Más que ser un payaso, o un intento de comediante, su verdadero trabajo es no desmoronarse ante una sociedad que lo rechaza desde antes de existir.
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Penny Fleck, su madre, fue una marginada social, Arthur, un hombre maduro que en ratos parece tan inocente como un niño, lo es y en el hipotético caso de que tuviera descendencia, sus hijos también lo serían.
La película Joker es muy clara en algo: perdedor una vez, perdedor para siempre. No solo tú, también quienes te precedan.
“Los que hemos hecho algo de nuestras vidas siempre miraremos a los que no y no veremos más que payasos”, dice Thomas Wayne (Brett Cullen) un odioso millonario que hace 30 años dio trabajo a Penny y que ahora no siente más que asco por ella y su hijo, que al igual que ella, está rota.
En Joker, la marginación social puede ser tan dolorosa al grado de fundirse (y confundirse) con una enfermedad mental... que, a nadie, absolutamente a nadie, le importa quienes la padecen.
“Durante toda mi vida ni siquiera sabía si realmente existía. Pero existo, y la gente empieza a darse cuenta”, dice Joker en alguna parte de la película.
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En la película, cada centímetro de la piel de Joaquin Phoenix grita las ganas de desaparecer, de realmente ser invisible. El cabello sobre el rostro, los huesos marcados por el hambre, pero todo cambia cuando sin buscarlo, se convierte en el héroe de Ciudad Gótica.
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Más allá de la violencia, Joker es una cinta que explora los sentimientos y pone a prueba la empatía, ¿puedes sentirla por un asesino que sufre, quizá a unos metros de donde tú también lo haces? Sí, sí puedes.
Mi calificación:
4 estrellas de 5