Lunes de relato

Hola a todos y bienvenidos un día más. ¿Qué tal ha ido el finde? Espero que genial. Mis lectores habituales sabéis que yo publico lunes y miércoles una semana, y martes y jueves otra(además de los sábados), y el post del lunes o martes suele ser variado. Un día es de cine, otro de libros, o de turismo en mi ciudad...

Esta vez voy a compartir un relato mío, así que sin más rollo, empezamos.

Siempre paso una vergüenza horrible compartiendo mis relatos, pero de vez en cuando me animo. Antes participaba en certámenes de relatos, pero este año me ha faltado inspiración. Aún así he participado en 4, y dos ya se han fallado. En ambos he sido finalista y han publicado mis relatos en antologías, he mirado y puedo disponer de ellos así quevoy a compartir uno por aquí. Era para un certamen de relatos sobre enfermeras, esa era la temática. Al parecer participaron más 350, de ahí eligieron un ganador y los finalistas. Me ha hecho ilusión ver tanta participación, me gusta mucho que la gente se anime a escribir.

Os dejo el relato, que ya digo que trataba de enfermeras y la longitud máxima permitida era dos páginas. Ojalá os guste.
relato


MI REALIDAD COTIDIANA

Hace más de dos meses que subir al autobús, a primera hora de la mañana, se ha vuelto mi instante de felicidad. Llevo ocho años trabajando en este hospital, el mismo en el que hice las prácticas y el mismo en el que, a los nueve años, me salvaron la vida. También llevo muchos años cogiendo el mismo autobús, y en cierta manera, muchos ya nos conocemos y formamos parte de nuestra realidad cotidiana.

En el asiento que está justo detrás del conductor siempre se sienta una señora mayor, de hermosos cabellos blancos y tez rosada. Entre las arrugas que surcan su cara se adivinan unos ojos azules y brillantes, y siempre lleva dos bolsas; una con migas de pan y arroz y otra con unas fiambreras. Me he enterado de que se llama Esperanza y desde que se ha quedado viuda cada mañana acude al otro extremo de la ciudad, a alimentar a los gatos y palomas que habitan las calles. A veces escribe poemas y los regala a la gente con la que se encuentra. Yo soy una de esas afortunadas, y aún guardo el poema que escribió sobre mis ojos.

En los asientos traseros hay un grupo de estudiantes que charlan y ríen durante el trayecto. Desde que empecé a usar este autobús han pasado varias generaciones de estudiantes, incluida la mía, pero en el fondo siempre es lo mismo. Chicos y chicas envueltos en una nube de aromas: huelen a perfume juvenil, chicle de menta y champú de frutas. Visten a la moda, llevan carpetas forradas con fotos del actor o cantante del momento y sus conversaciones son sencillas pero que para ellos son muy importantes, casi el centro de su vida.

Los asientos del medio los ocupan todo tipo de personas. Algunos visten ropas muy formales y yo me imagino que trabajan en un banco o en alguna oficina. Otros llevan ropas deportivas porque acuden al gimnasio o algún entrenamiento, y hay tres personas que siempre portan maletín y a veces van repasando exámenes; sin duda son profesores.

El resto son viajeros ocasionales. Personas que van al hospital a revisiones o hacer una visita, gente que acude a algún lugar a realizar gestiones o mamás con sus niños, que llenan el autobús de alegría.

Pero desde hace tres meses, alguien se ha sumado a mi realidad cotidiana y en el asiento junto a la puerta de atrás, el que va al revés y mira hacia el final del autobús, se sienta el chico que ha llenado mis mañanas de ilusión. Sus ojos son del verde más transparente que uno pueda imaginarse. Y sus cabellos son negros, que él lleva peinados hacia atrás. Siempre va leyendo, con rostro serio y sin mirar a su alrededor. En sus bonitas manos, de dedos largos y morenos, hay algún libro que lo mantiene absorto. La parada del hospital es la última, así que cuando ya todo el mundo ha bajado lo hace él, tras cerrar el libro y guardarlo en su mochila. Y entonces se pierde entre la gente y nunca sé donde va.

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Cuando me dieron el diagnóstico sentí que mi mundo se destruía. Mi corazón se rompió y yo pude escuchar el sonido que hacían los pedazos al caerse contra el suelo. Pero mi doctor y mi enfermera me cogieron las manos y me hablaron con tanta intensidad que supe que tenía que intentarlo.

El primer día que acudí a recibir mi tratamiento solo quería llorar. Elegí el asiento que va al revés para evitar las miradas ajenas. Saqué un libro e intenté concentrar mi mente en lo que estaba leyendo. Pero no podía. Estaba muy asustado. Hasta que la vi. En medio de mis miedos y la incertidumbre, en aquel autobús repleto de gente, estaba ella. Sus ojos son grandes y castaños, y tiene un fuego interior que puedo captar desde mi asiento. Lleva sus cabellos recogidos en una trenza, y son trigueños, ese término que sale en las novelas y que nunca supe identificar hasta que la vi. Ocupa un asiento al final del autobús, delante de los estudiantes que van armando alboroto. Sonríe durante todo el trayecto y cuando llega al hospital, desaparece.

Hoy es un día diferente. He acabado el tratamiento y me cambian de sección. Aún no sabemos qué pasará. Quizás ante mí se extienda una larga y feliz vida, o tal vez deba empezar a despedirme. Pero mientras eso ocurre debo ponerme en manos de una nueva enfermera para seguir luchando.

Cuando entro en la sala no puedo creer lo que veo. Allí, con impoluto uniforme y esos ojos con su raro fulgor, que me llenan de vida, está la chica del autobús. Ella será mi enfermera. Ella me acompañará y descubriremos juntos si voy a quedarme o debo partir. Sonriendo, le doy la mano y un escalofrío recorre todo mi cuerpo. Ojalá pueda quedarme.

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Hoy empiezo con un nuevo paciente. Siempre que esto ocurre me pongo nerviosa. La incertidumbre es mi mayor enemigo. Nunca sé si estas personas conseguirán superar su enfermedad. Yo me entrego y les ayudo con toda mi alma, lucho mano a mano con ellos y les regalo mi tiempo y mi corazón. Y muchas veces salen de todo lo malo y vienen a verme. Y otras, otrasotras tengo que aprender a vivir con su recuerdo.

Cuando mi nuevo paciente entra en la sala mi corazón da un vuelco, y empieza a latir tan deprisa que temo que se desboque, o peor aún, que él pueda oírlo. Casi sin darme cuenta oigo una voz que me explica que ese muchacho de ojos cristalinos, que viaja sentado al revés y con los pensamientos escondidos en un libro, es mi nuevo paciente. Sonriendo, me acerco a darle la mano, y en ese instante, un escalofrío recorre todo mi cuerpo. Ojalá pueda quedarse.

FIN

Y hasta aquí laentrada. Sé que me ha quedado algo raro, he sido incapaz de justificar el texto(es una manía tener el texto siempre justificado), pero creo que se entiende.



Mil gracias por leerme y nos vemos el miércoles con algún truco.

Feliz semana a todos.

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