Por lo menos a mí me pasaba eso cuando vivíamos en Paris. Ya en el mes de enero hacíamos las reservas de los pasajes para poder viajar en diciembre. Organizábamos con tiempo la fecha y recién estaba tranquila cuando tenía todo en orden. Esa carpeta amarilla etiquetada “viajes”, quedaba en paz, guardada en el estante del placard, porque la ida a Buenos Aires estaba asegurada.
A muchos nos pasaba lo mismo. Y cuando el mes de diciembre se acercaba, ya envueltos en bufandas y, porque no con unos copos de nieve encima, compartíamos charlas y charlas sobre lo que meteríamos en nuestras valijas. Trajes de baños, vestidos frescos, sandalias. Parecía un sueño estar pensando en el calor cuando nos estábamos, ya, muriendonos de frio.
Esos días todo era un festejo. Aunque Buenos Aires ardía en locura por el fin de clases, el comienzo de vacaciones, los regalos que faltaban, los menús para nochebuena, qué llevo yo y qué lleva el resto, yo disfrutaba de todo. Corría de un desayuno con amigas, a un almuerzo con mis primas, a un té con otro grupo o al encuentro con todos nuestros ahijados y sobrinos en el Torneo Anual de Bowling que organizábamos.
Papá Noel, cada año diferente para que los chicos más chicos no lo descubrieran, aparecía por la puerta del departamento de mis padres lleno de paquetes envueltos en papel verde y rojo. La foto familiar, en la que siempre alguno terminaba con cara larga de hartazgo ante “una más”, era infaltable para después hacer una copia en papel y ponerla en la biblioteca, al llegar a París de nuevo. Ahí estaban todos, aunque los 12,000 kms nos separaran.
El día que regresábamos amanecía normalmente nublado. Parecía que se había enterado que estábamos tristes. Las despedidas se hacían eternas y los agradecimientos infinitos. Cargados de recuerdos, buena onda e inmenso amor regresábamos a “casa” con los ojos húmedos y el corazón estrujado pero ya pensando en la inminente reserva de pasajes para volver en la próxima Navidad.