Érase una vez una Princesa que vivía en un lugar muy lejano. Esta Princesa era muy especial, tenía algo muy poderoso en su interior que a la vez era mágico pero que no se podía ver ni tocar, como un súper poder. Era una Princesa luchadora.
Sin embargo, ella era tan joven que no lo sabía, tardó muchos años en descubrir de lo que era capaz. Con el paso del tiempo, todas las personas, su familia y sus amigos le ayudaron a descubrir sus poderes, pero de una manera un tanto extraña. Ellos siempre le decían a la Princesa que no era capaz de hacer nada bien ¿pero qué tipo de ayuda era ésta? ella no lo descubrió hasta el final de la historia, como nosotros.
La familia de la Princesa se empeñaba en recordarle cada día que no debía empezar cosas nuevas, ni atreverse a nada, le ponían muchos problemas y la hacían sufrir, pero ¿por qué? Al principio la Princesa pensaba que no la querían, que no deseaban nada bueno para ella. Así que, desobedeciendo esos consejos, la Princesa se atrevía cada mañana, hacía cosas nuevas y comenzaba cosas bonitas. Se ilusionaba y crecía. Era cada día más y más fuerte y valiente.
Se estaba convirtiendo en la Princesa más luchadora, inteligente y creativa del Reino. Y cuando empezó a pensar que todo ésto lo estaba haciendo en contra de lo que pensaban sus amigos y familiares, ¿sabéis lo que ocurrió?
Que llegó un buen día en el que consiguió todos sus sueños, sus metas y sus propósitos. Así fue como descubrió sus poderes mágicos. Entonces sus seres queridos le hicieron saber lo orgullosos que estaban de haber conocido a la Princesa que más se esforzaba de todo el Reino.
En verdad, era, fue y será siempre, la Princesa más querida de todos los cuentos ¿sabéis por qué? Porque tenía el mejor súper poder y el más mágico de todos: se quería a sí misma. Esta Princesa se llamaba a sí misma: Autoestima.