Roberto Erebo




Por las noches, cuando me iba a mi habitación (ellos seguían viendo la tele hasta la madrugada), pensaba en mis padres, en el accidente, en las zigzagueantes carreteras del sur, y todo me parecía tan lejano que me hacía llorar de rabia.
Cuando esto ocurría me levantaba como impulsada por un resorte, volvía a la sala, le hacía una seña a cualquiera de los amigos de mi hermano (sin importarme, además, que éste me viera) y me lo llevaba a mi habitación, donde hacíamos el amor hasta que me quedaba dormida y podía por fin soñar, al menos, con otras cosas.

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Esa noche volví a hacer el amor con uno de los amigos de mi hermano y la noche siguiente y la que siguió a esa noche también, y todas las noches de aquella semana y la semana que vino después, hasta que se me empezó a notar en la cara que hacía el amor todas las noches o que dormía poco, hasta el extremo de que mis compañeras de trabajo me preguntaron qué me pasaba, si estaba enferma o qué.

Entonces me miré en un espejo y me vi ojerosa, con la piel blanca, como si la luna, que para mí brillaba tanto como el sol, me estuviera afectando.
Y entonces decidí que ya no tenía por qué hacer el amor cada noche y cerré mi puerta con llave.
La vida, contra lo que yo esperaba, siguió igual.

¿Qué esperaba? En aquel tiempo debía de estar algo loca, pues esperaba lágrimas.
Eso era lo que esperaba. Pero no hubo ni una sola lágrima. Llamaron a mi puerta, varias veces, noche tras noche, pero ninguno de ellos lloró.

- -Roberto Bolaño-
Ilustración, Jarek Kubicki



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