De vuelta de la tranquilidad y las frescas noches abulenses a la vorágine y
el calor de Madrid.
He pasado una semana en un entorno rural idílico, un pequeño pueblo
situado a tan sólo doce kilómetros de Ávila, Mingorría, donde el tiempo
parece haberse detenido y todo invita a practicar la deseada slow life.
Campos castellanos repletos de trigales que en esta época están
cosechándose y dejan estampas de vida natural y sosiego.
Muchísimas zarzamoras repletas de flores y frutos que he visto madurar
por días pero que a mi vuelta aún no estaban para ser recogidas.
Una pena porque me encanta la mermelada casera de mora y pocas
veces tengo oportunidad de hacerla.
Las tardes invitaban a paseos para disfrutar de la brisa y de atardeceres
maravillosos.
Ese momento mágico en el que el sol está bajo y empieza a desaparecer
en el horizonte regalándonos colores espectaculares que parecen incendiar
de luz los trigales.
Cada vez siento más necesidad de esta proximidad y conexión con la
naturaleza.
No he dejado de imaginar retirarme a un lugar así, repleto de silencio y
autenticidad.
Hubo tiempo también para visitar Ávila, ver sus murallas, conocer su casco
histórico, degustar ricas tapas, comer un exquisito chuletón de ternera y
descansar en algún chillout urbano.
Y, sobre todo, disfrutar de la casa que nos acogió: una encantadora casa rural
de gruesos muros de piedra, techumbre a dos aguas con techo y suelo de
madera y un espacioso altillo donde se encuentra el dormitorio principal.
La decoración en un estilo castellano propio de la zona, algo austera para
mi gusto, pero llena de lindos detalles que evocan la vida campestre.
Un patio/jardín con frutales ha hecho las delicias sobre todo de los perritos
de mis amigos, Lucas y Leo, que acostumbrados a la vida urbanita han
descubierto rincones, sonidos, olores y animalitos nuevos.
Una semana de total relax que os aseguro me ha sentado de maravilla.
¿Vosotros sois de turismo rural?