao Te King.
Puede que fuera la brusquedad de los movimientos o tal vez la falta de delicadeza al depositarlos sobre el suelo lo que hizo que mi sensibilidad se tambaleara. Continuaba con mis gafas occidentales puestas y eso condicionaba mi mirada hacia esta forma de interpretar la muerte.
El rogyapa afiló con ahínco el cuchillo en una especie de caracola gigante de hierro. Primeramente, rebanó la cabellera a cada uno de los difuntos que, desnudos de cualquier protección y liberados de toda opulencia, se marcharán de aquí tal como vinieron al mundo. Lo único que permanecerá serán aquellos actos de compasión y devoción realizados en vida; porque solo a través de la acumulación de sus méritos podrán evitar la reencarnación en los reinos inferiores.
Antes de entregar el alma a las criaturas sagradas del aire, el lama realizó bastos cortes longitudinales a lo largo de la espalda y de las piernas, descarnándolas y dejando al descubierto las diferentes capas de piel y músculos.
Los buitres, en lo alto de la colina, empezaban a impacientarse pero, aún sabiendo el festín que les esperaba, respetaban la orden del lama de no avanzar todavía.
Un golpe contundente y sonoro sobre los cráneos anunciaba que ya estaban listos.
En aquel momento, los deshumanicé por completo y dejé de mirarles con dolor.
Ya no había nadie; acepté que no eran más que una caracola sin huésped y, a pesar de que el espectáculo era bastante grotesco, entendí que el ritual se ajustaba a la perfección a los conceptos del budismo tibetano.
El fallecido es entregado como alimento a la naturaleza, prueba inequívoca de una generosidad llevada hasta el final, disponiendo sus restos a merced de otros seres para que continúen con su vida, sin dejar rastro alguno de traza carnal. De esta manera al alma que abandona el cuerpo le resulta más fácil encontrar uno nuevo en el que instalarse.
Concebir la muerte a través de los ojos de un tibetano no es fácil. Procedemos de una sociedad con una visión de ella bastante nihilista donde el fundido a negro anuncia los últimos fotogramas de nuestra existencia. Un concepto de fallecimiento que equivale al fin de la película de la vida.
Aplaudo a los monjes. Parecen ser muy realistas al entender que todos terminamos de nuevo en el ciclo de las cosas terrenales, siendo el alma lo más importante de la persona. Una vez muertos, no existe razón alguna para conservar el cuerpo ya que es una vasija vacía, una cáscara desechada, un vehículo sin conductor. El espíritu del difunto ya ha pasado a través de la muerte hacia una nueva encarnación condicionada por la deuda karmática acumulada.
Una vez seccionados, el rogyapa dio luz verde a los buitres para que pudieran realizar su cometido, abalanzándose raudos sobre los cinco difuntos.
En un golpe de aire, los cuerpos fueron encapotados por una alada masa oscura. A partir de ahí, el hedor creció y los detalles escabrosos quedaron ocultos bajo una especie de intimidad sombría, cubierta por un vaivén constante de picos y plumas. No hubo distinción alguna de riqueza, de edad o de género. Los cinco se enfrentaban al inevitable destino de desaparecer físicamente.
Y allí permanecimos. Inmóviles, sin articular palabra alguna, con el cejo fruncido e intentando digerir dosis de auténtica humildad a marchas forzadas. Turistas mezclados con tibetanos recibimos en vivo y en directo una contundente enseñanza sobre la verdadera impermanencia de la vida. A estos últimos se les pide asistir a la ceremonia al menos una vez para que sean conscientes de la fugacidad de la existencia.
Mientras el lama entonaba oraciones, no hubo lágrimas, ni de grandes ni de pequeños. Tampoco aflicción. El silencio solo quedaba interrumpido por el aleteo de las aves que forcejeaban para conseguir un pedazo que comer.
Poco a poco, la escasez de carne dejó al descubierto el esqueleto. Después de unos 20 minutos, el rogyapa separó los cráneos de los troncos y retiró la capa de piel colgante para que las aves rebañaran lo poco que pudiera quedar entre las falanges de las manos y los pies. Un último martillazo en la parte posterior del cráneo facilitó el paso de los picos al interior de las calaveras.
¿Por dónde estarían deambulando sus almas en esos momentos? ¿En qué lugar de la compleja geografía espiritual tendrán previsto parar? ¿A dónde tendrá planeado el karma llevar esa chispa?
El rito estaba en sus últimos minutos de vida.
El lama recogió el resto de los huesos para fraccionarlos en piezas más pequeñas que más tarde trituraría por completo y combinaría con tsampa, una mezcla a base de harina de cebada con té y mantequilla de yak. Esto servirá de alimento a otras aves menores una vez que los buitres hayan marchado.
Qué duro y tan necesario trabajo.
A estas alturas a lo mejor te preguntarás si no existe otra manera de enterrar a sus muertos. Parece ser que en uno de los hábitats más duros de la tierra, la práctica del entierro celestial es perfectamente lógica. Después de todo, si el terreno es demasiado rocoso para enterrar y la carencia de árboles dificulta una posible cremación (éstos no crecen más allá de un límite al no poder tolerar las condiciones ambientales), la respuesta parece clara.
Volvimos a la furgoneta cargados de una extraña sensación de melancolía y con muchos deberes para hacer en casa. Necesitábamos asimilar lo visto y poder llegar a conclusiones propias más manejables y entendibles.
Durante el regreso me di cuenta que empezaba a vislumbrar algo profundamente espiritual en la práctica. Quizás una idea romántica, aunque violenta, de retorno y entrega incondicional a la naturaleza. Es innegable que formamos parte inequívoca del ciclo de la no permanencia del que es imposible escapar.
También me preguntaba si ellos podrían llegar a entender nuestros ritos. Un difunto maquillado para que parezca lo más vivo posible y confinado dentro de una carísima caja de madera para preservarse, por alguna extraña razón, enterrado bajo tierra. Qué curioso, lo más vivo posible.
Visto lo visto, nos reafirmamos que la vida es frágil y efímera. Lo único que realmente nos pertenece es el tiempo. Qué hagamos con él a nuestro paso por el mundo y las condiciones de las relaciones que establezcamos serán nuestro legado en la tierra. Lo demás, todo lo físico, perecerá, sin más.
¿Y después? ¿Qué pasa después? No tenemos la más absoluta idea. Una cosa sí que está clara: sobre nosotros recae la total responsabilidad de ser los creadores de una existencia inteligente y sabia.
A la hora del juicio final, tendremos el resultado del cielo o del infierno que hayamos construido en vida, una vez nuestra chispa vital cese de brillar.