La vida tan fugaz, tan frágil.

Hoy al llegar a la estación de Montmeló, sudando y sofocado por el calor abrasador de este cruel julio, he presenciado un hecho desconcertante para mí. He visto como un hombre transportaba en una camilla lo que sin duda era un cadáver y lo metía en una furgoneta. El cuerpo cubierto en su totalidad con una mortaja blanca, ha sido introducido en la parte trasera del vehículo que lucía las palabras: “Servicios judiciales” en un rótulo flanqueado por sirenas instalado en el techo.

Dicha parte trasera estaba dividida horizontalmente en dos compartimentos: el superior lleno de enseres y equipamiento que no he podido identificar y el inferior vacío (y muy estrecho a mi juicio) donde el camillero con indiferencia ha encajado el cuerpo, como quién coloca la última bolsa de viaje en el maletero de su coche antes de partir de vacaciones. Lo más impactante para mí, que no estoy curtido en accidentes y calamidades callejeras, ha sido la ausencia de bomberos, paramédicos, ambulancias… nada. Sólo un coche policial. Tal vez he llegado demasiado tarde y toda la sinfonía sanitaria y jurídica ya había finalizado, pero no sé, me ha parecido raro.

Para entrar en la estación he rodeado la furgoneta pues entorpecía el acceso por la puerta principal y he accedido por el escaso hueco que quedaba, contorsionándome grotescamente. Podía haber entrado por el acceso de la cafetería, pero yo soy así. Una vez dentro y tras cancelar mi billete he visto a dos agentes de policía, hombre y mujer, a los que les habría paso un joven y atlético empleado de seguridad. Los policías llevaban unos fardos azules llenos de objetos metálicos. No sé que eran. Una vez en el anden he preguntado a una chica que parecía tan azorada como yo ante el inaudito hecho de ver transportar un cadáver pero ni ella ni nadie de los allí presentes, que se han unido a nuestra conversación, sabían nada, ni habían visto nada salvo el traslado del cuerpo amortajado. Tal vez mañana la prensa local diga algo.

Debo de confesar que aparte de la carencia de dramatismo del hecho, en lo único que me ha afectado es que me ha recordado un suceso similar que presencié hace años y que me impresionó tanto como para volver hoy a sufrir el escalofrío que sentí entonces.

En aquella época después de comer esperaba callejeando por el barrio de Sarriá, a que abrieran la oficina. Algo que me gustaba hacer en los días calurosos de verano, y ese día el sol abrasaba como lo hacía hoy, era buscar la sombra bajo los arboles de los muchos y hermosos parques que hay por esa zona de Barcelona. Mientras enfilaba el Paseo de Sant Gervasi que me llevaba a mi parque favorito el de “La Tamarita” me encontré de bruces con el cuerpo yacente sin vida de un motorista.

Estaba cubierto con la típica manta dorada, como quiera que se llame y en esa ocasión sí había una ambulancia, médicos y policías urbanos con sus “walkie-talkies” emitiendo gorgoritos. No había muchos curiosos remoloneando. A esas horas y con ese calor había poca gente en la calle. Sólo dos o tres personas nos detuvimos unos momentos a contemplar la escena. Sé que era un motorista y no un peatón porque alguien de entre los presentes lo mencionó.

Mi curiosidad duró poco y reinicié mi camino. Fue entonces cuando vi la moto del difunto. Era un modelo nuevo y a todas luces muy caro. No recuerdo la marca, sólo el color verdoso metalizado de su gran depósito, el negro del cuero de su asiento y los cegadores reflejos del Sol en sus cromados. Era la moto del accidentado no cabía duda estaba atravesada en la calle y en contra dirección.

Pero lo que me heló la sangre fue que la moto no había sufrido desperfecto alguno. No tenía ninguna óptica rota ni se apreciaban ralladuras en la pintura. La motocicleta estaba intacta, fulgurante bajo el sol de Barcelona, pareciera que estaba en exposición en el concesionario. Mientras, en la calzada, su dueño, bajo el mismo sol era carroña.

La motocicleta una torpe demostración de ingenio mecánico fabricada en serie, resistió al accidente. Su dueño tan complejo, tan único no pudo. De él sólo quedaron carne y huesos sobre el asfalto. Carne y huesos incapaces de retener la vida tan fugaz, tan frágil de un ser humano. Mientras, su moto brillaba soberbia bajo el Sol como salida de fábrica.

Ese día regresé a la oficina poniendo más atención a los semáforos y tal como hoy sintiéndome afortunado de sentir el calor abrasador de una tarde de verano.

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