Hoy no hay planes nocturnos. No saldremos a bailar, no saldremos a cenar a un sitio bonito, ni tampoco iremos al cine.
La tele está encendida, procurando que me haga algo de compañía sin reparar siquiera en qué hay puesto. Solo necesito algo de ruido, algo que rellene el vacío del tiempo que suele tener la gente para compartir. Y pienso ¿qué estará haciendo la gente?
Enciendo la pantalla del móvil y me pongo a revisar redes sociales. Todo el mundo tiene algo importante que enseñar, o un momento feliz que compartir. Me cruzo con la foto de una pareja que parece que es tan feliz que necesita pregonar cómo de perfecta es su vida hoy.
Me asalta un recuerdo de nosotros, sentados en un bar. Un sábado cualquiera, consumiéndolo haciendo nada. Simplemente estando allí, sin más. Para después, sin que haya cambiado nada, nos marchemos a casa y nos acostemos a dormir abrazados.
Y de repente, por un momento, desearía volver a ese momento de una noche corriente en la que no pasó nada importante. Pero dura poco, tanto como un latido o un ligero parpadeo. Y se desvanece tan rápido como la nieve en verano.
Qué duro tu hombro y qué incómodo dormir allí. Qué poco encajábamos. Y cuánto me empeñé en hacer que funcionara. Como poner con un martillo una pieza de lego en mitad de un rompecabezas.
El pensamiento explota como una pompa de jabón y vuelvo a mi salón. La cálida luz de la lámpara me devuelve al refugio que es mi manta en el primer día de febrero y me siento aliviada. Aliviada y agradecida por estar lejos, en espacio y tiempo de ese jeroglífico sin traducción y sin sentido.
Complacida de saber que ya no volveré a ese lugar, ni contigo ni con cualquiera.
Y tremendamente satisfecha de saberme feliz necesitándome solo a mí.