La sombra de Elune

Una mujer de cabellos violáceos entró en el hogar. Nariel había formado parte de Elune-Adore desde que su anterior líder, Dalria, estaba al cargo de la orden. Se trataba de una Sacerdotisa de Elune experimentada que recientemente había decidido abandonar el servicio activo como sanadora en el campo de batalla para apoyar a la hermandad con contactos, plegarias, rezos y escuchar a sus miembros siempre que lo requirieran. La edad empezaba a hacerse notar en su cuerpo. Había presenciado la destrucción del Pozo de la Eternidad hacía diez milenios y había sufrido incontables pérdidas, incluida la de su amado compañero.

Deliantha la saludó con un cálido abrazo. Aunque conocía a Nariel desde la Tercera Guerra, la llamaba minda a menudo. Por las mañanas, la sacerdotisa se acercaba al hogar de la nueva líder de la orden de Elune-Adore y se llevaba al pequeño Erglath al Templo de Elune. Allí le enseñaba quién era Elune, los distintos ancestros a los que su raza veneraba y las tradiciones de su pueblo. La centinela solía aprovechar aquel tiempo para patrullar por la ciudad, hacer papeleo o planear nuevos viajes a zonas donde enemigos de su pueblo hicieran frente. Sin embargo, aquella mañana fue distinta. Regresó al lecho tras despedirse de ambos y cerró los ojos, abandonándose a los amargos recuerdos que inundaban su mente.

El ambiente aquella mañana era más frío de como solía recordar, aunque era algo habitual en el helado continente de Rasganorte. Desembarcó del navío con el poco equipaje que llevaba en una mochila de cuero oscuro, haciendo resonar con fuerza la madera de la pasarela bajo sus pies. Una vez en tierra, buscó a su alrededor entre la gente que por allí desfilaba ayudando a desembarcar las provisiones que llegaban desde los Reinos del Este. El rostro que buscaba no se hallaba entre los que veía, por lo que sus pies pusieron rumbo hacia el cuartel para saber dónde se encontraba Thanuriel. El humano alzó la cabeza para mirar a la mujer, pues le llegaba por la barbilla. Abrió la boca para decir algo, pero en su rostro se notaba que no sabía cómo decirlo.

—Lo lamento, Thanuriel ha...

Deliantha le miró con los ojos abiertos de par en par. Su corazón casi parecía haberse detenido en aquel preciso instante. Antes de que pudiera darse cuenta, el hombre la sostenía con fuerza cuando vio que la fuerza de sus piernas flaqueaban y caía al suelo. Pasó un brazo por su cintura y la ayudó a sentarse en una silla cercana, gritando a los que miraban que volvieran a su trabajo si no querían ponerse a limpiar las letrinas o los establos. La joven no prestaba atención a lo que ocurría a su alrededor, ni siquiera era consciente de lo que sucedía. No parecía poder asimilar la muerte de Thanuriel, quien había fallecido en la fortaleza de Utgarde, una gran edificación construida por unos seres enormes llamados vrykul.

En su estancia allí, la cual se le hizo eterna, no pudo regresar a la habitación que con él había compartido las noches que había pasado con él. Habían disfrutado conversando durante largas horas, hasta que la luna descendía del manto nocturno para descansar y el sol tomaba su lugar. Entrar de nuevo en aquel lugar sería hundirse ella misma aún más de lo que la noticia ya había logrado. No había llegado a amarle, pero Deliantha había sentido cariño, complicidad y confianza con aquel hombre. No le conocía lo suficiente como para sentir nada más, no habían pasado el tiempo que el corazón requería para amar y aquello aliviaba su pesar. Sabía que Nariel jamás se había logrado reponer tras la muerte de su compañero y no quería pasar por algo similar.

Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas y a empapar la almohada. No era una mujer que gustara de recordar el pasado y lamentarse, pero tener a Erglath le había recordado lo mucho que Thanuriel deseaba ser padre. Ella, por el contrario, prefería dedicarse a la vida militar, pero estaba viviendo la vida que él habría querido tener. Echaba de menos su tacto, que la hiciera reír, que escuchara sus preocupaciones... Echaba de menos tener a alguien a su lado con quien compartir las cosas cotidianas, alguien que aliviara las cargas que se acumulaban en su ser.

—Elune, me diste lo que más he necesitado nunca y me lo arrebataste, ¿es que acaso te he deshonrado de alguna forma para que me des la espalda?

Años después había puesto a un atractivo kaldorei en su camino, Dathanar, pero las pérdidas de su pasado pesaban demasiado en su alma. Meses después, Asuryan. Había logrado que volviera a sonrojarse sólo con posar una mano sobre su hombro, hasta que su cariño hacia él se tornó en amor por un hermano. Le gustaba la sensación que le aportaba estar cerca de él, la complicidad que tenían, la forma en que le enseñaba a ver el mundo. Se había convertido en un gran apoyo cuando más dudas tenía, pero el Círculo Cenarion le había reclamado. ¿Acaso Elune le había retirado sus favores?

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